Translate

jueves, 19 de noviembre de 2020

CAPÍTULO 9: San Benito de Palermo

TERCERA PARTE

DONDE EL BARRO SE SUBLEVA

 

 “Si yo tuviese una clara idea de la función social, los trabajos y las perspectivas de clase a la que pertenezco o a la que me he agregado, debería obtener un concepto del actual organismo social, debería aprender a captarlo desde el apropiado ángulo, lo que es una imposibilidad absoluta a menos que siguiese las huellas de su desarrollo. Es imposible ser un guerrero consciente y de visión lejana en la lucha de clase sin un conocimiento de la evolución de la sociedad. Sin semejante comprensión uno depende de las impresiones que le producen las cosas inmediatas que le rodean, y de los momentos inmediatos, y nunca se está cierto de que estas impresiones no tienten hacia canales que aparentemente conducen a la meta, pero que realmente lo llevan a uno a los arrecifes, de los que no hay escape. […]

Se hace necesario para cada combatiente ampliar su horizonte por medio de conocimientos científicos, captar las operaciones de las grandes fuerzas sociales en el tiempo y en el espacio, no para abolir el trabajo, ni aun para relegarlo al fondo, sino para alinearlos en una relación indefinida con el proceso social como un todo. Esto se hace aún más necesario desde que esta sociedad, que ahora prácticamente abraza el globo entero, lleva hacia adelante cada vez más su división del trabajo, limitando al individuo más y más a una simple especialidad, a una simple operación, y haciendo de ese modo progresivamente más bajo su estándar mental, haciéndolo más dependiente y menos capaz de entender el proceso como un todo, proceso que simultáneamente se amplía en proporciones gigantescas.

Entonces llega a ser un deber de cada hombre que ha hecho del progreso del proletariado el trabajo de su vida, oponerse a esta tendencia hacia el estancamiento espiritual y la estupidez; y dirigir la atención de los proletarios hacia amplios puntos de vista, hacia grandes perspectivas, hacia metas de valor.

Difícilmente hay otra manera de hacer esto de modo más efectivo que por medio del estudio de la historia, viendo y captando la evolución de la sociedad sobre grandes períodos de tiempo, particularmente cuando esta evolución ha abarcado inmensos movimientos sociales cuyas operaciones continúan hasta el presente. Para dar al proletariado comprensión social, una propia conciencia y una madurez política, para hacerlo capaz de formar grandes visiones mentales, tenemos que estudiar el proceso histórico con el auxilio de la concepción materialista de la historia. Bajo estas circunstancias, el estudio del pasado, lejos de ser un mero pasatiempo anticuado, se convierte en una poderosa arma en la lucha del presente, con el propósito de alcanzar un futuro mejor.”

Karl Kautsky, en su pólogo fechado en Berlín, Alemania, en septiembre de 1908, en El cristianismo. Sus orígenes y fundamentos, Editorial Marat, Buenos Aires, 2013.



CAPÍTULO 9

San Benito de Palermo

 

“No sé si se nace Santo,

Pero sí se nace negro.

¿Podrá un negro hacerse Santo

O un Santo volverse negro?

No sé si se nace malo,

Pero sí se nace negro.

¿Podrá un negro hacerse malo

O un malo volverse negro?

Hay muchos que nacen negros,

Pero más que nacen blancos.

Cuál de todos es el Santo,

El negro, el malo o el blanco”

 

José Carrizo Agapito,

poeta afrouruguayo, 

1938

 

 

-Contá de una vez, ¿qué pasó allá?

-Pero Nellu, la piba está tirando las tripas por el inodoro y vos querés seguir oyendo historias.

-Quédense tranquilas, con las pastillitas que le di va a estar mejor.

-Puede ser cualquier cosa que haya ingerido en el viaje, Buenos Aires era una aldea podrida en 1777.

-Contá, contá.

-Bueno, dale. Elegimos la madrugada del 25 de mayo para hacer el viaje.

-¿Para aprovechar el poco movimiento del feriado?

-La verdad, porque era el único momento que los tres docentes podían. Pero sí, no había nadie custodiando la Torre del Parque, así que pudimos laburar tranquilos. Calibramos las coordenadas, nos despedimos cortito y abrimos el gusano.

-¿Igual que en el Barolo? ¿El restaurante gira y desaparece el suelo?

-No, no. El gusano se abrió en el suelo, en el centro del gran cilindro. Más bien fue como saltar en un tobogán tubular con las paredes girando en flashes de colores. Un caleidoscopio sicodélico, lisérgico, alucinado.

Lo primero que sentimos cuando caímos de culo en los pastizales fue ese olor fuerte del pasto seco que te pica toda la piel, después el sol abrasador que golpeaba fuerte, acostado sobre el sudeste, mientras remontaba la mañana encima del Riachuelo.

-¿Estás bien, boludo? ¿Te rompiste algo?- fue lo primero que escuché. La Negra estaba sentada en el pasto a unos pasos nomás. Le contesté con gestos. Nos cubría el olor gediento del pasto que implora la lluvia.

-¿Pero no cayeron en el Cildañez, el túnel de la torre no terminaba ahí?

-Al Cildañez lo entubaron en los 80, Alicia, y le cambiaron el recorrido. Caímos unos metros al oeste del arroyo. Igual tenía poco caudal, lo que significaba que hace rato no llovía por la zona. Seguimos el camino del agua para el lado donde bajaba, buscando la desembocadura, con cuidado de no espantar bichos ni atraer predadores.

Lo único que se veía, a lo lejos, eran pastos largos y sol. Ni una nube. Bajamos serpenteando junto al Riachuelo rumbo este-sudeste-nordeste, discutiendo si nos convenía entrar a la ciudad desde La Boca o antes, remontando algún arroyo hasta donde hoy está Constitución.

-Estudiaron los viejos mapas de la ciudad, ¿no?

-No tuvimos tiempo. Y tampoco hay muchos mapas de esa época. Por lo menos en las imágenes que pudimos guglear. Era más bien la intuición de tantos años de andar en bici por la ciudad.

-No me vas a decir que trazaron las bicisendas siguiendo los viejos arroyos, déjate de joder.

-No Alicia, no. Cuando yo recorría la ciudad en bici hace veinte años no había bicisendas. Pero con la bici sentís el relieve de la ciudad al tacto, como si la fueras acariciando. Eso me dio siempre una conciencia casi erótica de las hondonadas y las lomas que laten debajo del asfalto.

-Igual, el problema nos los resolvieron unos barcos que vimos de lejos.

-¿Te sentís mejor? ¿Querés contarla vos?

-Estoy mejor, pero prefiero no abrir mucho la boca.

-Tiene razón la Negra. Caminamos tres horas así, enchastrándonos del barro flojo de la ribera, manoteando el yuyal alto y rezando que los bultos que sentíamos en los tobillos no fueran a mordernos. En una de esas curvas, habríamos hecho cuatro kilómetros, me sentí en un lugar conocido.

-¿Cómo, salame, si ese paisaje no lo viste ni en películas?

-Porque estuve ahí, Alicia, no te puedo explicar cómo, pero cuando vi la vuelta que pegaba la costa del río, armando como una península exagerada, como una isla redonda, le dije a la Negra, Che, boluda, estamos en la Isla de Brian.

-Lo de boluda está demás, le dije yo, pero no tenía ni idea, yo siempre curtí el Oeste o el noroeste, las villas del Matanza y sus afluentes, ni idea de Zona Sur.

-Pero yo había estado muchas veces de visitante en la cancha de Victoriano Arenas amigas, ahí siempre pintaba el combate. Imaginate que está en el centro de la Isla de Brian, cuando entrás te hacen la emboscada con diez nenes y sólo salís abriendo brecha a botellazos. Eso le dije, La Isla de Brian es in-con-fun-di-ble, Negra. Es la única vuelta, meandro o península que le quedó al Riachuelo después de la rectificación de los 30 y 40. Ahí enfrente estaba la SIAM y la vieja Estación Ingeniero Brian, de donde le quedó el nombre. Llegaron a construir un puente de hierro que iba a servir para cruzar el riacho cuando la rectificación pasara por ahí, quedó enterrado. Es tan singular como que es la única frontera seca entre la ciudad y Avellaneda. Siempre me pareció un lugar mágico de Buenos Aires, un nudo metafísico. A pocos metros del templo más grande de la Caacupé al sur de Asunción y quizás el templo de la Mailín más al sur de Santiago del Estero.

Estamos a la altura de Barracas, de la 21-24, donde está la planta de la vieja TAMET, Santo Domingo y Perdriel. Dicho y hecho, a la salida de la curva de la isla, a los pocos quinientos metros o eso, apareció la desembocadura del arroyo Perdriel sobre el Riachuelo y al mismo tiempo pudimos ver con claridad, a lo lejos, el horizonte de mástiles de bergantines cerrando el cielo sobre el puerto de La Boca. La mayoría tenía bandera francesa. La monárquica, la antigua, la de las flores de lis doradas sobre el paño azul.

-Otra vez el chamuyo. ¿Y cómo reconociste una bandera antigua de Francia, Santos? ¿Gugleaste?

-Qué pesadilla sos, querida Alice. ¿No te acordás las pelis de Errol Flyn? ¿Y la de los Tres Mosqueteros? Yo si no hubiera ido a la primaria nunca me había enterado que los franceses cambiaron la bandera de las flores de lis por la tricolor en la Revolución.

-Lo importante es que un poco más al norte de La Boca los franceses tenían un asentamiento donde depositaban mercancías importadas, en la barranca grande donde está el Parque Lezama, en frente del Mac Donalds, donde estaba el viejo cartel azul y oro de “Bienvenidos a la República de La Boca”, ¿se acuerdan?

-Sí, Negra, cómo no. Martín de Gainza y Almirante Brown, ¿verdad?

-Sí, ahí mismo, pero del asentamiento francés supimos más tarde. Al principio nos dio cagazo tener que andar dando explicaciones en un idioma extraño de qué hacíamos un gaucho y una esclava mulata caminando al mediodía por esos páramos. Así que decidimos gambetear La Boca… seguila vos, porfa…

-Así que nos pegamos al arroyito que bajaba hasta el Riachuelo y fuimos subiendo la cuesta hasta el primer hueco que encontramos.

-¿Cómo? ¿Un hueco en el piso? ¿Una madriguera decís?

-Perdón, la costumbre. Le decían “huecos” a unas ollas de agua que se hacían cada tanto en los meandros que armaban los riachos. Los porteños no saben que viven encima de un enorme humedal. Una isla de barro en la que las napas subterráneas y el agua de las lluvias abren pozos desde adentro, desde abajo. En la mayoría de esos “huecos” se levantaron plazas después. La municipalidad rellenaba con piedra y cemento los pozos donde la gente había tirado basura durante siglos.

Yo calculo que andaríamos por la zona de Plaza España, detrás de Constitución, donde está el Rawson.

-¿El Hospital Municipal de Ancianos? Donde está Medicina Laboral de la muni.

-Ahí mismo, Denise. Había poco movimiento pero ya se veían grupitos de personas yendo y viniendo.

-¿Y qué les decían que eran?

-Teníamos la idea de hablar lo menos posible para no mostrar la hilacha. Saludando con la cabeza y un “buenas”, como en los pueblos. Igual, no había mucha gente circulando, se vé que respetaban la siesta. Hacía un calor sofocante.

Fue nuestro primer asombro con la ciudad que nos imaginábamos. Casi todas las personas que nos cruzábamos eran negros. Mujeres lavando cachivaches de cerámica tosca en las aguas estancadas, o vaciando bacinicas en los arroyitos. Pibitos y pibitas jugando afuera de ranchitos de adobe y techo de paja. Todos negritos.

-¿Y los españoles?

-Casi no vimos gente blanca blanca. Los europeos puros eran la clase rica, vivían en las casas alrededor de la Plaza Mayor y del Fuerte. Estos ranchitos estaban bastante separados de la ciudad. No había ninguna calle ni manzanas formales. Más bien estaban tirados al lado de los zanjones. De lejos se veían las cruces y las torres de las iglesias más cercanas, pero no mucho más.

La Negra se acercó a una de las mujeres que lavaban trastos en el hueco para saber dónde se reunían los combatientes para pedir su libertad al nuevo Virrey. Le metió el chamuyo de que tenía un pariente herido en Colonia que no podía moverse y que veníamos en representación suya.

-Era una negra hermosa, piel color azabache, con un pañuelo que había sido blanco enrollado en la cabeza. Tenía los ojos amarillos, curtidos de sol. Me escaneó de arriba abajo pero no me contestó nada.

-Pensamos que ni siquiera hablaría castellano. Aunque andá a saber. Siempre es mejor ir con la gurisada. Le pregunté a unos negritos que andaban cazando pajaritos con gomeras y en un cocoliche medio raro me señalaron con la mano algún destino. Yo me presentaba como un marinero que había peleado también en la guerra, amigo de barco del supuesto pariente de la Negra. Así explicaba mi acento raro y dejaba claro que mi piel no tenía nada que ver con la de los amos.

Serían las tres o cuatro de la tarde cuando llegamos al patio de tierra apisonada de una casona de ladrillo cocido, un poco más grande que las demás. Iban cayendo negros de todos lados y de a poco. Tullidos, con ramas de ceibo haciendo de muletas. Con vendas sucias en los muñones y la cabeza.

Hicimos como el resto y nos aquerenciamos a la sombra de un limonero. Callados. Saludando con la cabeza y esperando que arrancara. Al fin y al cabo, todas las previas de las asambleas se parecen. Los que se reconocían se saludaban con abrazos y se ponían a hablar a los gritos. Me llamó la atención que las mujeres fumaban en unas pipas de barro negro: cachimbos les decían. La mayoría sin pico, algunas pocas con unos picos de madera muy berreta. Se notaba que las hacían a mano. Los varones fumaban cigarrillos armados, como puritos de hoja de chala seca.

-Y no todos fumaban tabaco.

-El tabaco era un lujo, claro. Y aquí todos habían sido esclavizados. Fumaban cualquier cosa seca. Los mejores tenían cáñamo seco, parecido a la marihuana.

-¿Había porro?

-Claro, Denise, son plantitas milenarias.

-Nelly tiene razón. Después nos enteramos que se vendía mucho de ese cáñamo y plantas parecidas al tabaco que los españoles no fumaban en los almacenes.

Los negritos iban de ronda en ronda cebando mate a los adultos, en unas pavas toscas y grandotas, que metían de prepo en la brasa para recalentar el agua cada tanto. Los mates eran puras calabazas, toscas también, llenas de yuyo mezclado cada tanto con yerba. Ninguna bombilla era de metal, a menos que la encanutaran de alguna casa tan rica que no se notara. Casi todas eran pajitas de madera o junco.

Los huéspedes del caserón, que seguro tendrían alguna jerarquía entre toda esa negrada pobre y esclavizada, atendieron su ronda de conocidos con vueltas de caña, pero los demás chupando mate o limones.

Lo que más impresionaba era el fuerte olor a tufo que llenaba el aire.

-Terrible baranda. Me dan arcadas de nuevo.

-¿Tanto, che?

-Sí, Denise, no sabés lo que era eso. Estuvimos en total diez días y la imagen que mejor describe Buenos Aires colonial es el terrible olor a mierda que había. Insoportable. El tufo de gente que se mojaba un poco los sobacos y el pelo cada tanto, del barro seco y podrido de los zanjones y las calles, cada arroyo que pasaba cerca de caseríos se usaba para tirar meo y caca. Cuando soplaba el viento del sudeste venía una baranda repugnante de sangre coagulada y bosta de vaca de los mataderos que había por toda la costa del riachuelo. Por eso en cada casa, pobre o rica, había arbolitos frutales, durazneros, limoneros, para perfumar un poco los ambientes donde se dormía, para que frenaran un poco esa sensación agobiante de estar viviendo en una enorme letrina de barro.

-Pará con el olor que me vas a hacer vomitar de nuevo, boludo.

-Che, ¿y no comieron nada?

-Sí, claro. Cuando empezó a bajar el sol, un poco antes de que arranque el asunto, nos compartieron un poco de galleta vieja de trigo y mondongo, como éste.

-Por eso decías que fue una casualidad. ¿Pero no era una comida cara?

-Todo lo contrario, Nelly, después supimos que las negras se iban a las vaquerías y los mataderos a juntar las tripas que no se usaban de las vacas y las ponían a hervir hasta que le sacaban todo el caldo.

-Tripas, pezuñas, astas, se afanaban todo lo que podían de las vacas. Iban con unos cuchillitos muy toscos, de un hierro negro con el filo gastado de rozarlo a la piedra. Triperas, las llamaban, pero antes que insulto a su pobreza, el apodo mentaba destreza y coraje.

-De hecho mondongo es una palabra bantú, era comida de esclavos. Los ricos no comían mondongo.

-Tampoco creo que lo coman ahora. A mucha gente no le gusta el mondongo. En Santiago lo hacíamos siempre con mi abuela y mi vieja.

-Es la parte más inútil y barata de la vaca.

-Callate que los changos en Catamarca se comen los ojos y los sesos. Meten la cabeza en un horno en el piso de tierra, lo llenan con brasa de ramas y lo cocinan un día entero.

-¿Y el bofe que le damos a los perritos no son los pulmones? Pobres bichos las vaquitas, me dan mucha pena.

-Bien que le metés al asado como cualquiera, uruguaya.

-Cuestión que cuando se fue el sol prendieron unas velas de sebo

-También de vaca, seguro.

-También de vaca, Alicia, y no les cuento el aroma que largaban para no joder más con el tema. Y se armó nomás la asamblea. Ahí nos dimos cuenta que íbamos a tener un problemón con el tema del idioma. La mayoría hablaba directamente idiomas africanos. La miré a la Negra y le dije al oído La única que faltaba, me trajiste doscientos cuarenta años para buscar a un tipo que nos dé una mano con los senegaleses y resulta que ninguno habla castellano.

-Sos un exagerado, nene. Había negros traídos de diferentes tribus del África, compañeras. Tanto que no se entendían entre ellos con el idioma materno y usaban un cocoliche de castellano y portuñol, mezclado con palabras en inglés y francés.

-Menos mal, porque si no, habíamos ido al pedo. Pero ya les digo, cuando se estuvo alguna vez en una asamblea se aprendió a caracterizar para todas las demás. Los que parecían los dueños de casa y su grupo, dirigían. Informaban la situación y daban la palabra, moderando. Se fueron armando grupos más exaltados, que gritaban y hacían gestos con el cuerpo, señalando, aplaudiendo o mandando a la mierda a alguien. Otro grupito hablaba siempre con tono más tranquilo y componedor, haciendo preguntas, criticando a los exaltados, tipo los que empiezan Con todo respeto, yo opino…

-¿Y qué discutían che? ¿Pudieron saber?

-El Virrey los quería cagar, obvio.

-Los patrones son siempre la misma mierda, no importa la época.

-Totalmente. Resulta que le habían prometido la libertad a los que sobrevivieran a la guerra en Colonia y ahora se la querían dar sólo a los que habían pedido más de dos miembros, o sea que no servían más para el laburo.

-Qué hijos de puta. Encima así no tenían que mantener a los lisiados. Qué hijos de puta.

-Claro, Denise, claramente.

-¿Cuántos eran? ¿La Cieguita había dicho cuatro mil…?

-La fuente citaría el total de los movilizados. Algunos habrían muerto, otros habrían mandado representantes. También pude ser que hayan inflado un poco el número para negociar mejor, quién sabe. Pero en la asamblea no seríamos más de quinientos.

-Pero ese patio era de una mansión, vo.

-Porque no era un patio cerrado dentro de la casa, más bien arrancaba en los fondos de la casa y se mezclaba con el arrabal. Imaginate una plaza grande.

-Y a medida que pasaba la asamblea y caía la noche, no saben, compañeras, se empezaron a armar fogatas por todos lados, enormes, como islas de fuego que subían hasta el cielo, que se iba poblando de millones de estrellas salpicaditas. Y crecía una batucada de tambores y vozarrones cantando en coro que llenaba todo el ambiente. Ahí sí que seríamos como cuatro mil o más. Habían venido negros de todas las casas de la ciudad, de las quintas de los alrededores y de las estancias más lejanas. Les daban permiso en las dos fiestas de sus santos, San Benito de Palermo era el 27, después de la Navidad,  era la Navidad de los Negros, y San Baltasar cerraba las fiestas en el día de reyes.

-No conocía ese Santo. Baltasar me imagino que era el Rey Mago negro, tan boluda no soy, pero ese San Benito no lo tenía.

-La Cieguita nos contó que en Sicilia habían canonizado un sacerdote negro para meterles mejor el catolicismo a los esclavos. Otra cosa que supimos allá, es que Buenos Aires tenía muchos pobladores italianos porque era un puerto marginal donde venían a intentar hacer fortuna los mercaderes de las regiones menos ricas del Imperio Español y para ese entonces el Reino de Nápoles, al sur de Italia, era parte de la Corona. Napolitanos, vascos, catalanes, asturianos y gallegos que, digamos, eran considerados menos españoles que los de Castilla, los que ocupaban los altos rangos del Estado.

-Ah, Palermo por Italia, no por el barrio.

-Claro, boluda, el barrio se llama así por la región de Italia, ¿no Santos?

-Pará de fajarme Alicia, que no soy de fierro, viste. Además en Montevideo también tenemos un barrio que se llama Palermo, ¿sabías eso vos?

-Lo sabía porque leí el Informe de Leo.

-¿Y sabías que era el barrio del candombe, del Medio Mundo? A que no.

-Es que los dos barrios se llaman así por el San Benito de Palermo. Parece que hasta fines del ochocientos todavía se juntaban negros a festejar en los pantanos de la desembocadura del Maldonado, en lugares medio clandestinos.

-Che, no se castiguen así, son compañeras de laburo y de militancia.

-Además de la sororidad, chicas.

-¿Eso qué es?

-Esas cosas raras no sé que son pero quédate tranquila, chiquilina, vos no nos conocés, pero con Alicia nos tratamos así porque nos conocemos hace veinte años. Laburamos juntas en el hospi hasta que nos abandonó.

-No te vas a poner a contarle toda nuestra historia ahora, Denise. Dejá que cuenten la suya que es más importante.

-Todas las historias son importantes, Alicia querida, cada hilo sostiene la alfombra.

-Dale, cortala con el profeta persa y contales de mi Orisha.

-Ah, veo que volvés a la vida, cómo te pegó.

-No te hacés una idea, querido, vas a ver cuando cuente mi parte.

-La Negra se enamoró a primera vista de un morocho enorme, de dos metros, puro músculo. Estuvo todo el tiempo en el grupo de los más exaltados, aunque no tenía ningún rastro aparente de haber sido herido en batalla y recién pidió la palabra cuando la asamblea entró en la etapa de las definiciones. El reflejo de los fogones le resaltaba los semicírculos de la dentadura de marfil y el brillo de los ojos, amenazante. Hablaba con una cadencia de pastor de Iglesia Protestante, la voz grave golpeaba las conciencias martillando los argumentos, demoliendo a los rivales. Le pregunté al viejo manco que me había compartido la galleta si me podía explicar qué decía. El tipo planteaba que había que sublevar a todos los esclavos esa misma noche y arrasar con todos los blancos.

-A la manija.

-Vamo´ lo pibe.

-¿No eras entrerriana vos?

-Pero curtidita en Caseros City, nene, qué te pensás.

-Tenés razón, y se te nota. Pero sí, el tipo se la pasaba citando las tradiciones tribales africanas, la humillación permanente de sus dioses y diosas, de su cultura. Pero el argumento más contundente era que si habían servido para ganarle la guerra a los portugueses también podrían con los españoles.

-Ya sé, ese es Shosé, el que trajeron para organizar a los manteros, el revolucionario.

-No, no, Shosé no habló en esa asamblea, ni ahora que me acuerdo del momento te puedo decir dónde estaba, ¿verdad, Negra?

-Posta, pero estaba.

-Claro que estaba y menos mal.

-¿Pero cómo, no era el que tenía la posición más a la izquierda?

-Es un poco más complejo. Mientras el Orisha hablaba en medio del barullo de la fiesta, que cada vez se ponía más al palo, los negros de la casa le ponían cara de respeto, pero se notaba que no estaban de acuerdo. El viejo que me leía la asamblea me decía que la idea de los dirigentes más viejos era aprovechar los homenajes al nuevo Virrey y la alegría de los españoles por la conquista de Colonia para negociar una indulgencia real para la todos los heridos y alguna rebaja en el precio de los demás combatientes para que les fuera más fácil comprarse la libertad.

-Burócratas. Siempre lo mismo, no cambió nada.

-Parece, Alicia, que los moderados trabajaban en casas de familia de la ciudad. Mayordomos, cocheros, cuidadores de caballerizas, casados con las criadas y nodrizas. Llevaban una vida un poco menos sufrida y les permitían hacerse unos mangos vendiendo cosas o haciendo changas para otros españoles y con esa guita se pagaban sus “vicios” y se podían comprar su libertad. Así también alquilaban los ranchitos donde vivían, en los barrios alejados de la Plaza Mayor. Los que peor la pasaban eran los negros que laburaban en las quintas, las estancias y los mataderos o en el puerto. A esos los sometían a un ritmo de trabajo más duro y los torturaban cada tanto para aterrorizarlos y que no se escapen. Ese sector vacilaba entre negociar lo que se pudiera o prender fuego todo. Pero los que aplaudieron al Orisha de Vicky eran muy poquitos.

-Entonces ganaron los moderados.

-Ni idea.

-Pero, cómo.

-Esa noche no se pudo votar nada. Resulta que las asambleas estaban prohibidas. Los negros aprovechaban las fiestas permitidas por el Estado para camuflarlas en medio del quilombo.

-Explicales que quilombo se le decía a todas estas juntadas medio religiosas, medio festivas y también políticas que hacían los negros.

-¿Porque hacían mucho ruido?

-No, compañera, los europeos tenían prohibido acercarse, no tenían ni idea de lo que pasaba en estos encuentros. Sólo oían los cánticos y como no entendían nada les parecía eso, puro ruido y descontrol. A pesar de ser sus amos, o precisamente por la consciencia que tenían de su crueldad, vivían con un terror permanente a que se les sublevaran y les hicieran pagar sus malos tratos. Los necesitaban para que laburen y garanticen sus riquezas, pero les temían y les odiaban. Por eso “quilombo” en todo el Río de la Plata pasó a ser un mote peyorativo, una mala palabra, un insulto, pero es una palabra africana con la que se llamaban a las reuniones religiosas, musicales, teatrales y asamblearias que reunían a los afros al margen de las leyes del Estado imperial español. Quilombo definía los límites de barrios o pueblos enteros liberados del control directo de los amos. Todo el que lucha contra el Estado, todavía hoy, es acusado de quilombero, agitador, “que busca problemas”. Los españoles decían que hacían orgías y salvajadas, que comían chicos y mataban animales.

-Bueh, algo de eso había…

-Dale chabón, ni en broma. El quilombo era una fiesta de gente que había sido secuestrada de su aldea a más de quince mil kilómetros de distancia, para meterles en el sótano de un barco de madera, hacinados, desnudos, a los latigazos, en un océano infinito que sentían por primera vez. Se calcula que un tercio de los veinte millones de africanos y africanas que los europeos se llevaron por la fuerza murieron en ese viaje en barco. Los barcos negreros quedaron identificados para los nuestros con fortalezas siniestras, demoníacas. Como si les dijera campos de concentración nazis flotantes.

En los quilombos celebraban el milagro de estar vivos. Además, sus rituales religiosos eran muy corporales, los cantos y las coreografías representaban momentos de su historia legendaria, la vida y las enseñanzas de sus dioses y diosas.

Claro que eran bailes super sensuales y sexuales, pero tampoco las orgías sangrientas que inventaba la imaginación racista de los amos. Los europeos, católicos y protestantes, eran tan mojigatos en sus propias celebraciones que esto les parecía propio del Infierno. Imagínense compañeras, gente que bailaba el minué viendo los orígenes más puros del rockanroll.

-Y también mucho cáñamo y caña aflojando las inhibiciones para que los dioses y las diosas los poseyeran, porque creían que sus ancestros se les metían en el cuerpo para darles fuerza y sabiduría. Tan grande fue la fiesta de San Benito de Palermo que para la medianoche, después que se escucharon las campanas de las iglesias de fondo del candombe, cayó la gorra a frenar todo.

-¿Posta?

-Posta. Al frente de la casona donde estábamos reunidos, cayó una patrulla de infantes de la Marina Real, de casacas rojas con bandoleras y pantalones blancos. Serían quince monos con arcabuces y sables. Un tipo con un sombrero de tres puntas y un chaleco azul sobre la chaqueta roja, oficial a cargo seguro, encaró a los de la mesa moderadora a los gritos.

-Su Majestad el Virrey Don Pedro Cevallos ordena terminar con este alboroto y mandar cada buen cristiano a su hacienda.

-Son esos momentos donde hasta los que estaban por transar cualquier cosa se cabrearon. La gente se empezó a juntar rodeando a los dirigentes con cara de pudrirla, mientras los tipos intentaban explicarle a los milicos que las fiestas de los negros estaban permitidas por la costumbre.

-¿Y ustedes qué hicieron?

-Yo estaba atento pero tranqui, de lejos, sabiendo que esa no era nuestra podrida. Midiéndola. Teníamos que conservar una actitud distante, para no interferir con el desarrollo de la historia que ya había pasado, para no alterar el futuro de forma imprudente… hasta que la veo a la Negra metida bien adentro en el tumulto como si estuviera la bonaerense entrando a su villa a parar una joda.

-Posta, se me fue el personaje a la mierda, se me subió la sangre y me sentí re sarpada.

-Cuando estoy intentando pasar entre los cuerpos para sacarla del tumulto, veo que al lado de ella, el Orisha enorme le empieza a soltar su sermón bíblico al rati que comandaba la patrulla, que parecía un muñequito de torta al lado del negrazo y se iba poniendo más blanco de lo que era.  El negro tenía el rostro tenso pero parecía controlado detrás del huracán de palabras que le tiraba al rati. Y el milico, que tenía una pechera de bronce o algo por el estilo, lo pechó con el lomo del sable, como una cachetada seca.

-Aquí se respeta la ley. Y la ley es el Virrey. Yo no hablo con animales.- tiró el sorete y pegó el grito y los otros milicos pusieron los arcabuces al hombro con la bayoneta calada y la munición lista y le apuntaron a la asamblea entera, a lo Goya. En una, veo que esta Negra, sacada, cacha una piedra del suelo y se la revolea al gendarme por la cabeza. Me dije Cagamos, la Negra la pudrió. La hija de puta tenía una sonrisa mezclada con rabia. El milico se comió el piedrazo y cayó al suelo chorreando chocolate todo mal. Ahí cayó otro a socorrerlo y, cuando la negrada se le iba a ir al humo, veo que al cobani que estaba tirado con la frente sangrando, que saca un pistolón y le apunta a la cabeza.

El estampido de una .45 es inconfundible, compañeras, estemos en el siglo que estemos.

Seco, rebotó en todas las orejas de esa noche.

Saqué la cromada del morral donde había llevado las vituallas para el viaje –éste mismo- y empecé a bajar muñecos. De a uno en fondo. Nadie entendía nada. Hicieron silencio hasta las negras que bailaban.

Hacía un calor insoportable, todas las caras brillaban con las chispas de los fogones bailando juguetonas en las gotitas de sudor y seguían con la mirada cada trueno y relámpago que salía de la boca de mi pistola. Cuando los milicos vieron a su jefe tirado en el barro, con media cabeza afuera, boqueando como un sapo, salieron a correr al resto a pedradas y alaridos.

Ahí empezó la verdadera fiesta de San Benito.

En esa, veo que a la Negra la saca de la secuencia el Orisha enorme y se la lleva para el lado del Riachuelo. Le grito ¡Vicky!, para seguirla, pero sentí un palazo en la nuca y todo todo se me apagó.

No hay comentarios:

Publicar un comentario