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lunes, 17 de julio de 2017

Una pequeña esperanza

A propósito de Una suerte pequeña, de Claudia Piñeiro, Alfaguara, 2015.


El jueves 13 de julio de 2017 la escritora argentina más reconocida, Claudia Piñeiro, repudió por twitter la represión y desalojo de la fábrica Pepsico de Vicente López, tomada por sus trabajadores/as para evitar el lock out de la patronal y su desmantelamiento.

El evento podría pasar desapercibido para cualquiera que no conozca lo suficiente la compleja trama de la lucha de clases. Sin embargo, las cuevas de trolls pagadas por el Pro para sostener al gobierno ante la opinión pública en las redes sociales, reaccionaron de inmediato, vapuleando a la escritora y amenazándola con dejar de comprar sus libros.

Yo, que debería haberla leído desde que recibió el premio Clarín en 2005 por su novela Las viudas de los jueves, decidí comprar mi primer libro de Piñeiro en respuesta a sus detractores. Recordé que el día anterior había visto un ejemplar de Una suerte pequeña (Alfaguara, 2015) en una librería de viejos del barrio de Montserrat y cuando tuve oportunidad, gasté los últimos pedazos de un efímero aguinaldo en consumar mi invisible acto de justicia.

Su lectura me conmovió. Y fue el último libro que me conmovió minutos antes de cumplir los cuarenta años. Voy a intentar explicarme por qué.

¿Qué piensa la clase media?


Unx puede detectar con claridad cuando se está leyendo una historia banal y cuando se está frente a una obra de arte. Es fácil para la sensibilidad darse cuenta que Piñeiro, a pesar de enmascararse detrás de herramientas ficcionales ejecutadas con maestría, reflexiona sobre su propia existencia. Como decía Oscar Wilde, lxs verdaderxs artistas son quienes se desnudan en su obra y sin pretenderlo, desnudan el entramado de relaciones sociales que lo constituyen. Desnudándose a sí misma, Piñeiro desnuda a su clase social.

La pequeña burguesía es quizás el grupo de personas más difícil de comprender, ya que como bien dijo el sabio Carlitos Marx hace muchas decenas de años, se trata de un grupo heterogéneo que se delimita por la negativa. Se trata de aquellas personas que por su situación en la organización económicos social, ni poseen medios de producción con los que esclavizar obreros/as, ni están desposeídos de cualquier atributo que vender en el mercado excepto su fuerza de trabajo.

Capas medias, clase media, sectores medios, ninguno de sus nombres de fantasía logra asirla en un continente concreto y bien delimitado. No están arriba ni abajo, pero toda su vida es el constante esfuerzo por encontrar los caminos para esquivar la presión que el capital ejerce sobre ellxs, empujándolos hacia abajo. Su opción más sencilla es ofrecer sus capacidades materiales e intelectuales al servicio de la burguesía, actuar como su fiel lacayo o escudero, para granjearse, si no el título nobiliario, al menos su protección.

Entre la pequeñoburguesía intelectual esa miserable oferta es la tentación más seductora. Por eso suele ser una “clase” repudiada por el proletariado que lucha por liberarse de las cadenas de su condición. Mucho más en una economía tan escuálida como la nuestra, en la que la pequeñoburguesía ha sido tan golpeada por el imperialismo en el último medio siglo que su convivencia con el proletariado es fluida. Una convivencia que se estrecha en una ciudad administrativa como Buenos Aires, donde millones de obrerxs nadamos en un mar de abogados, médicos, pequeños comerciantes y profesionales de todo tipo.

Hitchcock en Temperley


La novela explora con bisturí el drama existencial de una típica esposa de clase media criada en un departamento de Caballito y encargada del cuidado del hogar conyugal del hijo del dueño de una clínica privada en Temperley en la segunda mitad de los 90. Para alguien como yo que admira y aspira a hacer un aporte a la literatura obrera revolucionaria no podría haber habido una anécdota menos seductora. Sin embargo, por mucho prejuicio ético o sociológico que unx tenga, es imposible no bajar la guardia frente a una novela como ésta.

En primer lugar por la forma en que Piñeiro decidió narrarla. La mejor síntesis de la fenomenal experiencia intelectual que provoca esta novela reza en la contratapa la frase de un crítico italiano: “Hitchcock es una mujer que vive en Buenos Aires”. Cuando unx está a punto de mandarla al olvido porque ha encontrado suficientes pistas antes de la mitad del libro como para descubrir el secreto que llevó a la protagonista a huir de su bucólico Temperley hasta Boston, Piñeiro hace un pase de magia inesperado que nos sopapea el orgullo de lector instruido y nos sacude develando el misterio a mitad de camino. 

Recién allí comienza la verdadera novela, cuando la autora logró devolvernos la humildad necesaria para acercarnos a una historia con eso que Borges gustaba llamar, siempre citando a Coledrige, la fe poética, una voluntaria suspensión de la incredulidad que es casi imposible de lograr en la cabeza de alguien cuyas experiencias emotivas en un mundo hiperinformado como el nuestro han hecho prácticamente impermeable ante el asombro.

Una vez descubierto el ansiado misterio, Piñeiro introduce el verdadero enigma humano de una mujer que se reencuentra con una desgracia a la que intentó sepultar durante veinte años. El verdadero drama de toda persona consciente se puede resumir así, ¿qué somos capaces de hacer cuando la desgracia nos golpea por puro azar? ¿Cómo se vuelve del abismo?

Recién la desgracia más inesperada pudo obligar a esta “señora bien” de una pequeña comunidad careta de zona sur a darse cuenta de la agobiante hipocresía patriarcal en la que estaba sujeta. La vida, con la misma aparente casualidad que la golpeó le permitió recomponerse lo suficiente para reconocer los finos hilos que habían tejido un matrimonio sin amor, sin lealtad, sin la más elemental de las camaraderías, amistades huecas y una cruel competencia entre las mismas mujeres de.  

También con un optimismo propio de su clase social, Piñeiro ofrece en su entramado delicado de pistas, dos soluciones que la pequeñoburguesía y la clase obrera han sabido colocar en lo más sagrado de sus ilusiones de reforma social: la literatura y la educación. El saber nos hará libres, el conocimiento -de nosotros mismos, de nuestra realidad- nos dará suficientes herramientas para sanar las heridas. Pero ha pasado el agua bajo el puente de la realidad y después de la crisis del 2001 -de la que esta novela es también una fiel expresión- la ilusión vive muy lejos de Argentina, Boston, "la Atenas de América". Tampoco es menos ilusa la encarnación sarmientina de la esperanza de salvación que ha elegido la autora, un profesor varón que ha inventado el método educativo perfecto.

Arte y revolución, una hipótesis de lectura


Mientras leía la novela no podía evitar recordar las mil y una historias trágicas de las decenas de mujeres obreras que conocí en estos cuarenta años.  Tardaría horas en escribir pinceladas una décima parte para convencerles de que son mucho peores y más cotidianas de las que narra esta novela. Incluso conozco decenas de compañeras de mi edad o más jóvenes que habiendo enfrentado situaciones más desgarradoras han adquirido una conciencia de sí mismas y de las causas que provocaron su miseria que le sacan varios cuerpos a las reflexiones de la protagonista y voz narradora.

Sin embargo, las mujeres de las que hablo no pueden sentarse a escribirlas. Sus condiciones de vida les impiden tomarse el tiempo para vomitar su vida en palabras sobre papel y ponerse a escarbarlas con la pluma o el teclado hasta que broten conclusiones profundas y belleza literaria como en esta novela. Sus tragedias, que devienen y se entrelazan en una sola, original, su condición de desposeídas y además, de mujeres desposeídas, les quitan todo tiempo de ocio creativo necesario para el juego profesional de la catarsis y la elaboración poética. En los mejores casos, cuando algunas de esas bellas y fatigadas almas  han conseguido arrancarle a la doble explotación segundos de arte, las industrias culturales les cortan todo posible acceso a la comunicación, al necesario intercambio y devolución con el público lector.

Nada de esto logrará detenerlas, claro. No se trata de un lamento. Ellas sabrán encontrar su camino hacia la conquista definitiva de un mundo construido sobre otras bases y sentidos sociales, donde se ganen además del pan, el derecho a florecer. Pero se les niega sistemáticamente esa pequeña suerte que les permita reparar las fisuras, cicatrizar las llagas. 

Las mujeres dañadas de nuestra clase obrera no pueden, se les prohíbe, la chance de la redención en vida que la protagonista y su genial creadora pueden encontrar gracias, entre muchas cosas, a su posibilidad de procesar sus angustias por escrito y encontrar al lector o lectora con la amabilidad necesaria para ayudarlas a resurgir.

Porque, seamos sincerxs, la literatura es un arte en el que cualquiera puede alcanzar la maestría, como Claudia Piñeiro, si se cuenta con el tiempo, la educación y la sensibilidad suficientes, pero que es inalcanzable si unx tiene que gastarse la vida para conseguir el alimento. 

Claudia Piñeiro lo ha logrado. Y en su excelente aventura por las profundidades del alma humana no deja pasar un ataque a las condiciones materiales que explican las millones de tragedias evitables que inundan el país de desgracias como la narrada en la novela, absolutamente evitables. Y si me permito atacar las cadenas que cohíben la explosión de nuestras mujeres en el arte y la vida es porque Piñeiro honra en esta novela a les trabajadores y trabajadoras de la educación, denunciando en feroces pinceladas a los bajos salarios y las pésimas garantías laborales como los responsables de la decadencia educativa nacional.

Como docente no puedo más que agradecerle a una autora que edita millones de ejemplares y que es una voz de referencia para el universo cultural argentino y de habla hispana, haber establecido en esta novela, sin ninguna obligación narrativa, una heroica defensa de nuestra profesión, tan horriblemente vapuleada por el Estado y los medios masivos de comunicación.

Del mismo modo ha actuado este jueves 13 de julio ante la feroz represión acometida por el gobierno de Cambiemos sobre las trabajadoras y trabajadores de Pepsico Vicente López. Nadie le hubiese reprochado en su entorno el callarse la boca y dejar pasar una represión más en medio de centenares a lo largo y ancho del país. Quien sepa algo de la situación institucional de la cultura argentina y del mercado editorial bien sabe que haber abierto la boca en defensa de Pepsico puede traerle más problemas que los insultos efímeros de centenares de trolls.

Es un dato político para estimar que la lucha obrera bajo tan penoso ajuste como el que sufrimos desde hace ya varios años, haya logrado abrir un canal de simpatía entre les pensadores de la clase media que están muy lejos de sentir en carne propia la desgracia material de la coyuntura. Constituye una bocanada de esperanza para quienes enfrentamos esta lucha en tan desesperantes condiciones. Claudia Piñeiro, una intelectual que ha logrado expresar la conciencia íntima de ese sector que varias veces enfrentó al Estado en defensa de los derechos humanos y sociales, bajo el alfonsinismo y en las jornadas del Argentinazo de 2001, demuestra en su arte y su compromiso que todavía no se concreta definitivamente el aislamiento social con que el Estado pretende aherrojar la lucha obrera por sus derechos.


Esa amabilidad de los extraños, para nada despreciable, que puede definir el éxito o el fracaso para quienes todavía luchamos por terminar definitivamente con las causas profundas que nos dañan y rompen la vida cotidiana.