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domingo, 16 de agosto de 2020

Defendamos Divina y Terrenal


Me urge escribir porque este viernes 14 de agosto Instagram censuró la cuenta de Divina y Terrenal. Les quiero compartir por qué sentí este acto de censura injusto contra un emprendimiento autogestivo de sex toys igual que cada bastonazo de policía y gendarmería en un corte, piquete o movilización de las que tengo memoria.

En primer lugar porque todos los abusos golpean la misma herida, machacan y reabren el mismo trauma original.

Para quienes piensen que se trata de una exageración literaria, me permito parafrasear a Rodolfo Walsh, que decía lo que bien sabemos les militantes obreres y campesines de todo el mundo, que las paredes son la imprenta de los pueblos oprimidos. A quienes se nos niega el derecho a expresarnos, se nos obliga a saltar las prohibiciones legales y usurpar el espacio público existente para dejar impresas nuestras justas demandas. Para muches de nosotres, plataformas creadas y dirigidas por enormes pulpos imperialistas como Facebook o Instagram son hoy nuestra imprenta de los pueblos, nuestras paredes virtuales.

Quiero que se imaginen por un momento la angustia de cualquier persona que sufre dentro de un personaje que la sociedad inventó para que contengan su deseo dentro de dos posibilidades básicas: una masculinidad patriarcal, que exige el máximo grado de violencia posible contra sus afectos para ser admitida en la sociedad o una femineidad sumisa y esclava, anulada o dominante en los términos de esa masculinidad imperial.

Vivir encerrada en una conspiración aparentemente invencible, sufrir sin saber por qué pasó ni cómo escaparse, cada día de tu vida.

Ahora imaginate lo que cuesta encontrar alguna guía que ilumine un camino fuera de esa celda monacal. A mí me pasó a los cuarenta, a otres en otras etapas de su vida. Ni siquiera te planteo que imagines ser una persona transgénero encerrada en una corporalidad y sexualidad distinta a la que sentís hervirte en los huesos. Pensá en cualquier deseo que necesite salirse de la heterosexualidad cristiana, judía, brahamánica o musulmana para ser feliz.

Claro que existen las terapias sicoanalíticas, aunque te vas a dar cuenta que más allá del rastreo y reflexión sobre las imágenes reprimidas en tu infancia, es muy difícil encontrar asistencias psicoanalíticas que superen una visión del género que te mire como algo más que una conciencia trastornada, anormal, fuera de la psiquiatrización. Hasta la psicóloga más retrógrada te dirá en algún momento que no alcanza con comprenderte, con racionalizar lo que te sucedió, lo que te pasa. Para sanar, para recuperar tu deseo, es necesario ejercitarlo, practicarlo. Sanar necesita de sentir.

Hay un lugar concreto del universo donde tu energía emocional, la materia prima de tu estructura síquica individual, única e irrepetible, se encuentra con la materialidad. Es tu cuerpo. Es tu sexualidad. Incluso el varón o la mujer cis y heterosexuales necesitan ejercitar vivencias que exceden la posición del misionero para conocer la envergadura real de su propia capacidad de placer.  Imaginate cuánto más lo necesitamos quienes estamos marcadas por un deseo absolutamente prohibido en los manuales de sexualidad admitidos por las iglesias y los Ministerios de Educación.

Mirá si no las novelas y películas que convocan la atención morbosa de las grandes masas de espectaderes en el mundo occidental, como Cincuenta sombras de Grey o en su momento las historias de Cassanova, el Marqués de Sade, Bocaccio. O las series sobre el Imperio Romano, los reinos vikingos, el Egipto antiguo llenas de escenas de alto contenido erótico donde les espectaderes de todas las épocas recrean épocas de una sexualidad distinta. Mirá las estadísticas que llevaron a Los Simpson a caracterizar con sabiduría sarcástica a internet como la red global de porno.

La tradición intelectual liberal y marxista consideró siempre la sexualidad que excede los límites de la reproducción biológica de la especie igual que la moral casta de las religiones, un símbolo de la degradación moral de las clases dominantes en su momento de mayor desenfreno y corrupción.

Antonin Artaud, sin embargo, sugirió la posibilidad distinta, que sólo las personas que tienen resueltas sus necesidades materiales básicas y las de sus familias pueden darse el lujo de vivir su sexualidad plenamente, en libertad. La analidad, por dar un ejemplo evidente, prohibida por los Vaticanos de todas las eras, se equipara en esta construcción ideológica a una perversión. Se pretende cerrar así una de las tantas puertas hacia el placer sensorial y emocional que habitan nuestres cuerpes. El ano es sagrado en nuestra sociedad. La boca también, obligada a restringirse al consumo de alimentos o el verbo, nunca al consumo del cuerpo ajeno, de las pieles, volúmenes o genitalidades.

Divina y Terrenal hace mucho más que ofrecer juguetes sexuales de calidad a precios populares. Su organizadora, Irene, vuelca en su sitio toda la información a su alcance para que aprendamos a usarlos como llaves de nuestro conocimiento sobre nosotres mismes, faros del placer, herramientas indispensables de nuestra liberación sexual y emotiva. La quieren callar ahora que empezaba a adquirir un volumen político increíble, invitándonos a reflexionar sobre todas las expresiones posibles y existentes de corporalidades, vivencias sexuales, fantasías y demás parafilias. Leyendo y asistiendo a sus vivos con activistas, performers y sexólogas sus seguidorxs podíamos obtener en un swip o click sencillo y gratuito a una explicación esencial en nuestro camino de sanación: no somos monstrues anormales y degenerades que merecemos la extinción.

Entre mis catorce y mis treinta y pico, encerrade en el baño de la casa de mi familia raíz o el depto de soltere, recuerdo que usaba el mango de madera del destapador o la más amigable tapa de un desodorante para explorar un punto G que me llamaba a ser encontrado y disfrutado. Divina y Terrenal me permitió acceder a mi primer vibro prostático de silicona, la primer cinturonga con la que amantes generosas abrieron las puertas del universo en mi interior más profundo, permitiendo no sólo un placer que latía oculto dentro mío liberarse como la energía contenida de volcanes y océanos, algo más, liberar la persona real que había encerrado la represión heteronormada de familia, amigos, escuela y Estado.

Si pensás que extremo la sensación de pérdida de sitios y personas como Divina Terrenal o Irene en nuestras vidas, te invito a preguntarte:

¿Cuándo fue la última vez que chequeaste las estadísticas de la epidemia más alienante del mundo en la actualidad? ¿No las del COVID19, si no las del genocidio que en todo el planeta se sigue contra las mujeres e identidades de género disidentes del binarismo heteronormado?

Quizás en las comunidades LGTBIQ de San Francisco o Nueva York, o en los Palermo Soho de las colonias de todo el planeta, esté de moda el "privilegio" de la homosexualidad, la cultura lésbica e incluso las personas trans y las "plus size". Pero en las barriadas obreras y populares del conurbano que ahora llamamos AMBA, animarse a comprar un vibro anal o una cinturonga, acceder a la comprensión del pegging, la masturbación o el BDSM sin la confusión y el morbo exigidos por el porno mainstream y fuera de la moralina oficial de la ESI, con el rigor científico y la defensa inclaudicable del consenso y la responsabilidad sexo-afectiva y la verdadera corporalidad no hegemónica es un lujo inaccesible para personas de bajos ingresos a la que nos cuesta un mundo de SUBES y viviendas precarias encontrarnos con corporalidades, emocionalidades y sexualidades como las nuestras.

Prometeo en Europa, el Rey Mono en China, Hanuman en la India y Kukulkán en Abya Yala fueron divinidades que osaron robar a los dioses hegemónicos las sabidurías que la humanidad necesitaba para ser feliz. El fuego o la agricultura. Divina y Terrenal nos traía la sabiduría sobre el propio cuerpo a personas que nos es vedado el acceso libre al conocimiento del propio placer, de nuestro deseo. Como a Prometeo, el Rey Mono o Kukulkán, los dioses hegemónicos del mercado oficial de comercio de juguetes sexuales, los gendarmes de la heteronorma y los géneros y corporalidades hegemónicas, quisieron castigarla, censurarla, acallarla.

Espero que seamos nosotres, les oprimides y explotades, les desposeídes de la Tierra quienes armemos un enorme Hércules que libere la cuenta de Divina y Terrenal, que hoy resurge como el Ave Fénix en @divinayterrenalback para que siga cumpliendo su función insustituible de habilitadora.

Nos urge tanto. 

sábado, 8 de agosto de 2020

Ser trans en las pantallas y las calles

 Una reflexión sobre Disclosure, ser trans más allá de la pantalla, documental del director Sam Feder, Netflix, julio de 2020

                                                

En el camino de su autoconstrucción como productora de contenidos progresista, la cadena de streaming que ha revolucionado la forma en que consumimos narraciones en la última década, ha lanzado en el mes del orgullo el excelente documental que aquí queremos contribuir a difundir, Disclosure, ser trans más allá de la pantalla del director Sam Feder.

Narrado, guionado y editado por personas trans y queer que trabajan en la industria del cine y la televisión yanqui, Disclosure es una revisión de las representaciones que la industria audiovisual de masas ha venido difundiendo en las conciencias colectivas sobre las personas transgénero desde los comienzos del cine en el siglo 20 hasta nuestros días. Es también una reflexión sobre el poder de esas representaciones en la cultura de masas a la hora de servir como materia prima en los procesos íntimos de las personas trans para construirse una imagen de sí mismes.

“Según un estudio de la GLAAD (Gays and Lesbians Aliance Against Difamation, ong millonaria fundada en 1985 para contrarrestar las imágenes negativas que el conservadurismo alentaba contra la comunidad LGTBI en medio de la pandemia del VIH) el 80% de la población en EE.UU. no conoce personalmente a nadie que sea transgénero. Entonces, la mayoría de la información que obtienen sobre cómo somos y vivimos las personas trans viene de los medios masivos de comunicación” dice la voz en off de Laverne Cox, la mundialmente reconocida actriz y activista trans afronorteamericana para enmarcar todo el objetivo del documental.

Y complementa el director de medios y representación trans de GLAAD, Nick Adams, “Las personas trans no nos criamos en familias donde hay otras personas trans. Entonces, cuando tratamos de descubrir nuestra identidad, quiénes somos, miramos los medios, igual que el 80 % de los norteamericanos que dicen no conocer una persona trans. Nosotres no conocemos a nadie trans, por eso miramos a los medios para tratar de averiguar ¿quién es como nosotres?”.

Así como el cine y la televisión han venido construyendo durante todo el siglo 20 una única imagen que habilita a las buenas y malas conciencias del universo  el desprecio hacia les trans, en nuestras primeras batallas de la propia crisis de género nosotres también sufrimos una autopercepción trabada por lo que observamos en las pantallas.

¿Somos monstrues construides para infiltrarnos maquiavélicamente en el mundo exitoso de las relaciones tradicionales de género y familia para conseguir nuestres nefastes objetivos? ¿Nuestro destino es la falsa aceptación de la fama sobre escenarios glamorosos y una soledad trágica en las relaciones afectivas cotidianas que nos sostiene? ¿Mi identidad de género es constitutivamente una ficción inverosímil, un arte del engaño propio de la teoría del relato posmoderno? ¿Debemos contentarnos con vivir en los márgenes de la farándula o la expectativa de vida de la prostitución?

El poder de este documental está no sólo en su guión y la calidad de material de archivo o la extrema sinceridad alcanzada por las entrevistas en las que casi todes les interrogades por la cámara lloran en algún momento de sus recuerdos y reflexiones personales. Está en que puede captar el corazón mismo de la crisis existencial de una persona trans en su tortuoso camino por defender el derecho humano más elemental, el de poder ser abiertamente para su comunidad la persona que siente y desea ser.

Por eso permítanme algo más que una reseña objetiva, permítame invitarle también que le comparta un poco de mi propia experiencia emocional con las representaciones del cine que obstaculizaron mi propia transición, desde una infancia reprimida por el cine de Olmedo y Porcel, las pelis con protagonistas trans de los 90 y la filmografía de Almodóvar, para terminar con un debate político sobre el poder de estas imágenes en nuestra cultura y las narrativas necesarias para encontrar al fin la libertad de géneros.

 

La identidad como ficción

 

Creo haber comprendido de la hermética prosa del primer gran discípulo de Freud, Carl Gustav Jung, una impactante hipótesis sobre la forma en que las personas construimos nuestra primera conciencia. Utiliza el concepto de imago: como si el mecanismo de las mentes infantiles utilizase las leyes del teatro, según Jung las personas basamos nuestros deseos y principios morales tanto como nuestra propia auto-percepción de género en algunos rasgos de las personas que nos criaron que ponemos en primer plano sobre los demás. Nuestra imago de un varón, mujer, padre o madre, no se corresponde en sentido estricto con la persona real que nos ha criado, es una representación ficticia basada en una experiencia real.

Un mecanismo tan frágil y fundamental para nuestra existencia como lo es involuntario, igual que respirar: no lo decidimos, un programa que se ejecuta automáticamente y sin guía. Esas primigenias representaciones ficticias de las personas que nos rodean, nuestras primeras experiencias afectivas constitutivas, guiarán desde las sombras del inconsciente toda una extensa gama de acciones del resto de nuestra vida. Con estas imago como referencia sabremos construir nuestras ideas sobre los géneros, nuestro deseo erótico, nuestra propia imago que ofreceremos al mundo como identidad de género.

Del mismo modo, Disclosure recorre la presencia de las personas trans en las pantallas hegemónicas de los medios masivos en EE.UU. desde el comienzo del cine, con la película muda en blanco y negro Judith de Betulia de 1914, en la que una persona transgénero femenina, queer o no-binarie es colocada como objeto de burla por su director, el nefasto D. W. Griffith, famoso por haber fabricado otra imagen arquetípica negativa de larga duración, la de los varones afronorteamericanos como primates violentos violadores de castas mujeres blancas, en su The birth of a Nation apología del KuKluxKlan de los años 20.

La historiadora trans Susan Stricker relata que en Judith de Betulia se usó por primera vez el corte y montaje para continuar la narración “es como si la figura del cuerpo mutilado de la persona trans, el eunuco que fue emasculado, simbolizara el corte cinematográfico en la historia del cine. Pareciera que trans y cine crecieron juntas, parece que siempre estuvimos en las pantallas.” y de nuevo explica Nick Adams, “por décadas Hollywood nos ha enseñado cómo reaccionar ante las personas trans”.

 

Varones trans invisibles o traidores al feminismo

 

Les protagonistes del documental coinciden en señalar que la última década estaría marcando un hito en la representación de las personas trans en las pantallas. Por primera vez comienzan a aparecer representaciones positivas, que no están centradas en la obsesión heterosexual con nuestra genitalidad o que no nos limitan a personajes burlescos exclusivamente dedicades a una profesión. Sin embargo, como reconoce Laverne Cox, las estadísticas de transfemicidios no paran de crecer alarmantemente en los EE.UU. porque, arriesga la actriz de Sense 8 Jamie Clayton, pareciera que “cuanto más positiva es la representación, más confianza genera en nuestra comunidad y eso nos pone en mayor riesgo.”.

Un documental que no se queda en la superficie del problema ni el lugar común, abordando los temas más sensibles de nuestra comunidad sin eufemismos. Por ejemplo, actores, escritores y cineastas trans coinciden en señalar que las transmasculinidades no han sido representadas seriamente en las grandes pantallas hasta la serie The L Word /Más que amigas (seis temporadas de 2004 hasta 2009) en donde se los ataca desde el punto de vista de las lesbianas, ante cuyos ojos los varones trans serían traidoras del género biológico y del feminismo, según el escritor trans Zeke Smith.

El actor trans afronorteamericano Brian Michael Smith explica a la pantalla cómo lo afecto en los comienzos de su transición ver a Max, el protagonista de la serie, pasar de ser una persona amable y cariñosa a convertirse en un sorete agresivo por culpa de la hormonización con tetosterona.

Se nos presenta un corte de la serie en la que un jovencito Max es encarado por una amiga lesbiana de mayor edad que le dice:

“-Me entristece ver a nuestras fuertes y orgullosas butch girls [término anglosajón para identificar lesbianas con rasgos que se acostumbran asignar culturalmente a la masculinidad y que se suele traducir en castellano como “machonas” aunque en inglés no tiene la carga despectiva de nuestra cultura] renunciando a su femineidad para ser hombres. ¿Por qué no puedes ser la más butch de las butch del mundo y conservar tu cuerpo?

Max le contesta “Porque me quiero sentir completo, que mi afuera coincida con mi interior.

-Vas a renunciar a lo más precioso del mundo- sentencia su amiga con dureza.

-¿Qué? ¿A mis tetas? –le tira sarcástica Max.

-No, a ser mujer.”

Hasta esta serie, que redefinió el lugar de las masculinidades trans según todos los entrevistados, el registro de los varones trans se reducía a los arquetipos de mujeres que se disfrazaban de varones para obtener una ventaja relativa en algún ámbito o profesión restringida a los varones cis, como le pasa al icónico personaje de Barbra Streissand en Yentl de 1982, año en que también vimos a Julie Andrews interpretar a una mujer cis que se hace pasar por un varón cis transformista en la Belle Epoque en Victor Victoria, remake de la peli original de 1933.

Dice Nick Adams de nuevo “el problema de los varones trans es que siempre fuimos invisibles en los medios, deseamos vernos reflejados en una historia.” Las pelis y series basadas en los arquetipos como Yentl que pulularon en la televisión yanqui a fines de los 80 (como Just one of the guys) mostraban a estas mujeres disfrazadas siendo exitoses en sus nuevos roles hasta que deseaban ser amadas, cuando ridículamente mostraban sus pechos a cámara para “demostrar” que todo había sido un engaño y así poder habilitar al macho que las amaba a hacerlo sin culpas. Un horror grotesco.

Esa invisibilidad en las pantallas no se condice con su existencia en la realidad, como demostró la peli Boys dont cry de 1999, que cuenta el crimen de odio ocurrido en 1993 contra un varón trans, Brandon Teena que fue violado y asesinado junto a un amigo que quiso defenderlo en un pueblo de Nebraska.

Esas malas representaciones y el mal uso del crímen de Teena como un ritual macabro para espantar adolescentes en su transición de género, parecerían estar cambiando a partir de la aparición de varones trans en programas de televisión de formatos como los talk shows y reality shows.

 

Las malas de la pantalla

 

El documental reflexiona sobre esa llamativa invisibilidad de los varones trans en la pantalla comparada con la mayor representación transfemenina. Una aguda escritora y actriz, Jen Richards, golpea con una hipótesis contundente: “somos más mujeres trans en las pantallas porque nuestros cuerpos son más comercializables que los de los varones trans”. Es la economía, estúpido.

Esta mayor representación no significó sino hasta los últimos años un mejor trato. Las mujeres trans en el cine y la televisión siempre fueron objeto de burla, como si ser trans significase que nos “disfrazamos de mujeres” para servir de bufonas, de payasas que pretendemos hacer el ridículo y divertir. Laverne Cox cuenta lo doloroso que fue para ella en los primeros años de su transición ver como las personas en el subte de Nueva York se reían cuando pasaban a su lado.

“La gente fue entrenada por los medios para burlarse de las mujeres trans”, dice con bronca.

Así introduce otro debate importante para nuestra comunidad, el de la adscripción al maquillaje, los vestidos y los cuerpos voluptuosos como significado de femineidad.

“El maquillaje era mi armadura” dice Laverne para explicar que su transición la llevó a buscar construir una imagen hiper femenina para evitar ser maltratada como varón. Y en el montaje Jen Richards discute: “la armadura de una mujer puede ser el tormento para otra” explicando las causas históricas que llevaron a las mujeres trans a utilizar atributos exteriores que la cultura patriarcal asignaba a las mujeres (ropas, tacos, maquillaje, etc.) porque la cultura Drag Queen y las exigencias del mercado de la prostitución obligaban a “hiperfeminizar” sus cuerpos imitando a las grandes divas del cine clásico de los años 40, 50 y 60.

Una acusación que suele ser esgrimida contra las mujeres trans por las feministas trans-excluyentes (TERF sus siglas en inglés), como si ayudaran al patriarcado a cosificar la femineidad en rasgos estéticos que en realidad son opresivos.

Jen Richards las discute “Algunas personas pueden juzgar esto como algo que refuerza los peores estereotipos patriarcales sobre lo que deben ser las mujeres; es injusto y ahistórico culpar a personas que sólo tratan de sobrevivir” como las trabajadoras sexuales.

La imagen del trabajo sexual también se discute en el documental, ya que las estadísticas señalan que es la profesión más representada por personajes transfemeninos en series de televisión y películas. Trace Lysette, actriz y productora, se reconoce como ex trabajadora sexual y reivindica que no se trate su anterior profesión como esencialmente negativa, pero “si sólo nos ven así nunca podrán vernos como personas totales.”.

La otra representación común de las mujeres trans en series de hospitales o policiales es la de la “sorpresa” cuando descubren sus genitales debido al trabajo de los peritos en la escena del crimen, en la morgue o ante el descubrimiento de un cáncer testicular insospechado por los doctores al comienzo. Por grotesco y ridículo que nos parezca, es muy común que guionistas y directores coloquen a las mujeres trans como víctimas de atroces crímenes violentos, mutilaciones y violaciones o muriendo de cáncer producto del consumo de hormonas femeninas. Aspecto este último macabro y políticamente dirigido, ya que como señala la actriz y educadora Alexandra Billings “las personas trans no nos morimos por las alternativas que en realidad nos liberan”.

 

Me das asco o terror: transfobia en los 90

 

Del amplio registro que aborda el documental no pretendemos anticiparles su disfrute en esta reseña, nos limitaremos solamente al período analizado de los años noventa por el impacto que estas películas tuvieron en nuestra propia crisis de identidad de género.

En 1991 cuando vi el estreno de Silence of the lambs / El silencio de los inocentes dirigida por Jonathan Demme y protagonizada por las impresionantes actuaciones de Jodie Foster y Anthony Hopkins yo tenía catorce años y luchaba con la autorepresión de mi deseo con el rosario en una mano y el jabón en la otra. Al año siguiente fuimos corriendo al cine o la tele para ver de qué se trataba esa escena que todo el mundo comentaba con misterio en The crying game/El juego de las lágrimas, dirigida por Neil Jordan y protagonizada por otras tres inolvidables actuaciones, la de le artista queer Jaye Davidson y las de los varoncitos icónicos Forest Whitaker y Stephen Rea de 1992.

Fue una década en la que el siglo parecía despedirse obsesionado con las protagonistas trans que nos legó también en 1993 una de las mejores obras de la prolífica trayectoria de David Cronemberg, M. Butterfly, protagonizada por un inolvidable Jeremy Irons y un genial John Lone.

Ya se tratase de construir una nueva imagen del eterno asesino serial que obsesiona a los yanquis desde que la “familia Mason”, “el hijo de Sam” o el carilindo Ted Bundy atormentaran la vida cotidiana y las auto-percepciones del sueño americano a fines de los 70 o de re-elaborar las opiniones sobre “el otro cultural” ubicado en la lucha armada del Ejército Republicano Irlandés contra el Imperio Británico en Belfast o el emergente poder de la China Comunista, Hollywood utilizó en esas tres ficciones aspectos arcaicos de la representación sobre las mujeres trans, travestis, queers y transexuales sin que nadie pareciese notar la transmisoginia evidente en esos personajes.

Mucho más irritante a ojos vista ese travesti-drag queen de Jonathan Demme, Buffalo Bill, que literalmente se disfraza de mujer secuestrando, torturando, alimentando a mujeres cis desprotegidas para usar su piel como vestido, gastando los arquetipos de la hermosa cultura under que orgullosamente reivindicamos las personas trans de los cabarulos para humillarnos y presentarnos al mundo en la epifanía terf: las mujeres trans no seríamos más que horribles mega-expresiones del summum machista y misógino del gran macho blanco que usurpa los aspectos superficiales de la femineidad para terminar de aniquilar a la “mujer biológica” de la faz de la tierra. Una imagen tan sádica y cruel que permite empatizar con el verdadero y mucho más plausible arquetipo del asesino serial blanco anglosajón, Hannibal Lecter, refinado y culto caníbal que puede moverse sin ser sospechado en los círculos más notables de la cultura heteronormada como mayordomo o profesor universitario.

Mucho más grotesca la reacción del personaje interpretado por Rea, la arcada instintiva del enamorado ingenuo ante una bellísima mujer que desnuda en cámara su pene y testículos “varoniles” en una escena que criminalmente amputa toda la belleza de ese amor clandestino y romántico que iba desarrollándose entre el combatiente idealista y su secuestrada, para transformarse en un nuevo arquetipo de la humillación contra la humanidad transgénero, como bien recuerdan les entrevistades de Disclosure en dos secuencias vergonzosas, la del policía disparatado Frank Deblin (Leslie Nielsen) en Naked Gun 33 and 1/3 / La pistola desnuda 3 de 1994 cuando vomita frente a la sombra de un pene enorme en estado de flaccidez reflejada en la pared lateral cuando la exuberante novia del villano se desnuda frente a él y toda la secuencia y final de la muchísimo más taquillera Ace Ventura protagonizada por el (por otras razones) genial comediante Jim Carey en 1994 ante el descubrimiento de que había besado a un hombre que creía mujer.

Como en la anterior Soap dish / Sopa de jabón del director Michel Hoffman en 1991, ya sea en clave de comedia de situaciones, película de espías o trhiller de terror, las mujeres transgénero nos son ofrecidas como hombres disfrazados de mujeres para conseguir sus deseos más egoístas a costa de nuestra empatía ingenua mirada heteronormada. Como el inolvidable y trágico Robin Williams en Mrs Doubtfire de 1991 o el clásico de Dustin Hoffmann Tootsie de 1982, enormes personalidades del sowbusiness que dieron muestras de filantropía y progresismo demócrata fuera de los sets no dudaron un segundo en colaborar con la representación estigmatizante de las mujeres transgénero.

El documental desarrolla muy bien estas miradas críticas que podrían sorprender a cualquier espectadore desprejuiciado que nota por primera vez el transfondo horrible que significó para la construcción arquetípica de las imago culturales sobre las personas trans estas pelis que seguramente fueron parte esencial de la formación de su sensibilidad en los 80 y 90. Imaginaos pues lo que esas mismas representaciones habrían generado en infancias y adolescencias que transitábamos con incomodidad relativa nuestras propias pubertades y juventudes moldeándonos en un género basado en el Registro Civil o las consideraciones biologicistas sin mejores herramientas de juicio que ustedes.

¿Cómo podíamos desear ser ese tipo de personas? ¿Cómo imaginarnos disfrutar de la libertad de ejercer los rasgos superficiales aceptados por nuestra sociedad como femeninos en cuerpos también consensuados como masculinos si eso implicaba aceptarnos como viles estafadores de la ingenua bondad de nuestras familias, amigues y potenciales amantes?

 

La hipótesis Almodóvar

 

El director y les entrevistades intentan responder el por qué de este nuevo estallido de protagonistas trans en la industria de Hollywood de los años noventa. Por un lado está el hecho indiscutible de la emergencia de la comunidad LGTTTBI como sujeto político protagonista de las luchas de clases en EEUU, Europa y el resto de occidente después de la revuelta de Stonewall en 1969 y el desarrollo de las marchas del orgullo gay. Parte fundamental de la efervescencia revolucionaria de los años sesenta y setenta, el movimiento LGTTTBI avanzó en luchas y confrontaciones dando un color particular a la llamada tercera ola feminista.

Ello explica que rasgos propios de la cultura travesti-drag llegaran desde la clandestinidad de los clubes nocturnos y el arte underground a conquistar un lugar propio y expropiado en la cultura de masas, el documental nos recuerda la apropiación de una millonaria Madonna del subgénero de danza pop conocido como vogue para alimentar su identidad de artista transgresora de la normatividad sexual en los tardíos años 80 y subraya la aparición de la temática trans en los nuevos talkshows que nos ofrecían la palabra para ametrallarnos a quemarropa con sus preguntas sobre genitales, operaciones y el morbo de posiciones sexuales y fantasías pajeriles. Pero también la aparición de valientes actrices, bailarinas y cantantes trans que aprovecharon la demanda morbosa del mainstream para defender su propia voz, su género, nuestro derecho a existir.

Camila Sosa Villada recuerda el profundo impacto para las travestis y trans de su generación la aparición de una orgullosa, madura, culta y hermosa Cris Miró en las pantallas chicas del gran talkshow nacional, Almorzando con Mirtha Legrand, para defenderse con gracia y soltura del esbirro colonizante de la diva más misógina que supimos conseguir. Desde otro lugar y con muchas contradicciones lo haría también la famosa vedette antes relacionada con la dictadura militar, Moria Casán aunque como de explotadora de esa cultura marginal que fascinaba a propios y extraños, como una Madamma o Proxeneta que habilita pero cobra su plus y nunca ofendía al consumidor morboso de sexo forzado.

A la lucha y trascendencia de la cultura LGTTTBI de los 80 el documental no acierta del todo a explicarse la importancia de la masificación de los televisores alcanzada desde fines de los 70 en la enorme mayoría de los hogares, y esa especie de descompresión que propiciaba la tele en la intimidad de los hogares contra el auge del conservadurismo moral en los grandes estados totalitarios de Reagan o Tatcher.

Mucho más evidente en lo que se conoció como “el destape español” posterior a la transición de los cuarenta años de mogijatería franquista, de donde emergería Pedro Almodóvar, el primer cineasta que puso en pantalla un erotismo explícito colocado para mostrar una más de las múltiples caras del amor en historias de alta calidad dramática y que expuso sus reflexiones sobre les géneros a la reflexión pública de una manera fabulosa.

Conocido por ser uno de quienes mejor exploraron y expusieron los alcances de la femineidad construida por la cultura machista y misógina fachista y católica española, Almodóvar contrataba a la mujer trans más famosa de su momento, Bibi Andersen, para ejercer papeles de mujeres cis mientras ponía a una famosa femme fatal a actuar de mujer transxual como la protagonizada por Carmen Maura en La ley del deseo (1987) o un reconocido cantante varón cis, modelo de masculinidad actuando un transformista heterosexual confundido por travesti o mujer trans como Miguel Bossé en Tacones lejanos (1991).

Nos extraña un poco que la obra de Almodóvar no haya sido incluida en el análisis de Disclosure porque si bien excede el campo observable propuesto, el de las industrias audiovisuales yanquis, su incidencia en Hollywood es indiscutible: allí están las carreras fílmicas de sus acteres fetiches más famoses,  Antonio Banderas, Penélope Cruz y Javier Bardem para demostrarlo.

También quedó fuera del análisis de Disclosure el impacto mundial de una coproducción italiana, francesa y belga, Farinelli, dirigida en 1994 por Gerard Corbieu, en la que se aprovechan con impunidad recortes de la biografía del cantante de ópera Carlo Broschi, representante más conocido de la tradición italiana de castrar a niños antes de la pubertad para que conservasen sus registros agudos en la canción, los castrati. Aquí también, el director bucea como un torpe heteronormado en el morbo de la genitalidad y la potencia sexual del cantante, que se autoidentifica como varón heterosexual y reducen todo el drama al que fueron sometidos estos cantantes durante su vida a la imposibilidad de consumarse como varones plenos por estar impedidos de tener hijos a quienes heredar. Triste identidad la masculina que se refugia en los micro-organismos que nadan en su escroto.

Para un análisis mucho más serio de la crisis de identidad y sexualidad que instalaron los castrati entre la alta sociedad europea del siglo 18 recomiendo la lectura de Dándole voz al tercer género de Marianne Traven (https://journals.openedition.org/episteme/1220), donde se analiza con detenimiento la posibilidad de ubicar a estos cantantes como uno de los antecedentes del género trans en la historia humana, como los eunucos de las cortes imperiales árabes, hindúes o chinas.

La realidad, se sabe, no tiene el esquematismo que nuestres cerebros preferirían. Y así como la reacción conservadora del reaganismo/thatcherismo provocaba una lucha por el erotismo y la sexualidad en los nuevos “horarios de protección al menor” y los “late night shows” o el destape de culturas represivas también en los 80 generaba la explosión de un arte LGTTBI de la más alta calidad como en Almodovar, también es cierto que se colaban plagios horribles, manipulaciones marketineras y un extendido conjunto de contenidos de porno soft de bajo presupuesto que de a poco fue permitiéndose llegar a los kioscos de revistas, los noticieros y cualquier horario de la pantalla.

 

Olmedo, Porcel, Carreras y Sofovich en la cultura transodiante argentina

 

Está fuera de los límites que se propone el director de Disclosure pasar vista a las expresiones de géneros trans de otras tradiciones culturales que no sean la norteamericana, como la de Almodóvar o Farinelli pero me permito hacer un modesto aporte ya que entiendo que su contemplación dispara este proceso.

Mi padre era fanático de la producción de quizá uno de los más grandes comediantes de la cultura argentina y latinoamericana de los años sesenta, setenta y ochenta, Alberto Olmedo. Como mi padre era el único con el poder para encender y elegir qué contenidos importaba mi familia de la pequeña pantalla, me crié asimilando lo que los nefastos directores Enrique Carreras y los hermanos Sofovich tenían para decirnos sobre las personas trans, sobre todo las travestis. No estudié cine argentino y no soy especialista en la cultura trans-travesti, mucho menos pretendo arrogarme ese lugar y recomiendo leer todo lo que escriban o difundan intelectuales y luchadoras del calibre de Marlene Wayar sobre el punto.

Me limito a recuperar en el comienzo de mi propia transición de género lo que gracias a estas artistas e intelectuales puedo entender que fueron obstáculos psicológicos para el disfrute de mi identidad de género cuando más necesitaba de lo contrario. La famosísima historia de Victor Victoria dirigida por Blake Edwards y protagonizada por una genial Julie Andrews en 1982 que nos recuerda Disclosure como uno de los hitos de la mala representación de las personas trans en la cultura yanqui, está basada en una peli alemana de 1933 que tuvo sus recreaciones posteriores en distintos países.

Probablemente la peor de todas esas remakes haya sido Mi novia es un… dirigida en 1975 por Enrique Cahen Salaberry, producida por Enrique Carreras y protagonizada por Susana Giménez y Alberto Olmedo. El centro argumental que fascinó a todos quienes la recrearon en todas las culturas pasa por la fascinación sobre los roles de género. En la versión “nuestra” Susana Giménez es una mujer cis que no puede conseguir trabajo como vedette y sólo puede hacerlo haciéndose pasar por travesti. Nunca pasó y por lo general es al revés.

La peli aprovecha para desplegar la representación exagerada de la homofobia en su máxima expresión. El personaje de Olmedo, un chamuyeta medio pelo que se da aires de gran macho conquistador (si les suena a los personajes emblemáticos de Franchela no es por pura coincidencia) es embaucado por amigos de mucho dinero y prestigio social para fingir que enamora a la travesti y luego fajarla a trompadas, consumando en las dos acepciones su poder masculino. En el devenir de la trama, Olmedo que es un acosador sexual contra las mujeres de su trabajo (llega a usarlo exitosamente como argumento ¡en su defensa! para que no lo rajen del laburo) se va “enamorando” del personaje de Giménez por morbo físico, eso de cómo sería coger con quien pensaba era “un” transexual, “un operado” pero lo repele la menor posibilidad de ser penetrado analmente.

Todo el problema se reduce a la genitalidad y quizás el único acierto de esta horrorosamente narrada historia de horror  es que la presión social de sus compañeros de trabajo, la angustia y repudio de su familia y amigos lo obligan a casarse con una mujer que ha despreciado siempre por gorda y “fea” con tal de demostrar que era bien macho. En la fábrica sus compañeros y compañeras lo cagan lo hartan gastándolo, lo muelen a trompadas y hasta llegan a filmar una especie de revuelta a pedradas, común en los años setenta en la lucha fabril contra dictaduras y gobiernos democráticos contra la explotación capitalista, ofuscades e indignades no porque haya sido un acosador, un sorete, sino porque era un “muerde nuca” degenerado, un perverso sexual.

Mucho más allá, lo que nos enerva de Mi novia el… es la increíble cantidad de misoginia y transmisoginia que despliega el personaje de Olmedo y sus amigotes y la sucesiva cantidad de veces que afloran en la peli chistes, bromas y crisis existenciales de un verdadero varón argento, macho y patriota, frente a lo que parece ser un amor homosexual y prohibido pero que gracias a dios termina siendo una beninga heterosexualidad tan esencial como para redimirlo al descubrir la mujer exuberante, rubia despampanante que afirmará frente al mundo su virilidad de conquistador incluso debajo del engaño.

El símbolo más perfecto de la importancia de la identidad de género y el lugar de las travestis en nuestra sociedad lo dejó grabado para siempre la censura oficial del Estado peronista de Isabelita y López Rega, que prohibieron que la palabra “travesti” fuera difundida públicamente para promocionar la peli, obligando a reemplazarla por los puntos suspensivos. Una figura menor y marginal de la gramática en todas las lenguas humanas, eso es lo que las travestis significamos para la cultura dominante en argentina todavía hoy. Un insulto a todo lo sagrado que no merece ser nombrado siquiera en sus mecanismos metacognitivos agregado a una lista permitida de sintagmas.

Un detalle significativo, a la altura de las menciones exigidas al guión, donde la expulsión final de la fábrica es salvada con la mención de un amigo a que sería revertida por los delegados, no vaya a ser que una peli argentina cuestione la capacidad del movimiento obrero peronista para evitar despidos injustos; lo mismo que el cartel giratorio que aparece en la escena de la “despedida de soltero” que los amigotes le hacen igual que las que organizaba él cuando odiaba el matrimonio, al pie del Obelisco, reconocido por el protagonista como su igual, un símbolo de erección firme y enorme de día y de noche.

Les antropólogues e historiarorxs del futuro valorarán esta cinta mucho más que les critiques y artistes, prueba irreprochable de un realismo banal que muestra las aristas más visibles de una sociabilidad masculina que existió así de grotesca y bizarra como se representa en la pantalla. Al punto que en la escena de la segunda “despedida de soltero” frente al Obelisco aparece el mítico cartel giratorio que Isabelita y López Rega mandaron colocar como anillo de ese enorme pene argentino, que rezaba “el silencio es salud”, llamando a no rebelarse contra el régimen ni denunciar sus imposturas y los asesinatos de la Triple A (silencio que hoy siguen guardando los creadores de narrativas oficiales) pero también el silencio del represor de la censura para nombrar a las protagonistas de la noche, las orgullosas travestis de los sesenta y setenta, una realidad todavía oculta y negada en nuestra propia cultura.

Cinco años después, junto al nefasto Jorge Porcel, otra vez coprotagonizando con el máximo símbolo sexual femenino, Susana Giménez, más su alterego morocho pero igual de exuberante, Moria Casán, Olmedo protagonizó la porquería taquillera de Hugo Sofovich de 1980 A los cirujanos se les va la mano, donde Olmedo y Porcel son unos modestos y sencillos obreros de la sanidad que se apropian de las características socialmente otorgadas a profesionales prestigiosos como los cirujanos y a los gays, en un doble crimen de engaño a la vez clasista y de género, haciéndose pasar por enfermeros putos para poder acceder a la intimidad de los objetos de su deseo y así “conquistarlas”.        

En su última película, la horrible porquería titulada Atracción peculiar de 1989, Olmedo deja como legado pocas semanas antes de morir bajo extrañas circunstancias un revuelto de los más ofensivos lugares comunes de la masculinidad misógina y transmisógina de la cultura argenta, que abusa del “doble sentido” desde el título. Pa culiar era lo que guiño guiño ofrecía la peli, una guía para “piolas”, “fachas” y playboys a quienes venderle Mar del Plata como especie de Las Vegas local donde saciar sus deseos pajeros y tirar los últimos australes en medio del desastre económico del Plan Austral. Premonitoria desde que el propio Olmedo finge vértigo en las cornisas del Hotel Presidencial, su última imagen en celuloide lo muestra sacándose una careta de travesti o varón gay que sostuvo durante toda la película con la excusa de actuar encubierto en una inflitración policial.

El leiv motiv de esta porquería era lo que la prensa llamaba “invasión de travestis y trolos” en las playas de la feliz durante los años 80, y se trata de una de las tantas referencias verídicas que su director deforma al gusto de sus espectadores, porque siempre la prostitución obligada de las mujeres transgénero, travestis y transexuales las obligaba a concentrarse en lugares turísticos para encontrar clientes/violadores dispuestos a “darse el gusto” a espaldas de sus familias. El perverso director de una revista dedicada al espectáculo chantajea a uno de sus redactores para que se disfrace de travesti o imite un homosexual para también infiltrarse en la comunidad travesti y lograr una nota, mientras aprovecha la iniciativa para obligar a su despampanante secretaria a coger con su desagradable pellejo también en un hotel balneario, cagando como todo macho piola a su mujer legal, representada como una vieja amargada. Olmedo es contratado como fotógrafo y tutor responsable de enseñarle a Porcel cómo parecer gay.

La historia abunda en una increíble acumulación de insultos y lugares comunes que abundaban en la cosmovisión homofóbica y transfóbica de la sociabilidad masculina de los 80, como el paddle y el cola less, que también se reflejan en la peli para adornar de realismo la trama. Puto, trolo, marcha atrás, maricón, comilón de mierda, maricas, mano-quebrada y travesti se equiparan como sinónimos de anormal, raro, manicomio, degenerado y corruptor de menores en boca de personajes masculinos y femeninos. Los únicos ámbitos donde el director se permite sospechar con astucia genial que sus espectadores hetero-formateados podrían aceptar la posibilidad del encuentro e interacción de sus héroes y les monstrues es en la intimidad de habitaciones laberínticas de un lujoso hotel (que en clave de género es mucho más horripilante que el Overlook de Kubrik) o en medio de una supuesta orgía bacanal en un crucero.

Las otras mujeres que brotan de la imaginación del guionista y aceptan actores, iluminadores, montajistas y vendedores de tickets son de figuras perfectas al ojo canónico del pajero, desnudos de tetas y culos, parciales o sugeridos (eso sí, sin vulvas a la vista) portados por cantantes que deciden seducir y cogerse a redactores, gerentes o dueños por lograr una tapa en la revista de su grupo musical recién formado, Las sobrinas, con las que Carreras se debe haber vengado de la negativa de Las Primas para ofrecerse a esta porquería, demostrando que con un sintetizador, mucho mal gusto y nada de escrúpulos cualquiera podía inventar un grupo exitoso que cantase con doble sentido; o la secretaria ejecutiva del patrón, que acepta con placer todos los gestos de acoso sexual imaginables por estas mentes desagradables de parte de su patrón y sus compañeros de trabajo.

Sin querer extremar la sutileza en el análisis de esta escatología vomitiva, me interesa marcar que su director ha decidido colocar cada elemento, gag e insulto con detallismo. El detallismo que tuvo para representar la entrada de las fuerzas de seguridad de la democracia alfonisnista recién conquistada, la que garantiza proteger a los machos que disfruten de las orgías del valhalla marplatense, en Ford Falcon de color rojo, para eludir la mala memoria del color que todavía llevaban bajo la capa de pintura más fresca. Aunque sea imposible de saber por la enorme cantidad de errores de continuidad en el montaje, el director elije colocar al agente encubierto Olmedo no para investigar el atropello de una banda de caballeros cajetillas a bordo de dos autos asesinando una travesti mientras aparentemente trabajaban con su sexualidad en la costanera detrás del Casino, sino una red de contrabando de drogas que sería regenteada por las travestis y homosexuales.

En las dos pelis, Mi novia es un… y Atracción peculiar aunque con quince años de distancia, el crimen de odio, el travesticidio aparece subrayando el comienzo de la trama y se mantiene como tensión argumental. Siempre me maravilla la capacidad de la realidad para manifestarse incluso cuando más pretende un director manipularla.

No deja de ser una triste ironía de la justicia moral trava que Olmedo haya terminado sus días presentando esta provocación producto de su propio desenfreno en el consumo de esas “drogas malas” en medio de una “fiesta” como la que promociona la peli. Otro tanto le esperaría al descompuesto Porcel, que se pasa dos horas repitiendo y personificando la caterva de lugares comunes gordofóbicos que le ayudaron a ser millonario antes de que una crisis ética mística lo postrase en el ascetismo moralista del evangelismo moderno y unas muy merecidas sillas de ruedas. Peor destino, siempre, el que esa troup de productores y financistas del cine le legaron a mujeres explotadas y abusadas como Beatriz Salomón, fallecida en la pobreza producto del divorcio de su marido, a raíz de una emboscada televisiva donde se le presentaron las pruebas filmadas de la aventura extramatrimonial del “piola” de su ex con una trabajadora sexual travesti, contribuyendo así a aumentar la bronca de la esposa legal contra las “degeneradas” y “corruptoras” morales de sus maridos.

Los fiolos de la heteronorma

 

El asco y la indignación atravesadas por el niunamenos de hoy ante estas bizarras películas de porno soft para pajeros de bajo presupuesto no nos deberían hacer olvidar el contexto de su producción y distribución. Millones de pesos y australes se invirtieron en bazofias como ésta y otras de la saga interminable de los Carreras y Sofovich por la no tan bizarra causa de que su venta e intercambio con la mayoría del público varón y hembra de la clase obrera y la clase media llenaban salas de cine para compartir con amigues una salida nocturna en donde entretenerse con la misma porquería que saltaba los primitivos ratings de la televisión, con las mismas estrellas, tramas, gags y giros narrativos del Teatro de Revistas que reventaba noche a noche las grandes salas de la Calle Corrientes.

Con la productora Aries Cinematográfica del ilustre director y productor Héctor Olivera (sí, el mismo de La Patagonia Rebelde, La noche de los lápices o la trilogía de las novelas de Soriano) Olmedo filmaría casi treinta películas en diez años con los mismos “tópicos”, incluyendo títulos tan evidentes como Los doctores las prefieren desnudas (1973), Hay que romper la rutina (1974), Las turistas quieren guerra (1977), Encuentros muy cercanos con señoras de cualquier tipo (1978), El rey de los exhortos (1979), Así no hay cama que aguante (1980), Te rompo el rating (1981), Un terceto peculiar (1982), Los reyes del sablazo (1984) o Mirame la palomita (1985). Las fechas demuestran que el éxito en taquilla de esta cultura proxeneta y pajera del cine, la radio, el teatro, la prensa gráfica y la tele no comenzaron con el “destape” posterior a la represión de la censura moral y ética de los gendarmes de la honra civilizada de occidente del 76 al 83, sino que son la degeneración de los temas sobre identidades de género y sexualidad que comenzaron a florecer con el “destape” de los años sesenta y la dictadura no sólo no reprimió sino que permitió florecer con uno de los tantos mantos de neblinas con que pretendieron tapar el genocidio sistemático que planificaron y ejecutaron.   

“Este negro es un hijo de puta, drogadicto y malhablado pero que bien hace de puto, ¡me mata de risa!” era el comentario con el que mi viejo, un aparente buen padre de familia y emprendedor comercial medio para la sociedad justificaba su adicción a las pelis de Olmedo y sus programas de televisión. Nunca lo dijo, pero lo puedo imaginar (en un esfuerzo desagradable) entretenido también con estas recreaciones de las fantasías de machos de cualquier origen social y capacidad intelectual “conquistando” el usufructo de todos esos culos y tetas “perfectos” a su disposición, sin amenazarle nunca con una denuncia o un divorcio que le hiciese “pagar” por la satisfacción de sus pulsiones mucho más que la tarifa aceptable. Mi padre, o casualidad, fue bígamo durante los últimos diez años de su matrimonio de tres décadas. Las fantasías que vendían los Sofovich servían para fundamentar y justificar a los machos argentinos. Les ayudaban a convencerse de hacerlas realidad.

Para alguien criade en aquel clima, el verdadero esfuerzo es imaginarse que bajo esta cara oficial del statu quo nacional, verdaderos y orgullosos gays y lesbianas batallaban para levantar y sostener organizaciones que protegieran sus derechos civiles aunque la ley los desconociera. A las miles y millones de psicologías infantiles o púberes que comenzábamos a transitar nuestras biografías con la sexualidad y el género estallando en primer plano, criadas por estas familias, estas escuelas y esta cultura audiovisual de masas, se nos hacía imposible acceder a la verdadera identidad de enormes luchadoras, artistas y militantes como Batato Berea, Tortonese, Gasalla, Cris Miró, Florencia de la V., Susy Shock, Camila Sosa Villada, Lohanna Berkins, Diana Sacayan o Marlene Wayar que por esos mismos años batallaban para abrirse paso contra toda esa bosta, encontrar las vías para mantenerse, sostenerse y llegar hasta el presente para aportarnos un elemental conjunto de imágenes positivas y de leyes que nos han permitido animarnos a decidir ejercer públicamente con total libertad los rasgos exteriores de nuestras identidades autopercibidas reprimidas durante esos años horripilantes.

 

El poder de la imagen trans en el siglo 21

 

Volviendo a Disclosure, nos presenta una hipótesis fuerte, la evidencia de que el nuevo siglo 21  ha cambiado notablemente la imagen cultural sobre las personas trans al mismo tiempo que se comprueba un recrudecimiento en las persecuciones contra las personas transgénero en todo el planeta. Como les digo a mis amigas aliadas cuando intento resumirles pedagógicamente mis experiencias en los primeros años de mi propia transición de género “somos famosas en Palermo pero nos siguen matando en Constitución”.

La misma comprobación hace Rita Segato en su balance del feminismo del siglo 21 en 2016, los niveles de visibilización más altos alcanzados en América Latina sobre la situación de las mujeres y transfeminidades no han servido para detener muco menos disminuir las alarmantes cifras de la violencia de género.

Mientras me siento a escribir sobre la profunda experiencia emocional que me ha dejado ver este precioso documental o la alegría de ver mis mejores ilusiones reflejadas en la historia de amor translésbico de Sense 8 (también en Netflix y también en Disclosure) leo en las redes la denuncia de la profunda soledad y exclusión que volvió a sufrir por estos días Zulma Lobato en un robo que la dejó tirada y golpeada, ultrajada en la calle a la salida de un banco. Al punto que naturalizamos con la insensibilidad a la que nos acostumbra el permanente bombardeo de noticias sobre la ola de transfemicidios que asolan América Latina y que excluye a las más desprotegidas de nosotres de la posibilidad de respirar, comer y vivir más allá de los 35 años, la que se supone era la expectativa de vida de les homo sapiens hasta hace diez mil años atrás.

Terrible conclusión, para nosotres la humanidad no ha superado las condiciones materiales de existencia de la prehistoria. En nuestres cuerpes y sensibilidades el horizonte esperable de la vida no accede a los beneficios no ya de la Revolución Industrial y sus tres o cuatro fases discutidas y analizadas por les erudites, ni siquiera podemos compartir con el resto de la especie los beneficios de la Revolución Agraria del neolítico.

Sin embargo, Disclosure nos presenta la tendencia creciente de producciones audiovisuales para las grandes masas de EEUU en las que las representaciones de las personas trans vienen creciendo en sus cualidades humanas más positivas por encima de las viejas representaciones de engaño y criminalidad psiquiátrica. Series donde les personajes trans de las tramas además son representados por actores y actrices trans, superando otro tipo de tergiversación que era y es desestimada por numeroses directorxs y productorxs “aliades” que pretenden construir historias edificantes y positivas a los intereses de la comunidad trans utilizando acotres y actrices notoriamente identificados fuera de la pantalla como cisgénero. O simplemente contratando profesionales para ejercer papeles de mujeres y varones sin aclarar su condición de cis o trans.

Tengo que confesar que lloré mucho cuando vi en Sense 8 por primera vez una personaje transfemenina triunfando contra la misoginia de su familia (que quiso obligarla a una lobotomía para que volviera a ser varoncito) y de lesbianas transexcluyentes, logrando ser la heroína de su historia y construyendo una relación lésbica en la que sólo el amor lograba sostenerlas frente a todo. Una tragedia romántica igualita a las que me hacían llorar de Almodóvar pero en la que las travestis y trans terminamos concretando la felicidad de nuestro deseo. La actriz Jamie Clayton que hizo de Nomi Marks se reivindica trans y celebra en Disclosure la alegría de haber personificado una protagonista de su mismo género; la propia Lili Watchowski (guionista de Sense 8) reconoce en el documental haber escrito la historia de amor idealizada que ella siempre soñó vivir, con mayor dolor en los momentos más difíciles de su transición, cuando ese sueño parece imposible de realizar.

Sin embargo, del mismo modo que la ficción de Sense 8 expresa una utopía idílica en la que sus autoras idealizan incluso la pobreza, que no la ven en las millares de personas explotadas en su propio país y se la tienen que imaginar en las villas miseria de una república africana devastada por la epidemia de HIV y el narcoestado, hay que reconocer que los derechos alcanzados por les artistes trans de Disclosure están tan lejos de nuestra realidad como la posibilidad de contar con siete “perfectas” corporalidades disfrutando de nuestros poderes y capacidades combinadas y recorriendo el planeta en fiestas y tiernas orgías venciendo a los más malos de los malos mundiales.

Que no se trata solamente de un problema latinoamericano lo demuestra otro documental imprescindible que emite Netflix, La muerte y la vida de Marsha P. Johnson, de 2017, donde comprobamos que incluso bajo las mismas transformaciones visibles en la cultura yanqui sobre las personas trans, el asesinato de una de las fundadoras del movimiento LGTB en la revuelta de Stonewall del 69 y las marchas mundiales del Orgullo, veinte años después todavía no le mueve un pelo a las fuerzas de seguridad develarlo. La activista y actriz afronorteamericana Victoria Cruz investiga el asesinato de Marsha al mismo tiempo que asiste al juicio por el asesinato de una chica trans en el que se sigue usando la “defensa del pánico” para reducir la condena. Los jueces yanquis sostienen que es un atenuante el impacto emocional para un asesino varón el “descubrir” que había sido “engañado” por la femineidad de su amante cuando vio o “notó” el pene.

La transfobia formateada en los cerebros de los machos que construye nuestra sociedad es usada hoy como atenuante en EE. UU. mientras nuestras guerreras batallan en los tribunales para que se utilice como prueba y agravante de una nueva categorización jurídica, el travesticidio.

 

Imágenes ilusorias y poder político

 

En este documental también podremos ver el testimonio del sufrimiento increíble al que fuera sometida la otra gran heroína de la lucha LGTB, Sylvia Rivera, expulsada de la lucha por la elite burguesa liberal de gays y lesbianas, viviendo en un rancho de cartón y plástico frente al muelle donde encontraron el cuerpo sin vida de su amiga hasta que pudo superar la frustración y dedicarse a la lucha en los últimos diez años de su vida.

El rostro valiente de Sylvia sin afeitar, su cuerpo emparchado con camperas y pantalones que pudo cirujear para no morir de frío, su dolor y su lucha me quedaron grabadas en las emociones por el contraste nítido con estos otros rostros, maquillajes y cuerpos perfectamente producidos que vemos en Disclosure. Quizá se trate de revisar también las narrativas de las que nos nutrimos en la comunidad LGTB, aquellas que representan estrategias válidas como la GLAAD frente a organizaciones mucho menos entreveradas con el régimen democrático del Estado como la que fundaron Masha y Sylvia después de Stonewall: S.T.A.R. (Street Transvestite Accion Revolutionaries) que juntaban fondos para sostener hogares para las travestis en situación de calle.

La autopercepción de género debería ser un aspecto más de nuestra necesaria autoconciencia de clase, nunca una elección adversativa entre ambas.

Es cierto que el arte y activismo de mujeres como Florencia de la V (su intervención en el debate por el derecho al aborto fue una de las más altas expresiones de conciencia de clase y de género del 2018), la calidez humana de artistas como Lizzy Tagliani (su popularidad es tan grande que la pongo siempre de ejemplo en clase cuando les adolescentes del curso cuestionan mi género autopercibido ya que elles y sus familias la adoran), la creatividad y contundencia de las novelas Las malas o Tesis para una domesticación de Camila Sosa Villlada y la cercana nominación de la gran Susy Shock para los premios Gardel cimientan un nuevo camino para las infancias y juventudes que se enfrentan a una crisis de identidad de género. Hay que habilitarse la esperanza que abrieron en la última década la misma combinación de hartazgo masivo contra la represión del Estado y lucha efectiva de la comunidad LGTTTBI que registramos treinta años atrás.

Pero queda un purgatorio gigantesco todavía por atravesar. Porque la realidad mayoritaria para las personas trans sigue siendo la exclusión, el desprecio, la criminalización, la psiquiatrización y los crímenes de odio, cuando no la miseria más aberrante. Las representaciones imaginarias vienen siendo horadadas y puestas en cuestión y eso es muy importante y va a ser muy importante tanto para las grandes mayorías que tendrán mejores elementos para respetar y socializar con las personas trans; y para nosotres, y les más jóvenes entre nosotres, que tendremos acceso a imagos mucho mejores y positivas para construir nuestra emocionalidad. Espero seamos capaces de usarlas para hacer crecer en madurez y poder nuestras organizaciones de lucha contra el Estado explotador y patriarcal, el sostenedor en última instancia de las relaciones sociales que sostienen la necesidad de la heteronorma, el machismo y la transfobia, los venenos que le permiten mantener un régimen permanente de femigenocidio y transgencidio planetario para defender esta cultura en verdad descompuesta y degenerada.

Porque, tomando las palabras de la gran chamana como bandera, no queremos más ser esa humanidad pero el tema es cómo logramos superarla y para eso creo debemos recordar a Lenin cuando decía que en este mundo todo es ilusión, excepto el poder.

Me parece que no alcanza con la batalla -necesaria y justa- de artistas, productores, escriteres por las imágenes y representaciones ficcionales de las personas transgénero, lo que en las últimas décadas el kirchnerismo inmortalizó con la “batalla cultural” de cuño gramsciano-estalinista. Es menester que avancemos en la discusión de estrategias que suelen ser excluidas del horizonte político de la lucha por los derechos de la comunidad LGTB: la búsqueda del poder político necesario para derribar el patriarcado y la sociedad basada en la explotación de las clases obreras y campesinas del mundo, que hace necesaria en última instancia la opresión de cuerpos e identidades no binarias.

A la lectura contundente que nos ofrece Disclosure sobre la conciencia colectiva e individual de la situación de los géneros disruptivos se le hace urgente un cruce con las representaciones de la lucha de clases y el carácter del Estado, porque no es lo mismo que lo sigamos entendiendo como el “padre” o la “madre” al que debemos arrancarle derechos cívicos para ser integrades en su seno amoroso, como pretende Segato, a que pasemos a visualizarlo como el gendarme armado de la heteronorma, la explotación y el femigenocidio, y por lo tanto como el enemigo que debe ser vencido sin cuartel y reemplazado por una clase social que se proponga liberar a la humanidad de todas sus cadenas.

Que así sea.

viernes, 7 de agosto de 2020

Duelo de Damas

 Mujeres, nacionalismos y cine: de Malvinas a Irak (y un bonus track en Belfast)

(Publicada conforme a su aparición previa en Evaristo Cultural http://evaristocultural.com.ar/2020/07/31/duelo-de-damas/?fbclid=IwAR2--ekjPMSCTtIVDSEp0MRO-SFM7twMCO_P6uVSzsNyrN8IcWJD1Cs_Nzw)

El cine es quizás la más fascinante de las maquinarias que hemos inventado para reelaborar la realidad en artificios, ficciones. Donde estas elaboraciones son menos visibles es en las biopics basadas en historias de personas y hechos que tuvieron un lugar concreto en el tiempo y el espacio. La mirada ingenua –la que mejor disfruta el cine o la literatura como bien enseñaba Borges- es atraída por este subgénero con la transparencia de las moscas que vuelan en línea recta contra las luces calientes que las terminan matando.

Aquí nos proponemos un juego doble de espejos enfrentados para iluminar otra lectura ingenua –desastroso enfoque para les animales políticos- sobre ficciones que tienen consecuencias más nefastas, las de los relatos feministas y nacionalistas de la industria del cine contemporáneo.

Confrontaremos dos películas sobre dos mujeres que lograron una enorme visibilidad debido a sus acciones en la lucha política. Las dos, películas y protagonistas, del mismo origen, Inglaterra; las dos historias ligadas por el mismo hecho histórico: el hundimiento del Crucero ARA General Belgrano en el contexto de la Guerra de Malvinas/ Falklands War de 1982 y su impacto en la ley que concentra en su cifrado la base fundamental del Estado Policíaco moderno, disfrazado bajo otra ficción muy eficaz, la democracia liberal, la Official Secrets Act del Reino Unido de la Gran Bretaña, prima hermana de la posterior USA Patriotic Act del 2001 y abuela de nuestra Ley Antiterrorista del 2007.

Las dos pelis también están protagonizadas por dos actrices que construyen su interpretación apoyándose en la gestualidad y el cuerpo, la entonación de la voz y las miradas, logrando no sólo el efecto “realista” exigido por sus directeres, aportando el concepto más importante de la historia, la empatía de les espectederes con su sufrimiento.

Nos proponemos, entonces, contemplar Official Secrets de 2019 sobre la trabajadora estatal Katherine Gun que en 2004 filtró un memorándum secreto de la oficina de espionaje del Estado Británico para intentar frenar la invasión de EE.UU. el Reino Unido y sus aliados contra Irak y las vicisitudes del juicio que tuvo que enfrentar, a la luz que aporta el espejo de The Iron Lady, de 2011, la biografía de la primera mujer en ocupar el poder ejecutivo de una gran potencia imperialista en la Era del Capitalismo, Margaret Thatcher.


Una mujer poderosa contra el machismo


La primera secuencia en The Iron Lady/ La dama de hierro puede servirnos para comprender el alcance político de una representación ficcional de una historia real. Una octogenaria sobreponiéndose a los obstáculos de su falta de movilidad y la falta de empatía elemental de otros consumidores que actúan como si no existiera, o bien fastidiados por su existencia, en un supermercado londinense intentando comprar una pinta de leche. Una Meryl Streep en el pináculo de su sabiduría artística nos convoca a abrazarla y acudir en su ayuda sin dudar un segundo. Luego nos iremos enterando que esta frágil mujer anciana es la última fase en la vida de una de las mujeres más poderosas del planeta. Hacía falta todo el poder de la imaginación y de una actriz como nunca volveremos a contemplar para ablandar hasta la mirada más crítica de la mujer que personificó la destrucción de la industria siderúrgica inglesa, el desarme de los derechos laborales de una de las expresiones más avanzadas de la clase obrera mundial y el avance de la reacción conservadora del neoliberalismo que nos ha gobernado los últimos cuarenta años.

Esta primera imagen de la última Margaret es la que enhebra toda su biografía, un ser humano que lidia con el duelo de la pérdida definitiva, de su compañero de vida, de sus hijes mellices, del dominio de su propia conciencia, en fin, de su muerte. Su pasado es narrado con el velo confuso y contradictorio de los recuerdos de la vejez y no desde el punto de vista fáctico-argumentativo del documental. Una peli romántica y tierna que nos va contando la historia de cómo Margaret Roberts pasó de ser la hija-empleada en la grocery store -almacén en criollo- de su padre bajo el bombardeo nazi hasta convertirse en la única mujer batallando en el gallinero del Parliament británico antes de ser Secretaria de Educación del gobierno conservador de 1971 y finalmente no sólo la primera –y única- Prime Minister de la historia del constitucionalismo monárquico fundado en 1688, sino además una de las que más tiempo ocupó la oficina mítica de Downin Street 10, once años entre 1979 y 1990.

Una mujer que sobrevive a la hecatombe nazi y obtiene los mayores triunfos frente al entramado de micromachismos y discriminación misógina de la burocracia política del primer imperio del capitalismo mundial.

Nadie con algo de sangre en las venas en lugar de jugo de tomate frío puede más que compadecerse de esta mujer expulsada del género por sus amigas en la juventud y por la corporación machista de la burocracia política en la adultez porque había decidido nunca adaptarse al rebaño de características que la sociedad imponía a su género. Contra la frivolidad perversa de un destino de ama de casa sometida al esposo dominante, la joven Maggie invertía su tiempo de ocio en estudiar una carrera política en Oxford en lugar de dedicarse a la moda, las danzas o cualquiera de las estrategias necesarias para conseguirse al príncipe azul, el buen partido que asegurase su vida material.

“No quiero morir lavando una taza de té” es la única condición que opone para aceptar la propuesta de matrimonio de su novio en los años cincuenta.

En toda su trayectoria política se obceca en negarse a ejercer un rol “de madre” para ganar votos o tomar decisiones de macro-economía, batalla contra aliados y opositores la obligación de ver más allá de su género las ideas políticas que defiende; la directora pone en su personaje de ficción una contraposición entre sentimientos y racionalidad que no sabemos si guió la ética de la persona representada, pero que caería en el reconocimiento de una dualidad propia del discurso machista. Así las cosas, cabe preguntarse si la propia Margaret Thatcher no se auto percibía como una mujer fuerte debido a que hacía propias características  e idealizaciones que la cultura otorga al género masculino, como la racionalidad.

Con mucho ingenio, los aspectos más horribles de esta estadista se dejan para el nudo narrativo, sin despejar del todo el velo emocional del flashbak de la anciana tierna y atormentada.

La mujer despiadada que no cedió a la huelga de hambre de los diez presos políticos irlandeses, apoyados por manifestaciones de masas y del Vaticano, por votaciones mayoritarias para darles estatus parlamentario y les dejó morir como “criminales convictos que eligieron suicidarse” aparece en cambio como víctima de dos intentos de homicidio por bombas del IRA. La peli además se filma en el contexto de los atentados de Al Qaeda de principios del siglo 21 en las capitales más importantes de Occidente, ejerciendo una doble reivindicación histórica de la estrategia que inmortalizaría para nuestra generación otro nefasto estadista del imperio, George W. Bush: no negociamos con terroristas, los aniquilamos.

La mujer despiadada que no sucumbe a la serie de huelgas con enfrentamientos callejeros contra las fuerzas represivas más larga y violenta de la historia inglesa posterior a la Segunda Guerra Mundial, desde fines de los setenta hasta la gran huelga minera de 1985, que sumió a la economía británica en el proceso de desindustrialización y desempleo más violento de toda su historia, quebrando el poder de esas famosas tradeunion de la aristocracia obrera que tanto obsesionaban el análisis de Marx, Engels y Lenin en el siglo 19 y sepultando para siempre el carácter de clase del Partido Laborista, aggiornado de márquetin como mero contendiente “progre” por el niñobonito Tony Blair que lo dirigió entre 1997 y 2007 para conquistar el triste galardón de haber conducido al Reino Unido a la guerra ilegal de Bush junior contra Irak. Se la muestra como la ama de casa que asume la responsabilidad de aplicar una medicina desagradable con la justificación de mejorar la salud del enfermo.

La película no se cuestiona el hecho de que Thatcher y su política de ajuste fiscal brutal en educación y salud estatal, tanto en salarios como en recursos, el aumento brutal de la carga impositiva para las familias obreras y de clase media, no sanó al maltrecho capitalismo inglés que entró en su enésima crisis en los años 70 debido a la crisis mundial del petróleo, sino que le dio el golpe de gracia para abrirle paso a una nueva economía, en la que el capital financiero transformaría a Londres en una sucursal de la timba especulativa de Nueva York, una plataforma para que el imperialismo yanqui mantenga a raya el potencial del capital europeo dirigido por Alemania y Francia, un puente para la “recapitalización” de la Rusia post-estalinista y la administración de la acumulación de negocios ilegales por las nuevas burguesías feudales que conocemos con el nombre folletinesco de “mafias rusas”.

La despiadada mujer que tomó la decisión de incurrir en un crimen de guerra, decretando el hundimiento del crucero ARA General Belgrano fuera de la zona de exclusión el 2 de mayo de 1982 y que persiguió judicialmente a su propio Ministro de Defensa después que filtrara las pruebas de dicho crimen hasta que las lagunas legales en la legislación lo absolvieron en 1985, se nos muestra como una estoica heroína que defiende el territorio soberano, a sus ciudadanes desprotegides y enfrenta a una “banda oportunista de asesinos fachistas” como la Junta del gobierno militar argentino que provocó la invasión y el estallido de la guerra “una agresión unilateral no forzada por la hostilidad británica”.

El feminismo desplegado por la directora Phillida Lloyd (Mamma mía, 2008) en su The Iron Lady es todo lo reaccionaria que puede ser una narrativa que limita el enfoque de la realidad histórica en uno sólo de sus aspectos, la opresión de género. Lo cierto es que esa “pobre” anciana era torturada por los fantasmas que ella misma se encargó de encerrar en su closet, aunque luchando contra la opresión patriarcal impuesta por su propia clase social a sus miembras femeninas. No deja nunca de participar de una reivindicación feminista de Grandes Mujeres que lograron triunfar en las alturas de sociedades milenariamente patriarcales precisamente por corporizar los máximos intereses masculinos del Estado Imperial, no como resultado de un heroísmo matriarcal anti-machista. La peli entronca con la idealización de modelos femeninos como las grandes reinas de la tradición británica, desde Elizabeth Primera de Inglaterra en el siglo 17 hasta la contemporánea Reina Isabel, también entrando en su etapa nonagenaria.


Una mujer sin poder contra el fachismo


En una inteligente reseña sobre The Iron Lady el crítico Graham Fuller se pregunta con sagacidad “one wonders how this material would have fared in the hands of Ken Loach, who 20 years ago in Hidden Agenda, for example, made his Airey Neave surrogate a dangerous right-wing conspirator, whereas in The Iron Lady he is simply the nice guy who takes Thatcher under his wing.” Algo así como “une se pregunta cómo hubiera encajado este material en las manos de Ken Loach, quien veinte años atrás en Hidden Agenda, por ejemplo, hizo a su Airey Neave un peligroso conspirador de extrema derecha, mientras que en The Iron Lady es simplemente el buen tipo que cobijó a Thatcher bajo su ala”.

Claramente se nos pierde en la traducción de nuestra experiencia como habitantes de una nación dominada el reflejo de toda una serie de elementos de juicio que puede tener une espectadore que viva en el Reino Unido. Este tal Airey Neave es cierto que aparece en The Iron Lady como el responsable de la campaña electoral que llevó a Margaret primero a la presidencia del Partido Conservador en 1975 y luego al cargo de Primera Ministra en 1979. Es el responsable de un equipo de especialistas en marketing que “suaviza” los aspectos culturales que la sociedad de su momento identifica con la femineidad para lograr vender una imagen más votable.

Efectivamente se lo presenta como un aliado simpático con la condición de mujer encasillada y discriminada dentro de la política pero que se enfoca en sus ideales políticos. Como también ha notado este crítico al representación del atentado que lo voló de un bombazo en su coche en marzo del 79, adjudicado por el gobierno al nacionalismo irlandés, es colocada para justificar las acciones más brutales del gobierno Thatcher contra el reclamo de independencia de Irlanda del Norte y colaborar en la exégesis de sus aspectos más odiados por la población.

Carajo, si le mataron un amigo re copado, un macho en decostrucción, un “aliade”, cómo no iba a ser tan dura.

Resulta que quienes conocen la política íntima de Inglaterra recuerdan que el buen tipo era un alto mando del MI-6 (no el idealizado organismo de justicia mundial de las sagas de James Bond o Mission Imposible sino la podrida agencia de inteligencia del imperialismo británico, la CIA de las islas) y se sospecha que lo habrían liquidado los propios servicios en medio de una intriga de corrupción y diferencias insalvables sobre la cuestión irlandesa, que Ken Loach habría revelado en su película de 1990. Un súper Stiusso, o Nissman, según se lo mire.

En esa peli de Loach (Agenda Oculta en castellano) se despliega una perfecta muestra de lo mejor del realismo del género negro, policial o de espías, para montar una hipótesis que el correr del tiempo viene demostrando muy plausible, a saber, que el ascenso al poder del ala derecha del Partido Conservador en 1979 no habría escapado a las tramas secretas de los servicios de inteligencia y las Secretarías de Estado de los Estados Unidos y el Reino Unido. Loach ensaya una excelente traslación del drama de 1982 Missing, en el que Costa Gavras y su equipo denuncian la colaboración estrecha de Henry Kissinger, la CIA y la Embajada de EEUU con el golpe de Estado fachista de Pinochet en 1973 contra el gobierno del Frente Popular dirigido por el Partido Socialista de Chile y su presidente Salvador Allende. El concepto es que el gobierno británico aplica en el territorio de Irlanda del Norte las mismas tácticas que el terrorismo de Estado desenvolvió en Chile, Argentina, Uruguay, Brasil, Bolivia y Paraguay en los setenta, el nefasto Plan Cóndor que tanto conocemos y tan poco divulgamos.

Desapariciones ilegales, prisioneros políticos, tortura seguida de asesinato, ejecuciones sumarias contra civiles indefensos, Loach denuncia a la caída de Thatcher lo que numerosos intelectuales y artistes denunciaron durante su gobierno, la constitución de un Estado Policial montado sobre el poder ilimitado de los servicios de inteligencia para conducir la reorganización económica que demandaba la banca financiera internacional y liderar la reconstrucción de la “civilización occidental, cristiana y capitalista” sobre las cenizas del último proceso revolucionario anti-capitalista que hizo temblar al hemisferio occidental.

Vaya si el crítico de The Iron Lady lleva razones. Su querida directora esconde bajo los tiernos recuerdos de una mujer atormentada por el machismo vigente en las instituciones políticas de la burocracia estatal británica, las raíces purulentas de un gobierno dirigido por una mujer poderosa hacia la fascistización “legal” de un Estado “democrático”. Alan Moore lo dejó impreso de una forma mucho más metafórica pero igual de efectiva que Loach en su novela gráfica V for Vendetta que con algún toque de romanticismo ingenuo las hermanas Wachowtski popularizaron en 2005 con otra enorme actuación femenina, la de Natalie Portman interpretando a Eve. Imposible no mencionar aquí el impacto disruptivo tanto en lo formal como en el contenido político de la última revolución en el rock británico producida como resistencia cultural de la clase obrera joven contra el thatcherismo, el punk, desde la voz alzada contra el belicismo en Should I stay o Shoul I go de 1982 de los The Clash hasta Sunday Bloody Sunday de la ex banda contestataria de Belfast, U2 en 1983.

Y como estamos metides en el tema, la única protagonista que tiene las agallas para luchar contra las capas y capas de encubrimiento policial, militar y de servicios de inteligencia, la única que se jugó la vida sin una sola herramienta favorable en Santiago de Chile bajo la dictadura de Pinochet y en Belfast bajo la de Margaret Thatcher, es su personaje ficticio Ingrid Jessner, otra asombrosa y políticamente excelente interpretación de la gran Frances McDorman (Oscar por sus monumentales actuaciones en la inolvidable Fargo de 1996 y la denuncia contra los femicidios en Three billboards outside Ebbing, Missouri de 2017). En cuanto a las clases sociales, a diferencia de Phillida, Loach coloca su fe en la posibilidad de redención final en una cineasta que se transforma en activista por los derechos humanos después de que el mismo Estado Imperial le asesine dos maridos en la misma década en dos semi-colonias. No se le puede pedir más a una mirada masculina de izquierda que la idealización del coraje femenino de la madre-esposa devota. Pero es mucho mejor como denuncia del verdadero sustrato del poder femenino de Thatcher que la apologética de Lloyd.

Y para terminar podemos sugerir también como el crítico de arriba, otra de Loach para caracterizar el impacto humano de las políticas antiobreras y liberales de la Thatcher en su genial epopeya de los trabajadores desocupados y precarizados inmigrantes del nuevo paraíso financiero de Londres, también de 1990, la genial Riff Raff que encuentra sus consecuencias nefastas hasta el día de hoy en la dura y angustiante experiencia que significa ser obrere en Londres, tanto afrodescendiente como blanco, mujer o varón, en la durísima I, Daniel Blake de 2017.


Una mujer poderosa sin poder


En el espejo de enfrente tenemos a una gran heroína obrera, Katherine Gun, interpretada también con contundencia por la inglesa Keira Knigthley (la delicada y fuerte Lizzy en Orgullo y prejuicio de 2005; la inmortal e icónica Elizabeth Swan de la saga Piratas del Caribe 2003, 2006 y 2007, la histriónica Silvina Spielrein de Un método peligroso de 2008) cuya victimización por el Estado Británico es producto precisamente de la modificación de la Ley de Secretos de Estado propiciada por Margaret Thatcher en 1985, en la que no sólo se prohíbe la difusión pública de secretos oficiales a tode funcionarie público sino que también se le coarta el derecho a una defensa legal y se impugna cualquier resolución judicial que no termine en la cárcel. Hidden Agenda denuncia a la Official Affaires Act como la base legal para la consumación de un Estado gobernado por las agencias de inteligencia de las fuerzas de seguridad por encima de los mecanismos típicos de la democracia liberal, el parlamento, la justicia y la prensa.

Katherine Gun es conocida por haber arriesgado su sueldo, su carrera profesional, su matrimonio y la vida de su esposo, refugiado político kurdo en Inglaterra, al decidir hacer público el memorándum que la Agencia Nacional de Seguridad (la NSA, una de las tantas agencias de espionaje yanquis) le envió a su par GCHQ británica exigiendo produjeran información de inteligencia (hackeando mails y celulares privados) de miembros de las delegaciones de países del tercer mundo en el Consejo de Seguridad de la ONU con el objetivo de chantajearles para que votasen a favor de la declaración de guerra a Irak en 2004. Poco importa que Bush y el carilindo Tony Blair tuvieran decidida la invasión de la tercera nación productora de petróleo del planeta más allá de que se cumpliera el derecho internacional fijado desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, Katherine comprometió sus condiciones más elementales de existencia en una acción de lucha política claramente aislada e individual que podría haber hecho volar por los aires al menos la participación británica en la cruzada imperialista y en el mejor de los casos –suponiendo una burguesía que acatase sus propias leyes- evitar el derramamiento de sangre.

Aunque Official secrets está construida con lo mejor del trhiller policial o del género “películas de espías”, el trabajo sobre el foco de las presiones sicológicas que el Estado inglés concentra sobre Katherine le imprime un sentido de profundo humanismo. Desde el interrogatorio en la oficina de su jefa –una déspota mucho antes de que Katherine decidiera “traicionar a su gobierno”-a manos de un arquetípico agente sádico de asuntos internos, hasta el estrecho pasillo que lleva a les acusades a su lugar en un tribunal británico, su vida es la de una víctima desarmada dentro de un laberinto angustiante diseñado por el poder más despótico del planeta. Un Estado que amaga deportar a su esposo a una muerte segura en el Kurdistán ocupado por el genocida Hussein, que interviene sus dispositivos de comunicación y la persigue cotidianamente pero que nunca logra quebrarla. Knightsley construye una heroína tímida que va tomando decisiones como lo haría cualquiera de nosotres, sin medirla demasiado, guiada sólo por sus principios morales, que ante cada agresión parece desmoronarse pero sin embargo lucha, se afirma, sobrevive.

Una mujer tan real como la Maggie Roberts de The Iron Lady pero que a diferencia de ella está desposeída de prácticamente cualquier forma de poder social, mucho más vulnerable que Margaret incluso en su etapa final de alucinaciones seniles. Comparando las dos narrativas, las dos interpretaciones actorales, el contraste nos ilumina la única clave que determina con claridad la opresión de género: el poder del Estado. Protegiendo como un campo de fuerza impenetrable a la noble ancianita de The Iron Lady, provocando un vacío de angustia y desesperación en torno del cuerpo febril y quebradizo de la valiente oficinista estatal en Official Secrets.


Feminismos y nacionalismos


Y sin embargo, ambas protagonistas son inglesas. A este juego de especulaciones sobre la construcción de las identidades, se le superpone nuestra propia mirada del otro gran aspecto enjuiciado en ambas películas: el sentimiento nacionalista. Katherine Gun se defiende argumentando que pretendía evitar que el gobierno de su país traicionara a su nación. Aunque presentada como heroína humilde de toda la humanidad –incluyendo las 150 almas masacradas finalmente por EE UU y sus aliados en la Guerra del Golfo- el principal argumento en su defensa legal y ficcional es su patriotismo, su compromiso con los intereses comunes de les ciudadanes de su nación. Ya que el director Gavin Hood decide no examinar a fondo las características y fenómenos biográficos que nos permitirían explicarnos la decisión heroica de Katharine Gun, nos permitimos preguntarnos si su decisión de emplearse como espía para una de las dos agencias de inteligencia más importantes del imperio británico después de los atentados terroristas de Al-Qaeda en Nueva York, Londres y Madrid no nos mostrarían una persona convencida de la justificación de ciertas guerras imperialistas como la de Afganistán, más de cincuenta mil muertes entre militares y civiles, o la invasión de los cascos azules de la ONU en Yugoeslavia, Haití y tantos países del planeta.

Esta posibilidad se sostendría de ser precisa la caracterización del personaje de Gun como una mujer de una importante formación sobre geo-política y de firmes principios morales.

Como en el caso de The Iron Lady, nos es imposible despegarnos de las impresiones traumáticas que nos dejó el imperialismo británico a sus naciones oprimidas no sólo durante los meses posteriores a la invasión de Malvinas en 1982 sino durante los doscientos años de nuestra existencia como nación moderna y los doscientos años previos en los que ofició de importadora exclusiva de esclaves africanes y protagonista excluyente de nuestra sumisión colonial al comercio internacional dirigido desde las monarquías europeas. O como recuerda Loach de los ocho siglos de explotación y genocidio sobre la población campesina y obrera de Eire.

Pero Malvinas nos propone otra monumental contradicción, la que opone la justicia de la reivindicación territorial de una nación capitalista subyugada en su territorio soberano, Argentina, contra una nación capitalista imperial, frente al repudio de un gobierno genocida y reaccionario que usó esa justa reivindicación para sostenerse artificialmente y quebrar la lucha abierta de las masas obreras que venían a derrocarla con una sumatoria de huelgas y puebladas desde fines de los años 70. En ese punto Galtieri y Thatcher estaban del mismo lado de la grieta. Una horda de aventureros fachistas –aunque promovidos y respaldados por- los dos gobiernos “democráticos y civilizados” más fachistas que se recuerden, si sumamos al hermano mayor de la Thatcher y su principal sostén internacional, el de Reagan en EE.UU. que sabemos alentó la intentona de Galtieri para intentar salvar el apoyo popular del régimen de facto y toda su estrategia contrainsurgente en América del Sur y Central desde mediados de los setenta.


Género, clase y nación: la lucha de clases entre el relato y la realidad


En el cine, el arte consiste en narrar desde un punto de vista con la astucia de enmascarar la propia postura y que el mensaje surja naturalmente de la trama y les protagonistas. Estos mecanismos son universalmente aceptados por las leyes escritas e invisibles de la industria de ficciones. Mientras mejor armada la mentira se le considerará mejores cualidades formales a le artiste, como a Lloyd y Streep, mientras más muestre la hilacha se le colgará el sanbenito de panfletarie, como a Loach.

Eso no es lo importante. Lo que importa es que el juego se juega con dados cargados y que detrás de las construcciones de sentido, las distancias entre enunciado y enunciataries y otras tantas coartadas, la realidad juega en serio. Y es en este terreno y no en las pantallas compartidas o individuales que nuestra existencia y la de nuestres seres queridos de hoy y mañana están en compromiso. Es menester orientarnos sobre estas buenas artes, tanto para ser espectaderes inteligentes pero sobre todo para ser políticamente sujetes de acción y transformación.

Las narrativas feministas no son asépticas. Ninguna lo es, ni si quiera las que reclaman una sororidad pura o las que la rechazan todo feminismo de plano bajo acusación de posmodernismo imperialista. Todes esconden un muerto en el placard. Aquéllas que promociona el mainstream, mujeres fuertes triunfando en un mundo machista, ocultan denodadamente toda pista que devele el lugar ocupado por la cuerpa femenina en cuestión en la lucha de clases. Éstas, que militan los Encuentros de Mujeres haciendo gala de un clasismo irreconciliable miran para otro lado su subordinación vergonzosa a los maltratos patriarcales en sus propias organizaciones, cuando no en la miserable posición que les conceden sus maridos rojos rojitos en sus propias familias.

En la última organización que milité orgánicamente la consigna era “no es una cuestión de género sino de clase”. Consigna del frente de lucha de mujeres, ojo. Antes de mi renuncia solía proponer una corrección que me terminó llevando fuera de la organización por sostener su defensa: “es una cuestión de clase y de género”.

“Dialéctica pura” como dice el tango menos conocido de Homero Expósito, los relatos políticos que estructuran necesariamente el sentido de la lucha de las organizaciones militantes deben ser decodificados también para permitirnos la claridad que necesitamos quienes hemos decidido luchar contra la expansión global de un femigenocidio y transgenocidio planetario encarado con decisión por Estados imperialistas y coloniales y sus más eficaces agencias de construcción ideológica, las religiones y medios de comunicación patriarcales.

Sin ser especialistas en el tema, dejamos este juego de espejos y damas poderosas en tus manos para aportar desde lo único que sabemos hacer bien, leer, a la toma de conciencia estética y política de las que somos objeto de explotación y opresión, en la comprensión que sólo de nosotras saldrán las armas y herramientas capaces de derribarles y construir un mundo sin explotación de clase, género o etnia.