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martes, 27 de octubre de 2020

Tu muerto y mis muertos del año 2010

Hablemos de Néstor, el más recordado de los muertos de ese luctuoso final del 2010. No del Néstor mítico construido por sus fanáticos postmortem. Hablemos de aquél que no entra en la memoria falsa, imaginaria, de una intelligentsia, capa de intelectuales dependientes del presupuesto estatal, sus esquelética red de universidades, institutos, hospitales, imprentas, bibliotecas y demases prebendas, herederes avergonzades de viejos dinosaurios estalinistas y trotskystas nacionalistas y todo pelaje de foquistas irredentos que lavaron sus culpas con aceite de soja y petróleo a tarifas desorbitadas, regalaron subsidios y succionaron dividendos a rolete en la timba financiera.

Hablemos del Lupín de Río Gallegos, del heredero clánico de un reconocido usurero chupasangre de la peonada rural de las estancias laneras de los gringos, especulador inmobiliario desde el escritorio y la escribanía, protegé desde 1976 del Estado intervenido por una dictadura fachista que intentaba borrar todo lo acontecido desde la Reforma del ala izquierda del roquismo, alentada por Roque Sáenz Peña (el de la Diagonal, no el de la invisible calle de Montserrat y Constitución) y Carlos Pellegrini, alentados por una alianza con los sectores rurales y militares herederos de Mitre y Leandro Alem, una Unión más Cívica que Radical, en 1912. Familia la suya repudiada desde mucho antes de la represión genocida del año 22 con el Coronel yrigoyenista Varela fusilando mapuches, tewelches, tanto como galegos astures, polacos, ukranianos y sirios, que reclamaban un día libre a la semana para lavarse la ropa, un galpón decente donde dormir para recuperar las enormes horas de la exígente jornada laboral.

Si la literatura nacional nació con dos masones de distintas alas del liberalismo criollo, Sarmiento fustigando a Rosas con su Facundo y Hernández a Sarmiento con su Martín Fierro, la literatura de izquierda, nacionalista pero revolucionaria, habrá nacido cuando un arrepentido hijo universitario de una eminencia judicial radical publicó el alegato de la clase obrera patagónica contra Los dueños de la tierra en 1956 y el hijo pródigo de inmigrantes alemanes reinsulfó sangre al convalesciente y renaciente movimiento anarquista argentino, comenzando una monumental investigación periodística para avergonzar al entero régimen dirigente, La Patagonia rebelde.

Esa generación, la parida entre los años 40 y 50, acaudillada por las experiencias rampantes de las revoluciones obreras, campesinas, socialistas y nacionalistas que reverberaron y lograron correr el eje gravitatorio de la ecúmene de explotadores al máximo posible en cinco mil años, la generación revolucionaria que talló los años 70 del siglo pasado al rojo vivo, la segunda que casi toma el cielo por asalto a escala planetaria, mamó de David Viñas y Osvaldo Bayer la lucha de anarcos y comunistas desde sus propias entrañas en la contradicción fundamental del nacionalismo reformista liberal, populista a la Yrigoyen, que pariría con apoyo del movimiento obrero organizado al peronismo, aristocrática como la que intentaría retomar el control del país con las castas fachistas de milicos y jesuitas en cada golpe de Estado hasta que aprendieron a comprar políticos peronistas como con Carlitos Saúl o aprendiendo a usar las redes y fake news para promover a sus propios hijos, nietos y gerentes de empresas al frente mismo de la maquinaria Estatal con Mauricio.

Por mucho que Néstor haya trabajado para construirse una identidad apropiada de joven bolchevique trasnochado después del Argentinazo, nadando en la ola expansiva del Caracazo de 1999, que parió también las Guerras por el Agua y el Gas que radicalizaron al movimiento obrero y campesino boliviano y sostuvieron esa ficción de socialdemocracia alquimiada por la izquierda frustrada en el Foro de Sao Paulo y Cuba.

Néstor tenía un enorme olfato político y un raro estrabismo que le permitió ver desde el rincón alejado de una raquítica provincia marginal el corazón petrolero del nuevo país y subcontinente, lo suficiente para manipular con atención los nuevos climas insurgentes de las masas argentinas y negociar su sumisión a un nuevo mito de resurgimiento nacional y popular treinta años ha del último. Y otra vez el acto de magia, el truco de manos que le permitió hacer ver a las masas los derechos conquistados en veinte años de acción directa contra el Estado, en centenares de cortes de ruta que enhebraron el camino que demolió la Casa Rosada, como subproducto de la pasión caritativa del genial líder de masas.

Néstor, el Gran Oportunista, salió de su refugio robando el presupuesto estatal y fabricando una burguesía de testaferros, fusión de métodos personales y familiares como los del aparato político del Estado –o la mafia- y se disparó al corazón de la política nacional, tejiendo junto a los boliburgueses rojos rojistos de Chávez y la neo burguesía de la construcción y el cemento de Oderbrecht un esqueleto que usaron durante doscientos años todas las capas y fracciones burguesas y terratenientes a su favor.

El imperio los trató con el desprecio y la crueldad con las que el amo feudal trataba a sus vástagos retobados de los nuevos ricos que surgían del fermento pustulente del comercio internacional, las nuevas finanzas y la producción industrializada de productos de consumo masivo. Les carpeteó con los servicios de seguridad la cantidad suficiente de chanchullos como para indignar a las mismas masas que los llevaron al poder. Y de la peor forma, con toda la fuerza de una indignación ciega e irracional, esas mismas masas volvieron a demostrar en dónde se sustenta en última instancia el poder social, desterrando a sus otrora caudillos idealizados al rincón del mendigo que suplica clemencia en las mazmorras y tribunales del amo.

Claro que Néstor no alcanzó a ver la debacle del castillo de naipes que ayudó a fundar. Otros muertos no lo dejaron. Los fantasmas de los que ayudó a matar, que no pudieron alcanzarlo para reclamarle su parte del millón en la protección de los chanchuyos que llevaron a la muerte a 200 jóvenes durante la noche trágica de Cromañón, o los mineros del carbón fallecidos en Rio Turbio, ni Kosteki y Santillán a manos de los albaceas que le legaron el sillón de Rivadavia.

Se dijo que la frágil constitución física del patriarca, sacudida por el latigazo de Lehmann Brothers que le parió a Macri y De Narváez en 2009, terminó de quebrarse cuando un importante apoyo político de su edificio, la burocracia sindical con la que dirigía las empresas estatales de ferrocarriles urbanos del AMBA, asesinara a un joven militante revolucionario en su camino de protección de la base angular de esas ganancias, la tercerización del trabajo ferroviario.

De ser cierta la versión, la bala que mató a Mariano rozó el corazón lastimado de Néstor, pero precisamente porque salió del bufoso que el ex presidente armó y cargó.

Dicen que en vida sus acciones conmovieron a una generación entera de jóvenes revolucionarios, la que hoy tiene entre treinta y cuarenta y que en el Argentinazo aprendió a soñar en grande de nuevo. Dicen que su muerte convocó a la lucha política de izquierda a otra generación, que hoy tiene veinte o treinta, que se forjó en la lucha contra el ascenso de la derecha. Dicen eso quienes han construido una imagen metafísica de su padre una década después de haber conocido su historial de abuso y manipulación ejercidos sobre la familia. Como en el cuento de Borges, traidores, corruptos y timberos son elevados por obra y magia de los constructores de relatos oficiales en héroes fundadores de la patria.

El kirchnerismo que trocó derechos ganados por la comunidad travesti, gay, lesbiana y bisexual en las calles y las comisarías y derechos cívicos elementales, a cambio de mirar para otro lado de los negociados sostenidos en la represión estatal. Esta memoria selectiva prefiere recordar a Silvio Rodríguez celebrando un 25 de mayo en la homónima plaza, a Fidel en las escalinatas de Derecho y el cuadro bajado para olvidar a la pareja mítica tocando la campanita en Wall Street para celebrar la refundación de la burguesía nacional.

Esta generación que hoy llora a su fundador, es cada día más consciente de los dramas estructurales que agobian su vida y la de 50 millones de habitantes: la economía agro-petróleo exportadora colonial, la precarización laboral, el narcoestado femigenocida. Más allá de las reformas miserables como la AUH y la IFE, que no lograron aplacar un 60% de pobreza, el kirchnerismo no promovió los mecanismos de expropiación de tierras, empresas de comercio exterior de granos, petroleras y siderúrgicas o las regulaciones del mercado financiero elementales para una verdadera revolución en la vida cotidiana de las mayorías obreras, pequeñoburguesas y campesinas del país.

Se olvida el enorme negocio que permitió la negociación de la deuda, las múltiples concesiones al megamonopolio de las comunicaciones con la fusión de Cablevisión y Clarín, Telecom y Telefónica, el vaciamiento de Aerolíneas o la crisis ferroviaria que masacró 52 laburantes en 2012. Se olvida, se coloca en alguna explicación de contexto, se argumenta la autoridad de quien denuncia. El Papa Francesco y el Ministro de Salud que gobierna Tucumán son ejemplos de carne y hueso de lo que significan los derechos de las mujeres y disidencias de género para el kirchnerismo de hace diez años y de hoy. La supervivencia del nefasto Aníbal Fernández y el ecocida Felipe Solá en el corso de funcionarios estatales, ambos co-conspiradores en el asesinato de Maxi y Darío, encubridores de la mafias bonaerense, federal y gendarmería, son estampitas de los apóstoles que ilustran la verdad del caudillo martirizado con mucha mayor honestidad que las procesiones donde las Madres de Hebe les acogen y apapachan.

 

¿Qué generación va a reivindicarse entonces heredera de las enormes luchas del Casino Buenos Aires, de las huelgas docentes de Salta, Santa Cruz y Neuquén, en 2007 o las del estudiantazo secundario del 2008? ¿Quién reclama para su generación a Carlos Fuentealba?

¿Qué generación surgió a la lucha por la muerte de Mariano, dos meses antes o por les otres mártires de la lucha por tierra y vivienda, les tres inmigrantes masacrados en conjunto por la patota sindical de Sutecba y las patotas uniformadas de la Metropolitana y la Federal en la toma del Indoamericano de Soldati y Samoré de diciembre de ese mismo año? ¿Qué generación entonces pondrá el esténcil de los rostros desconocidos de les qoms asesinados por Gendarmería en Chaco y Formosa por esos mismos meses?

 

Dime a qué muertos diriges tus plegarias y te diré qué camino tenés trazado en la lucha de clases.



Un relámpago de poesía


Si hubiera existido la secta clandestina de intelectuales multidisciplinarios que diseñaron y dieron vida al universo ficticio de Tlön, Uqbar, orbis tertius, no tengo duda que hubieran reclutado a Julián López cuando tocara intentar la definición exacta de la melancolía.

En su reciente poemario épico, titulado Meteoro, el poeta encara una búsqueda. Sus sentidos se enfocan, ejercitan el músculo del asombro, la fascinación lúdica e ingenua, hedonista también. Remontan el tiempo sensible hacia el pasado, detectan un instante fugaz, muerto ya, y como el Doctor Frankenstein le inyectan vida. Julián López revive el exacto color del objeto recordado, agregándole la tonalidad particular que le daba la luz solar en ese momento y los matices que le agregaron la corrosión del olvido y la entropía. Peltre, escribe. Inmarcesible, escribe. Insfilando escribe.  El poeta es labrador de palabras. Las siembra y cosecha. Las pule. El poeta semiólogo, les encuentra el exacto lugar y el valor justo dentro del sistema universal de las palabras.

Sin embargo, y valga subrayar una cualidad particular de este poeta hoy, su conocimiento de la vasta pampa de la lengua, no alimenta la alabanza, el regodeo aristocrático del privilegio y la originalidad. Por eso no adorna por adornar, no abraza el hermetismo de los simbolistas o del barroco. López es capaz de la prolijidad, la sensibilidad y la maestría necesaria para tener un lugar en el Parnaso, pero lo repudia. Prometeo y Kukulkán, Hanuman del Río de la Plata acude presto con la luz y la claridad del fuego sagrado y la dona a sus animales preferidos, sus parientes.

Hemos tenido que acudir al diccionario varias veces, aunque no para indignarnos con el arabesco inútil del adorno que pretende embellecer y encandilar, como jinetas de oro; nos alegramos de emoción al descubrir una forma desconocida de mencionar un sentimiento universal, una acción sutil e inteligente. López nos invita al sistema de signos con que nombramos al desafío intelectual de buscar la referencia exacta para ese objeto, para esa acción.

Porque López busca la belleza. La belleza es forma revelada por la luz del atardecer. Creí también entrever que el poeta buscaba la verdad, pero varias veces se lamenta de la imposibilidad de superar el velo de la forma revelada, resignándose a conocer una verdad que supone detrás de las nubes.

Como el poeta busca, filosofa. También este ejercicio intelectual ejecutado con prolijidad y consistencia hace a Julián López un candidato cualificado para compartir el Panteón de las Letras Nacionales, a la altura de los mejores poetas de la Historia. Antes citando a Kant mientras contempla un paisaje original pero cotidiano, el horizonte de río seccionado por otro río más profano de las autopistas. Luego burlándose con clasismo del idealismo abstracto del existencialismo sartreano, al que le opone el racionalismo bucólico de su madre, que conoce desde la observación y la experiencia del trabajo alienado y no pagado de criar y mantener una familia. Defendiendo las bases lingüísticas legadas por Aristóteles en la única estrofa que decide destacar en itálica:


Porque la verdad no transita,

la verdad pasa por las cosas,

las cosas son signos de la palabra

verdad.


Debo reconocer que son poetas como López quienes me descolocan de un veterano prejuicio contra la poesía contemplativa y filosófica, prolija y erudita. Siempre me provocó arcadas hepáticas el tufo de reivindicación aristocrática de esa poesía, al nivel de impedirme aceptar con resignación la evidencia de su superioridad y la belleza de su virtuosismo. No me justifico, me explico.

Julián López detiene el tiempo del universo para prestar atención a detalles, instantes y objetos que la vida cotidiana de les laburantes invalida o prohíbe por definición. El tiempo de la explotación, sabemos con conocimiento de causa, es tiempo útil, embrutecedor, monotemático, aburrido y obsesionado en aturdir la sensibilidad. Pero López no contempla desde la Torre de Marfil del erudito subsidiado de la Cátedra o las rentas de tierras y comercios de la familia. El tiempo que López destina a contemplar el tiempo que ha perdido en el pasado, para indagarlo buscando belleza y verdades, es el tiempo que le arranca a la alienación del trabajo asalariado.

Los paisajes que López eleva, pinta y pentagrama para nosotres en su verso y prosa, es el universo recortado por la ventana de su cárcel cotidiana, de la jaula de oro del departamento que alquila en un barrio pobre de la megápolis. Contempla los paisajes del universo así como se ven en las horas robadas al trabajo desde la pieza o el comedor, desde el escritorio. El poeta le descubre la exacta capa de sentido o matiz de luz, sabor y sonido a sus vecines mientras tienden la ropa o toman sol, paisaje de aves, frutas y plantas escondidos por el cemento de la urbe. Los objetos de la vida cotidiana en que López se detiene y nos enfoca el sistema sensible, son despreciados por el ritmo amansador de la explotación, superfluos para el devenir de la máquina que acumula, y por eso mismo refugios de oxigenación para le alienade.

En esos lugares el poeta encuentra el soporte físico del amor, el gran tema de la obra de López, su obsesión. En este libro, en una batata asada, un melón compartido, en una sopa de pollo, en un tigre tan fantástico como el reno en el sillón de tres cuerpos, en un hombro tocado al pasar, en el recuerdo de un encuentro sexual, en esa alquimia de sabores y tactos del acto de cocinar, de comer y de coger, el poeta encuentra los tonos del amor fraternal. En el recorrido secuencial de su poemario, un narrador ascético que mantiene una distancia emocional correcta con el hrönir que re-construye, nos ofrece una nostalgia para nada tóxica: no encontramos lamentos ni patetismos. Todo lo contrario, López recupera el amor filial, de hijo amado, de hijo que cría a su padre anciano, de hijo que extraña la felicidad del amor de madre y comprende el amor de amantes, de soñadores de convivencias y matrimonios felices.

Es una recuperación madura, en la que asimila y se apropia para su presente de la sabiduría ancestral, asume lo que juzga sano y propio dela herencia de clase y de género de cada une de sus procreaderes. Supera el pasado a la manera hegeliana, reteniendo lo mejor y despidiéndose de lo que molesta. Aunque la amargura melancólica está presente en las imágenes y colores, así como en el relato, se trata del atávico dolor de la frustración de ese amor fraterno en la obligada intención de consumar el mandato familiar en un nuevo amor fraterno. El poeta encuentra y compara ese amor del pasado en los amores con quienes intentó reconstruir la rutina de las parejas y los proyectos estables. El dolor de sus frustraciones, su derrota, la constatación de lo imposible de acceder al sueño prometido de la familia feliz. Esa bella ilusión que sostenemos los mamíferos.

Otro rasgo de este libro que descoloca a la par que emociona es que el poeta también repudia la recaída metafísica. Es un perseguidor de signos sensibles, de formas concretas. López se maravilla con la ingenuidad del asombro infantil en descubriendo las razones físicas y químicas de las cosas que ama y que le hacen feliz. Es un defensor del mundo real y concreto y de sus maravillas. Por lo tanto también un viajero, un explorador de tierras desconocidas, un divertido paleontólogo de la memoria afectiva.

El poeta recupera al fin los detalles de su infancia para conformar el rompecabezas que lo explica, como ese preso de Borges que a través de una ventana fugaz reconstruye al tigre en sus rasgos superficiales intentando recuperar el objeto tigre, no sólo su concepto, su esencia y como el enamorado reprimido de Cortázar ve renos en su casa, en lugar de conejitos. A flor de piel, como esa flor inerte que se siente el niño testigo involuntario de su existencia en un universo adulto del que depende, a quien le es prohibido intervenir, pero también el hombre maduro que busca comprender para comprenderse.

Julián López, una vez más y de nuevo, nos descoloca, logra sacarnos del lugar fijo desde donde intentamos asir la vida de forma racional, nos dirige la mirada, el sistema psico afectivo, nuestra sensibilidad corpórea y sensual hacia otro lado, y por eso nos gratifica con la posibilidad de aprender, de asombrarnos con él, de celebrar ese cotidiano proceso de experimentar la vida. Aunque el poeta no busca ser profeta. No ha escrito para hablarnos. El poeta nos abre las puertas de sus diálogos íntimos. Le habla a sus propios fantasmas, como todes hacemos o deberíamos intentar hacer, para amonestarles, para recordarles su justo lugar y su rol en nuestro presente, para conjurarles de ser necesario.

Sus primeros amores, padre y madre que ya no están, y atravesándoles las biografías asume a sus ancestres árabes, italianos, griegos, galegues y astures; pero también discute el balance de la relación con esos otros fantasmas que nosotres mismes solemos construir, las sombras vivas pero huérfanas de las imágenes de nuestres ex parejas, con las que seguimos rumiando en las noches de malos sueños el sentido de lo que pasó y el vacío de lo que no pudo ser. Aunque no sentimos ni reproche ni rencor y eso nos ha aliviado. Sano ejercicio el de viajar al pasado para recuperar el reparador momento que justifica el amor que nos tuvimos y no detenerse en el morbo esterilizante del fracaso.

La literatura de López, como inteligente dice la contratapa, es una máquina expresiva, que en nuestro caso ha provocado de nuevo la posibilidad de movilizar los cinco sentidos y la inteligencia emocional y racional, generándonos una danza hermosa y erótica que nos hace celebrar la vida. Un artista excepcional, un hechicero con un caldero inagotable y maravilloso en el que bate sopas, salsas, brebajes y perfumes, una poción mágica que nos flashea y renueva la energía fundamental.

Un constructor, un artesano, pero también un chofer, un fotógrafo, el creador y también ingeniero de una cámara caleidoscópica aunque también el relojero de un delicioso mainunbý que nos liba la conciencia y escarba dentro para accionarnos nuestra propia maquinaria expresiva. Un arquitecto de laberintos y espejos de fuego, el domador aborigen de dragones relámpagos con los que le hace un orgásmico rcp a todo nuestro sistema sensible.

Ah, Julián López.