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domingo, 4 de noviembre de 2018

Maldita Burguesía

Una lectura de Las maldiciones, de Claudia Piñeiro, Buenos Aires, Alfaguara, 2017.




La escritora más reconocida de la Argentina ha publicado un manifiesto político como novela de suspenso. Un hecho político y cultural que merece la pena reseñar. A la inversa de Sarmiento en el Facundo, que inventa una excelente novela escribiendo un manifiesto político pero en el mismo sentido: el de cuestionar al gobierno del Estado. Se trata de una defensa de la democracia liberal alfonsinista (en parte sarmientina) contra la nueva democracia pragmática "de la imagen y las redes" del pro. Con la salvedad que Sarmiento luchó contra Rosas y dirigió un país muy rosista mientras que la tradición política que defiende la autora es parte de la coalición política Cambiemos, que dirige el Estado.

Claudia Piñeiro, nacida en el conurbano en 1960, saltó al primer escenario de la literatura con el premio Clarín de novela en 2005 por su La viuda de los jueves, centrada en el asesinato misterioso de una mujer en un country, y mantuvo su lugar publicando una novela cada dos años con Alfaguara, sello de Penguin Random House, la empresa editorial más grande en nuestro país, de capitales europeos.

Las maldiciones llega en el momento de mayor exposición de la escritora, quien inauguró la Feria del Libro en abril de 2018 con un encendido discurso a favor de la Ley de Interrupción Voluntaria del Embarazo y contra la violencia machista, que la colocó en el ojo de la tormentosa lucha mediática y callejera que consumió al país hasta el 9 de agosto cuando la vice presidenta Michetti celebró el rechazo de les senadores mientras bajaba el martillo de la sesión.
En el mismo año, Alfaguara imprimió todas sus novelas en una edición barata de bolsillo para distribuirla en los kioscos de diarios y revistas, confirmando que se trata de una de las pocas escritoras elegidas por la industria editorial para ser leída por las grandes mayorías que todavía leen en papel.

En el “campo literario” argentino impera desde hace muchos años el imperativo que indica una estricta separación entre el hecho artístico y la ideología política de su creador/a/x. Formalistas de derecha e izquierda han preservado con esta ley de hierro el espacio privilegiado de la literatura, organizado bajo las leyes del arte, límites que consagran a sus mejores intérpretes más allá de sus opiniones y puntos de vista sobre el mundo que habitan junto a sus lectorxs. También está plagada la literatura nacional de excelentes ejemplos que lograron rebatir esta ley ascéptica, involucrando con maestría los lenguajes del arte con aquellos de la política, amén de reconocer que toda obra humana implica un posicionamiento ideológico.

En suma, la escritora más leída y reconocida por la crítica del mercado, de sus pares y de les lectorxs ha publicado un panfleto panegírico del alfonsinismo, eso es lo que trataremos de analizar.

En lo personal, debo agregar que se trata de un análisis que me atraviesa en diversos planos, como lector que ha vivido conscientemente bajo el imperio del régimen democrático que la escritora reivindica y critica, como escritor que ha pensado y publicado una novela sobre los mismos tópicos casi en las mismas épocas en que Piñeiro pensaba y escribía la suya.

“Agatha Cristhie en el conurbano”


Claudia Piñeiro se ha construido como una intelectual que interviene en la lucha política simbólica de nuestra sociedad, pero su origen está en la literatura. La escritora ha construido un estilo propio muy claro y preciso con el que se ha ganado un enorme público, hecho todavía más impactante ya que se da en los mismos doce años en que el avance de los medios electrónicos de comunicación parecen terminar con los de papel y obligan al debate sobre el fin de la lectura.

En Las maldiciones, Piñeiro vuelve a construir una novela “de misterio” con esa trama tan particular, en la que construye un engaño casi perfecto, y demuestra madurez y convicción para manejar los estados anímicos de sus lectorxs. Durante más de la mitad de la novela va sembrando con paciencia artesanal las pistas que construyen la ansiedad y dirigen a posibles resoluciones del misterio original y en el momento del clímax, sin aviso previo, cuando une se anima a construir una hipótesis de lectura sólida, Piñeiro destroza nuestra ansiedad y devela el enigma que construyó la tensión argumental.

Queda todavía por delante el último tercio de la novela y sin embargo ya sabemos qué pasó y quiénes fueron los protagonistas de ese oscuro misterio con el que nos engancharon durante toda la lectura. Con maestría, en Las maldiciones tempranamente el oscuro enigma ubicado en el pasado se devela claramente y un nuevo enigma nace, para el que no tenemos mayores pistas y seguridades que la comprensión que hayamos logrado interpretar en los personajes que se debaten. El misterio pasa a ser ¿qué harán les protagonistas ante esta verdad que los obliga a actuar? El enigma pasa de un pasado muerto que no puede ser cambiado hacia el futuro que todavía no ha sido narrado.

Esta arquitectura, entiendo, es la que sostiene la popularidad de Piñeiro. Guste o no la trama en cuestión, discútanse los resultados estéticos y políticos definitivos, este estilo de narrativa hace que siempre sea un desafío interesante leerla. Además narra en un lenguaje sencillo y directo, sin oraciones subordinadas ni adjetivaciones grandilocuentes que interrumpan el fluir de la historia, pero con un trabajo detallado sobre la palabra y sus efectos. Ninguna oración en casi 400 páginas, ningún adjetivo ha sido tirado al azar. Piñeiro es una gran escritora también porque trabaja la palabra como artesana pero no lo demuestra en una prosa artificial o pretensiosa.

Estos aspectos formales explican que un crítico de su novela anterior, Una suerte pequeña (Alfaguara, 2015; véase una lectura personal de la misma http://santoscapobianco.blogspot.com/2017/07/una-pequena-esperanza.html), haya dejado impresa en la contratapa una maravillosa síntesis del poder de atracción que explica el éxito de ventas de Piñeiro, que se ha trasladado varias veces al cine "Hitchcock en Buenos Aires".

¿Un realismo alfonsinista?


El manejo de la trama y el lenguaje podrían haber servido a Piñeiro para incluirse entre la mayoría de les literatxs de nuestra tradición y mercado, construyendo una literatura existencialista, donde el cuestionamiento filosófico de les individuos ante sus situaciones de vida ocupe el centro del interés en detrimento de los contextos concretos. Sin embargo Claudia Piñeiro también se destaca por esquivar esa otra ley de hierro de nuestra literatura, y prefiere la construcción de personajes arquetípicos de la sociedad en que vivimos, leemos y escribimos. El protagonista de Las maldiciones es un joven de veintipico, hijo de una familia de pequeños comerciantes y profesionales de Santa Fé, quien en medio de las angustias típicas de los estudios universitarios, las primeras relaciones sexo-afectivas serias y la necesidad de laburar, decide dejarse llevar por una serie de casualidades y pasar a formar parte de los equipos de militancia de un nuevo partido político, PRAGMA, donde llega a secretario personal de un millonario típico con aspiraciones presidenciales.

Se trata de un libro que confronta los mecanismos y la ética de la “nueva política” contra la nostalgia por los mecanismos y la ética de la “vieja política”, encarnada en Alfonso, el tío del protagonista, que no se resigna a vender su vieja mueblería y abandonar su pueblo, San Nicolás, ni su militancia de base en el alfonsinismo. Alfonso nunca militó buscando un cargo para él y está enemistado con su partido, la UCR, precisamente porque en la actualidad se ofrece como aparato electoral para aventureros sin programa.

Alrededor de este trío de egos masculinos, que simbolizan la lucha de la juventud entre dos polos antagónicos de “hacer política”, Piñeiro organiza una tríada de mujeres secundarias, la notera de un canal de noticias de cable que ayudará al héroe a lograr su destino, la madre del político maldito que oficia de asesora principal y la esposa del político, figura clave para todo el argumento aunque muy pocas veces la vamos a oír. Estas tres mujeres también se proponen como arquetipos del rol femenino en la construcción de poder, como compañeras, parejas, amantes o madres, quizá la reflexión más interesante y bien lograda de Piñeiro en esta novela, como en las anteriores.

Un gran éxito de la propuesta de Piñeiro pasa por esta forma de entrelazar angustias cotidianas como la fidelidad sexual y afectiva, el drama de la maternidad/paternidad y las relaciones familiares en permanente crisis con la crisis de programas políticos que se cierne sobre la población. Este ejercicio es el que reivindicamos de toda la novela, más allá de que no coincidamos con los resultados de la operación. Aunque pueda sonar burlón en un sector mayoritario de nuestra intelectualidad que lo desprecia, nos parece un aporte fundamental de ese viejo realismo que en literatura busca recrear en la imaginación del público lector escenarios emotivos que lo convoquen a una reflexión política de su propio presente.
Para resumir y evitando espoilear, Las maldiciones nos ofrece una esperanza en el futuro, construida en un final demasiado evidente para quienes se fanatizan con el género negro, y también demasiado idílico e inocente para quienes conocemos la realidad argentina en carne propia. El optimismo de Piñeiro se estructura en un niño, el hijo natural de la vieja política y la nueva, una síntesis que logrará la felicidad si logra vencer el daño del presente y retomar las mejores tradiciones del pasado, parado en los hombros de una generación de jóvenes nacida y criada en democracia que, sin embargo, no sale de su apatía y desánimo.

Piñeiro opone la política callejera del Comité, los correligionarios, la bandera y los bombos, los militantes que organizan lazos sociales en su comunidad y avanzan en experiencias comunes con ella versus una política del eslogan marquetinero, los focus groups, los retiros espirituales y las redes sociales virtuales. El protagonista construirá su propio “equipo” de aliadxs, su círculo diría un trosco, elije las relaciones afectivas “sanas”, basadas en la confianza mutua y no en la competencia desleal.

Bajo esas formas enfrentadas y dicotómicas Piñeiro sale en defensa de la vieja política que organizaba cuerpos concretos en torno a ideas firmes y nodales, programas y estrategias, contra esta política pragmática que corre detrás de la demagogia para esconder intenciones mezquinas y personales, ambiciones de dinero y fama coyunturales. La nostalgia de la boina blanca frente a la meme de instagram, podríamos decir.

Sus personajes son personas que podríamos cruzarnos por la calle o en la cola de los trámites, todes conocemos alguien así, si es que nosotres mismxs ya no pensamos así. En mi caso personal, viniendo de una familia de pequeños comerciantes de una pequeña ciudad de provincias, que abrazó con fanatismo la primavera alfonsinista del 83, no puedo más que atestiguar en defensa de la escritora y su capacidad para captar cabalmente los rasgos característicos de la famosa “clase media progresista”, medio gorila, medio centroizquierdista que supo votar al alfonsinismo, al Frepaso y a Proyecto Sur, al Ari o a Zamora, para terminar hoy medio kirchnerista con culpa, macrista crítico o bien en la decepción y la desmoralización más absolutas.

Maldita democracia


Publicada en 2017, dos años después de su última novela, podríamos sospechar que Piñeiro pensó, escribió y corrigió esta historia motivada por el ascenso y triunfo de la mejor expresión de esta “nueva política” en 2015. La asunción del nuevo presidente, fruto en parte del éxito para comprender las nuevas formas de comunicación que todo el mundo adscribe en Durán Barba y para captar con ellas el desencanto con la democracia “tradicional” de las generaciones más jóvenes, debe haber significado un impacto emocional agudo en Piñeiro y motivado su selección de problemas a desentrañar en la novela. Por eso es que se trata de un panfleto político en un buen sentido, ya que la escritora asume un rol de filósofa que desmenuza los desafíos colectivos de la sociedad en la que reproduce cotidianamente su existencia.

Para ello introduce como una clave para pensar el país los orígenes más remotos del régimen democrático moderno de la Argentina, la democracia oligárquica construida por el roquismo, simbolizada en la construcción al mismo tiempo material y simbólica de la ciudad de La Plata, síntesis del programa liberal positivista de la generación del 80, cruce de ciencia y misticismo, de masonería, alquimia y religión. Piñeiro encuentra en la mítica maldición que Julio Argentino Roca habría impuesto a Dardo Rocha y a cualquier gobernador de la provincia de Buenos Aires, la más grande e importante del país, para acceder a la presidencia de la Nación, el oscuro y misterioso destino de una clase política ya centenaria que no puede encontrar los caminos para construir un sistema democrático que garantice las mejores condiciones de vida para las grandes mayorías de la población.

Si en el manejo de las herramientas discursivas de la literatura es poco lo que podemos criticar a una artista consagrada como Piñeiro, nos permitimos con conocimiento de causa oponer argumentos del discurso político y sobre todo historiográfico. El personaje que descubre los hilos de la macabra historia masónica nacional para les lectorxs, un esquizoide intelectual obsesivo y aislado del mundo “normal” que acerca las pruebas que la joven periodista sólo puede intuir, taladra durante la novela la idea de que la política argentina se basa en una serie de manipulaciones de locos masones y brujería que sólo obtiene éxito cuando las grandes mayorías comparten la creencia en esas actividades esotéricas. Por eso la clave de lectura de Piñeiro, después de demonizar la “nueva política” como un acto deshonesto de manipulación mediática y marquetinera del electorado pergeñado por oscuros empresarios inescrupulosos, está en asignarle la misma carga de culpa al pueblo que los vota, ya que, como se cansa de citar a Lévi-Strauss, el éxito de la magia está en “la creencia del hechicero en la eficacia de sus técnicas; luego, la del enfermo que aquel cuida o de la víctima que persigue en el poder del hechicero mismo; finalmente la confianza y las exigencias de la opinión colectiva.”. En criollo, Piñeiro se suma a la clique que se opone a los políticos embaucadores del duranbarbismo al mismo nivel que “los globoludos que lo votaron”.

Sin embargo Piñeiro no elude una autocrítica de su propia clase social, ya que mientras describe el heroísmo de Alfonsín después del intento de asesinato en un acto partidario en San Nicolás en el 91, o nos recrea con emotividad su famoso discurso del 89 en la Sociedad Rural cuando llama fascistas a la oligarquía terrateniente que lo abucheaba, y reivindica su famosa campaña electoral del 83, en la que cerraba los actos citando de memoria el Preámbulo de la Constitución Nacional de 1853, el personaje que lo rememora con nostalgia también recuerda el profundo conservadurismo de un radicalismo en el que estaba prohibido divorciarse. El tío Alfonso es marginado en su propio partido por haber tomado la sana decisión de no continuar con un matrimonio que lo asfixiaba, enfrentándose al mismo dirigente que habría de pasar a la historia por promover la primera Ley de Divorcio. 

En esta construcción arquetípica hay mucho hilo para desenrollar, ya que el mismo personaje se pasa criticando el nefasto rol que le cabió a la UCR en el acceso de esta fuerza marquetinera al poder, todes recordamos la famosa Convención de Gualeguaychú en 2015, cuando la UCR en medio de sillazos votó ser la pata nacional de Cambiemos, junto al PRO de Macri y la Coalición Cívica de Carrió-Bullrich.

Este conjunto de maldiciones que parecen obligar a la democracia argentina al fracaso recurrente, sin embargo, no es exclusivo de la “clase política”, los hechiceros del poder y los discursos de masas como Piñeiro parece creer.

La masonería, como el radicalismo, son en realidad manifestaciones históricas y particulares de una misma realidad, la organización política de las clases gobernantes. El misterio que la novela no descula es la existencia de una continuidad mucho más fuerte que las tácticas discursivas: los intereses materiales de las clases sociales. El misticismo mágico racionalista de la masonería fue la expresión superficial de la burguesía liberal en su decadencia, al frente de un Estado que se colocaba al servicio pleno de la acumulación de capital del imperialismo británico desde la última parte del siglo 19 y el primer tercio del siglo 20. Detrás de las leyendas de las estatuas que agreden desde Plaza Moreno a la fachada de la catedral católica más importante del país moderno se esconde además del morbo medieval, la puja entre los aparatos políticos de una burguesía briosa y desafiante ante el capital simbólico y material de una Iglesia que había monopolizado durante varios siglos el adoctrinamiento y control de las masas obreras.

Es la burguesía argentina la verdadera maldición del país, la suma de nuestras maldiciones que nos condenan al oscurantismo, la miseria y la muerte estructurada. Detrás del éxito y fracaso de la primavera alfonsinista de 1983 se encuentran los problemas políticos claves de toda la historia argentina: la deuda externa y la nacionalización de los recursos económicos fundamentales. De eso ni coma en la novela.

Alfonsín, el padre de la democracia


Si Piñeiro cree haber acertado en encontrar el hilo de la desgracia nacional en las disputas entre políticos liberales con intenciones de modernizar y desarrollar una sociedad moderna y oscuros poderes siniestros que se lo impiden, permítanme señalar una serie de memorias también muy sentidas que nuestro entrañable tío Alfonso de San Nicolás ha olvidado selectivamente.

El desastre económico del Plan Primavera y el Plan Austral, que provocó la hiperinflación del 89 y el 90 fue el tercer gran golpe a las masas obreras del país desde el Rodrigazo del último gobierno peronista en 1975 y el ajuste de Martínez de Hoz con la dictadura, que terminó en la quiebra de 1982. Desastre económico que no fue responsabilidad exclusiva de una “oligarquía” tradicionalista que no permitía gobernar al líder democrático, sino que también se explica por un gobierno que asumió prometiendo terminar con la nefasta y fraudulenta deuda externa contraída por la dictadura, coqueteó con la moratoria como concesión y finalmente terminó entregándose a los viejos métodos de la devaluación forzosa y el ajuste.

Su caída se explica porque ya no tenía más capital electoral para sostener el ajuste, porque desde el deterioro de su imagen Alfonsín fue uno de los políticos más repudiados en su momento. Se necesitó el cambio de timón del 90 para entronar un cuerpo político capaz de someter al movimiento obrero organizado, quebrar el proceso huelguístico que bramaba desde el 88 y terminar de rematar el patrimonio de empresas estatales al capital extranjero. Alfonsín no contaba con las ilusiones de la ciudadanía para poder acometer la última fase del ajuste que él mismo empezó.

El simpático Tío Alfonso tampoco recuerda la enorme sensación colectiva de traición que generó Alfonsín cuando selló un pacto de no agresión con los militares genocidas, dictando las leyes de Punto Final en diciembre de 1986 para terminar con los juicios a los genocidas y de Obediencia Debida en junio del 87, ante la sublevación carapintada de la Semana Santa de abril del 87 con las que consagró la impunidad de los mayores asesinos de la historia nacional moderna. Toda la democracia argentina hasta la fecha fue bautizada por esa alianza con la oligarquía fascista y su brazo armado, al punto en que no les tembló la mano para reprimir con los métodos del 70 a les militantes torturados y ajusticiados sin juicio previo después del copamiento del destacamento del ejército en La Tablada en 1989.

El tío Alfonso prefiere recordar “con la democracia se come, con la democracia se educa, con la democracia se cura”, la famosa síntesis del programa alfonsinista que se consagró en las elecciones de octubre de 1983, que para el pueblo argentino significó la coronación de un régimen político con el que se lograría satisfacer las necesidades elementales de las masas: trabajo, salud y educación; pero el tío Alfonso no recuerda esa otra frase arquetípica de Alfonsín con la que se consumó la traición de los sueños populares después del acuerdo con los militares sediciosos en defensa de los militares genocidas, “la casa está en orden”.

Finalmente, Piñeiro no ha recalado en otra continuidad que permitiría una relectura todavía mucho más angustiante de su propio relato, la que nos muestra a Ricardo Alfonsín como el último de los grandes políticos tradicionales argentinos que comenzó con las nuevas prácticas de esta “nueva política” que Piñeiro con razón desprecia. Cabe recordar que la de 1983 fue la segunda campaña electoral en que aparecieron los medios de comunicación masivos después de la de 1973. Efectivamente, todos los símbolos que permitieron a Alfonsín conectarse profundamente con los sentimientos de su electorado fueron elaborados por uno de los publicistas más aplaudidos del momento, David Ratto, que trajo a la región las técnicas de publicidad diseñadas en Nueva York por Bill Bernach en los sesenta.

El concepto de sintetizar ideas y sentimientos en logos de fácil asimilación por las masas no lo inventó Durán Barba. Ratto es el autor de símbolos que cualquier habitante de nuestro país con un poco de conciencia en 1983 recuerda: la calcomanía con las letras RA sobre un óvalo de la bandera argentina en las lunetas de los autos, el saludo con las manos entrelazadas a un costado de la cabeza pensado para suprimir y reemplazar el mítico abrazo de brazos desplegados de Perón, incluso el eslogan de “con la democracia se come” o el relato del Preámbulo, todas ideas de un equipo de profesionales de la venta de mercancías en el moderno mundo de la televisión. David Ratto fue el primer Durán Barba exitoso de la política argentina, y es quien abrió el camino para campañas como las recordadas de Angeloz, Menem y De la Rúa, que no tienen nada que envidiarle a la “creatividad” del ecuatoriano.

Con un poco de memoria menos selectiva y google, cualquiera puede desilusionarse y descubrir que también el homenajeado padre de la democracia parió las nuevas técnicas de manipulación de masas. Pero no es en este punto donde debemos detener nuestro diálogo crítico con esta novela. Pues, repetimos, tiene el enorme acierto de haberse animado a plantearnos el problema común sobre los orígenes de las maldiciones que parecen obligarnos a un destino desesperante.

Todo es ilusión…


Es que si bien la manipulación discursiva que apela a las nuevas tecnologías aparece como la clave del problema en la novela (los comentarios en línea del portal de noticias, el uso inocente del Facebook por las generaciones pre-virtuales, la potencialidad conspirativa del wasap son elementos claves para anudar y desanudar la trama en la novela), no es más que una expresión superficial del fenómeno esencial.

El verdadero problema está, a mi entender, en que toda la democracia de masas moderna se asienta en la capacidad de manipular los deseos de la población para lograr consensos mayoritarios o plebiscitarios con los intereses de las clases explotadoras. El éxito electoral de Alfonsín, como el de Macri, no se explican únicamente en la capacidad discursiva de sus equipos de publicistas –como el macabro operador del candidato siniestro de Pragma- sino en su capacidad política para tejer las alianzas necesarias con las clases sociales que detentan un poder material antes que simbólico. El político deshonesto y vacío de un programa ético que despliega Piñeiro en su novela sólo se siente desnudo cuando comparte sus almuerzos lujosos con el empresario farmacéutico que pone la guita para su campaña dibujando aportes truchos de formas elegantes. “Dime quién te financia y te diré qué intereses sociales representa tu gobierno” es la clave de lectura que Piñeiro podría haber seguido para comprender mejor la causa de nuestras maldiciones. ¿No hubo empresarios financiando la campaña de Alfonsín? ¿No fueron ellos, los mismos que votaron a Videla en el 76 los que obligaron a poner límites al poder transformador del alfonsinismo? ¿No fue toda la vida política de Alfonsín una eterna componenda con los intereses de esos empresarios?

Ricardo Alfonsín llegó al poder porque primero fue el operador más audaz e ingenioso de la Multipartidaria de 1981, coordinación de los partidos políticos que, habiendo asegurado la gobernabilidad a los militares desde el golpe de 1976 aportando intendentes y jueces, organizaron la “transición” al régimen democrático del 83 como salida al embudo que la crisis del petróleo puso a la economía mundial y a la Argentina en particular. La población obrera mostraba el hartazgo con la dictadura genocida en las huelgas parciales y puebladas que azotaron todo el año 82, al punto que la dictadura buscó arrebatarle la iniciativa al movimiento obrero organizado y las asambleas vecinales con la demagógica recuperación de las Islas Malvinas.

Bien mirada, la democracia argentina es el resultado de una negociación que buscaba contener las aspiraciones populares más sentidas, recuperar Malvinas, terminar con la miseria y la carestía, defender una educación y salud de masas gratuita y científica, enjuiciar y encarcelar hasta el último de los genocidas de las fuerzas de seguridad fueron y son demandas populares irrenunciables hasta hoy. La creatividad de los publicitarios de Alfonsín, ayudada por la imbecilidad comunicativa de un Herminio Iglesias quemando un féretro en un acto de masas, sirvió para canalizar ese desborde popular, esa extendida lucha por conseguir esas demandas.
Alfonsín quiso cabalgar las ilusiones de un pueblo y prometió que con el sistema democrático cada uno de nuestros sueños conseguiría lo que la más salvaje dictadura nos había arrancado. 

El fracaso de la democracia está en su mismo origen, ya que las clases sociales que decidieron cambiar del régimen fascista para aplicar el ajuste que reclamaba el imperialismo son las mismas que decidieron remover al caudillo radical para promover al riojano más famoso, para entronar a un “honesto y aburrido” De La Rúa en el 99 o aceptar a regañadientes la renegociación de la deuda externa de un oportunista santacruceño en 2003.

Si esta lectura es correcta, queda sacar la conclusión evidente sobre el meteórico ascenso del macrismo y la posibilidad de una vuelta a los setenta de la mano de Bolsonaros en todo el continente para capear ahora una nueva tanda de confrontaciones masivas ante el derrumbe de la democracia después de 35 años.

Del mismo modo, el poder para enfrentar estas modificaciones en el régimen político con el que se explota a las mayorías, no radica solamente en la mejor o peor capacidad creativa para comunicarse con cientos de millones de personas usando las herramientas virtuales, sino en la capacidad colectiva para concentrar el poder de esas ilusiones y ponerles fin a sus manipuladores, llenando Plaza de Mayo como las Coordinadoras Fabriles lo hicieron frente al Rodrigazo o en abril del 82, en las múltiples puebladas desde Santiago del Estero en el 93, Tartagal, Mosconi, Cutral Có y los piquetes de la ruta 3 en La Matanza que pusieron fin al régimen menemista-aliancista en diciembre del 2001 y a su albacea Duhalde en junio del 2002.

La democracia -liberal, conservadora, socialdemócrata- es el gran manipulador de conciencias. Un juego de espejos y pantallas que promete cumplir con los sueños a una población que es expropiada hasta de la capacidad de soñar por quienes han armado la salida democrática. Treinta y cinco años después, Alfonsín se ha transformado en un homenaje nostálgico mientras que el andamiaje jurídico que sostuvo al genocidio de Videla, social y económico, sigue vigente. Treinta y cinco años después las generaciones jóvenes que nos criamos enteramente bajo el régimen democrático hemos aprendido la amarga traición de saber que con la democracia no comemos, no nos curamos ni nos educamos.

La única esperanza realista no es la de escoger de nuestra memoria colectiva aquellas esperanzas que montamos sobre las ilusiones falseadas de políticos más o menos míticos, sino la de abandonar toda esperanza en el juego de manipulaciones de la democracia y, eliminando este nefasto velo de nuestras miradas, asumir descarnadamente que se trata de conquistar la plena satisfacción de nuestros deseos y necesidades por todos los métodos necesarios, sin quedarnos en la validación de jueces y mediáticos que se ofenden con cortes de calles y pedradas mientras amparan un régimen de pobreza, gatillo fácil y secuestros de luchadores populares.

Porque la maldición argentina es la maldición de su clase dominante, de su burguesía atada al interés de las potencias imperiales, de sus negociados y manipulaciones para explotar a cuarenta millones de personas con su consentimiento electoral. Y cuando esa manipulación no diera los resultados esperados, implantar dictaduras fascistas sin mediaciones electorales o desplazar gobiernos por golpes más o menos constitucionales. La maldición argentina más fabulosa es que las clases mayoritarias de la población sostenemos con nuestro esfuerzo cotidiano a quienes disfrutan una vida de lujo y abundancia sobre nuestra explotación, y desde el fin del Virreinato hasta aquí, salvo honrosas experiencias derrotadas, siempre hemos estado disputando a qué grupo de profesionales burgueses debemos apoyar para seguir siendo explotades. La gran tragedia nacional es la falta de independencia política de la clase obrera y los sectores oprimidos de la población, su constante seguidismo de economistas, políticos, periodistas y artistas que promueven formas más o menos evidentes de seguir sufriendo.

…menos el poder


Las maldiciones se presenta con las referencias a Lenin en dos de las más maravillosas obras de literatura política en nuestro país, Los siete locos y Los lanzallamas del genial Roberto Arlt. Por puro azar me tocó escribir, corregir y publicar una novela casi al mismo tiempo que Piñeiro pensaba la suya. Entiendo que la pulsión que motivó ambas historias es la misma, el advenimiento sorpresivo del macrismo y el debate sobre el ascenso de la derecha que abrió. En una sorpresiva sincronía, la estructura de mi novela también se sostiene en la reflexión sobre los mecanismos simbólicos impresos en la cultura urbana por los masones del siglo 19 y 20. Claro que nuestras lecturas son distintas y no puedo aspirar a cumplir todavía con las reglas del arte literario necesarias para formar parte de les privilegiades que son editadxs y leídxs por les escritorxs y las masas. Pero reivindico mi modesto esfuerzo por contribuir desde los márgenes de la literatura al mismo debate que abre la escritora argentina más reconocida, al mismo tiempo y con referentes comunes.

Debemos apreciar y aplaudir el aporte de escritoras como Piñeiro, que ponen en jaque su propia estabilidad material abandonando la comodidad del escritorio o la biblioteca, para defender reformas y derechos humanos elementales que el propio régimen democrático que ella defiende no otorga. Piñeiro ha sido objeto de ataques en redes por grupos fascistas por su exposición en defensa del Aborto Legal después de años de manifestar su solidaridad con luchas obreras duramente reprimidas, incluso bajo el gobierno que su partido sostiene, como en el caso de la represión a la ocupación de Pepsico en 2017.

Hemos intentado ofrecer nuestra propia lectura individual de la historia de estos 35 años de democracia como respuesta a un diálogo que Piñeiro se ha animado a abrir utilizando la literatura como medio de reflexión política colectiva. Confiamos en que la apertura a escuchar otras respuestas diferentes al lamento por “la democracia que no fue” de parte de honestas intelectuales como Piñeiro contribuirá a desarrollar una literatura que nos ayude a construir los amuletos que necesitamos para sortear las maldiciones que nos atan circularmente a la tragedia nacional.

Porque acuerdo con Claudia Piñeiro y Roberto Arlt, si “Lenin sabía dónde iba” subrayo que precisamente era porque sabía que “Todo es ilusión, menos el poder”. En última instancia, les escritorxs somos creadores de ilusiones. Nunca podremos crear poder con nuestras palabras, pero al menos podríamos intentar desnudar las mitologías sagradas del Estado, atacar las ilusiones que puedan ser dañinas, esos falsos amores que nos inventamos para entregarnos en una relación de pareja, esa proyección de nuestros sueños en el otre, esa maldita adicción que tenemos por el sagrado poder de la burguesía para darnos todo lo que necesitamos, esa ilusión tan invencible en la democracia que nos impide ver la mugre en la que se basa, la sangre obrera que derrama para sobrevivir, el guante de seda que nos ahorca para mantener la buena vida de unos pocos miles de poderosos.


Democracia, una ilusión mágica como maldiciones gitanas. Esperemos alguna vez dejar de fascinarnos con ella y seguir creyendo en el poder infalible de sus hechiceros.

lunes, 15 de octubre de 2018

Lenguaje inclusivo: por un frente de lucha común contra el capitalismo, el patriarcado y la heteronorma

Reflexiones acerca del Altamira Responde del 8 de octubre de 2018

(https://web.facebook.com/jorge.altamira.ok/videos/175195536690949/)


Considero importante tomar el guante del debate propuesto por Jorge Altamira sobre el lenguaje inclusivo y su potencialidad política por una sola razón, se trata quizás del dirigente con mayor lucidez que ha parido la clase obrera en su lucha contra el capital en el último medio siglo. Incluso hoy, que ha perdido el lugar protagónico que supo tener en la exposición pública representando al Partido Obrero, sigue siendo convocado en los medios masivos de comunicación cada vez que un problema político alcanza una urgencia en el debate popular. Digo más, representa la posibilidad más audaz en la construcción de un partido revolucionario inspirado en el método histórico de la tradición de Marx, Engels, Lenin y Trotsky.

Por eso me parece de vital importancia señalar los severos límites de su posición en el debate abierto sobre el lenguaje inclusivo. Porque la posición expresada en ese video de seis minutos excede a su opinión como individuo y pasará a formar parte del bagaje de argumentos que la militancia y periferia del Partido Obrero tenderá a adoptar.

Seis minutos jugosos


Altamira señala una serie de argumentos para demostrar que el llamado “lenguaje inclusivo” es una acción estéril para lograr el objetivo que se proponen quienes lo utilizan y promueven. Si el objetivo es terminar con la opresión que sufren las mujeres en nuestra sociedad, dice, el lenguaje inclusivo no va a lograrlo. Esa es, en suma, la síntesis de su planteo.

Para demostrarlo señala que el lenguaje inclusivo:
·         no es un lenguaje sino una gramática,
·         se trata de un acto de rebeldía contra la opresión de género que no comprende las raíces de esa opresión,
·         promueve una transformación cosmética de la realidad,
·          se trata de una tautología toda vez que si busca la “inclusión” de les géneros oprimidos en la sociedad capitalista no busca la erradicación de la opresión.

Sin embargo, aunque su exposición parezca invalidar todo el planteo, Altamira cierra el video convocando a las personas que defienden la utilidad del lenguaje inclusivo a mantener abierto el debate ya que considera que son “parte de un mismo frente de lucha”. Se podría tomar esta última contradicción como un acto cínico, ya que vale preguntarse ¿qué tipo de frente común podría mantener Altamira con personas que sólo quieren cambios cosméticos que no impedirían la opresión de géneros cuando él defiende la abolición definitiva de esa opresión y todas las demás que existen en nuestra sociedad? Pero, como une también empeña su vida en la abolición de la opresión de género y de todas las opresiones, y entendiendo que el lenguaje inclusivo es algo más que una gramática y puede coadyuvar en esa lucha, es decir, debido a que yo considero que existe un frente común de lucha entre la estrategia de Altamira y la táctica expresada en el lenguaje inclusivo, tomo el guante y digo esta boca es mía.

Lenguaje, discurso o gramática


En primer lugar vale discutir esta precisión que plantea Altamira sobre que el lenguaje inclusivo no es siquiera un lenguaje, sino un cambio gramatical. Según Altamira, quien no es especialista en el asunto pero tampoco es un iletrado, un lenguaje implica el desarrollo de una serie de conceptos que apuntan a un determinado fin, mientras que el llamado “lenguaje inclusivo” se limitaría a cambiar la declinación de género de las palabras, sin desarrollar un sistema de conceptos.

Esta sola idea, por el tamaño y calidad de su error, demuestra que Altamira no ha terminado de comprender el objeto que critica, ni las intenciones de los sujetos que lo sostienen. Así, paradójicamente, el compañero al mismo tiempo que desnuda su propia incapacidad abre la posibilidad de construir realmente un frente común de lucha con quienes sostenemos la utilidad del lenguaje inclusivo.

Intentaré explicarme en un territorio que tampoco es mi especialidad. Para todas las discusiones específicas sobre el aspecto lingüístico del debate, cuestión de no agarrar la guitarra para hablar de lo que no se sabe, remito al excelente trabajo de Sol Minoldo y Juan Cruz Balián “La lengua degenerada”, publicado en junio de este año en : https://elgatoylacaja.com.ar/la-lengua-degenerada/ y que se puede leer en pdf en https://www.cnba.uba.ar/sites/default/files/novedades/adjuntos/dossier_lenguaje_inclusivo_del_deptos._castellano_y_literatura_y_latin_0.pdf.

Quizás les especialistas en la materia podrían decir que la distinción de Altamira no sea del todo correcta en el sentido de confundir lenguaje y discurso. Quiero decir, me parece que el lenguaje es el sistema de signos y significantes que un grupo humano construye para expresar sus ideas y comunicarlas, mientras que los discursos son aquéllos conjuntos de conceptos que expresan una idea o tesis y que por lo tanto estarían incluidas como variedades de un lenguaje. Pero este no es el centro del asunto.

Tomemos por el lado que vale, Altamira señala que usar “les” en reemplazo de “los” y “las” es una modificación gramatical que no expresa un concepto, por lo tanto que no involucra un discurso. Pero si Altamira se detuviera por un segundo a preguntarse por qué se propone utilizar el “les” en lugar de “los” o “las”, descubriría que detrás de un cambio gramatical se esconde todo un discurso, el discurso elaborado por la “teoría de género”, que comienza a desarrollarse en la academia occidental a fines de los años setenta del siglo pasado, como derivación política de las corrientes posmodernas y que toman características definitivas en la lucha ideológica sobre la problemática de género en los años noventa alrededor de la obra de intelectuales activistas como Judith Butler. Por extraño que pueda parecer, no sólo se trata de un discurso, sino que se trata de un discurso construido por quienes comenzaron a plantear el problema de los discursos en la historia de la ciencia de la comunicación.

¿Qué sistema de ideas propone la “teoría de género”? En síntesis, hablando mal y pronto, la teoría de género plantea que la identidad de género no es una característica natural, es decir, no deviene automáticamente del género impreso en los seres humanos por la biología y la genética, o sea, por los genitales con los que esa persona nació. Según estxs estudiosxs, la identidad de género es moldeada por la sociedad sobre la genitalidad. No somos varones o mujeres porque portamos pene o vagina, ya que la naturaleza no establece en ningún lugar físico qué actitudes, gustos, posiciones políticas o gustos deportivos deben tener quienes tienen pene o vagina. Es la sociedad la que construye ese conjunto de características que dictamina propios de varones y mujeres. Una forma a la vez sencilla y muy disruptiva de resumir el planteo, y que no lo cierra, ojo, es que pueden existir mujeres con pene y varones con vagina.

En su variante más radical, la que abrió Judith Butler en su libro El género en disputa de 1990, la variante “gramatical” que discute Altamira, expresa la posibilidad de una múltiple variedad de formas e identidades de género, mucho más allá del estrecho binarismo varón-mujer, incluso más allá del otro binarismo estrecho de varones homosexuales y mujeres lesbianas. Es que si la identidad de género es una construcción social, su crítica permite a cada persona la famosa “deconstrucción” de la identidad que le fue asignada por la sociedad y la construcción de una identidad propia utilizando las características que expresen de mejor forma lo que esa persona siente que es.

Es por eso que en la evolución del lenguaje inclusivo, las primeras propuestas para superar el estrecho límite del plural masculino que hace invisible la existencia de las mujeres -el uso de “los/las” o las arrobas “@”- fue reemplazada por las “x” y la “e”. Mientras que los plurales “/as” y las arrobas permitían volver a colocar a las mujeres en los plurales, el uso de letras que marquen un plural de géneros neutro implica asumir que existen mucho más de dos o cuatro géneros posibles de personas. Como muestra de este debate, la comunidad que milita por los derechos de les géneros oprimidos por la sociedad patriarcal ha ido incrementando las letras que les identifican, pasando de una primera designación básica de Lesbianas y Gays a la actual que incluye Lesbianas, Gays, Transexuales, Travestis, Bisexuales y últimamente se agrega el signo “+”, proponiendo las múltiples posibilidades de identidades de género. 

Ese cambio gramatical expresa un salto de calidad en cantidad para utilizar un concepto caro a la tradición filosófica que defiende Altamira, la dialéctica hegeliana. Es una modificación gramatical que expresa un discurso político. Y, digamos todo, un discurso político profundamente revulsivo. Ya que si cada persona puede desligar su identidad de género de aquella asignada por la biología, millones de seres humanos podríamos negar la necesidad de hierro de relacionarnos afectiva y sexualmente en el estrecho margen de la concepción binaria, es decir, la heterosexualidad. Si mis genitales no me obligan a desear necesariamente al género biológicamente opuesto al mío, no estoy obligado por la naturaleza a mantener relaciones heterosexuales, pudiendo por lo tanto desviar mi deseo conscientemente hacia otras opciones, inventando un interesante y variado menú de conductas sexuales que pueden incluir, o no, la heterosexualidad.

Quienes mejor han comprendido lo revulsivo de esta forma de pensar el género han sido los intelectuales de las religiones de Estado, a la cabeza el Vaticano. En uno de sus primeros discursos públicos, el recientemente elegido Papa de la Iglesia Católica Apostólica Romana, Jorge Bergoglio, (alias Francesco I, o Papa Pancho Primero para decirlo en criollo), en el corazón de su primer gira internacional destinada a intervenir en la crisis política abierta por la producción y distribución de petróleo en la cuenca del Cáucaso, en la ciudad de Georgia (donde entre otras personas nació Stalin), por primera vez señaló a la teoría de género como una de las expresiones modernas del diablo (véase que hace rato pienso el problema en mi artículo de octubre de 2016: “Dios, familia y negocios ¿quién es el enemigo?” en http://santoscapobianco.blogspot.com/2016/10/dios-familia-y-negocios-quien-es-el.html).

Es sabido que el Vaticano gusta de usar al diablo como metáfora clara y popular para designar a los enemigos principales de la comunidad católica, poniéndole el cascabel al gato en la búsqueda de orientar la inagotable capacidad de odio de su feligresía y el trabajo de sus profesionales adictos en todos los campos. Bergoglio coloca a la Teoría de Género como enemigo principal por una razón muy sencilla: porque socava la concepción sagrada que establece a la familia heterosexual como la única forma de relación sexual y afectiva que debe relacionar a la especie humana.

Ya no se trata sencillamente de “admitir” los derechos a existir de personas que han decidido relacionarse por fuera de la familia heterosexual, homosexuales y lesbianas, la teoría de género permite pensar que la heterosexualidad no tiene bases científicas para erigirse como la norma natural. Si este planteo se desarrollase fuera de las academias, se espanta Pancho I, difundiéndose en las escuelas primarias y secundarias obligatorias y llega a todas las familias, si se llegase a “permitir” a cada persona pensar que es posible construir una identidad de género y una sexualidad por fuera de la heterosexualidad, la humanidad dejará de reproducirse y la familia heterosexual dejará de ser para siempre el principal regulador de las relaciones emocionales y materiales. ¡Vade retro Satanás! ¡Dios no lo quiera, ni lo permita!.

Eso explica que las expresiones contemporáneas del fascismo encarnadas en Bolsonaros y Cecilias Pando del mundo entero coloquen tanto énfasis obsesivo en el ataque contra la comunidad LGTBI+, la Educación Sexual Integral y los derechos constitucionales al matrimonio no heterosexual, la adopción y el aborto.

Por eso considero que así entendido, el concepto político que se expresa en el discurso del lenguaje inclusivo propone un frente común de lucha con Altamira, representante de un discurso político (que además y por sobre todo ha encarnado con mucho esfuerzo en una praxis política revolucionaria, es decir, en la construcción de un partido internacional) que comprende mejor que nadie que el Vaticano tiene la función de ser gendarme de la familia patriarcal como el metabolismo fundamental de la explotación de clases.

Hablemos de lo que importa: heteronorma


Mi principal crítica a los seis minutos de Altamira Responde es esta: se critica al lenguaje inclusivo pretendiendo que se limita a visibilizar la opresión de las mujeres en la sociedad patriarcal. Pero como hemos visto, el uso de “les” va tanto más allá de cuestionar la opresión del patriarcado sobre el género femenino, plantea la opresión de todes les géneros posibles. Lo que cuestiona entonces el lenguaje inclusivo en su versión moderna no es solamente la invisibilización de las mueres en el lenguaje, sino la existencia en nuestra sociedad de una imposición férrea, la relación biológica entre genitalidad y conductas sexuales permitidas. Altamira lo reconoce en varias oportunidades aunque no lo desarrolla. Lo mejor del video está en esta figura que Altamira usa para referirse con simpatía hacia el lenguaje inclusivo:

“Entiendo que es un acto de rebeldía, alguien que dice ´no me siento incluido, a mí me joden la vida, me discrimina, me acosa, etcétera, etcétera… y me rebelo…”

Qué pena que Altamira no haya tirado de la piola de ese “etcétera” un poquito más. Efectivamente, cuando una persona siente que la lastiman y aún sin tener del todo claro por qué, sólo ha llegado a la comprensión de cómo y por dónde le “joden la vida”, grita dónde le jode y cómo le joden. Cuando alguien con la empatía de Altamira por el sufrimiento humano escucha un grito de rebeldía y entiende que es genuino aunque cree comprender que todavía no ha descubierto las raíces que explican los intereses materiales y políticos de ese sufrimiento, corresponde, antes de señalar esas raíces, tomarse al menos el trabajo de oír bien el grito.

Parece que la experiencia nefasta del estalinismo no fue suficiente en la izquierda para mejorar el oído ante los gritos de rebeldía. Lo de Altamira me recuerda las imposturas sobre el rock, un grito de rebeldía que no comprende las raíces de la sociedad careta que critica y por eso no alcanza con ir a recitales, usar chupines y borcegos, poquear o “tocar la guitarrita” para transformar la sociedad. Ahora bien, la historia nos señala que la juventud ha sido profundamente atravesada por cuarenta años del grito rebelde del rock, y de otras expresiones artísticas de masas, que si no han transformado las relaciones de producción sin duda han transformado la conciencia y la vida de millones de jóvenes en todo el mundo, y de la gran mayoría de quienes han puesto el cuerpo a la lucha contra el Estado en las calles de nuestro país. Buena parte de la militancia juvenil del PO que combatió en el Argentinazo llegó al PO después de pasar por el Heavy Metal, el ska y otras variantes muy politizadas de la música. Vale decir que si une no entiende al peronismo no entiende a la clase obrera en Argentina, si no entiende el rock no va a entender nunca a sus hijes. En este punto y en el relativo al consumo de sustancias psicoactivas como la marihuana y la cocaína, no es de extrañar que la dirigencia del PO comprenda muy poco a su propia base militante, viendo cómo se enfrenta a los gritos de rebeldía que “no transforman la realidad”.

Volvamos al problema de género. Altamira se ha detenido en comprender que se trata del grito de rebeldía de las mujeres, cuando en realidad se trata del grito de rebeldía iniciado con valentía por las mujeres y que hoy gritamos todes quienes nos sentimos atacados por una ley de hierro de nuestra sociedad, la que nos obliga a mantener relaciones sexuales y afectivas heterosexuales para sentirnos “normales”. Esto, que para quienes no lo han sufrido aún en su vida puede parecer un signo de debilidad de carácter, verbigracia, una “mariconeada”, no es ninguna banalidad. La percepción de que el deseo de une es “anormal”, una desviación incorrecta de lo que debe ser, una aberración contra la naturaleza humana, puede llevar a una variada cantidad de problemas sicológicos que van desde la frustración sexual y emocional a la depresión, la esquizofrenia y pueden terminar en el suicidio. Y no se trata sólo de un problema de percepción individual, se trata de todo el sistema ideológico social ejerciendo un conjunto de presiones concretas y materiales que oprimen la sensibilidad y la conciencia de la persona, obligándola a encorsetarse en las formas de relación heterosexuales o quebrándose. Para quien no se haya dado cuenta, estamos discutiendo sobre la sexualidad, el punto de contacto físico entre las personas de la especie, la base material de nuestro sistema emotivo y psicológico, la piedra fundamental de nuestra personalidad. Moco é pavo, ¿né?

El grito de rebeldía que se expresa en el lenguaje inclusivo, si tiene algún aspecto revolucionario es éste: denuncia la opresión que sufrimos quienes nos negamos a seguir aceptando la heterosexualidad como norma, como ley. Denunciamos el nefasto rol de la heteronorma como causa de nuestras desdichas, de la destrucción de nuestra psicología, es decir, de nuestra conciencia y por lo tanto de nuestra existencia material.

Altamira, escucha por favor


¿Por qué una mente que ha demostrado sobradas veces una plasticidad y sutileza gigantes a la hora de pensar las manifestaciones más complejas de la realidad humana como Altamira ha pasado por alto este “etcétera”?

Stephen Jay Gould, el palentólogo que tuvo el mérito de revolucionar la teoría de la evolución natural de las especies en el siglo 20 y de inspirar a les creadores de Los Simpson, examinó en detalle la producción científica de todos los que creyeron demostrar los conceptos del racismo y el machismo, a saber, que los varones de raza blanca europeos son superiores por naturaleza a todos los varones y mujeres de todas las demás razas… y a todas las mujeres de raza blanca europeas. Su esfuerzo es digno de mención porque superó la crítica superficial que se detiene en el problema moral, es decir, que quienes piensan así son unos soretes.

En su La falsa medida del hombre, de 1981, Stephen J. Gould fue al corazón del alcaucil, descubrió que muchos científicos no eran unos soretes y aún así desarrollaron experimentaciones que parecían demostrar que el racismo y el machismo eran verdades comprobables y no pura ideología. Gould realizó de nuevo todos los experimentos, uno por uno, y tuvo el prurito de usar las posibilidades técnicas a las que accedieron estos científicos en su época, sin echar mano de tecnologías descubiertas después. Descubrió que todos esos experimentos no eran determinantes en sus conclusiones pero que sin embargo los científicos que los realizaron no se dieron cuenta de los errores. Su conclusión es muy interesante para pensar los límites y posibilidades no sólo de la ciencia sino de todo pensamiento. Descubrió que muchas veces la ideología de les científicos actúa como una anteojera que impide admitir conclusiones distintas a su matriz de pensamiento.

Cabe preguntarse si es posible que Altamira no pueda superar los márgenes de posibilidad de su propia matriz filosófica, el marxismo, en lo tocante al problema del género. Porque tenemos que decir que los fundadores de la praxis marxista, Karl Marx y Friederich Engels fueron los primeros en la cultura de occidente en demostrar y denunciar el rol clave del patriarcado en la construcción histórica de las sociedades divididas en clases sociales que explotan a otras. Allí están El Capital y El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado para demostrarlo. No es producto del oportunismo o la demagogia que la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas haya sido el primer Estado en cinco mil años en decretar las leyes necesarias para garantizar los derechos de las mujeres y la posibilidad concreta de la abolición de su opresión por los varones. Lenin, Trotsky y Kollontai no surgieron de un repollo sino de la hermosa flor que cultivaron Marx y Engels en su jardín.

No obstante, la crítica marxista a la familia se detiene en su carácter de metabolismo social básico que reproduce las condiciones materiales y conscientes que necesitan las clases explotadoras en cada etapa de su devenir histórico para garantizar la explotación de las clases explotadas. Engels destruye la necesidad científica que pretende la burguesía en el sostenimiento de las mujeres oprimidas dentro de la familia burguesa pero no llega a destruir del mismo modo la necesidad natural de la heterosexualidad. Luchar por la libertad de las mujeres a gozar de los mismos derechos de los varones sí y aunque desconocemos si llegó a decir algo de los derechos de las personas homosexuales, bisexuales, travestis o lesbianas, estamos seguros de no haber leído ninguna línea donde se plantee o se pueda deducir una crítica a la necesidad de la heteronorma.

¿Podría o debería Engels haber cuestionado la forma en que la biología impone las relaciones sexuales necesarias para reproducir a la especie cien años antes de que existiesen las condiciones tecnológicas que la hacen posible? Ni lo sabemos ni creemos justo señalárselo. Pero Altamira no piensa y lucha en las épocas que debió hacerlo Engels. Ahí va una linda pregunta para el Altamira Responde: ¿es la heterosexualidad una condición indispensable para la reproducción de la humanidad desde el punto de vista socialista?

Y llegados a este punto vale criticar seriamente al PO. Una crítica seria debe “retener lo positivo y negar lo que no sirve” según reza el axioma hegeiano. Me tocó vivir intensamente el debate anterior provocado por Atamira sobre los problemas de género. Todes quienes han llegado hasta aquí seguramente recuerdan el famoso tuit de Altamira del 1 de junio de 2016: “La trata de mujeres no es machismo: es la explotación capitalista organizada de mujeres y niña/os”. (Nótese que el compañero usó una variante de “gramática inclusiva” aunque incorrecta, lo correcto hubiese sido “niñas/os”). El tuit de marras provocó lo que buscaba, un explosivo debate entre todas las agrupaciones y personas físicas que participamos activamente del segundo “ni una menos”, en el aniversario del primero del 3 de junio de 2015.

Altamira evidentemente quería meter una cuña en un movimiento de masas como hacía añares no se veía y que estaba siendo dirigido por el sentido común progresista de la “batalla cultural” kirchnerista, al punto que costó muchísimo dirigir la concentración de ese día hacía Plaza de Mayo, para responsabilizar “simbólicamente” pero en concreto al Estado y al gobierno de Cristina. Desde el kirchnerismo y desde agrupaciones de izquierda en teoría aliadas al PO se intentó aprovechar los límites expresivos de un tuit para achacarle a Altamira la negación de la ideología machista o incluso de la existencia misma del patriarcado.

Fuimos varies quienes tuvimos que sostener una lucha a brazo partido para defender el enorme acierto de la provocación. Explicamos una y otra vez, hasta el hartazgo, que la existencia de las redes internacionales de secuestro, tortura y esclavización de mujeres y niñes (es más sencillo de escribir y de leer, ¿o no?) tienen en la actualidad un despliegue y poder nunca alcanzados en la historia humana debido a que son uno de los únicos negocios que generan enormes ganancias en medio de la crisis capitalista. Que existen no sólo porque vivimos en una sociedad patriarcal y rabiosamente machista, sino porque además expresan una forma concreta de acumulación en este período histórico concreto. Para derribarlas entonces no alcanza solamente la crítica, correcta, justa y necesaria, al patriarcado y al machismo, sino algo más concreto, derribar al Estado capitalista, sus leyes y democracias, sus dictaduras, sus bancos y empresas de comercio y transporte, etc. Quienes sabiendo esto se limitan a promover la crítica a la cultura patriarcal están desviando de la genuina angustia de las personas que deciden militar activamente contra la trata de las raíces que la hacen posible.

De tal forma me comprometí en el debate, que puedo dar fe del despliegue de los mejores cuadros del partido en el esfuerzo de aportar lecturas y pruebas para sostener nuestros argumentos en una batalla que fue ciertamente colosal. No fue suficiente la cita de Engels, hubo que demostrar a toda una caterva de diletantes la extensa y profunda producción teórica del marxismo en más de cien años sobre el problema de la explotación de clases y el género. La mayoría de las críticas “progresistas” mostraban su ignorancia del asunto, acusando al marxismo de no comprender que el patriarcado es pre-existente al capitalismo, cuando fueron Marx y Engels hace más de cien años quienes demostraron que la familia patriarcal, el matrimonio y la prostitución fueron los pilares de la construcción de sociedades de explotación de clases.

Por eso fue que descubrí una paradoja notable que vale la pena traer a este debate ya que entiendo puede iluminar otras raíces y desbrozar otros terrenos. En los órganos de base en los que me tocaba militar en esos años pude descubrir que nuestra propia militancia o bien minimizaba la importancia del debate o, peor, no lograba comprenderlo. Descubrí lo que todo docente medianamente experimentadx y honestx sabe: no todo lo que se pretende enseñar efectivamente se aprende.

Aunque en los estatutos partidarios era obligatoria una formación teórica mínima para considerar a unx militante como miembrx plenx, casi nadie había estudiado el noveno capítulo de El origen de la familia de Engels. Una prueba de los severos límites de formación que nuestra organización ya empezaba a sugerirnos en esos años, contradiciendo una de las características históricas de la militancia del PO que todo el mundo reconocía. Paradójicamente, ese año se publicó un folleto del Plenario de Trabajadoras, la agrupación femenina dirigida por el PO, en el que se publicaba un excelente artículo de 2010 de una intelectual y activista de renombre en la academia occidental, la italiana Cinzia Arruzza: “Las sin parte. Matrimonios y divorcios entre marxismo y feminismo”
(creo que tode militante debería estudiar este texto antes de emitir pinión sobre el feminismo https://puntodevistainternacional.org/images/pdf/TripaCA-6%201.pdf). Casi todo lo que he dicho aquí sobre la teoría de género, sus orígenes y alcances, incluso mi posición esencial en este debate sobre “el discurso de género” lo aprendí leyendo ese artículo.

Recuerdo que incluso compañeras que aprecio ningunearon ad hominem la posición de Arruzza en los mismos términos que Altamira ningunea el lenguaje inclusivo: se trata de debates académicos alejados de la lucha de clases real. Altamira no desconoce el rechazo mundial de la izquierda contra el posmodernismo a la Deleuze, nutriente elemental de las corrientes autonomistas que batallaron veinte años contra la construcción de partidos revolucionarios de corte leninista (“tomar el poder sin tomar el poder”) que tuvo su expresión en el “feminismo de la diferencia” de origen lacaniano y limitado a una inacción política casi total.

Sin renegar de esa importante lucha que dimos en los noventa contra el podmodernismo en los claustros y los sindicatos, vale reconocer que Judith Butler y otres como ella, elaboraron sus posiciones teóricas de la misma forma que Marx, para desarrollar la conciencia de los colectivos LGTBI+ que daban una dura batalla, en las calles, contra la opresión de género del Estado yanqui bajo la reacción reaganiana, calles en que no había organizaciones leninistas o trotskistas, políticas ni sindicales, combatiendo a la par. Lean la explicación de Butler en su prólogo de 1999:

“Hay un elemento acerca de las condiciones en que se escribió el texto que no siempre se entiende: no lo escribí solamente desde la academia, sino también desde los movimientos sociales convergentes de los que he formado parte, y en el contexto de una comunidad lésbica y gay de la costa este de Estados Unidos, donde viví durante catorce años antes de escribirlo. A pesar de la dislocación del sujeto que se efectúa en el texto, detrás hay una persona: asistí a numerosas reuniones, bares y marchas, y observé muchos tipos de géneros; comprendí que yo misma estaba en la encrucijada de algunos de ellos, y tropecé con la sexualidad en varios de sus bordes culturales. Conocí a muchas personas que intentaban definir su camino en medio de un importante movimiento en favor del reconocimiento y la libertad sexuales, y sentí la alegría y la frustración que conlleva formar parte de ese movimiento tanto en su lado esperanzador como en su disensión interna. Estaba instalada en la academia, y al mismo tiempo estaba viviendo una vida fuera de esas paredes; y si bien El género en disputa es un libro académico, para mí empezó con un momento de transición, sentada en Rehoboth Beach, reflexionando sobre si podría relacionar los diferentes ámbitos de mi vida.”


Me recuerda la anécdota de Marx en el Prólogo a su Contribución a la crítica de la economía política donde explica las motivaciones personales que lo llevaron a pergeñar el materialismo dialéctico. Quizás si nuestro querido Karl hubiese frecuentado más los bares y dado rienda suelta al cuestionamiento de su propia sexualidad hoy contaríamos con aportes muy interesantes para pensar el problema de género, pero la realidad es que no lo hizo y que del tema durante muchos años debieron ocuparse exclusivamente “les odioses posmodernes”.
La propia Arruzza fue una figura clave en la organización de la huelga internacional de mujeres del 8 de marzo de 2017 en el corazón del imperialismo, en Estado Unidos. Esas academicistas posmodernas pequeñoburguesas sí te quiero robar.

Pero más allá de este detalle, lo que me preocupa es que Altamira no haya escrito nunca acerca del problema teórico más interesante que propone Arruzza al final de su artículo, la idea según ella que permite estructurar un frente de lucha común entre el marxismo “ortodoxo” y la teoría de género de Butler. Que lo diga Arruzza que lo dice mejor:

“La teoría queer quiere pues deconstruir el género, al igual que el socialismo se propone deconstruir la clase, en la medida en que en la praxis política el problema de la identidad se plantea en ambos casos, pero más bien orientado hacia la superación final tanto del género como de la división en clases. A partir de este carácter transformador y deconstruccionista común, es posible plantear la hipótesis de una combinación de socialismo y deconstrucción capaz de atacar conjuntamente la injusticia económica y la cultural, ofreciendo respuestas tanto en el plano de la redistribución como en el del reconocimiento.
Esta combinación es tanto más necesaria en la medida en que la opresión de género y la racial no son reductibles a una u otra forma de injusticia, sino que están constituidas por ambas.”


Qué lindo sería, ¿no? Digo, encontrar la llave teórico-práctica para hacer efectivo ese “frente de lucha común” entre el discurso contra la heteronorma y el marxismo revolucionario.

Pero Altamira no ha dicho nada sobre este planteo, hasta donde yo sé (reconozco que no he tenido oportunidad de leer la última En defensa del marxismo que entiendo ha sido dedicada al debate con el feminismo, pero como soy un paria nadie me la alcanza). Claro que no debemos hacer cargo al hombre de todas las cosas que no han sido dichas y pensadas por su corriente. En todo caso este debate me ha servido para comprender que uno de los límites del PO está en que Altamira concentra casi todas las funciones en la lucha teórica y propagandística, mientras que el resto de los “cuadros” están aplastados en las tareas organizativas y de agitación, que también son importantes en lo intelectual, no me arrastren a ese debate hediondo y superado (en el que también estuve equivocado). No es un problema único del PO aunque aquí tampoco el mal de muchos es consuelo para nadie y entiendo que una organización que se ha destacado en la dura tarea de organizar al proletariado en el combate contra el Estado durante medio siglo y tres dictaduras fascistas no tiene nada fácil la formación de cuadros teóricos y propagandísticos. Sea como sea, el problema parece ahondarse cuando tenemos que esperar que Altamira trabe, recupere, gambetee, tire el centro, cabecee y ataje.

Honestidad intelectual: los abismos del debate


Dejemos de lado la solución de ese problema teórico, la relación entre género y socialismo, ya que nosotres mismxs no tenemos una posición definitiva. Quiero decir, no es honesto intelectualmente cuestionar a nadie sobre posiciones que une misme no ha terminado de elaborar (aunque recomiendo una de las resoluciones posibles que imaginé en mi nouvelle electrónica Resurrectxs, donde imagino un futuro apocalíptico en el que se admite la mayor amplitud de conductas sexuales e identidades de género a cambio de la mayor forma de explotación de la clase obrera de la historia humana). Pero sí podemos gritar nuestra rebeldía contra quienes no terminan de comprender todo el daño que la imposición de la heteronorma genera en nuestras sensibilidades, psicología y existencia material. Y Altamira ha dicho muchas cosas en sus seis minutos sobre la utilidad de nuestro grito pero ninguna sobre el daño que la heteronorma provoca en general. Esto ya es un déficit importante. Pero es mucho peor si consideramos el daño que la ideología heteronormativa viene provocando al interior de la organización política que Altamira ha construido dedicando casi toda su vida, que nos ha provocado, si se me permite el tono autobiográfico.

Porque a esta altura de las cosas ya sería un prurito hipócrita decir que la militancia del Partido Obrero y de casi la totalidad de las organizaciones políticas, sindicales y culturales de la izquierda argentina, no tienen un grave problema de opresión machista en su interior. Y me refiero sólo a las organizaciones que se autodenominan de izquierda no porque desconozca que el machismo de las que se incluyen como defensoras del régimen social democrático capitalista no lo tengan, qué va. Si no porque entiendo que esas organizaciones (incluyamos obviamente las religiosas a la cabeza) incluyen dentro de su concepción fundacional un discurso que no sólo admite la sacralidad del patriarcado, la heteronorma y el machismo sino que promueven su aplicación. Allí la opresión de les géneros disidentes es una aberración coherente, mientras que une debería estar de acuerdo que en las organizaciones que pretenden abolir la explotación de clases y toda forma de opresión humana el machismo debería considerarse una aberración incoherente con sus principios fundacionales (esta posición con detalle y profundidad en mi artículo de febrero de 2017 “Me arrepiento de este amor” en http://santoscapobianco.blogspot.com/2017/02/me-arrepiento-de-este-amor.html)

El grito rebelde contra la heteronorma no ha sacudido solamente las sensibilidades y conciencias de la sociedad argentina con excepción de las organizaciones que pretenden revolucionar las bases de esa sociedad sino que, obviamente, también las interpela. Incluso concediéndole al Partido Obrero que todas las denuncias de abuso psicológico y carnal que han tomado estado público en las redes sociales son simples mentiras elucubradas por personas siniestras capaces de la peor calaña con tal de destruir su organización, deberíamos admitir que el PO no escapa a la posibilidad cierta de contener en su seno elementos machistas capaces de abuso y violencia contra mujeres y personas de distintos géneros oprimides. Pues Altamira ha perdido seis valiosos minutos para desenvolver una serie de elementos argumentales que permitiesen a la militancia y periferia de su organización desarrollar una conciencia clara contra la violencia que producen el machismo y la heteronormatividad.

Todo lo contrario, Jorge Altamira y otres camaradas del PO llevan un tiempo publicando posiciones sobre el debate del lenguaje inclusivo mientras que ningune de elles han dicho una coma sobre el documento firmado por casi todas las dirigentes mujeres del PO donde se hace una defensa del “anti-punitivismo” para invalidar los escraches como método y llegar al delirio teórico de plantear que han encontrado un método para regenerar violadores. No se trata este texto de un comentario aislado ni un lapsus pasajero, sino de un documento que establece una posición teórica y práctica programática, que sin embargo no han impreso ni agitado en volantes; documento, alguien tiene que decirlo, que además viola los Estatutos del PO, ya que se trata de una posición propuesta por el Comité Ejecutivo del CC en el debate precongresal de 2017 que fue rechazada en el Congreso por les delegades y que sin ningún reparo moral se impuso como línea oficial cinco meses después de dicho Congreso. También me tomé el tiempo de enfrentar ese documento en mi artículo de setiembre de 2017 “Documentos con doble filo” en http://santoscapobianco.blogspot.com/2017/09/documentos-con-doble-filo.html.

Con toda humildad, Altamira debería escuchar más de qué se trata nuestro grito de rebeldía antes de criticarlo con tanta liviandad. Y sobre todo debería trabajar con la mirada puesta en combatir los terribles crímenes de lesa humanidad que se desarrollan contra las compañeras del PO mientras sus encubridorxs siguen repitiendo cantinelas contra el feminismo y la teoría de género propias de Cecilia Pando antes que de herederos de Trotsky.

“En toda rebeldía hay una simiente de salida”


Claro que sí. Jorge Altamira ha sido nuestro maestro y el de centenares de camaradas que han contribuído con su vida a la lucha por la emancipación humana en estos últimos cincuenta años. 
Entre los muchos aspectos que caracterizan la importancia ineludible de su capacidad formativa, uno de los que más han convocado nuestra admiración siempre, es algo que él mismo se ha cansado de subrayar en les grandes revolucionarios de la historia humana. En esta entrevista vuelve a hacerlo, casi al final. Presten atención cuando señala que hay una gran variedad de discursos posibles, cada cual con sus leyes propias, y ejemplifica la contradicción, ya que discursos diferentes como el político y el poético, a los que se les deben exigir cosas diferentes, pueden imbrincarse, potenciándose mutuamente. Efectivamente, une ha escuchado discursos políticos cargados de una poética que además de ganarnos para la lucha y desarrollar nuestra conciencia, nos emocionan cada fibra de nuestro ser. En el mismo acto seguido, el propio Jorge hace gala de un hermoso ejemplo. Une podría tatuarse su frase “en toda rebeldía hay una simiente de salida”. Claro que sí.

Supongamos que la simiente de salida del grito de rebeldía que se expresa en el lenguaje inclusivo sea parecida al menos a la que hemos desarrollado aquí, una crítica de la heteronorma en la sociedad capitalista. O supongamos que no, no importa. Me interesa señalar otro defecto del planteo de Altamira en estos seis minutos de youtube tan ricos. Porque si es cierto como él mismo señala que “no vamos a ningún lado con una expresión de rebeldía que no ha comprendido la raíz de la opresión y los métodos políticos para intervenir contra esa opresión” todavía queda por ver cómo un “grito de rebeldía” que “comprenda la raíz de la opresión y señale los métodos políticos” para erradicarla puede ayudar en algo.

Si quienes defendemos que el grito de rebeldía apunta a una de las raíces de la opresión, la heteronorma, y también lo entienden así los que riegan esas raíces, el Vaticano y los Bolsonaros del mundo, queda por discutir todavía si el grito sirve de algo. En otro planteo cuestionable del video, Altamira dice que el lenguaje inclusivo pretende una modificación cosmética de la realidad social y bien luego también dice que el lenguaje inclusivo no cambia la realidad.

Ningún discurso por sí solo puede cambiar la realidad material. Ni siquiera la de un individuo. Ahí están los que promueven una “nueva masculinidad” centrada en el “varón deconstruido” como ejemplo. En las redes se viralizan todos los días miles de denuncias que vienen a demostrar que los cambios superficiales en ciertas conductas sociales no impiden que esos varones continúen desarrollando actitudes abusivas contra otras personas, en su mayoría mujeres heterosexuales con la que sostienen relaciones sexo-afectivas. Detectar y deconstuir conductas de seducción, utilizar atributos exteriores considerados culturalmente femeninos (pintarse las uñas, usar polleras, otros), aceptar las condiciones de movilización que imponen ciertas agrupaciones feministas a varones “aliados”,  no alcanzan para dejar de ser un varón violento, de verba o de puño. Si un varón que ha sido criado y formateado en su más profunda sensibilidad y conciencia para reproducir el patriarcado y el sometimiento de las mujeres y otres géneros disidentes de la heteronorma no violenta hasta la última raíz de esa estructura interna, siempre que se vuelvan a presentar las circunstancias necesarias y suficientes, volverá a recaer en el machismo para el que fue programado.

Salvo les idealistes, o sea, quienes creen que las ideas crean el mundo, nadie en su sano juicio materialista puede creer que un lenguaje o discurso puede por sí mismo modificar la realidad. Si Altamira pretendía criticar exclusivamente a les intelectuales, artistas, científicxs, docentes y profesionales que suscriben la “batalla cultural” como forma máxima y exclusiva de la lucha contra el patriarcado, suscribimos. Y no sólo existen personas que pretenden que la ESI va terminar con el machismo, sino que son quienes dirigen las preocupaciones de la mayoría del activismo militante contra la violencia de género. Por eso nunca va a ser poco lo que se diga contra esta estrategia.

Si los doce años de “deconstrucción de masas” que ha alentado el gobierno kirchnerista no alcanzan para demostrar lo poco que ha cambiado la conciencia social de raíz, podemos dar ejemplos concretos. El matrimonio igualitario no ha dado paso al derecho real a la adopción de parejas no heterosexuales, las leyes de inclusión laboral para personas transexuales no se han extendido y donde existen no se aplican, o sea, no existen tampoco donde han sido votadas. Asistimos con pavor al resurgimiento de agrupamientos de choque liderados por las iglesias católica y evangelistas que no sólo han logrado el rechazo del aborto legal por el Senado, o sea, por vías “democráticas”, sin necesidad de vías democráticas menos democráticas como el veto presidencial o abiertamente dictatoriales como un golpe de Estado, ahora van contra la aplicación de la ESI en las escuelas confesionales y ya envalentonados promueven la denuncia de alumnes y estudiantes o sus familias de cualquier docente que utilice lenguaje inclusivo en el aula o dicte temáticas relacionadas con la ESI. Doce años de “batalla cultural”, manuales de ESI impresos y distribuidos por el Estado, cursos, seminarios, carreras nuevas, etc. no han logrado cortarle el pescuezo al poder concreto y material delas minorías machistas, patriarcales y reaccionarias de nuestra sociedad. Y eso se explica porque el mismo gobierno evitó todo lo que pudo, destruir al mismo nivel los recursos materiales con los que se alimentan los discursos de odio en nuestra sociedad. ¿Quiere un ejemplo más terrible? Lea las propuestas de Bolsonaro contra la Educación Sexual promovida por el ex-ministro de Educación del corrupto PT, Haddad y la explosión de bandas de choque fascistas después de su victoria electoral y tomará dimensión de lo que estamos debatiendo. Interiorícese de quién fue Marielle Franco y las razones de su cobarde asesinato.

En una escuela secundaria donde trabajo hace más de una década, profesores católicos que fueron removidos de funciones de tutores de curso por denuncias de “excesiva confianza e intimidad” en el trato con alumnas adolescentes han vuelto a esas funciones después del 9 de agosto tironeando del reglamento a su lado. En esa misma escuela les docentes más progresistas estamos debatiendo que cinco años de ESI sistemática no han podido detener el resurgimiento constante de la violencia de género, contra alumnes y docentes, y una de las conclusiones es que si no forjamos organismos que sostengan una lucha sistemática, como asambleas interclaustro, comisiones de género en el Centro de Estudiantes, etc. nunca vamos a poder derrotar en la lucha concreta contra el gobierno y sus reglamentos lo que denunciamos tan bien con nuestros discursos.

Altamira se equivoca fiero si entiende que quienes defendemos la utilidad del lenguaje inclusivo, o para decirlo con precisión, el discurso de género contra la heteronorma, somos idealistas que no queremos luchar en serio. Hace poco en las redes sociales comenté mi propia experiencia como militante revolucionario. Me tocaba redactar los volantes de una agrupación sindical en el frente que laburo, el docente. Mucho antes del uso de la “e”, en la época de las arrobas, me enfrascaba en largas discusiones con mis camaradas sobre el evidente despropósito de usar el plural masculino (los docentes porteños debemos… tenemos… etc) cuando nos dirigíamos a un gremio abrumadoramente femenino. Entendía que usar “los y las” era una concesión discursiva al gobierno kirchnerista, mientras que el uso de la arroba además de serlo a las corrientes autonomistas antisindicales era impronunciable, pero se me discutía hasta el muy respetable por la RAE “/as”.

No se trata de un debate pedorro de un militante desviado por el idealismo, sino el debate propio de cualquier persona más o menos honesta que quiere desarrollar una comunicación amistosa con las compañeras que pretende organizar. Quiero decir, hay determinados niveles de la lucha donde corresponde detenerse en el uso de las palabras. Me imagino que Altamira no pretende discutir la importancia de las palabras para quienes se dedican a la literatura o el sicoanálisis.

Otro aspecto del mismo problema. Altamira responde que además de todo, el lenguaje inclusivo es una tautología, o sea que queriendo morder al patriarcado termina mordiéndose la cola. Según él, un discurso que pretenda terminar con la opresión de género no debería plantearse la “inclusión” de les géneres, ya que si el oprimide pretende dejar de serlo es un suicidio exigir ser incluido por un sistema como el capitalista, patriarcal, que vive de oprimir. Recuerdo una compañera que siempre discutía que no teníamos que exigir “sueldo digno” porque un sueldo digno bajo un sistema de explotación de les asalariades reconocía la explotación. Es un viejo debate en el que podría contestarle a Altamira lo mismo que él nos enseñó miles de veces. En el largo y tortuoso camino de luchar por el socialismo, es de marcianos pararse frente a las masas con un megáfono y recitar el capital. El éxito de una construcción política real de masas pasa por encontrar puentes con esa realidad y la forma concreta que es percibida, para establecer los marcos de una lucha común por los reclamos y derechos más acuciantes y en esa experiencia de lucha común por intereses comunes, le militante revolucionarie se gana la confianza del explotade sin chamuyo, en la experiencia de lucha común, y así contribuye lo mejor que puede a sacar conclusiones comunes. Una de ellas es que con luchar por un salario digno no alcanza y para terminar con la miseria material y moral es preciso, urgente, luchar para terminar con la explotación. Y de ahí hasta el socialismo en todo el mundo y la revolución permanente.

No me consta que Altamira  haya renegado de esta verdad elemental del Programa de Transición de 1938. Es uno de quienes mejor se han esforzado en aplicar esta difícil dialéctica entre el programa de mínima y el de máxima, esta verdadera escuela de pedagogía social que es la lucha por el socialismo. ¿Por qué abandonarla justo en una lucha tan difícil como el problema de la opresión de género? ¿Por qué no tomarse el mismo tiempo para encontrar una base común con quienes sufren además de la explotación de clase la terrible angustia de la opresión de género y a partir de la lucha común para que la sociedad incluya como “normales” o “permitidas” todas las variedades de sexualidad e identidad de géneros posibles, ganarse la confianza que sólo puede demostrar una lucha común por los mismos objetivos y arribar a la conclusión común de que sin derribar las bases materiales de la explotación de clases va a ser imposible vivir una sexualidad libre, acorde a la identidad de género que une siente? ¿Qué sentido tiene dirigir el Plenario de Trabajadoras o la 1969 si se abandona alegremente esta concepción pedagógica dialéctica al calor de una frase tan poco feliz?

Entonces vamos al corazón del asunto. ¿Puede un discurso, de dar en la tecla, transformar la realidad? Altamira responde, paradójicamente si usted no lo conoce, que sí, que puede. Y en el mismo video ofrece el ejemplo más contundente, el trabajo discursivo de Marx. El filósofo alemán construyó una obra monumental para transformar la conciencia que les explotades tenemos de nosotres mismes. Para Altamira esa transformación de la conciencia fue muy importante y si usted todavía duda, ofrece el ejemplo histórico de Perón, quien se esforzó sistemáticamente en borrar de la autoconciencia obrera la palabra “proletario” cambiándola por “trabajador”. Porque, bien dice Altamira, “proletario” (agreguemos proletaria, proletarie, v.g.) significa “trabajador explotado por un capitalista” mientras que “trabajador” (valga el paréntesis anterior) permite concebir un trabajo no explotado, ideal para representar en la conciencia de la clase obrera un mundo donde trabajadores y capitalistas conviven en armonía si se lo proponen, sin necesidad de explotación alguna, llegando al paroxismo del presente donde todes somos “agentes productivos” y se valora por igual el trabajo de la persona que repone productos en la góndola al mismo nivel del ejecutivo que trabaja para mejor explotarle.

Y es que, como bien dijo Paulo Freire, “la educación no cambia el mundo: cambia a las personas que van a cambiar el mundo”. Entonces Altamira, como buen leninista que es, reivindica la importancia del trabajo que realizan quienes se dedican a promover y desarrollar la conciencia de las personas, la teoría, la propaganda, la agitación siempre que promuevan discursos que muestren la raíz de los problemas y por lo tanto la simiente del método necesario para erradicarla de la faz de la tierra.

El asunto está en que todo trabajo en la conciencia de les explotades y oprimides, aunque logre transformar la conciencia en que perciben su situación, requiere de la organización práctica de esa conciencia para luchar por el poder material necesario para liberarla. En ese proceso en que acordamos con los métodos propuestos por Altamira, nos permitimos decirle que la conciencia que las clases explotadas tenemos de nuestra situación también necesita explicar cómo se imbrican nuestras identidades de habitantes de países colonizados, nuestras identidades étnicas y religiosas, ¡nuestra sexualidad carajo! con nuestra identidad de clase, no porque querramos pasarnos a pajas en las bibliotecas mientras otres tiran piedras en Plaza de Mayo, sino porque precisamos comprender para combatir de la mejor forma. Y en este pequeño punto, sus seis minutos de youtube no han contribuido.

Proletaries del mundo


Hacia el final de su alocución, Altamira hace una defensa del lenguaje usado por Marx y Engels en el Manifiesto Comunista, claramente un discurso que en castellano al menos no menciona a las mujeres como parte de la humanidad explotada, incluyéndola en el masculino. El objetivo del Manifiesto es “abolir la explotación del hombre por el hombre”. Me hizo acordar una anécdota que gustaba contar el gran escritor Abelardo Castillo sobre los debates que tenía con sus amigos del PCA en los sesenta. Abelardo les decía que nunca iban a alcanzar la popularidad del peronismo porque “Proletarios del mundo, uníos” podría funcionar muy bien en alemán, pero ese “uníos” era absolutamente incómodo en castellano, sonaba a aristocrático, marciano digamos. No recuerdo la anécdota en detalle (Abelardo se irritaría mucho con esta falta de respeto a la literalidad de la humorada) pero creo que proponía algo como “únanse” o “unámonos” o “juntémonos”.

Fuera de toda broma, Altamira argumenta que un uso correcto como “abolir la explotación de hombres y mujeres por hombres y mujeres” además de indigerible para cualquier lector(¿e?) sería terrible desde el punto de vista político porque eliminaría el concepto fundamental de todo el asunto, a saber, que toda la vida humana se estructura sobre la explotación de una clase social por otra. Dice Altamira, correctamente entiendo, que no se trata de identificar que los explotadores son varones y mujeres y que los explotados son también mujeres y varones, sino que toda forma de explotación y opresión en nuestra sociedad ( e incluye todas las formas de opresión, culturales, religiosas, étnicas, etc.) se fundamentan en la explotación de una clase social sobre otra y la forma de erradicarlas, por ende, pasa por organizar la fuerza de las clases explotadas y oprimidas al punto necesario para derrotar la fuerza organizada de la clase explotadora, su Estado.

Coincido plenamente. No tengo ninguna coma que discutirle. Pero si prestaron atención en ese mismo párrafo he utilizado “clases sociales explotadoras y explotadas” y no sólo se sostiene el concepto de fondo sino que además se evitan dos incorrecciones semánticas. La primera es la que nota Altamira, que no se trata de la explotación de personas individuales, sino de clases sociales, por encima del género con el que se identifiquen. La segunda más sutil, que el mismo Altamira no nota, que su “explotación de hombres y mujeres por hombres y mujeres” evidencia su concepción binaria, heteronormada, del problema de género, excluyendo a les transexuales, bisexuales, asexuades, pansexuales, intergénero, género fluido, queer y + que bien pueden ser explotadorxs o explotades.

Problemas que bien pueden salvarse escribiendo y diciendo con notable fluidez en castellano “abolir la explotación de la humanidad por las clases explotadoras” o alguna más creativa. No se trata entonces de una mera limitación gramatical o estética, se trata de esforzarse un poco a la hora de expresarse cuando une tiene la intención de dirigirse y atraer la atención de quienes gritan su rebeldía, sobre todo la de quienes gritan con mayor fuerza y menor comprensión, porque son quienes más necesitan de la ayuda de aquéllos que, como Altamira, tienen más y mejores herramientas para ayudarnos a vencer juntes a quienes nos “joden la vida”.

Si he escrito tanto y prestado tanta delicada atención a cada segundo de esos seis minutos, es obvio, es porque me he sentido interpelado en tanto altamirista de formación y como persona que se encuentra bajo un tortuoso proceso de transición en su identidad de género. Intento expresarme todo lo cariñosamente que me permiten mis límites porque no voy a exigirle a varones que no cuestionan su género biológico que entiendan de la misma forma que yo estos temas. Sobre todo porque la mayor parte de mi vida fui criado y formateado para ser un sano hijo del patriarcado y ejercí mis privilegios todo lo mejor que pude. El dolor del daño emocional que he causado en personas que apreciaba y con las que tenía compromisos afectivos o políticos hizo que me cuestionara con dureza mis acciones y que comenzara un profundo proceso de revisión de los orígenes de mi violencia.

Las revoluciones, como sabemos les trotskistas, son permanentes o se degeneran. Mi lucha para no ser un sano hijo del patriarcado siempre será una transición permanente y lamento profundamente que en el estado que se encuentra nuestra sociedad me será casi imposible lograr el objetivo. Lo único que puedo hacer es dedicarme con fuerza a sostener mi decisión de erradicar toda forma de violencia de mi organismo y, al mismo tiempo, luchar todo lo posible para que mi verdadera identidad de género, reprimida desde los seis años dentro mío por mi familia -de forma inconsciente- y por las escuelas católicas de forma consiente y criminal, pueda encontrar su camino fuera de la cárcel donde estuvo enclaustrada.

No pierdo la esperanza, y por eso escribo, que podamos encontrar alguna vez los caminos, los puentes para que realmente construyamos juntes un frente único de lucha contra el capital, su patriarcado y la heteronorma, un partido revolucionario que concentre la fuerza transformadora de todes les géneros de las clases explotadas contra el capital y su Estado, para poder contar con los mecanismos materiales que hagan posible que alguna vez la humanidad libere a las personas que la habitan para desarrollar una sexualidad plena y el género que mejor les quepa.

Por un frente único de todes les géneros de las clases explotadas contra el Capital y su heteronorma, en suma, por un partido internacional de la clase obrera por el socialismo.