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lunes, 30 de marzo de 2020

Del sionismo socialista a Mariátegui: una familia judía muy singular


Publicado originalmente en Evaristo Cultural
 http://evaristocultural.com.ar/2020/03/25/nuestra-america-claudio-lomnitz/?fbclid=IwAR1kLroPOQHj86iTMjqo0jl1fMnWkPg2TpgljIUc8NiNpjhGF0yVrYJwy9c

Claudio Lomnitz es profesor en Columbia, una de las universidades de la élite intelectual del imperio que gobierna más de medio mundo hace casi cien años, en New York, una de sus capitales. Entre sus cuarentas y cincuentas, nos dicen las solapas y contratapas del Fondo de Cultura Económica (FCE), el profesor Lomnitz publicó varias investigaciones sobre distintos aspectos de la historia mexicana contemporánea, girando siempre alrededor del proceso revolucionario de las primeras décadas del siglo 20. Ahora, después de cumplir sus sesenta años y ante el fallecimiento de su propio padre, Lomnitz encaró una investigación particular, la de la historia de su propia familia, y sus resultados son parte del paquete de novedades de la editorial mexicana para las librerías argentinas.

Cuando Lomnitz se refiere a Nuestra América lo hace primero encerrando paradójicamente ese concepto de fraternidad internacional latinoamericana en un nosotros recluido a su familia. Estas trescientas y pico de páginas describen la América de sus abueles maternos y paternos, que vivieron en Lima, Santiago de Chile, Bogotá,  Tuluá y Caracas entre los años 20 y 60 del siglo pasado. Todo alumbrado por la experiencia personal de una familia judía askenatzí que huye de la persecución antisemita del nacionalismo alemán, ruso y rumano. Y, aunque los protagonistas de la historia familiar de Lomnitz nunca llegaron a jugar un rol destacado o protagónico en las sociedades donde vivieron, no al menos el que suele justificar el tiempo y dedicación exclusiva de los biógrafos, sus micro-historias permiten iluminar un momento clave de la historia latinoamericana y mundial: el cataclismo provocado por la última crisis estructural del capitalismo imperialista, entre las dos guerras mundiales, la Revolución rusa y el genocidio contra el pueblo judío.

Se trata de un entretenido libro de historia sobre uno de los momentos más dramáticos y trascendentales de nuestra historia planetaria, que como regalo nos ofrece una joya: un fresco íntimo sobre uno de los principales proyectos políticos socialistas en América Latina, el del colectivo de la revista Amauta, dirigido por el intelectual limeño José Carlos Mariátegui en la década del 20.

Un hilo de la diáspora judía: nacionalismo antisemita, sionismo y comunismo

Efectivamente, tirando de la piola del hilo biográfico familiar –porque en ningún momento el autor cae en el engorroso trabajo de describir un árbol genealógico- la mayor parte del libro está dedicada a seguir las aventuras y tragedias de su abuelo, Misha Adler y su abuela Noemí Milstein, desde su nacimiento en la región más golpeada por el antisemitismo europeo, la franja de asentamiento que los zares permitieron a las familias campesinas y comerciantes judías después de su anexión en el siglo 19, entre el Báltico y el Mar Negro, disputada durante siglos por tres imperios –austrohúngaro, turco otomano, ruso- y luego frontera de las guerras civiles desatadas por la revolución rusa del 17 y el avance del nazismo sobre la URSS, permitido precisamente por la Rumania que ocupaba esa región tan particular que es Besarabia.

El autor reconstruye el Macondo de su familia de origen materna, Nova Sulitza, un pueblo que tenía un lado del camino central en territorio ruso y la otra mitad en territorio austríaco, razón suficiente para que la mayoría de familias campesinas y de pequeños comerciantes judías, hablantes de yddish, estuviesen en el foco de los pogromos y genocidios de todos los Estados que se disputaron esos territorios desde el estallido en 1914 de la Gran Guerra europea. La historia familiar de Lomnitz es una crónica apasionante y desgarradora que persigue los destinos micro de la colectividad judía en su desesperante lucha por sobrevivir al antisemitismo milenario heredado por todos los Estados cristianos –católicos, ortodoxos y protestantes- de un lado y de los radicalizados Estados muslimes por el otro.

En ese duro contexto, sus dos abueles se forman y organizan en una de las variantes que adoptaron les judíes para enfrentar su exterminio, en este caso las organizaciones juveniles de ideología socialista y sionista de la primera mitad del siglo veinte. Por su relato, el abuelo Misha fue un verdadero cuadro organizador y propagandista de la necesidad del pueblo judío de sostenerse en su acervo cultural –enseñando el hebreo y el yddishe así como el estudio de la Torá entre las infancias y adolescencias- y de conseguir un territorio propio para su nación, donde desarrollar un Estado autónomo basado en la propiedad común de los medios de producción –tierras, maquinaria, etc.- que fuera guiado por un sistema asambleario e igualitario, sin explotación de clases ni de géneros.

Esta combinación de nacionalismo esencialista judío con la utopía de organización comunista no es desconocida para quien haya leído aunque sea superficialmente la historia del judaísmo en el siglo 20. De hecho, constituye las raíces sobre las que se plantó en la Palestina invadida por Gran Bretaña el futuro Estado de Israel, con sus unidades fundamentales de producción y reproducción social en los kibutzs, verdaderas comunas rurales igualitarias, al menos hasta los años 60 y 70, cuando Israel decide transformarse en correa de transmisión del imperialismo yanqui para sobrevivir a la reacción árabe en su contra y el comunismo del kibutz se reserva a la memoria mítica fundacional y los chistes de Moldavsky.

Uno de los aportes más interesantes de este libro es que permite hacer foco sobre la colaboración particular de la burguesía nacionalista rumana, católica y reaccionaria, en el genocidio contra la población judía, uno de las particulares formas no tan conocidas que asumió la barbarie combinada de la descomposición del feudalismo europeo y su mutación capitalista en el siglo 20.

Les camaradas judíes de José Carlos Mariátegui

Huyendo de su condena a muerte, los abuelos maternos del autor llegan en los años 20 a Lima justo para empalmar con el auge del proyecto de José Carlos Mariátegui, uno de los más lúcidos e interesantes propagandistas del leninismo en América Latina, que tuvo una influencia insoslayable en la historia de la constitución de la izquierda latinoamericana, tanto de la izquierda nacionalista como de la comunista. Su partido político, la revista Amauta, nutrió ideológicamente el desarrollo tanto del aprismo de Haya de la Torre como del peronismo de izquierda y al trotskismo nacionalista al estilo de Hernández Arregui o las corrientes inspiradas por Silvio Frondizi, coaguladas en los distintos MIR del subcontinente.

Les abueles del autor fueron colaboradores en la mítica revista haciendo un aporte propio al pensamiento internacionalista del notable intelectual peruano, quien veía en el judaísmo, debido a su naturaleza obligada a la diáspora permanente por la persecución antisemita milenaria, una especie de destino esencial de pueblo internacionalista, una especie de vanguardia étnica del destino superador de la especie humana sin distinción de nacionalidades y espejo para un futuro fraterno sin distinciones, tampoco, de clase.

Al mismo tiempo, la experiencia limeña habría fraguado en la conciencia política del abuelo del autor la comprensión del campesinado originario de sud américa como un espejo de esta visión marateguiana del judaísmo. Una identificación del sufrimiento de los pueblos originarios, incaicos y aymara sobre todo, cuatro siglos víctimas del genocidio europeo en América, como una potencia inigualable para el desarrollo de una conciencia también internacionalista y comunista. El mito de la aldea comunal eslava sobre el que discutieron Marx, Engels, Plekhanov y Vera Zasúlich como posibilidad para el desarrollo –desigual y combinado- de las bases para una organización comunista del futuro Estado Socialista en Europa, afincado en la herencia ancestral del ayllu andino. Tesis que todavía fascina a quienes nos hemos embarcado a fondo en la lucha por derribar al Estado burgués en nuestra faz planetaria, tanto a izquierdistas de café universitario como a revolucionaries más pragmátiques.

Dejando de lado las innumerables lagunas emocionales que sólo pueden conmover los océanos íntimos del autor, este núcleo histórico es el que justifica la lectura de toda la obra, y que el mismo autor reconoce y legitima, colocando en la tapa del libro la foto de su abuelo y un cacique aborigen de la región colombiana de Tulua donde vivió en los años 30 y 40. La foto es parte de uno de los números de la revista político cultural Grancolombia, lo más cerca que estuvo su abuelo de consumar el sueño de toda su vida, un proyecto que fusionara los principales aportes de la cultura judía internacional en la recuperación de las raíces identitarias de los pueblos aborígenes en la lucha contra el nazismo por una patria socialista universal.

Sionismo socialista o socialismo judío

Otro aspecto fascinante de la lectura de este libro pasa por ahondar en una experiencia política que tuvo y tiene una influencia clave en los procesos históricos de los últimos setenta años, el del sionismo, el nacionalismo judío. Intentado comprender la ideología que sus abueles maternes defendieron durante toda su juventud como organizadores teóricos y prácticos de la lucha contra el fascismo y nazismo, el autor nos ofrece una detallada visita guiada por una de las ramas más interesantes de la ideología nacionalista de un pueblo oprimido como el judío, el del sionismo socialista. Aquí también encontramos el punto más polémico del libro, si observamos aquello que nuestro guía ha preferido no ver, que en un profesor de Columbia podría equivaler más a intenciones ideológicas que a un descuido casual.

Su abuelo Misha y su abuela Noemí, se conocieron en Lima por vías paralelas, aunque tuvieran una trayectoria política muy similar en sus años formativos en las juventudes nacionalistas de los pueblos de Besarabia. Fueron expulsados de Lima en 1930, -meses después del fallecimiento de su mentor, amigo y protector, Mariátegui-  por un golpe conservador anticomunista y antisemita. Migraron a Colombia hasta principios de los años 40, donde trabajaron y militaron sin éxito por la consolidación de una comunidad judía integrada pero autónoma culturalmente. Expulsados por la violencia que siguió a la guerra civil entre liberales y conservadores –donde jugó rol central el clivaje de alianzas con los aliados o los nazis- volvieron a Rumania para vivir una experiencia directa en lucha contra el nazismo y enfrentar la pérdida de buena parte de su familia en la Sloha. Finalizada la guerra participaron junto a su familia nuclear en la fundación del Estado de Israel desde 1949 hasta los años cincuenta, donde conocieron a la familia paterna del autor, hasta que los principios del proyecto comunista chocaron contra la realpolitik del sionismo, que finalmente triunfó como todos sabemos para mutar en un nacionalismo imperialista y genocida, que Lomnitz elude evaluar, amparado en el seguimiento estricto de la epopeya familiar.

Este defecto, el de evadir al sionismo finalmente triunfante y sus propios crímenes de lesa humanidad sobre el pueblo palestino de origen árabe, se emparenta con una ambigüa caracterización del impacto de la tradición comunista en el socialismo de sus abueles y su generación, limitando demasiado su aprobación del sentido internacionalista de partido bolchevique en su conformación y exacerbando el antisemitismo denunciado por Trotsky sobre el estalinismo.

El autor parece asignarle al nacionalismo judío un factor causal sobre el internacionalismo fraternal del bolchevismo, igualando por sus orígenes étnicos a Marx, Einstein, Freud y Trotsky, antes que reconocer la importancia superior del materialismo dialéctico, histórico, en la conformación de la ideología programática que guío al Estado Soviético en la protección de todas las nacionalidades oprimidas por el imperialismo zarista. A tal punto que nos llama la atención la falta de profesionalismo del profesor de Columbia cuando no confronta la formación ideológica de sus abueles con una veta socialista mucho más clara dentro de las distintas corrientes ideológicas del judaísmo: la experiencia histórica del Bund, el Partido Socialdemócrata Judío de Rusia, que llevó a fondo un programa de liberación nacional para los judíos de Europa Oriental en la lucha por un Estado Obrero y Campesino socialista y comunista. Aunque su abuelo y su abuela no proviniesen de esa matriz, su obsesión por los valores de igualdad para hombres y mujeres y de fraternidad internacionalista, así como las raíces de un proyecto de organización social y económica comunistas, dentro de las organizaciones juveniles del sionismo, no podrían haber sido desarrolladas, intuimos, sin la influencia de la importante lucha desarrollada por el Bund en todo el proceso que lleva al triunfo bolchevique y las bases de la URSS.

El libro prefiere poner el énfasis en Hitler y Stalin antes que en Lenin y Trotsky, lo que no deja de ser una contradicción paradójica para una experiencia biográfica que centra tanto su concentración en la experiencia de José Carlos Mariátegui, para quien la vida y obra de estos dos dirigentes fuera tan central en la construcción de su propia vida militante.

Detalle que seguro nos podríamos explicar mejor leyendo la obra previa del profesor de Columbia, nacido en Chile, criado en los claustros del olimpo de la intelectualidad liberal yanqui de Berkeley, que se considera a sí mismo mexicano gracias a los años de juventud y adultez allí vividos y que sustenta su vida como ciudadano neoyorquino. Detalle que sin embargo no interrumpe la lectura de una prosa fluida y tierna, que nos promete una experiencia emotiva profunda y enriquecedora, incluso íntima, en el candor de alguien que pudo concretar un sueño de muches de nosotres, investigar a fondo la historia mínima de nuestras raíces familiares para comprender mejor nuestras raíces, nuestra identidad, las razones de por qué somos quiénes somos, la justificación de nuestro existir en este vasto universo.

miércoles, 18 de marzo de 2020

Aurelia nos enseña a escuchar


Publicado originalmente en http://evaristocultural.com.ar/2020/03/16/aurelia-quiere-oir-maria-rosa-iglesias/?fbclid=IwAR0g4N_Mn9F1_KNSC2YN9EjTmCvIHm4E3ISZQ_Y8m-IX2Xfy2bxLWkj1n4c

En mi mundo ideal todas las personas deberían contar con la posibilidad de María Rosa Iglesias López, autora de Aurelia quiere oír, un hermoso ejercicio de elaboración ficcional de los rasgos más traumáticos de su propia biografía. Sin importar el resultado literario, su potencial como ejercicio terapéutico en dos niveles –individual y colectivo- amerita que sea promovida la literatura de estas características en escala capilar.

Individual porque tode escritere que ancare una ficcionalización de algún rasgo traumático de su vida tiene la posibilidad de escupir una catarsis en signos lingüísticos escritos, tomar distancia de ese vómito y llegar a alguna conclusión que le permita ubicar ese sufrimiento en un lugar más sano, como dolor al menos. Colectivo, porque para nosotres, lecteres de una obra como esta novela, la autora nos permite el privilegio de acceder al sufrimiento real y concreto de otra persona, empatizando con ella o no, para ejercitar esa otra característica tan humana, tan sana y tan poco ejercida cotidianamente de aprender del otre.

Libros como éste deben ser aplaudidos, agradecidos, por el coraje de la autora para escribirlos, someterlos a la mirada crítica de editeres y critiques de arte y a las miles de posibles lecturas desviadas de sus lecteres. De paso, felicitar también a una editorial como Paradiso que sigue construyendo un catálogo con fuerte contenido emocional.

Una doble identidad excluida

¿Qué tiene de particular el sufrimiento de Aurelia, protagonista de este libro? Que se trata de una reflexión sincera y cruda de una doble pérdida, la del mundo exclusivo a las personas que oyen y hablan –quienes imponen a toda la sociedad su sistema de comunicación como único y universal- y la de los derechos sociales, culturales y políticos que gozan los ciudadanos naturales de un determinado Estado. Aurelia fue arrancada de sus raíces étnicas y culturales, de su condición de clase y de sus privilegios como hablante casi al mismo tiempo, durante su infancia.  Habiendo nacido en una familia campesina en una aldea milenaria de Cruña, en Galicia, España, a los dos años de edad adquirió una otitis crónica que primero le quitó la audición completa de uno de sus oídos, a los catorce años le sumó una parálisis permanente de la mitad de su rostro y a lo largo de su vida terminó de provocarle una sordera total y permanente; a los seis años de vida, la emigración forzada de su madre, su tía materna y su primo hacia Buenos Aires le arrancó, además del mundo donde había nacido y criado, también el afecto de su madre, quien falleció en el camarote de tercera clase del barco negrero que las llevó de Vigo a Retiro a mediados del segundo gobierno de Perón.

La novela intenta tomar distancia del poderoso dolor sufrido por Aurelia con varios recursos ficcionales. El primero, el ya nombrado, la autora intenta escindir su propia subjetividad de la sublimación de su propia vida, desdoblándose en una narradora omnisciente que arroja interpretaciones y juicios de valor permanentes sobre las vivencias de los personajes mencionados y luego construyendo de su experiencia un personaje de ficción que podría haber sido impactada o no por las situaciones que atraviesa. El segundo tiene que ver con la forma de narrar la temporalidad de esta biografía, en dos partes divididas a su vez en 9 libros suponemos con la intención de marcar la importancia de ciertos hitos de la narración en la evolución de la conciencia de la protagonista, como eventos que vistos desde lejos terminando siendo claves en ese proceso. Nuestra sensibilidad no llegó a distinguir lo suficiente las voces de narradora, protagonista y autora, o al menos no con el énfasis que habría pretendido ella, y la subdivisión en partes sólo nos ayudó a encontrarnos cuando perdíamos el hilo de la trama.

Encontramos a la protagonista en su crisis de los cuarenta en la cima de la mítica montaña que gobierna el valle donde está su aldea natal, muy cerca de la reconocida capital gallega Santiago de Compostela, y la narradora se instala dentro de su mirada, de su cerebro y su sistema emocional para intentar contarnos cómo se van sucediendo las memorias fragmentadas de su propia historia personal, que Aurelia llora y procesa en la primer semana de reconocimiento de las vidas y presentes de la familia y la aldea que dejó, 36 años después. En la segunda parte los libros y capítulos son menos, porque Aurelia ha logrado un avance significativo en la comprensión de sí misma, de su deseo y las posibilidades de desarrollarlo en su presente, después de esta tortuosa vida y tortuosa recopilación baja del cerro mítico, como Moisés, con algunos indicios entregados por su yo y súper yo para poder gobernar de mejor manera lo que resta de su vida mortal.

Así, le lectere tiene cierto alivio para los momentos más duros del viaje que atravesará por la vida de Aurelia como una suerte de Dante guiado por Virgilio en las profundidades de un drama individual, que sabe de antemano que llegará a atravesar con vida su infierno infantil en conventillos de Quilmes y Ciudadela, el purgatorio de la adolescencia y primera juventud independiente en Mar del Plata, y el paraíso de la adultez, que le permitió volver al lugar donde nació y del que nunca quiso despegarse.

Aurelia ha completado la primera parte de una batalla por su identidad que le ha tomado la vida entera. Porque ser emigrante, hipoacúsica, mujer y pobre fueron para ella golpes emocionales sistemáticos que la hicieron sentir la pérdida, el robo de los mundos que Aurelia consideraba propios por derecho: patria, familia y comunicación.

Quizá les lecteres hayan asistido a muchos relatos sobre el desgarramiento psicológico de infancias obligadas a migrar producto del desarrollo del capitalismo en su fase imperialista, entre fines del siglo 19 y todo el 20, y probablemente conozca ya lo hostil que fue ese genocidio silencioso sobre el campesinado feudal de las provincias galegas que cometió la resistencia de la nobleza de sangre y la Iglesia Católica a largar sus privilegios y dominios en el campo galego, generando miseria y exilio a la enorme mayoría de sus varones en edad activa. Esta novela de Iglesias López se ubica entre los más desgarradores relatos de esa diáspora.

Asimilarse o resistir: la lucha de la cultura sorda

Pero estoy segura que pocos de eses lecteres saben el exilio forzado que sufren las personas sordas en nuestra sociedad , que organiza el sistema de comunicación sobre las bases que permite el oír, verbalizar y leer. Pocas novelas conozco donde la pedagogía de las situaciones narradas –los diálogos de la protagonista con su primer amor platónico, un ciego músico y vendedor de lotería o con la gran amistad sorora que la ayudó a alcanzar su madurez- nos explican con sencillez ese mundo que desconocemos, el de cómo vive una persona que no oye. Aurelia le explica una y otra vez a la única persona que se ha tomado la paciencia y sistematicidad necesarias para comprenderla, a fuer de mejor ayudarla y aconsejarla, su compañera de laburo, Gloria, que una persona sorda no es capaz de desarrollar el pensamiento abstracto con la naturalidad que lo hace cualquier persona que ha sido socializada en un sistema lingüístico de signos verbales y leyes gramaticales. Como nos enseñó Saussure pensamos con la misma estructura que hablamos desde bebes, y por lo tanto, quienes entre nosotres no han contado con la chance de hablar y ser culturizados dentro del habla desde la oralidad infantil, podrán hacer ese proceso en tanto sean educados en otra lengua, un sistema que no cuente con el oído ni las ondas sonoras como premisa esencial, sino todo lo contrario.

La realidad de las personas sordas es de una otredad radical, de las más radicales que existen dentro de la multi diversidad humana. Si en algunos años les filósofes llegaron a pensar que la condición perseguida del judaísmo en el universo cristiano europeo fue la cifra más drástica de un otro cultural aislado, si podemos entender la condición de le afrodescendiente en el continente americano, donde fuera esclavizado durante tres siglos, o de los pueblos originarios de cada continente que fuera invadido y colonizado por el imperialismo europeo desde el siglo quince hasta hoy, situación compartida hasta cierto punto por el campesinado galego obligado a la diáspora, la condición de sorda aísla y expulsa del mundo a una persona de una forma tal que la coloca en una de las situaciones más angustiantes que se pueda experimentar, y por ello, concentra en sí misma la posibilidad de muchos otros dolores y desgarros vividos por individuos con condiciones distintas pero similares en resultados, las personas cuya psicología es considerada anormal, las personas de géneros que contradicen la biología y la heteronorma, etc.

La comunidad sorda, en los últimos cien años, se ha organizado y lucha en asociaciones al mismo tiempo mutuales, culturales y políticas para lograr el derecho a una cultura propia, que vienen construyendo alrededor de los sistemas que han construido para comunicarse, auto-educarse y protegerse de la hostilidad del mundo hablado. Los sectores que luchan por el reconocimiento de los mismos derechos humanos que los hablantes, pero defendiendo su propia identidad, enfrentan lo que conciben como un intento violento de asimilación por parte de los Estados de hablantes, quienes además de aislarlos y estigmatizarlos pretenden integrarlos en contra de su identidad, obligándolos a leer labios, forzándolos a intervenciones quirúrgicas dañinas y en su gran mayoría ineficaces. Elles luchan para que su lengua, la lengua de señas, tenga el mismo derecho que toda lengua a ser enseñada y difundida al nivel de masas necesario para que una persona sorda pueda ser funcional en el metabolismo social sin obligarse a adaptarse a un sistema lingüístico que les ajeno.

La angustia específica de ser hipoacúsica

La Aurelia que construye María Rosa no milita en ninguna de esas asociaciones y adopta por propia voluntad otra estrategia, durante toda su vida se esfuerza por seguir perteneciendo a la comunidad hablada, estudiando lectura de labios, probando todos los sistemas de audífonos que la tecnología de la última mitad del siglo 20 y sus magros ingresos le permitieron, operándose sin resultados positivos desde pequeña y enojándose con familiares, compañeros de trabajo, clientes y toda persona hablante que la discriminara o violentara por el sólo hecho de no comprenderla. La autora nos lo explica en el prefacio de su obra, Aurelia es hipoacúsica, no como sinónimo progre de “sorda” –aclaremos que ser sordo no debe considerarse ni un insulto ni un demérito, sino como una más de las variantes que ofrece la diversidad biológica de la humanidad- sino como descripción de la particular realidad de las personas que han nacido con la capacidad de oír y pudieron ser socializadas por la cultura hablante perdiendo una parte de su capacidad auditiva.

Por eso Aurelia siente la pérdida de su lugar en el mundo, su aldea, su nacionalidad, su familia y también su lugar como oyente con el doble dolor de un derecho natural que le fue injustamente quitado. Y como hipoacúsica crónica, va siendo expulsada de las relaciones sociales que constituyen la norma oficial paulatinamente, viviendo con plena conciencia ese dolor, esa violencia. Con la particularidad que viven las personas sordas, una elaboración de la propia experiencia en una soledad casi perfecta, que tortura la conciencia, la confunde. La culpa de sentirse deforme y anormal, de sentirse una carga para su familia, un monstruo que no será amado sexualmente por ningún ser humano “entero”, la casi absoluta incapacidad de otro ser vivo para comprenderla y contenerla o acompañarla.

De este laberinto infernal Aurelia ha logrado escalarse a sí misma gracias a su amor propio, que le impidió abandonarse ante las adversidades. Mientras ella se siente horrible y no deseada con causa, la novela nos va mostrando a los seres más inteligentes y empáticos que la conocen y tratan fascinados por su resiliencia, su coraje y su sistematicidad para sostenerse y avanzar a pesar de su sufrimiento. Esta doble identidad está en tensión durante toda la novela, lo que hace imposible para le lectere contagiarse de esa admiración, prestarle atención a las razones que fundamentan la baja autoestima de la protagonista, a su dolor antes que palmarse la espalda por presenciar una nueva historia tranquilizadora de auto superación. María Rosa no ha escrito para que aplaudamos la capacidad inherente de les desposeídes para sobrevivir a pesar de todo, no es una novela indulgente o de autoconmiseración. Todo lo contrario, es una denuncia vigorosa y visceral, pero muy racional de la injusticia que obliga esta sociedad.

En esa excursión creo que está el mejor aporte de Aurelia quiere oír, en que incomoda, grita, denuncia, no acepta paliativos ni siquiera con buenas intenciones. Como su protagonista, la autora parece haber escrito, corregido y publicado para dar una batalla, no para tranquilizar. Su denuncia del racismo y la xenofobia de la sociedad porteña es tajante, dentro de un sentido común que se auto identifica como progresista y cosmopolita. Como hije de una familia que emigró de Galiza y Asturias para la misma época que Aurelia, puedo decir que su denuncia es exacta, no miente. Por el conocimiento que tenemos de la lucha cotidiana de la comunidad sorda en nuestro país, entendemos que su denuncia en este aspecto también es literal y contundente.

Excluida por emigrante, por hipoacúsica y por mujer

Por este camino de auto conciencia, Aurelia detecta también y distingue los traumas que a su doble condición de excluida por emigrante e hipoacúsica agrega el patriarcado en su condición de mujer. En varios capítulos se explora la tensión de la tía, quien la crió en reemplazo de su hermana biológica, quien sostiene una doble asimilación resignada a los rigores de la sociedad porteña contra su galleguidad y a la de su marido, que le impone los rigores de una sirvienta en su propio hogar. Aurelia va notando de qué forma el patriarcado la obliga a una condición de oprimida que intensifica y formatea su realidad de doble exclusión social dándole una forma final distinta.

Es en ese punto donde la autora logra sus escenas mejor resueltas, a nuestro criterio. Cuando describe sus descubrimientos sexuales y eróticos, producto del encuentro empático y consensuado con otras personas que sufren exclusiones como ella, un vendedor ciego pobre, un escultor bohemio, una trabajadora sexual. En su persistencia por salir adelante y construirse una vida autónoma, Aurelia busca y encuentra a esos otros que le permitan el puente para comprender aquello que no le fue explicado y que no puede comprender por sí misma, expulsada del sistema de signos que le permitiría sacar deducciones propias. Aurelia busca la verdad en el otro en el mundo de los libros que le acercaba la escuela y la facultad frustrada, en el otro mundo de la palabra muda impresa, y también en la lengua no verbal de la pintura y las artes visuales. Aurelia busca verdades que le permitan entender el mundo y entender su existencia en él, sus caminos y posibilidades.

Lo logra en parte recuperando su identidad nacional y étnica. Cuando puede hacer el camino inverso de esa emigración forzada de los cincuenta treinta años después, en la segunda parte, la narradora no nos describe más las interrupciones obligadas a la trama por las dificultades de comprensión de su protagonista. Las barreras e imposiciones de la sordera no son sufridas por Aurelia una vez en su tierra natal, en su familia nuclear recuperada. Sabemos que siguen allí, pero Aurelia parece haber encontrado en este aspecto fundante de su identidad el lugar de firmeza necesario para superar el obstáculo y asumir su identidad sorda y también su deseo de mujer independiente en términos afectivos y sexuales.

La invisible identidad de clase y su poder clarificador

No sabemos –no podemos saber- cómo siguió la vida de Aurelia después de tomar la decisión de vivir y construir su vida de nuevo en la Galicia radicalmente transformada del boom democrático postfranquista, donde sus raíces campesinas ya no existían y las tradiciones que idealizo y extrañó durante su infancia y adolescencia ya no podían contenerla como antes.

Esperamos que haya sostenido su persistencia en la indagación de sus identidades para seguir mejorando su percepción de sí misma, que se haya mantenido lejos de las idealizaciones simplistas del nacionalismo galego y la morriña, que no se haya dejado encandilar por las ilusiones de aceptación ecuménica que en la novela mantiene y sostiene –en tensión- con la religión católica, poseedora del encanto de las catedrales y parroquias medievales, que al mismo tiempo que nos ofrecen el ilusiorio refugio de un origen ancestral común donde somos admitidas, esconden su sanguinaria responsabilidad en la construcción de las realidades sociales y económicas que expulsaron a les campesines galegues a la diáspora, genocidio silencioso e invisible superpuesto en genocidios más evidentes y atroces, contra las poblaciones originarias del continente y contra las poblaciones africanas. Quizás por ese camino Aurelia también encuentre las razones profundas de su identidad de campesina feudal tironeada por una familia que intenta “escalar socialmente” usando su mentalidad de pequeños patrones rurales para explotar a la propia familia en la construcción de pequeñas y medianas empresas y su lugar como “gente decente” en la sociedad capitalista donde se transplantaron.

Porque esa iglesia tradicional y ancestral que admira cuando entra a los templos más significativos de su biografía –la parroquia del pueblo y la catedral de Santiago- es un útero cómodo pero contradictorio, una cárcel de falsa comodidad que también fue responsable de garantizar la miseria para las familias campesinas galegas, miseria que no sólo explica con claridad su exilio forzoso, sino también su hipoacusia, porque el sarampión es una enfermedad posible solo para quienes son excluídes del acceso a la salud científica y sus tratamientos. Una parienta le cuenta lo que su madre sufría por creerse culpable de la sordera de su pequeña hija, asumiendo para sí un castigo divino, un sino del destino que la atormentaba. Su madre, víctima también de esa miseria que la obligó a sufrir una apendicitis con las posibilidades de atención médica de una tercera clase que era obligada a dormir, comer y cagar en el mismo espacio personal.

Quizás por ese camino pueda superar una conciencia política confusa o indulgente con las limitaciones políticas de su propia familia, que le enseñó a Aurelia a odiar al peronismo por su carácter fascista pero al mismo tiempo tomar una posición equidistante del franquismo y el comunismo en su balance de la Guerra Civil española. Porque si bien distingue con claridad los límites que le imponía a la clase obrera pobre con la que compartía conventillo el seguidismo al líder y denuncia las injusticias que el nacionalismo xenófobo y el fanatismo ejercían sobre las infancias no argentinas y no pernoistas en las escuelas del Estado, Aurelia no logra apartarse de una crítica gorila de pequeño patrón que refunfuña por los derechos laborales conseguidos en setenta años de lucha por la clase obrera en el Río de la Plata, y no le permite avanzar en una crítica furiosa del fachismo franquista y el rol criminal de la Iglesia católica entre la población galega campesina y obrera durante el siglo 19 y 20.

Aprender a escuchar

Pero estas observaciones críticas las podemos hacer porque logramos rescatarnos del dolor que la honestidad brutal de María Rosa nos hizo vivir como propios. En la angustia de Aurelia hemos reconocido las nuestras, como inmigrantes, y como travesti, que en tantos tramos nos vemos igual de matratadas e incomprendidas, obligadas a gritar, pelear contra amigues, familia y extraños por hacernos oír. Para quienes somos, como dice ella citando a la inmortal Rosalía de Castro, viudas de vivos, o en realidad, huérfanas de vives, ya que todas las relaciones que debimos romper o que nos han expulsado de sus vidas por no bancarse nuestro derecho a la identidad, a una existencia conforme a nuestro deseo, nos rompen un dolor emocional idéntico a la pérdida definitiva, con el bonus track de que siguen viviendo allí en algún sitio, negándose a cambiar para amarnos y aceptarnos. Negándose a hacer el esfuerzo necesario –como tuvimos que hacer nosotras- para acompañarnos.

Eso es lo más bello que puede enseñar Aurelia quiere oír, aprender a ejercer el verbo de escuchar, salirse del sistema de códigos que nos explica el mundo, ponernos a verlo y sentirlo desde las coordenadas donde está situade el otre y laburar para acompañar su deseo, su derecho, su existencia y no simplemente jugar a satisfacer nuestra necesidad de bonohomía.

sábado, 14 de marzo de 2020

La Mariposa y la Iguana, un abrazo prohibido

Una elegía para su décimo cumpleaños


Consulte el magnífico catálogo de esta increíble editorial en
 https://www.facebook.com/lamariposaylaiguana/


La primer secuencia de Los caballeros de la mesa cuadrada de los Monty Python (Monty Python and the Holy Grial, Londres, 1975) en la que grafican la vida en la Inglaterra del siglo décimo, es quizá una de las mejores de la historia del cine universal. En el contexto de una aldea o barrio popular de la Inglaterra medieval, puro barro, mierda, meo y cielo plomizo, con parsimonia y monotonía un hombre viene tirando un carromato ancho de maderas rudas cargado de cadáveres vestidos de ropas toscas y agrestes igual que él, desde el punto de fuga del último plano horizonte hacia el primerísimo de la pantalla. Vamos descubriendo que viene voceando, pregonando sus servicios a la población encerrada dentro de sus casas, hasta que un aldeano le sale al cruce al pie de la suya para pedirle que cargue el cadáver del abuelo de la familia por la tarifa consensuada.

El enterrador ambulante discute contra el vecino por un detalle obvio y revulsivo, el abuelo habla, está, todavía, vivo. Después de un intercambio delirante en el que el cliente intenta convencerlo de que la muerte de su abuelo es inmediata, mientras el aludido lucha por demostrar su vitalidad rebosante y el enterrador se debate entre el negocio posible y su practicidad moral, le propinan un visible garrotazo al abuelo con lo que se consuma el comercio y la vida, la muerte y la película siguen su camino.

Podríamos habernos recreado en las lisérgicas imágenes de tantas geniales ficcionalizaciones de la historia de las pestes en la humanidad, como la novela del argelino Albert Camus en su excelente La peste, de 1947, o la otra gran especulación filosófica sobre la humanidad ante crisis epidémicas catastróficas de la distopía creada por el comunista portugués José Saramago en Ensayo sobre la ceguera, de 1995. Se nos impone la de los delirantes comediantes británicos porque ilustra con mayor crudeza nuestra primer impresión ante la invasión del coronavirus en nuestra vida cotidiana.

La celebración de los primeros años del sello editorial La Mariposa y la Iguana tuvo que guapearle a la primera andanada del Estado contra las libertades ciudadanas en nuestra ciudad, justificada para prevenir la expansión geométrica del virus en nuestra comunidad. Preparada con la profesionalidad que caracteriza a sus fundadoras, las poetas disidentes –como se autodenominan- Leticia Hernando y Dafne Pidemunt, la celebración comenzó a ser bombardeada después que la paranoia instalada hace meses desde los medios masivos de comunicación hiciera carne en el decreto de necesidad y urgencia del Presidente Fernández que prohibió los espectáculos y encuentros deportivos y artísticos hasta nuevo aviso.

Aunque el evento de La Mariposa y la Iguana no entraba dentro de las especificaciones del decreto (nadie esperaba concentrar más de cien personas, la mitad del piso establecido por el gobierno argentino) la presión social que el decreto habilitó entre la ciudadanía alertada y ganada por un miedo mesiánico, obligó a batallar para sostener la convocatoria.

Ese tipo de tenacidad es el que celebramos, festejamos y agradecemos a Leti y Dafne quienes conocemos su trabajo. Toda su vida en conjunto, emocional, artística y editorial está marcada por una lucha persistente y sistemática para sortear los innumerables obstáculos materiales y culturales que han tenido que enfrentar para que su programa estético-político pueda hacerse carne en papel y difundirse. La Mariposa y la Iguana debe ser la editorial con uno de los mejores, más variados, ricos y bellos catálogos de lo mejor de la poesía contemporánea del Río de la Plata y sus regiones de influencia. No sólo en términos técnicos-estéticos sino sobre todo políticos, porque Leti y Dafne tienen una increíble virtud de encontrar sensibilidades como las suyas, espejándose en voces que se diferencian notablemente, con una belleza y un poder propios, y vuelcan su tenacidad para que todas esas bellas voces, luchadoras como la dueta editorial, lleguen también al papel y las bateas de movilizaciones, ferias y librerías.

Su orientación política fusiona lo mejor de la izquierda anarquista y socialista, su ética fraternal e igualitaria con un furioso feminismo que no negocia ni un tantito así con el patriarcado. También eso celebramos ayer, el triunfo y consolidación de un proyecto político-cultural que fue pionero en la lucha por la libertad e igualdad de las mujeres, les géneros y orientaciones sexuales disidentes de la heteronorma. Y esta lucha también se puede leer en su catálogo.

Sin depender de la prebenda estatal ni obligadas por eso a la obsecuencia con los gobiernos de turno, más allá de las simpatías políticas que puedan mantener con tal o cual corriente, La Mariposa y La Iguana pueden darse el lujo de no sonrojarse bajo la caracterización de editorial independiente. No son una pyme fabricante de libros que busca debajo de un rótulo progresista hacerse un lugar en el mezquino mercado editorial argentino. Tampoco dos aventureras que siguen las tendencias de moda en la progresía porteña con plata que todavía compra libros y lee. Editorial anarquista en sus principios y militante desde la selección de autorxs, la edición rigurosa y profesional, y la distribución quijotesca que Leti y Dafne sostienen con el propio cuerpo en todas las trincheras donde sus hermanas y hermanes de clase nos encontramos luchando juntes.

Todo esto se pudo disfrutar ayer en el espacio hermoso de la Librería La Libre en Chacabuco casi Estados Unidos. Las autoras y auteres leyeron lo que más admiraban de las obras de sus compañeres de catálogo, en una especie de aquelarre de un extraño clan de poetas alquimiando emociones e iluminando los aspectos más difíciles de comprender de los pliegues del alma y la lucha de clases. Como soy una recién iniciada no pude retener los nombres y apellidos de las personas que me conmovieron en este inolvidable recital de poesía y música, y sería muy injusto que no las mencionase a todas. Sobre todo porque cada una de ellas me tocó cada fibra sensible y removió el pantano emocional en el que andaba remando con el barro esta semana, y me ayudó a aflojar los nudos de angustia sobre las cervicales y limpiarme de toxinas el alma. Me hicieron llorar para el campeonato, vamos.

Dafne y Leti ayer nos dieron un abrazo de amor como el que vienen sosteniendo hace diez años en su increíble laburo político, literario, cultural y emocional. Y los abrazos, expresión concreta y material del amor fraterno y sincero son, han venido a ser, un objeto precioso y delicado que estaremos obligades a proteger como la llamita de fuego en las épocas que no sabíamos aún cómo volver a encenderlo, en los orígenes profundos de nuestra experiencia vital en este planeta.

La imagen de los Monty Python muestra de qué viene nuestra vida cotidiana bajo el imperio de la peste bíblica que se nos impone. Las crisis sanitarias que superan las diferencias de clase extreman las presiones al punto límite que el Estado se despoja de todas las falsas caras con las que se nos presenta disfrazado de “arena pública” en “tiempos normales”. Disfrutamos les marxistes consecuentes, que todavía batallamos para demostrar a nuestres congéneres que debajo del disfraz de Estado de Bienestar todo Estado en una sociedad de explotación de clases es un instrumento de la dictadura de la clase dominante para mantenernos sojuzgades y oprimides bajo su yugo.

El Talón de Hierro de la metáfora genial y pionera de Jack London se quita los guantes de seda justificado en la contención de una pandemia. "El Estado somos todos" va a ir sacándose la careta de a poco para mostrarnos su verdadera esencia orwelliana. Ya los medios más progresistas, como Página/12 o Radio con Vos a la cabeza, permiten que sus interlocutores vayan deslizando una preocupante admiración por los métodos draconianos con que el estalinismo chino o el mafioso femicida Putin han logrado contener al coronavirus en sus terriorios. Todo sirve para ir rastrojando el terreno para justificar un estado de excepción también para el Estado Solidario y de pañuelo verde de les Fernández-Fernández, no sea cosa que por muy progresistas se les escape el virus y queden culo pa´rriba justo en el comienzo de su utopía revolucionaria de lo posible, justo al toque de “volver para ser mejores”.

Los Python muestran que en la terrible peste bubónica provocada más por la descomposición del feudalismo europeo que por la difusión de las pulgas de la rata que garantizó el nuevo comercio meditarráneo con Oriente (el foco en las ratas propone la culpa en les musulmanes y judíes excupando a la nobleza católica romanogermánica) sirvió de oportunidad a unos para inventarse un comercio del que vivir –efectivamente había personas que cobraban por encargarse de los cadáveres pustulentos- y a otros para sacarse de encima la enorme molestia de sus ancianos.

¿Qué tan diferente es nuestra burguesía financiera internacional, que se relame con las ganancias posibles para la industria y el comercio farmacológico –eternamente sospechado con razón de promover crisis sistémicas como esta, ya sea porque se les “escapan” sus manipulaciones biogenéticas o porque las difunden a propósito para vender vacunas y kits de fármacos- y que celebra los bajos índices de mortalidad del coronavirus se concentran en la misma capa social que quiere condenar a jubilaciones miserables en todo el mundo?

El capitalismo en su peor fase, en su descomposición entrópica imperialista, alienta la barbarie con sistemas de salud pública destrozados, niveles de hiperexplotación inauditos que entregan a las mayorías laburantes a todas las variedades y mutaciones de enfermedades asesinas, desde el cáncer hasta las epidemias virales.

En un mismo criterio, el viernes que nos encaminábamos a celebrar el amor entre poetas, mientras se prohibían los encuentros artísticos y deportivos, el Senado votaba un receso que proteja la salud de la casta política mientras los subtes y bondis siguen compactando fuerza de trabajo de un lado al otro del temible otoño que desata sus primeras tormentas. 

Prohiben los saludos, los abrazos, la mateada y la rancheada, nos prohíben la poesía, promoviendo el miedo, el alcahuetismo contra le próxime que no cumple con la norma, el aislamiento y la supervivencia de los mejor preparados, los ricos, los privilegiados. Quieren llevarnos al lodo de la deshumanización, al individualismo y el pánico social.

Somos el lastre que el Estado pretende sacrificar en el altar del coronavirus para salvar a quienes laburan para ellos, y su régimen de explotación. Somos el abuelo del vecino desalmado.

El verdadero virus es el capital y su Estado. Mata la pobreza centenaria que nos condena a morir de Dengue o Chagas, de difteria o hambre; mata la pobreza de los sueldos que no consiguen pagar tratamientos caros y sofisticados en todas las patologías posibles, mata la heteronorma que abusa de las infancias, que asesina una mujer cada 29 horas, decenas de transfeminidades por año que viola y abusa en los hogares, las escuelas, las fábricas y oficinas y vuelve a matar, violar y abusar una y mil veces en los pedregosos laberintos del purgatorio judicial.

Por eso, en estas épocas que el Estado prohíbe los abrazos, va a ser indispensable y urgente que nos organicemos y luchemos a brazo partido para sostener el amor y la camaradería. Seamos pues, como La Mariposa y la Iguana, un antídoto contra la barbarie inhumana, anti-humana del virus que nos invade.

viernes, 13 de marzo de 2020

Con olor a calembour


Publicado originalmente en Evaristo Cultural
 http://evaristocultural.com.ar/2020/03/11/caminantes-edgardo-scott/

Ediciones Godot ha publicado un bellísimo calembour, que, como leímos en una de las irónicas críticas literarias de El escarabajo de oro hace más de cuatro décadas, no es un tipo de queso refinado, sino un exquisito juego de palabras, más refinado aún. Se trata de la segunda edición ampliada del conjunto de glosas breves imaginadas por Edgardo Scott (1978) fundador del grupo literario Alejandría en 2005, autor de varios libros de cuentos y novelas y columnista de renombradas publicaciones literarias del país y el extranjero.

En su Caminantes, flâneurs, paseantes, walkmans, vagabundos, peregrinos, Scott revive el gusto típico de lo que David Viñas llamó el escritor gentleman, arquetipo fundador de la literatura nacional en el siglo 19 y que, leyendo a Scott descubrimos que está lejos de morirse.

El autor nos presenta sus reflexiones como lector, haciendo un recorte prolijo del tema a observar, un cánon de escritores y escritoras que considera del mejor nivel y de un estilo particular. El tema que busca es la relación entre la acción de caminar (para mostrarse, para conocer, para meditar, para abstraerse del ruido urbano, para escapar o buscando un destino de fe) y la literatura. Con ingenio demuestra en cien páginas que ha existido una relación fundante entre la literatura y la disposición a ejercer la caminata en alguna de estas variantes filosóficas y estéticas diversas.

Es un ejercicio aristocrático por varias razones. La más importante, en todo su recorrido busca recuperar y resaltar la caminata como medio por excelencia de la meditación estético-filosófica vedado al común de los mortales, individualidades homogeneizadas por la sociedad de consumo, que no puede pasear, que camina monótonamente y es parte del ruido de la ciudad. El escritor que rescata y recorta Scott, caminando se aparta de ese ruido que no comprende ni quiere, de esa masa anónima y gris que desprecia en su última miscelánea. Ejercicio aristocrático porque defiende una praxis estética que remite a un pasado social cada vez más lejano, devorado incesantemente por el desarrollo de las comunicaciones y la velocidad de la tecnología, así como por la capacidad de domesticar las conciencias del capitalismo moderno.

Recorriendo todas las variantes posibles de la caminata, Scott no se ubica nunca en el punto de vista de quien camina para ir al laburo, alguno de los individuos de esa masa ruidosa urbana, sus limitaciones o posibilidades para filosofar sobre el paisaje o sobre los que sí pueden pasear frente suyo, bien vestidos y elegantes, como esos flâneurs del siglo 19 que Scott añora. Tampoco ubica su punto de vista en el de aquéllas personas que, aun  consiguiendo el tiempo necesario de ocio para pasear, son violentadas en su derecho al disfrute filosófico del ambiente debido a las marcas de género o etnia que portan.

Scott pasea por la literatura que le agrada buscando también reivindicar un tipo de literatura y un tipo de lectura. Escribe en el viejo estilo de Mansilla, de Borges y de Bioy, del propio Abelardo Castillo, para quienes la literatura debía ser una artesanía fina, un trabajo intelectual de construcción de objetos delicados, bellos, precisos y exactos, textos como diamantes facetados por expertos conocedores de su materia, para quien los cuentos y las poesías debían ser elaborados como perfectos mecanismos de relojería. El hrönir.

Objetos de tal particularidad que sólo pueden ser reconocidos por iniciados en la cofradía, por pares que debían atravesar las duras pruebas del arte hasta ser reconocidos ellos mismos por sus cófrades consagrados. Este tipo de glosas como las que nos ofrece Scott, se podían escuchar en las tertulias de las grandes plumas (sin ofender) de nuestra literatura en los cafés que usted quisiera, y luego fueron también el sello distintivo de sus secciones de crítica literaria en las revistas literarias icónicas de los años cincuenta o sesenta del siglo pasado. Como una masonería de la literatura que tanto aspirantes a escriteres como público curioso en general podían apreciar desde la ventanilla si pagaba el ejemplar pero no podía ser parte.

Escritores aristocráticos –más allá de sus ingresos o genealogía- porque construyeron una élite, un arte definido por ciertos recursos, un estilo y un tono particulares; escritores que escriben para ellos y la mayor parte del tiempo, sobre ellos. Como Scott.

Y esto se nota sobre todo en un tipo particular de forma de leer que ellos reivindican y promueven. Porque si el escritor debe ser un artesano calificado, el buen lector debe ser un detective tan sutil y avanzado como el artificio que pretende descular. En sus palabras “En verdad, descifrar es una forma superior, la forma, extrema, superior, de lectura.” (p. 41). De esto se trata este libro, de la demostración del autor de su capacidad para descifrar a los autores y autoras que considera, por lógica, portadores de la forma extrema, superior, de literatura. Scott viene a pedir con este libro el carnét de pertenencia al selecto grupo de quienes saben leer y escribir en su forma “extrema, superior”. No leímos sus obras anteriores, pero Caminantes es una solicitud de inscripción, un formulario de admisión, a ese viejo y marmolado Parnaso Azul que una, ingenuamente, consideraba abandonado y con telarañas.

Caminantas o el machismo al paseo de la época

Se trata este texto de una demostración de la vitalidad posible del escritor gentleman en pleno siglo 21, demostrar y demostrarse que todavía se puede dibujar la realidad contemporánea en sutiles pinceladas, para encontrar con inteligencia los rasgos ocultos de una sociedad y comprenderla de un plumazo. Ahí están los textos donde Scott reflexiona sobre canciones del mundo del pop o el rock popular de las décadas de su infancia y adolescencia, y deduce las filosofías trágicas del pasaje del vinilo al casette, del winco al walkman.

El escritor gentleman puede -como en ese excelente dibujo de la tapa- calzarse el cuello almidonado, la galera y los auriculares más llamativos sin desentonar, reivindica este libro. Aislarse de la masa, del común, recortarse –por sobre- la multitud, refugiarse en su parnaso propio y desde allí llenar de belleza e inteligencia irónica el mundo, no con intenciones políticas de revolucionarlo, sólo para cumplir con su deseo, su mandato autoimpuesto.

Y en eso de aggiornarse Scott introduce varias reflexiones sobre escritoras y poetas, para que no vayan a tildarlo de machista esas moralistas del género que tanto abundan en la posmodernidad. No sabemos si les escriteres transgénero o travestis no han hablado nunca de la caminata, o porque no han escrito nada que amerite ser introducido en la selecta cofradía de Scott, o simplemente no existen, pero aquí no aparecen. Las mujeres que han logrado hablar sobre la caminata o la han utilizado para su literatura, al menos las que escriben bien, existen y son mencionadas.

Y sin embargo, también existen las mujeres en el universo de los escritores aristocráticos que Scott adora e idolatra, como ejemplo icónico y simbólico, Lucio Mansilla. Nos llama la atención que recién en la página 78, en su comentario sobre un texto del escritor escocés Stevenson (a quien Scott considera genial, igual que lo consideraba Borges y toda la academia literaria internacional) nuestro agudo lector descubra una marca de machismo para despreciar una posible crítica moral. Sirva este modesto ejemplo también de cómo está construido todo el libro.

Scott cita un extracto del ensayo Caminatas de Stevenson sin mencionar en qué libro, año de edición ni nada que nos permita buscarlo puesto que si fuésemos miembres de la cofradía de escritores gentleman sabríamos con exactitud en qué año y dónde publicó el escocés esta glosa.

“una excursión a pie debe realizarse a solas, porque la libertad forma parte de su esencia, porque uno ha de ser capaz de detenerse y seguir, continuar por una senda o por otra, según lo dirija su voluntad, y también porque uno tiene que marcar su propio ritmo y no trotar junto a un caminante de campeonato ni dar pasos remilgados al compás de una muchacha”

Y dice nuestro Scott a la salida del punto seguido después de las comillas:

 “Stevenson machista, sí –para nuestro discurso de época-, pero sería muy superfluo ahora detenerse en ese giro.”

Quizás por una inercia que nos ha dejado la lectura de este libro, quizás porque al no pertenecer a la cofradía de los gentlemen leemos distinto, nos detendremos un rato en ese giro. Está claro que para la época de Stevenson un varón podía perder el paso al lado de otro varón deportista –caminante de campeonato- o frustrarse por la lentitud de una muchacha. Es decir, que en su universo mental y epocal las “muchachas” –suponemos mujeres jóvenes todavía no entregadas a la posesión eterna de un varón caminante- eran el arquetipo de la debilidad y fragilidad, hasta en el caminar.

No llama la atención el machismo de Stevenson pero sí el de Scott, nacido en 1978 y que tendría suficiente uso de conciencia el 3 de junio de 2015 cuando irrumpió frente a todas las miradas –sutiles o groseras, flâneurs o ruidosas- el grito desgarrante de las mujeres esclavizadas por la sociedad patriarcal. En primer lugar, porque le baja el precio al machismo como se dice en la calle que sus flâneurs no transitan, de este lado de la vereda, ya que la distancia epocal no salva al machismo de Stevenson como si en el siglo 19 los machos hubiesen tenido derecho a su poder patriarcal porque no existía el feminismo –que, por lo demás, también existía- y rebajando la denuncia de los crímenes de lesa humanidad de nuestra sociedad contra las mujeres a un “discurso de época”, lo que claramente significa para Scott, una moda impuesta a la “correctitud política”. Que, claro, está fuera de la esfera amoral de los grandes artistas.

Luego, si Scott considera “superfluo”, es decir, superficial o banal “detenerse” en el giro machista, sí de Stevenson, ¿para qué lo cita? ¿Si le interesaba destacar que su adorado Stevenson era parte de la cofradía de escritores caminantes y que tenía una filosofía propia del paseo, que reivindicaba en soledad, a cuento de qué alargar la cita hasta ese giro machista? Poniendo el punto y aparte en “su propio ritmo” con un par de corchetes y puntos suspensivos el objetivo de la glosa estaba resuelto. ¿O será que Scott quería dar su opinión sobre el “machismo de época” y lo superfluo que le parece “detenerse” en “esos giros” epocales? Cómo saberlo. Aunque la provocación, como la ironía y el sarcasmo –y el machismo-, son atributos del estilo del escritor gentleman que Scott aplaude y reivindica en Borges, Mansilla y Bioy Casares.

Lo que nos lleva a releer la glosa que ya nos había desagrado al comienzo, en la página 31, en la que se reivindica a Lucio Mansilla como “el otro gran escritor del siglo XIX” un escalón por debajo de quien Scott considera el primer gran escritor del siglo XIX, Domingo Faustino Sarmiento. Poco le importa al escritor gentleman que ambos se hayan destacado, por ejemplo, en el “primer gran” genocidio del Estado Argentino en siglo XIX, al servicio de los intereses geopolíticos del “primer gran” imperio de la era capitalista moderna, esto es, la Guerra contra el Paraguay y la masacre contra los pueblos originarios de la Patagonia y el Gran Chaco. En los que Sarmiento y Mansilla, como en la literatura, también ocuparon puestos de primer y segundo violín.

Pero esto es otro giro epocal que no le interesa al lector aristocrático, a la cofradía de artesanos de la poética. Le interesa sí a Scott reivindicar en Mansilla un arquetipo de literatura que bien podría aplicársele a él mismo, o mejor dicho, que en este mismo libro el intenta emular:

“Pero para Mansilla, enseguida París y sus calles, París y sus mujeres, se vuelven símbolos de su maravillosa autoficción: la escritura de Mansilla es nuestra primera gran escritura del yo. El primer gran analítico e introspectivo.” decreta nuestro escritor gentleman antes de reflexionar sobre una de las famosas misceláneas del seudo prócer en la que cuenta cómo persiguió a una mujer por las calles de París viendo cómo ella dejaba limosnas para las personas ciegas que se encontraba en el camino hasta que la “encara” y la señora se lo saca de encima diciéndole que era casada y no deseaba una aventura con él, que también estaba casado pero que por lo visto deseaba el affaire.

Scott ha elegido esta entre toda la prolífica obra de Mansilla donde podría haber comprobado de la misma forma su tesis sobre su autor preferido, sin embargo la elige porque se trata de un paseo aristocrático (Mansilla como flâneur) y porque además se desarrolla en París, meca de la aristocracia que Scott admira, como él mismo reconoce “las calles del París de Baudelaire” otro de sus arquetipos adorados. Otra vez nuestro contemporáneo salva el alevoso machismo de un tipo que decide seguir a una mujer por la calle porque le gusta –y porque puede-

“en su paseo por París, Mansilla sigue a una mujer. No la persigue, no la acosa, pero la sigue, la desea. Camina detrás, camina al costado, camina adelante.”

Sólo desde el mismo punto de vista de Mansilla –de clase y de género- Scott puede decir con total impunidad, determinar como un juez –tode lectere es el únique en condiciones de juzgar en su mundo íntimo de lectura- que Mansilla sigue pero no persigue a una mujer, que le camina detrás, al costado, adelante y finalmente decide hablarle pero esa consumación de su deseo no implica un acoso. Si Scott escribiese el mismo libro buscando lecturas de travestis, lesbianas y mujeres cisgénero intentando pasear como la víctima del deseo de Mansilla en este relato, y tuviese un poco de empatía con este punto de vista, descubriría que gracias al patriarcado, pasear sin miedo a ser acosada, piropeada o insultada por lindas calles o parques de la ciudad, buscando el placer filosófico de la contemplación y sarasa, es un privilegio sólo de varones.

De paso, y ya que Scott hace la reverencia a la literatura no aristocrática de Roberto Arlt y le permite un lugar en el Parnaso en varias oportunidades de su libro, nos permitimos con modestia señalar que en sus aguafuertes ya se sorprendía en los años treinta con la violencia e impunidad que los varones porteños se permitían decirle cualquier tipo de barbaridad a las “muchachas” y “señoras” por las calles de Buenos Aires.

 “He visitado muchas ciudades extranjeras. Las he visitado con la curiosidad del hombre que busca fórmulas de mejor vivir. Y en las ciudades extranjeras he encontrado realidades que me han agradado y también he vivido experiencias que no me entusiasmaron. Pero en ninguna parte del mundo he descubierto que se le faltara el respeto a la mujer con la grosería que acostumbran hacerlo aquí los que a sí mismos se tildan de hombres cultos o, por lo menos, educados. […] En todas las ciudades que no llevan el nombre de Buenos Aires he encontrado respeto para la mujer. Respeto para la niña. Menos aquí.

Causa asombro y repugnancia. ¿De qué calidad de hombres estamos rodeados? Porque estos hombres que tan gravemente faltan al respeto a la mujer y ultrajan su pudor no son extranjeros. No. Los extranjeros no tienen esas costumbres. Son argentinos. Hombres que se dicen cultos y que al menos tienen las apariencias de tales.

He recorrido tranvías, teatros, cines, ferrocarriles, cafés, calles, frentes de tiendas. Donde se camina por esta ciudad se descubre que el hombre vive en permanente atentado a la dignidad de la mujer. Ya es la frase obscena susurrada al oído, ya, como en las céntricas calles de Esmeralda, Corrientes y Suipacha, son las patotas de pitucos o de sujetos que quieren tener las apariencias de pitucos, lanzando, en grupos, torrentes de guaranguerías al paso de las muchachas solas. ¡Y a la vista y paciencia del vigilante que en la esquina los deja hacer indiferente! ¿Qué diré de los frentes de las tiendas, de la calle Florida, de Sarmiento y Cerrito, donde se ve, los he visto yo con mis propios ojos, hombres jóvenes o maduros, con rostro que simula perfecta indiferencia, lanzar pellizcos a las mujeres que pasan?”.

Roberto Arlt, “Tiempos presentes”, 1937 citado en Roberto Arlt, El paisaje en las nubes. Crónicas en El Mundo 1937-1942, Prólogo de Ricardo Piglia. Edición e introducción de Rose Corral, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2009, pp. 140-142. En el link  http://nuestroquerer.blogspot.com/2016/09/como-se-ofende-la-mujer-roberto-arlt.html


Nótese que citamos una reflexión de Arlt que vendría muy al paso del recorte del libro de Scott, ya que se refiere a reflexiones sobre cómo es caminar en la ciudad de Buenos Aires. Claro, entendemos que quizá Scott no lo pueda apreciar, ya que se trata de “giros discursivos de época” “superfluos” para un escritor gentleman. Porque Arlt está mirando desde y hacia esa multitud ruidosa que camina sin poder disfrutar del paseo, esa multitud y ese ruido del que los testimonios seleccionados por Scott, huyen o se aíslan.

Para el escritor gentleman, entonces, con incluir a un par de mujeres que escriban con gusto aristocrático por la literatura alcanza, como el caballero que abre la puerta del carruaje o deja pasar primero a las damas, para vivir en este presente tan distinto al añorado siglo XIX.

En este juego de erudiciones que se permite la cofradía de escritores aristocráticos a la que Scott se afana por entrar –si es que ya no le han aceptado hace rato- recordamos que un calembour o calember bien puede ser un ingenioso juego con las palabras, la gramática y la sabiduría literaria, y también reflejar el olor propio de los quesos largo tiempo fermentados por los artesanos gourmet en las cavas apropiadas. Habrá quiénes disfruten de ese olor y corran a comprarse un buen ejemplar para saborearlo y devorarlo, y habrá quienes lo rechacen por hacer una lectura demasiado “literal” o “ingenua” de su repugnancia aparente.

Nos encontramos entre les últimes.

Para quienes disfrutan este tipo de literatura, tan argentina por cierto, este es un excelente libro que deberían comprar.

Angustia sin lazarillos


Publicado en Evaristo Cultural http://evaristocultural.com.ar/2020/03/03/maratonista-ciego-emilio-garcia-wehbi/?fbclid=IwAR3B636Sx-YYR3Y5UXGXxAk66is-N4wnqKXCSQpdAFNGyVwvVaRrCC6_VJk

Reflexiones impunes sobre Maratonista ciego, de Emilio García Wehbi, publicada por Ediciones Documenta/Escénicas, Córdoba, en enero de 2020.

La colección editorial que nos supo traer una escritora revolucionaria como Camila Sosa Villada, vuelve a publicar la obra de uno de los más interesantes y prolíficos artistas que han recorrido escenarios de todo el planeta con su monstruosa representación que fusiona distintas disciplinas visuales y emotivas. En este caso Emilio García Wehbi (1964) incursiona en la palabra escrita con las mismas inquietudes y propuestas de toda su carrera profesional, en un tono de balance muy íntimo, casi privado, en el que se arriesga a mostrarnos las llagas de su alma y las bases fundamentales y teóricas de su praxis artística.

Valioso ejercicio con múltiples lecturas, un desafío a la altura de los apetitos más refinados y complejos, un texto arriesgado de escribir y de leer.

La vida, un arte casi ininteligible

Mi editor siempre me encarga tareas imposibles. No es culpa de él sino de mis incapacidades. Por ejemplo esta reseña. García Wehbi es parte de una generación muy singular de artistas, ligados fuertemente al teatro pero que nadie puede reducir, encorsetar, en algunas de las disciplinas de este arte de infinitas facetas. Descubro leyendo su novela Maratonista ciego que le irrita el concepto periodístico que nombró a esta generación en su momento de esplendor, teatristas,  bajo el primer gobierno de Kirchner o, con benevolencia, después de ese estallido disruptivo en las conciencias de todas las clases sociales en nuestro país y continente que fue el Argentinazo de 2001.

En 2004 yo dirigía la edición de un mensuario cultural de izquierda y me zambullía por obligación a tratar de seguir la cartelera oficial del teatro porteño, lugar donde se plasmaba la línea oficial del progresismo del gobierno de la Alianza entre el peronismo de izquierda realpolitik de Chacho Álvarez, el conservadurismo reaccionario de la UCR de De la Rúa y el progresismo “comunista” de Aníbal Ibarra, bajo la batuta de otro ex comunista, el empresario de boliches con espectáculos Tellerman, vice y futuro intentente, en los preludios de Cromañón.

En el Complejo Teatral de la Ciudad de Buenos Aires se veían muchas obras de los así llamados teatristas, en las que se incluía a García Whebi. Presencié su original puesta de la obra de otro fiel representante de su generación y cofradía, Luis Cano, Hamlet, de William Shakespeare, una obra sobre Shakespeare y sobre lo que le pasa a los artistas cuando crean, montada sobre una interpretación de la tragedia política y personal del famoso príncipe de Dinamarca.

No entendí nada, confieso. Recuerdo solamente imágenes convulsionantes de una herrería o carnicería en tonos ocre y marrón y el entorno bizarro del Zoológico de Buenos Aires un sábado por la noche, ya que la obra se montaba en el escenario del teatro pegado al Zoo, un lugar que yo desconocía y creo que llegué a olvidar que existía.

Leo casi veinte años después y casi de un tirón la novela de García Wehbi y tengo la misma sensación de no entender nada. Me auto-incluyo en el anatema del narrador protagónico contra la ignorancia y brutalidad de artistas y público que no apreciamos mucho más que el teatro de living porque no contamos con la sensibilidad lo suficientemente cultivada para apreciar o disfrutar de apuestas disruptivas, como la suya. Me reconozco incapaz de comprender todas las citas intertextuales de este autor, que ha transformado en elitista erudición, que no me interesa compartir, una voraz imaginación infantil, con la que me identifico.

Pero pasaron casi dos décadas casi y algo aprendimos. O al menos nos sentimos con la impunidad suficiente para intentar comprender. Quizá en intentando hacerle inteligible para una sensibilidad roma como la propia, ayudemos un poquis a ilustrarnos alguito para mejorar la calidad y comprender al corredor de esta novela y su arte.

Nietzsche, Jung, Sartre y Deleuze en Baires

García Wehbi ha construido un narrador que se mira así mismo, se encierra como tantas veces hizo en su vida –rasgo de identidad que todas las personas sensibles que lo amaron en cincuenta años le han reprochado con ternura- en un aislamiento casi perfecto del universo que golpea su sensibilidad al extremo de adorar el silencio, la ausencia de tiempo y voces, su propia naturaleza gregaria. El lobo estepario de nuevo en la metáfora del corredor de fondo, maratonista o actual runner, que cuando su cuerpo logra el ritmo deseado y entrenado, se zambulle en una especie de tubo donde el tiempo y el contexto parecen anularse, ponerse en sordina, suspenderse, emocionalidad zen o nirvana perseguida por Siddarta Gautama y miles de monjes de cientos de religiones hace miles de siglos por nuestra especie. Huye de la muerte, su muerte, o corre hacia ella.

Pero en esta novela, este individuo encerrado en sí mismo, toma notas de lo que ocurre ahí dentro, y las hace públicas, nos permite leerlas, juzgarlas.

Es el recurso sicológico de quien se encuentra frente a su propia muerte de forma concreta, cuando el tiempo parece haber mutado en su consciencia de su finitud, en esa edad que va entre los cuarenta y los cincuenta, cuando nuestres cuerpes han perdido definitivamente el derecho a la juventud biológica y nuestra consciencia se retuerce para comprenderlo. Se refleja en su propia enfermedad y revive, ahora con conocimiento de causa, la de su padre y su madre.

Como dice Mika Waltarii que acostumbraban hacer les estrusques antes de morir, que rompían el jarrón de su hogar donde habían guardado cada piedra que juntaron en momentos significativos de su camino por la vida, y revivían su biografía. Les etrusques de la novela de Waltari lo hacían para sopesar en su conciencia lo que habían hecho, como jueces de su propia existencia, Osiris con la balanza y la pluma pero en el personaje del propio muerto. Claro que el narrador de la novela de García Wehbi hace lo mismo, se juzga moralmente, mide sus recuerdos, y la novela está sostenida en la firmeza de esa continuidad, la muerte y sus misterios y dolores.

Pero el narrador de Wehbi parece tener otra obsesión, comprenderse y comprendernos. Va soltando retazos de un enorme mosaico o caloidoscopio de recuerdos de toda su vida –comparte la edad y profesión de su autor, lo que puede ser una trampa para leerlos en clave autobiográfica, como toda literatura es en el fondo- sin un orden lineal, ni separaciones formales en capítulos o partes.

El disparador es la comprensión de que a sus cincuenta años ha muerto la persona que fue y debe nacer otra. Como no puede ni quiere pensar la vida humana en un sentido lógico, navega por las aguas de su profundo yo interior, entre recuerdos de viajes –a Brasil, Japón, Suecia, Colombia, México y otros del planeta-, sueños y pesadillas y la memoria de las charlas fundantes de su psicología con su padre y su madre, fallecidos ha. No busca un sentido a una vida humana que el narrador concibe absurda, sin sentido.

Se puede leer con el mismo agrado de quienes aman bucear en los océanos existenciales de los sujetos situados en su propia nada, aquel viejo motivo de las novelas europeas o europeizadas (europeizantes como acusaba la crítica nacionalista y estalinista en nuestros países) de la posguerra mundial o también como un nuevo ejercicio de este artista de mil rostros para movernos el piso de nuestras convenciones sobre el mundo, para sacudirnos un poco de la modorra de nuestra propia zona de confort auto-aceptada. Creo entender que se trata de un artificio resultado de la fusión entre la propuesta radical del Teatro de la Crueldad de Antonin Artaud y la filosofía rizomática de Deleuze con una intencionalidad política emparentable con el teatro del distanciamiento de Bertold Brecht.

Aunque quizás lo más atractivo de la obra es que también puede leerse de forma catártica, es decir, reconociéndose en algunas de las escenas representadas, viendo desplegarse ante sí el desnudo de un ser humano ante sus angustias vitales, que pueden ser las propias y las de toda la especie.

Ahí el aporte significativo de esta forma de arte, que ofrece imágenes imposibles de leer en un solo sentido, aparentemente desconexas y caóticas pero que ofrecen aristas y continuidades para que sea el propio cerebro del espectadore o lectere quien las intuya y conjugue para encontrarles todos los sentidos que pueda. Una imitación de la vida misma como se proyecta frente a los sentidos de los individuos, una sucesión aparentemente desconexa de fenómenos que sólo cobran sentido fijo en la forma que tengamos de atar las partes.

El discurso, cada discurso, y algunos discursos más que otros, enhebran los textos de la realidad para darles una lectura y establecerla como única. Para estos pensadores la realidad es fantasía, y somos los seres humanos quienes pretendemos ordenarla. Así, la vida cotidiana cobra un tinte absoluto de absurdo sin lógica, somos también nosotres personajes construídos por esta maraña de ficciones guionadas por otros a quienes nunca podremos reconocer detrás de los hilos. Un volver a Kant pesimista, anti iluminista, claro, que se rebela contra los discursos oficiales del Estado y de la hipocresía de sus artistas y científicos conservadores aunque se disfracen con fraseologías estéticas de personas que intentaron revoluciones.

“No nacemos, nos nacen”

Una de las múltiples lecturas posibles de este libro es la de comprender la filosofía estética de este artista tan particular y de quienes tienden a crear en un registro parecido. Se trata de sensibilidades curtidas por las experiencias políticas que desgarraron familias enteras, las suyas propias en ese maremagno, entre el genocidio inaugurado por Videla y abortado por Alfonsín, la derrota de las gloriosas revoluciones obreras y comunistas entre fines de los setenta y comienzos de los noventa y este vacío existencial promovido por el capitalismo triunfante en su fase más descompuesta.

El padre fallecido es el arquetipo de la revolución derrotada, masón clandestino o militante comunista que muere de un relámpago a los 65 años en los comienzos de la primavera alfonsinista, que le niega a su hijo la posibilidad de encarnar él mismo la última revolución traicionada de la larga lista que arrancó quizás con Sandino en el mismo lugar que hoy es enterrada, Nicaragua. El peso de la derrota de los ancestres en el alma de sus herederos, lo que podría explicar la cita del 18 Brumario de Karl Marx que inaugura la novela.

La madre apretando la conciencia y personalidad del hijo también, pero en otro sentido, la locura psiquiátrica, la depresión y la lucidez de quien sufre el universo con otra lectura de los referentes simbólicos que la rodean y por lo tanto permite ver el envés de la trama, correrse de la pretensión soberbia de control racional del resto –su propio padre por caso-.

El narrador de Maratonista ciego repasa las raíces de su propia existencia, indaga sin esperanzas pero con sistematicidad en las posibles causas que lo explican y se atiene, contradictoriamente, al método clásico del médico judío en la aristocracia vienesa de preguerra, Freud, analizando sus memorias infantiles, su propia producción onírica, sus pulsiones sexuales desde la adolescencia hasta la adultez. Está escribiendo las notas de ese momento de lucidez no racional en medio de la carrera y no entiende nada de lo que mira, sólo anota.

Lo fascinan –así, lo encandilan- las imágenes que observa pero no termina de poder racionalizarlas, como los insectos que se dejan llevar por esa fascinación hacia el tubo de luz artificial y fallecen por no comprender la naturaleza de su fascinación y los peligros de perseguirla ciegamente. Y como Freud, otra vez, mira en las mitologías de otros pueblos pre-existentes las proyecciones de otros tantos estados psicológicos, de otros tantos inconscientes como el suyo. Es una lectura en clave jungiana del proceso de análisis psicológico, esa de los arquetipos a los que podemos resumirnos todes les millones de experiencias individuales que poblamos la faz de la tierra.

Toda la mitología clásica de la tragedia griega, pero también las costumbres milenarias del pueblo mexicano o japonés con la muerte, el inframundo y los fantasmas.

La novela despliega también infinitas microhistorias, casi anécdotas de viajes delirantes que en el contexto asumen proporciones surrealistas y fantásticas que merecen ser leídas (la historia de los hombres verdes de Japón puede por sí sola justificar una novela, la delirante descripción de los objetos cosechados en una vida acomodados en la biblioteca, el sueño del sótano inundado de libros, hijos y padres flotando son terribles disparadores de múltiples filosofías y narrativas apasionantes). Si debiéramos salvar la obra con un solo argumento ante un tribunal ético, incluso clasista y de género, tendríamos que decir que Maratonista ciego es un manifiesto y una guía para despertar la imaginación y multiplicarla. En varios lugares su narrador sentencia que la imaginación es la facultad humana más odiada por los dioses y sus religiones, por el Estado si se quiere ya que eso son los dioses y las religiones, formas del Estado.

Todas las ennumeraciones de la novela son disparadores frenéticos de la imaginación, abren corrosivamente los mil caminos prohibidos por el arte oficial y la pacatería burguesa. Sus diálogos internos con los fantasmas de su madre y su padre logran un tono de total sinceridad y ternura que también justifican largamente la lectura de este libro.

García Wehbi pasa la prueba de Osiris, entonces, como moderno Prometeo surgido de la miseria y ruptura mental de una familia obrera que roba del Olimpo la capacidad de imaginar sin límites para traerla de nuevo al mundo mortal. Incluso aunque sus decisiones y las circunstancias en que desarrolla su arte no sean de alcance de las grandes mayorías.

Ciego pero responsable

Obra de madurez de un artista anárquico desde muy temprano, la novela empuja los límites de la moral para sembrar también aquí y allá los sueños eróticos de un machito atraído por el morbo del porno más pedorro, la pederastía, la pulsión inconsciente de dominar la voluntad sexual de un cuerpo no del todo desarrollado de mujer. Fantasía y morbo de la ambigüedad que al mismo tiempo que irrita la sexualidad pacata de las sociedades victorianas permite el fluir de imágenes y discursos perversos del patriarcado más enfermizo y femicida, el violador de menores que se dibuja detrás del Nabokov de Lolita, el Henry Miller de Sexus, Nexus, Plexus y el afamado autor de Alicia en el país de las maravillas, denunciado por lectoras víctimas de abuso en su infancia como el inventor de fantasías para convertir la imaginación de las niñas en un camino horrible a convertirse en presas fáciles para sus Sombrederos.

¿Será un prurito moral que el autor se obliga para poner límites a una lectura misógina de su narrador o por algún rasgo de autoconciencia sobre las posibles degeneraciones de un anarquismo punk que también ha venido a encubrir y legitimar los permisos que el patriarcado concede a los artistas machitos “transgresores”? Como sea, aparece la aclaración:

“Quizás cierta obsesión carrolleana (pero completamente deserotizada –al menos en términos conscientes o pulsionales-) lo lleva a incluir niñas prepúberes en muchos de sus espectáculos.”

Obsesión que vuelve en algunas descripciones de cuerpos de amantes del pasado, justificadas por la adolescencia del personaje –triste justificación que no justifica nada como ya sabemos gracias al feminismo- o en la descripción de esa veta morbosa de la cultura popular japonesa por las niñas de secundaria en trajecitos marineros que lo llevan a explorar los rituales pajeros delirantes de los porn shops de Tokio. Aclaración políticamente correcta que el narrador desprecia en el resto de los teatristas pero que vuelve a subrayar cuando resalta que montaba obras feministas quince años antes de que fuera “moda”.

Para agregar tensión, el narrador dedica una reivindicación de la calidad artística de los individuos, “el talento”, ante la “correctitud política” que los acusa por sus crímenes, llamado a disociar artista de ser humano que bien puede servir de justificador amoral, como ya sabemos. Alegato furioso y ético contra un discurso de lucha de las mujeres y géneros oprimides por la heteronorma patriarcal que su narrador minimiza y burla reduciéndolo a “fascismo de izquierda”. También hay un alegato en contra del maltrato animal, al que considera la peor de las crueldades humanas, incluso por encima de aquéllas violencias contra otros seres humanes.

Es que este narrador navega aguas borrascosas a ciegas cuando elige la palabra escrita. Él que se ha sabido mover y ha dedicado su energía vital, intelectual y emocional en tres décadas a provocar la conciencia con textos no verbales, puede sufrir las consecuencias de la novela. En la ironía del subtítulo también se esconde un posible destino trágico. García Wehbi demuestra una erudición importante de teoría estética, por eso cuando subtitula su obra entre un paréntesis que la define como bildungsroman, además de burlarse del método clásico de las novelas moralizantes del siglo XVIII europeo y de sus estructuras estéticas, ojo, quizás esté confesando que el camino de aprendizaje sobre sí mismo se completó en este ejercicio literario aunque haya sido perseguido con métodos contradictorios. La palabra escrita permite volver sobre ella y establecer una marca de sentido y significación que se inhabilita casi del todo en los textos no verbales.

Yendo y volviendo de ciertas marcas de género y de clase en su bilgdunsroman se pueden encontrar también lecturas desagradables de este narrador que goza de una impunidad en términos materiales, sexuales y morales que sólo un pequeño porcentaje de la humanidad puede disfrutar, ya sea en el campo artístico como fuera de él. La posibilidad de viajar en avión a destinos cosmopolitas y flasheros –setecientos vuelos calcula el narrador en una parte de su silogismo- o de permitirse parar el ritmo habitual de la carrera por vivir sin obligarse al cronómetro implacable de la explotación capitalista, y por lo tanto un lugar, una situación económica que permite reflexionar sobre la metafísica de la angustia y el miedo existencial que sería muy distinta en una situación de obrero alienado. Qué decir si encima no contase con los privilegios eróticos y políticos de la masculinidad.

No somos jueces de nadie, mucho menos de artistas, pero tampoco nos gusta la hipocresía habitual en la crítica literaria y sobre todo en obras con propuestas tan audaces e interesantes como esta, nos obligamos a señalar los límites que leemos, que todes podemos leer. Porque a diferencia del teatro, por ejemplo de esa obra de 2004 a la que no puedo volver para intentar comprender, puedo saltar de una a otra de las páginas de Maratonista ciego y encontrar o fundamentar lecturas, fijarlas.

“Un Frankenstein con cuerpo de Artaud y cabeza de Brecht”, eppur si muove

Porque aprendí esto también, que no todo desgarro del propio ombligo obliga a una postura política nihilista. Tampoco tienen esencialidad política los métodos artísticos. El posmodernismo irracionalista pudo sostener defensas veladas del status quo como carreras profesionales bien pagadas por los Estados “neoliberales” en cátedras y subsidios culturales pero también denuncias políticas de los crímenes del Estado. Muchas expresiones artísticas punk bien entendidas que hemos visto brotar del bajo vientre de la cultura porteña en estos últimos veinte años, sin financiamiento del Estado de ningún tipo, abrevaron en esas mismas aguas teóricas y generacionales. Entendemos que la obra de García Wehbi toma por este último desfiladero, o al menos creemos en la sinceridad de las intenciones de su autor.

El narrador de García Wehbi defiende una producción estética como herramienta política, en la búsqueda de anular toda sensación de conformidad o resolución positiva de la catarsis social, que lo ha llevado a representar denuncias contra los femicidios de Ciudad Juárez casi al tiempo que lo hacía Rita Segato desde otro camino absolutamente distinto, el de una militancia clásica y racionalista. En la senda de Artaud y Brecht, el director de teatro que se confiesa en esta novela pretende llevar la incomodidad de le espectadore al extremo físico del repudio, a saltarse de la butaca indignade o enferme, al vómito o el insulto. Un empujar a la conciencia a enojarse con las falsas seguridades de las que ella misma se agarra para seguir sobreviviendo.

Reconoce algo de culpa en este diálogo con el mandato político del fantasma de su padre, ya que sabe que en la opción de la lucha a través del arte escénico no contribuye a revolucionar la realidad con la misma potencia que en la militancia sindical o incluso la guerrilla foquista. Pero sostiene sin embargo la motivación política revolucionaria del arte como herramienta de transformación social.

La angustia existencial más íntima, de un ciego sin lazarillos, porque no existen o porque ha decidido no engañarse con las miradas de otros en los que no confía, pero que persiste en su empeño de vivir, de respirar, de no quedarse en el reverso de su locura, de mantenerse volviendo a la caverna para zamarrear a sus congéneres con la locura que descubrió en sus creencias más importantes.

Un poco como su generación, solitaria y huérfana de los grandes discursos de la epopeya humana liberadora o revolucionaria, deprimida crónicamente por el descubrimiento permanente de la futilidad de la vida y las mentiras que detentan el poder como verdades absolutas, no se resigna a la inacción y al menos pretende irritar a les creyentes, para que, en última instancia, no queden espectadores que puedan alegar ignorancia o inocencia ante el terrible espectáculo que la vida cotidiana nos ofrece.

Y que hagan algo. Reaccionen.