Uno se toma el tren, bah, esta cosa que nos
acostumbramos a decirle tren. Pero esto no tiene nada que ver con el
transiberiano, con un transporte que te cruza desde lo conocido a lo
desconocido, una alfombra mágica de fierro que te lleva a volar por nuevos
mundos. Ni siquiera son esos coches limpios y humanos donde viajás sentado para
llegar más rápido a tu destino.
Uno se toma el Roca, para hablar con
propiedad, desde cualquier lado, ponele Monte Grande, Glew o Temperley, y ya
tenés la nariz y el alma llenos de mugre, la mugre es todo, te infecta, te
mancha, te ensucia.
Las cinco de la mañana, mañana fría y húmeda
de Buenos Aires, como hace mil años, este clima de mierda que se te mete en los
pies y en los huesos aunque te hayas tirado camiseta, camisa, blusa, pulover,
campera, bufanda, guantes, jeans, borcegos rotos y medias gruesas mal lavadas,
no importa, el frío se te mete, como un intruso, te cala. Vos vas agarrado de
la nada, te sostienen otros cuerpos enfundados en tantos abrigos, de colores
grises, marrones, beiges, negros azul marino, ni en la ropa sentís aire fresco
o vida limpia.
Todos apelotonados, apelmazados, compactados,
tufos, olor a meo, alientos de trasnoche, barbas de tercer día, perfumes
baratos en cantidades industriales. Culos, piernas, zapatos, hombros, espaldas,
bultos, tetas, panzas, todo amasado, empujado, violado.
Lo peor sin embargo son las caras. Entre los brazos que cuelgan como
crucifixiones se pueden ver las caras.
Caras sin vida. Peces muertos. Todavía
respiran, los músculos relajados, las pieles color papel, arrugadas, todos
duermen. Nadie sabe si vamos en un vagón o en un enorme ataúd de gente que no
sabe todavia que ya se murió.
No importa el traqueteo, la poesía de las
barriadas y el rocío o la escarcha sobre los pastizales malevos que crecen sin
pedir permiso por cualquier grieta o boquete de cemento o ladrillo que haya.
Nadie puede ver la perspectiva irse y venir, alejarse si mirás la ventanilla
para atrás, acercarse mucho más lento si mirás para adelante. Trac trac trac
trac. Somos parte del fierro, del alumnio que empuja el espacio como un toro,
que se coge el aire, el viento, que galopa el riel, que salta, se bambolea, la
sacudida no es poesía cuando se te mete en el músculo mal dormido, mal sentado,
mal parado, mal cogido, mal comido. Toda la energía del tren, del tiempo, de su
velocidad, de su freno en tus contracturas, tus nudos, tus callos, tu juanetes,
tu cuello rectificado, tu acidez estomacal, tus víceras ahí, amortajadas por tu
carne vieja y rota, seca, y los trapos que fuiste comprando como pudiste o te
regalaron o el buzo que encontraste tirado.
Y la gente duerme parada, flotando entre los
cuerpos que van a Constitución. La gente duerme parada. Las viejas, las
jóvenes, los altos, los petisos, los feos, los lindos, los limpios y los
sucios, todos duermen. Bah, o lo que nos acostumbramos a decir dormir. Dormir,
no es una cama de sábanas blancas con perfumito con un sol radiante detrás de
las persianas que ponen una penumbra de alcoba, el olor exquisito de la madera
de quebracho o roble de la cama. Qué mierda si tu cama siempre tiene la sábana
áspera, el colchon vencido de los mil años de tirarle el cuerpo encima y soñar,
soñar despierto con el día de suerte en que lo vas a poder cambiar, la frazada
corta que no es metáfora de periodista sino que es tu puta realidad de pies
fríos o pecho congestionado.
Y así vamos, porque lo nuestro es un mero ir y
venir. Nada más. Somos unos forros si llegamos a decir que viajamos a Constitución, que como ya estamos muy cansados hasta
para hablar solo es Consti.
Las estaciones de tren deberían ser lugares
mágicos, encrucijadas donde millones de almas se cruzan y encuentran entre los
milenios. Lugares que a pesar de las guías y los mapas son todo lo contrario,
no lugares. Sitios donde empiezan los caminos y recorridos de unos y terminan
los de otros. El mismo lugar, pero puro esperar y ansiedad para el que arranca,
puro destino final, alegría y fin del cansancio para otro. Una mancha difusa
para el que pasa sin detenerse en ella.
Cuántas historias se han tejido en las
estaciones de los trenes, como puertos de ríos de hierro y tosca.
Sin embargo, en las estaciones del Roca la
muerte tiene ojos de niño y mirada de perro golpeado, abusado, vejado, que pide
limosna o la roba. Los baños son miserables cuevas vomitadas que trabajan de
wiskería de menores, prostíbulos al paso regenteados por la mierda humana.
Y bajarse a los empujones, codazos,
zancadillas y patadas, y correr por el anden, sí, correr caminando o caminar
corriendo por el andén lleno de mugre, de costras grises de mugre, de papeles
sucios, de restos de panchos, chipa o lo que mierda sea que se me pega al
zapato y a los ojos, me jode en los ojos, me quita el placer de mirar, ya no
miro. Porque en el Roca no se mira, no se mira a nadie a los ojos, porque es un
código, porque la franqueza y la sinceridad no son hipótesis necesarias, se
puede prescindir de la humanidad de la mirada. El mirado reacciona como el
perro macho, se espanta, se planta de manos, ladra con la mueca, con el torcer
de la nariz, baja la mirada.
(Pero todo esto es pura literatura. Los que
saben la verdad, saben que la cadena de ataúdes que empujan el riel se mueven
sobre una historia negra de muerte mafiosa desde que masacraron a los primeros
habitantes de la pampa hace 500 años y vinieron a rematar a los últimos
rebeldes con el sable de Rauch al Rémington de Julio Argentino, pasando por
toda la caterva de estancieros hijos de una gran puta que desde Rod´riguez y
Rivadavia hasta Alsina y Mitre pasando por el mazorquero Rosas transformaron
verde pasto en leguas y hectáreas, en hipoteca garantía de deuda externa, en
negociado para el capital financiero britanico y sus hermosos trenes y
estaciones bucólicas. Pero también a los millones de polícías y milicos que
gasearon y apalearon a los millones de obreros ferroviarios que enfrentaron
conscientemente, de cuerpo y alma, este trasnporte de mugres, guita y
explotación. El Roca, además de elevar al prócer asesino de indios y gauchos,
lleva en sus entrañas la sangre de tres mártires del pueblo argentino, Darío,
Maxi y Mariano.)
Lo peor no es cuando el tren no sale o demora,
como siempre, lo peor no es cuando las miles de personas te hacen imposible
ahorrarte dos minutos más en esta corrida infernal para fichar. Lo peor es
cuando llega a tiempo, cuando te deja en el lugar a horario. Porque nos
sentimos felices, tenemos la sensación cálida de que hoy llegamos temprano, se
nos levanta el ánimo, nos animamos a mirar para arriba y disfrutar de una nube,
del rojo amanecer en el horizonte de cemento de la ciudad mugrienta, sonreímos
como boludos o boludas por el cantar del pájaro. Estamos felices. Felices.
Felices de que esa máquina infernal nos hizo llegar a tiempo para ser triturados
por el laburo a tiempo, para dejar nuestra sangre, energía, vida, amor,
ternura, paz, bondad y todo lo que nos hace humanos en cuatro paredes de durlok
mal pintadas y un par de hios de puta que se preocupan de hacernos sentir una
mierda. Cuando inventaron el metrobús nos alegramos de poder dormir quince o
veinte minutos más...
Somos eso, músculo y neurona, sangre, caca y
moco, huesos y piel, para alimentar la máquina de la economía. Somos vacas
llendo al matadero, sólo que nuestro marrón es invisible, nadie siente que le
dan un mazazo en la nuca cuando ficha o se sienta a laburar. Pero te lo dan, te
hacen mierda el sistema nervioso, te van amasando, haciéndote sólo eso, solo
carne, hamburguesa, bofe.
Sin embargo, objetivamente, entre esos
millones de pares de zapatos y zapatillas caminan seres humanos. Esa piba de
cabeza gacha, de cartera grande de señora, de campera de frío o sacos de lana rojos y calzas
abrigadas, con el pelo chato pero con las puntas semiteñidas, con su misteriosa cara siempre oculta,
esa piba esconde una pasión inconmensurable que no entra en todo el galpón de
esa enorme estación de modelo parisino con hierro forjado a la vista y viejos
ventanales sucios ya con el tiempo.
Esa piba hace el amor con una pasión y ternura
que sólo conocen los amantes sensibles que pudieron estar bajo sus piernas,
dentro de sus piernas, abrazados a su pecho con su lengua por todo el cuerpo y
que sobrevivieron al placer. Esa piba lucha todos los días con una fuerza que
ni ella reconoce para aguantar el laburo, sus jefes, el abuso naturalizado del
piropo, la humillación permanente, las tres hijas que siempre alimenta, viste,
educa, divierte como si fuesen las mismísimas reinas de inglaterra, esa piba
usa su tiempo libre para luchar por las otras pibas y mujeres gandes del
barrio, para que no se las chupen las redes de trata, los narcos, los transas,
los intendentes, la policía, la mierda humana vestida de traje, uniforme,
sotana o espor. Esa piba tiene el cuerpo lleno de poesía, de música, de Carl
Sagan y Stephen Jay Gould, de Los Simpsons y las películas que más le gustaron,
el Río Paraná que nunca conoció lo tiene metido en el suspiro. Esa piba sabe más
de economía y política que el forro de barba afeitada en la peluquería de moda
que se llena los bolsillos con los libros que en dos años llenan los anaqueles
de usados en oferta porque sus análisis sirvieron nada más que para completar el
2 por 10 o 3 por 15.
Y vos, alienado, te la cruzaste y no la viste.
Te perdiste su magia, su amor, su inconmensurable ternura imposible de medir,
cuantificar, completar, atrapar, asir, retener. Te perdiste su risa cuando es
feliz y el cielo más cerado de plomo y lluvia no tiene otra opción que rendirse
y dejar paso a la nube rosada, tornasolada o blanca y que la luz ilumine,
limpie, tu alma.
Yo, que la conocí, me siento un afortunado. En
las horas más amargas en que me siento, como ahora mismo, a repasar cada piedra
recogida en este largo y doloroso viaje que llamamos la vida, me pongo a juntar
en mi mesa los recuerdos de las bellas personas que me crucé en el azaroso puente
del destino y añoro su calor, sus suspiros, sus gemidos y su canto que nunca
escuché como hubiese deseado.
Yo, que la conocí, y su magia me supo llenar
las horas, me arrancó del tedio, de la inhumana alienación del trabajo, que fui
convencido por su amor de dos noches y el wasap sé que soy otro gracias a ella.
No sé su nombre real ni su dirección exacta. No podría encontrarla si allanara
todas las casas el extremo conurbano donde vive. Sólo sé que todas las mañanas,
tipo 5 o 6, se toma el tren de la muerte y viaja a su lado, defendiendo la vida
con cada suspiro.
Sé que si me tomo el Roca al revés, un sábado
cualquiera, en cualquiera de las plazas y estaciones la veré piqueteando un
periódico de letras sin imágenes, convenciendo al mundo de la salida para su
sufrimiento eterno y cotidiano o regalándome, generosa y desprendida, un mísero
volante de papel gris para que encuentre con él, como un hilo de Ariadna, mi
propio camino para salir de este laberinto sin paredes.
Sé que si el Roca al fin está muerto, paralizado
por el corte, la huelga, ella estará en los pies de los que marchan y en las
manos que sujetan las cañas que rompen el cotidiano cielo en banderas rojas y
oro y, si todo es bello y perfecto, en las piedras y las que vengan después de
las gomeras que, como dijo el poeta urbano, no siempre serán.
Lenin solía decir que el socialismo se
verificará cuando los trenes lleguen a horario.
Vale camarada,
siempre y cuando,
en
la última estación del recorrido,
la encuentre de nuevo
a ella,
feliz
y gobernando.