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martes, 8 de noviembre de 2016

CAPÍTULO 7- Negra Sombra

Capítulo 7

Negra Sombra

en todo estás e tí es todo
Rosalía de Castro, 1880



En cada colectivo el porteño tiene su propia forma de infierno. Claro que hay un círculo que los iguala a todos: el centro es -siempre y a toda hora- un viaje garantizado como ganado. Por gracia de la desinversión empresarial las unidades tienen más de diez años, hacen un ruido terrible que taladra literalmente oídos y paciencias, tiran toda clase de humo y los etcéteras del caso. El infierno también toma formas particulares, como el 133, el “lechero” más entreverado que recorre casi todos los hospitales públicos desde Saavedra hasta Pompeya o el 23, una ruleta rusa cuando pasás del Cementerio de Flores hasta la 1-11-14 o el calvario eterno de tomarse el 110 lleno, de vuelta a Nazca y San Martín, un viernes por la tarde. La cosa se viene acentuando a medida que la irracionalidad hace crecer la ciudad atorando las panzas de los bondis, las colas de los bondis, la SUBE nefasta que te recuerda cotidianamente el exacto límite de tu pobreza salarial. 
La particularidad de la 105 es que todavía conserva esas unidades chotas, angostas, de pasillos donde sólo entran filas de a uno, codo a codo y en la parte trasera, sobre las ruedas, estás más elevado y por ende, regalado a los culatazos y bacheos del viaje.
Tardó mil horas en llegar a San Martín y Melincué. La eterna construcción de paradas iluminadas y canteros de cemento y plástico duro de esa nueva estafa que es el Metrobús, hace que durante dos años el tránsito sea todavía peor. Una vez arriba, ya habiendo pasado la hora pico de la tarde y apurado por los ritmos horarios de la patronal subsidiada, el chofer lo transformó en un camión de rally, por lo que el asiento de la fila del fondo, detrás de la puerta de bajada, era una especie de potro loco de esos que metés una moneda y te imitan el corcoveo de la doma en los tugurios de algunos pueblos ruteros.
Le puso un tiempo récord, casi que no pude darme cuenta de la insufrible curva de Medrano y Bartolomé Mitre ni de la fachada muerta del boliche asesino frente al santuario de los Pibes de Cromañón. Tampoco noté el circo del santo inventado para los milagros rápidos en la parroquia de Balvanera, sede de 150 años de fraudes electorales, punteros y compadritos y escuela del dictador más sanguinario del país.
El ruido infernal de ese motor cansado rebotaba en lo profundo de la cañada formada por los sucios y grises edificios de una Bartolomé Mitre encajonada y tubular.
Lo planificado me había salido bien. Viernes a la noche y el cardumen de turistas que hacían la excursión guiada por el Barolo estaba rebosante, lo que me permitió camuflarme y pasar desapercibido hasta la oficina de la SIDE.
Esperé un tiempo prudencial para caracterizar sin llamar la atención y la oficina seguía sin custodia ni movimiento de entrada y salida de agentes. O bien el incidente con el teniente Perón no había sido identificado todavía con la oficina o el agente “Cabral” había muerto sin tiempo para dar la alarma. O –quién lo sabía- en una de esas era el único agente activo que conocía su uso y estaba muerto. En cualquier caso la indagación uruguaya de Santos y Vicky seguía siendo imperiosa para empezar a resolver tantos interrogantes.
Pero eso no pasaba por mi cabeza cuando entré al desván octogonal con el reloj automático que mi viejo me había heredado antes de morir, y que sabía había sido pagado por él y usado por primera vez en algún momento de 1963 o 64, con el primer ahorro importante de su primer laburo en Buenos Aires, limpiando la mierda de los clientes del restorán El Mundo, en Maipú y Florida.
La reliquia hizo su juego de llave y los mecanismos de la habitación fabricaron las luces y el túnel de gusano tiempo-espacial y volví a sentir ese terrible dolor de culo. Pero después de una caída que me pareció más corta, en lugar de la habitación de museo de la noche anterior, caí en el mismo suelo y el mismo desván octogonal de un Palacio Barolo ya terminado y en funciones.
Habían mantenido el placar enorme original, también con ropas de la época. Me calcé un traje gris perla, de solapa ancha y cruzada con la cintura de los pantalones a la altura del ombligo, preferí los tiradores al cinturón y un sombrero al tono de la corbata y encaré la salida con la elegancia de un Hugo del Carril yendo a la milonga, o a la cancha.
Pasé desapercibido por una galería con un esplendor mucho más glorioso que el del Pasaje Barolo de los años 90 y 2000 que yo había transitado tantas veces. Chequé la fecha en el kiosco de revistas de la galería pero recién me cayó la ficha de que estábamos en el 12 de octubre de 1963 cuando un estallido de voces y colores, de cuerpos y caras de alegría me explotó en los sentidos al salir a la Avenida de Mayo.
Y así, por el más puro de los azares, en lugar de encarar la segunda fase de una misión para vengar preventivamente a mi compañero Mariano Ferreyra, rastreando y eliminando a su verdugo, 50 años antes de que diera la orden que apretó el gatillo del .22 de Favale, terminé encarado con mi más profundo demonio interior.
El paso del tiempo en la conciencia popular se parece mucho en efectividad al agua de la montaña que acaricia con paciencia eterna la piedra y la va puliendo hasta dejarla pura arcilla y arena. En los años 50 y 60 del siglo XX si un habitante de Buenos Aires se cruzaba con alguien tocando una gaita en la calle, rápidamente hacía un comentario –amistoso o racista- sobre la colectividad gallega. En los años 90 y el 2000 lo más probable es que el comentario hubiera sido sobre el personaje de Mel Gibson en Bravehart-Corazón Valiente, los escoceses y sus “polleritas”.
Se ha borrado prácticamente de la memoria popular la enorme importancia que tuvieron para la vida social de esta comunidad, la inmigración gallega y asturiana de fines del siglo 19 y la primera mitad del siglo 20.
Y ahí estaba yo, autocomisionado en una misión política, siendo testigo de la movilización impresionante de 50 mil inmigrantes españoles que hacían suya la Avenida de Mayo homenajeando la conquista sanguinaria del continente en que vivían, paseando un feriado en el que el Estado argentino barría bajo la alfombra su dignidad soberana para chupar las medias de la embajada española y del fascismo que gobernaba la Madre Patria. El siniestro reloj me había llevado al lugar donde seguramente mi viejo, que tendría unos 26 o 27 años, habría estrenado el lujoso relojito, en la fiesta de la “raza superior”.
Olvidé por completo la “misión” original y en lugar de rastrear un nombre en las agendas telefónicas me descubrí buscando un rostro entre la multitud. Buscaba el rostro de las fotos más viejas de la familia, de la época de las salidas y encuentros de novios de mis viejos, con una mezcla de inconsciencia y alguito de angustia por lo que pasaría si efectivamente el recuerdo de una foto aparecía de carne y piel frente a mí.
En eso recordé las anécdotas de mi madre sobre las andanzas de mi viejo y su cofradía de paisanos también mozos, bacheros o cocineros de los miles de bares, restoranes y piringundines que sostenían el comercio gastronómico del corazón de la ciudad, que llenaban los espacios vacíos de soledad y nostalgia después del laburo con litros de interminables whiskys, cañas y aguardientes en determinadas esquinas que oficiaban de embajadas de las diferentes regiones españolas. Mi viejo y su barra defendían el honor de las cuatro provincias gallegas en la fuente de hierro forjado artístico de Avenida de Mayo y Lima, frente al horrible lugar en que la Embajada española hizo construir en 1980 ese peñasco feo y blanco calcáreo de donde emerge el Quijote a caballo y que en los días en que Santos, Vicky y yo habíamos perseguido al servicio “Cabral” se encontraba el indomable acampe de los qom del carasjché Félix Díaz exigiendo el fin del etnocidio de Urtubey, Insfrán y Capitanich en el chaco norteño.
Desde esa esquina –ahora vacía de personajes literarios y combatientes originarios- pude ver a mi viejo, trepado a la fuente de hierro y agarrado de sus compadres como quien se cuelga del paravalancha en la tribuna, arengando como un barrabrava el paso del desfile multitudinario.
Por obvias razones nunca lo había visto a mi viejo como lo veía ahora: sólo pude atestiguar la última mitad de su vida, terminada a los 76 en una tétrica terapia intensiva derruida de una clínica privada de Posadas, cuando ese tipo de movimientos ágiles y robustos de la juventud habían pasado ya hace rato al cajón de los recuerdos, entre las fotos y la morriña, sepultados por los efectos físicos evidentes de un tabaquismo bestial, la diabetes y la hipertensión congénitas y los kilos de grasa propios de una vida ya muy aburguesada.
Todo lo contrario de ese joven obrero gastronómico vigoroso y atlético, afeitado al ras y perfumado, en un traje de domingo con toda la pompa que las moneditas de sus primeros sueldos permitieron comprar. Tenía esas dos grandes entradas en las sienes que anunciaban la futura pelada que yo conocí pero no había ningún indicio que pudiese imaginar la obesidad tan característica del pequeño patrón gastronómico posadeño que simbolizaba todo lo humanamente despreciable de su conducta social posterior.
Esa lozanía y juventud contrastaban todavía más con la efusión ideológica que soportaba ese cuerpo. Mi viejo estaba ahí, alardeando de la fuerza y coraje esenciales de su raza española, orgulloso de aquel mítico Imperio Borbón que había sabido barrer de la faz de la tierra a millones de aborígenes en menos de un siglo, olvidándose de esos casi 50 años –los últimos del Imperio- que les sobraron a los aborígenes, esclavos, libertos y criollos para echar del subcontinente al emperador, desde Haití y la Rebelión de Túpac Amaru en el altiplano hasta la Batalla de Ayacucho en las mágicas montañas del Ande ecuatorial.
Qué amargo puede ser el sabor de encontrarse con tu propio padre en el pasado y que tus sensaciones más sinceras cabalguen entre la desilusión y la confirmación de un profundo rechazo. Porque mi viejo y yo fuimos dos extraños enfrentados incondicionalmente desde mi temprana adolescencia hasta el día que lo metimos en el nicho decrépito del cementerio español de Posadas. Sus posiciones franquistas de justificación a las dictaduras de Onganía y Videla se correspondían con esa imagen de burgués pequeño de provincias que ostentaba con descaro puertas adentro y puertas afuera de la comunidad careta de esa pequeña ciudad.
Pero verlo ahora, con la percha de un obrero joven y vigoroso, sosteniendo con el cuerpo y la garganta la inmundicia fachista no hacía más que desmoralizarme en la constatación de que el fascismo y el nazismo anidaron fuerte en los corazones y las mentes de obreros y campesinos como mi viejo en gran parte de la Vieja Europa y sus –viejas y reconquistadas- colonias de ultramar.
-Qué mierda todo- pensaba en esa esquina del año 63, disfrazado en un traje petitero. –Tengo la suerte de encontrarme con mi viejo ya muerto y en vez de ir corriendo de alegría de nene de diez años a sus brazos, como en una película chota de Jólygud, acá me ves con unas ganas terribles de cagarlo a trompadas.
Desmoralizado y aplastado por la lápida pesada de los muertos sobre mi conciencia, claudiqué ante todas las posibilidades de una misión fructífera. Sin ganas de recorrerme esa Buenos Aires buscando a otro veinteañero y futuro asesino de obreros, sin ganas de seguir contemplando la miseria moral y la semilla de un obrero traidor a su clase y su etnia, hecho un tango con patas, fui arrastrando los tamangos de charol que me había proporcionado la SIDE sin saberlo, rumbo al desván octogonal que me devolviera a mi depresión del siglo 21.
Y otra vez sin querer, cuando pasaba frente a la bellísima fachada de mármoles y bronces dorados del Hotel Castelar, me llamó la atención que no estuviera en su lugar habitual la placa enorme que recordaba el paso del enorme poeta Federico García Lorca por sus chetas habitaciones y sus baños turcos imitación de la Roma imperial.
Pero claro, recién en 2008 la Diputación de Granada y la Embajada española en Argentina le rindieron homenaje a su estadía de seis meses en Buenos Aires. No tenía que extrañarme que una Embajada y una colectividad dirigidas por el monarquismo, la superioridad racial y bajo las órdenes del franquismo más reaccionario se tardasen 75 años en lavar los pecados.
Cuando volviera a mi presente iba a releer la esquela que recordaba la invitación de la Asociación de Amigos del Arte, la copetuda fundación de Victoria Ocampo y las “esposas” de la aristocracia porteña que pasaban sus ratos de ocio gastando la guita propia y de sus maridos en tareas de mecenazgo estético y búsquedas formales. Ellas le pagaron el pasaje en barco a Federico, que ya era reconocido en la literatura de habla hispana como uno de los vanguardistas que revolucionaban las técnicas más refinadas del Siglo de Oro español en poesía, para ofrecernos descripciones descarnadas y maravillosas de los dolores y alegrías del campesinado andaluz, el hondo bajo fondo del que Federico nunca renegó.
Le pagaron también una lujosa suite 704 del Castelar y lo hicieron habitué de las tertulias más exquisitas del Tortoni, con los Borges y los Bioy. Su dominio de la cultura refinada, su fama y renombre en el mundo de las letras, seguramente harían ver su homosexualidad como un gesto de modernidad y vanguardismo, lo suficiente para que las copetudas guardaran sus comentarios homofóbicos para la intimidad de sus frías camas y el cotorreo entre amigas.
Pero lo lindo del asunto es que Federico parece que prefería escabullirse en los cafetines y bares de Avenida de Mayo y el puerto, siguiendo con su olfato sensible las experiencias cotidianas del pueblo trabajador. Así como el exquisito poeta suda su amor por el pueblo andaluz en su obra, así también Lorca se quedó seis meses, de octubre de 1933 hasta abril del 34 recorriendo esta ciudad y amando a su pueblo.
Es extraño cómo funciona la máquina del azar. Tropezarme con García Lorca treinta años después de que pisara estas mismas baldosas que ahora piso, en el medio de una monumental celebración del mismo Estado español que lo asesinó en agosto de 1936, por puto y por republicano, mientras acabo de confirmar aquello que más me separó de mi viejo, ese antagonismo de clase que nació del dolor de su despecho y maltrato para con sus hijas e hijos y sólo se hizo fuerte con el paso de los años y mi transformación en un obrero consciente. Mi viejo nació hace 80 años, en enero de ese mismo 36, que vió alzarse al carnicero de Ceuta y Melilla el 18 de julio.
Me crucé a una librería de viejos de esas que han poblado eternamente la Avenida de Mayo y encontré un librero más anarquista que vendedor, y en un tono bajo de confidencia y secreta conspiración le pedí y me entregó para leerlo frente a todos los manifestantes, una copia de su obra donde figuraba uno de los “Seis poemas gallegos” que escribió.
En particular el que demostraba que en esos seis meses el poeta enfocó con agudeza su sensibilidad en un particular habitante de Buenos Aires, el emigrante gallego obrero, ese mismo que sería mi viejo, y en ese dolor profundo e inigualable que provoca el desgarramiento de tus raíces emotivas y materiales encontraba las razones de tanta desdicha, de tanta temprana desmoralización en los jóvenes cuerpos y conciencias, ese fertilizante que podía explicar la germinación del odio fascista.
Leí esa mañana radiante de octubre del ´63 lo que Lorca sintió desde ese octubre del ´33:
“CÁNTIGA DO NENO DA TENDA
Bos Aires ten unha gaita
sobor do Río da Prata,
que a toca o vento do norde
coa súa gris boca mollada.
¡Triste Ramón de Sismundi!
Xunto a rúa d'Esmeralda
c'unha basoira de xesta
sacaba o polvo das caixas.
Ao longo das rúas infindas
os galegos paseiaban
soñando un val imposíbel
na verde riba da pampa.
¡Triste Ramón de Sismundi!
Sintéu a muiñeira d'ágoa
mentres sete bois de lúa
pacían na súa lembranza.
Foise pra veira do río,
veira do Río da Prata.
Sauces e cabalos múos
creban o vidro das ágoas.
Non atopóu o xemido
malencónico da gaita,
non víu ô inmenso gaiteiro
coa boca frolida d'alas;
triste Ramón de Sismundi,
veira do Río da Prata,
víu na tarde amortecida
bermello muro de lama.
 Mi viejo podría haber sido tranquilamente ese Ramón de Sismundi que laburaba en la calle Esmeralda, siguiendo en el aullido lacerante de su morriña de inmigrante pobre y explotado, el canto de las gaitas que lo llevaban al suicidio metiéndose en el Río de la Plata para intentar saldar la herida con la sal del océano, buscando volver al terruño, los amigos, el canto materno y el abrazo fraternal de sus montañas y ríos.
Aprendí de Julio Cortázar –y de Federico Engels, nobleza obliga- la importancia de darle bola a esas trampas del azar que llamamos coincidencias o casualidades por fiaca o impotencia de encontrarles la justa explicación causal que tienen. Algo en esos detalles, en esos errores de la matrix, tiene un significado, encierra un aprendizaje.
Y cuando creía estar allí para cerrar el capítulo de mi vida que más había obstaculizado el fluir de sentimientos bellos y una extrema inseguridad en el desarrollo de mi propia masculinidad, cuando creía que el cierre pasaba por explicar la ideología y la biografía perversa y sicótica de mi viejo en esa víctima del desarraigo capitalista en el campo galego, la emigración forzosa y todo el mambo, justo en ese momento de falsa clarividencia, el rulo de los compases de cientos de tamboriles, tambores, bombos, panderetas y gaitas que venían encabezando la procesión de las Sociedades Galegas en la inmigración, me tocaba al oído como quien te toca al hombro desde atrás y te saca de tu senda.
Los quinientos gaiteiros de los hijos de Corcubión, Betanzos, Noia y Rianxo, Vedra, Lugo, Ourense, Pontevedra y Cruña y de cientos de sociedades galegas de Avellaneda, Valentín Alsina, Vicente López, Ramos Mejía y Capital Federal se abalanzaron con la furia impresionante de un ejército montañés atacando de lleno a su enemigo.
La conmoción musical dinamitó la dura lápida del mandato patriarcal que me inundaba los sentidos y anulaba el corazón, las nostálgicas borras de las muiñeiras y tangos del pasado barridas al final de mi conciencia por una impresionante Alborada Galega interpretada por cientos de pares de pulmones y manos, llenando todo el cañón de la enorme avenida y disparando a las palomas y gorriones de la plácida contemplación primaveral en las copas de los árboles florecidos.
Allí estaba, para mi sorpresa, encabezando la brigada de músicos, quien 30 años después de esa tarde sería mi maestro de gaita, en el altillo con olor a moho y caoba del Salón de la Sociedad Galega de Lalín, frente a la calle Moreno, al 1950 y pico. De la misma edad de mi viejo o un poco más, alto y fornido, gallego rubio de anchos hombros, poderosa espalda y figura rampante, con su gaita azul marino con arabescos moriscos en el roncón y cintas rojas, gualda y violeta, el Maestro Cesáreo Rodríguez Varela, el más grande y reconocido formador de gaiteros de toda Buenos Aires y alrededores, último en su especie, el mejor entre los mejores.
Ahora sí mi corazón se llenaba de una alegría infantil y me daban ganas de correr y abrazarlo, sin pensar un segundo en cómo mierda comprobarle que era su pupilo del futuro y lograr que no me parta un adoquín en la cabeza por romperle toda la formación. Allí estaba el alter ego de mi viejo.
Cuando cumplí los 17 años arranqué con un nuevo intento por acercar a mi viejo emocionalmente, por agradarle y hacerlo sentir orgulloso y me obligué a aprender a usar un instrumento propio de los valles montañosos en la incomodidad acústica de departamentos de tres ambientes y vecinos indignados con el dedo fácil para llamar a la cana por ruidos molestos. Contra una formación musical nula, con una sensibilidad para la música parecida a la de una anguila de río, con un sentido del ritmo más cercano a la arritmia de corazón que me habían diagnosticado de pequeño, me puse a estudiar gaita con tal de agradarle.
Mi viejo nunca llegó a decir “estoy orgulloso de vos”. A pesar de todo, fui uno de los mejores discípulos jóvenes de Cesáreo y en la formación de orquesta y cuerpo de baile tradicional del Centro Rías Baixas de la calle General Urquiza frente a la vieja planta de la Vascongada en el barrio de Boedo, pasamos seis años recorriendo peñas de toda la ciudad haciendo revivir la alegría del pueblo infantil a los ancianos y ancianas que arrastraban su galleguidad por el fin de su larga vida a 12 mil kilómetros de su cuna.
Pero sólo logré que viniese a verme dos veces y en ninguna se le cayó de casualidad un comentario ligeramente halagüeño. A tal punto que para mis 24 años había decidido dejar de perder el tiempo con cosas tan lejanas de mí mismo, resignarme a la escasa capacidad afectiva de mi padre y obligarme a las cosas serias de la vida: la facultad y la militancia.
Sólo cuando las cosas serias de la vida se me fueron al carajo, para el invierno de 2006, quiso el azar que Cesáreo me llamara para un par de funciones en las que no había conseguido segunda gaita, una mentira piadosa para reclutarme a una nueva formación que quería intentar. Después de diez años de no tener ningún contacto, este octogenario bonachón y excelente ser humano, sin ningún reproche, volvía a integrarme a la pasión más importante de su vida sólo mirando al frente. Tocamos juntos de nuevo seis meses más. Gracias a eso descubrí varias cosas de mí mismo. Que después de diez años de no acercarme al instrumento tocaba mejor que en mis mejores tiempos, lo que demostraba que la música, al menos esta música, estaba mezclada en la sangre y las neuronas y había despertado una sensibilidad que desconocía en mí mismo. También conocí a un hermano de esos que aunque no vea nunca siento como al brazo amputado cada vez que me muevo, allí está también para siempre Adrián y algún día volveremos a refundar Gaitas e Agarimos y nos divertiremos como en esos seis meses.
Pero también descubrí que Cesáreo me quería como un camarada y como el hijo varón que nunca tuvo. Murió en enero del 2007, nadie se había dado cuenta de un incipiente alzheimer hasta que un resbalón inocente en una bañera y su correspondiente derrame cerebral nos hicieron recordar millones de lapsus y anécdotas bizarras que mostraron la continuidad de un deterioro.
En su entierro en el nicho del Centro Gallego de Buenos Aires, en la Chacarita, lloré con moco y sin aliento, como debería llorar un niño de diez años que es consciente de que no va a ver nunca más a la persona que más quiere en el universo.
Y ahora me doy cuenta que lloraba al tipo que hubiera elegido como padre si algún funcionario del universo me hubiese dado la opción. Idéntico a mi viejo en lo físico y en su origen, gallego nacido en los años 20 en Padrón, pequeña aldea galega que se disputa con la cercana mole de piedra y cemento de Santiago de Compostela ser el nicho final de los huesos del apóstol. También nacido en una familia campesina venida a menos, la pobreza de sus viejos alcanzó sólo para coimear al ejército del rey con una pierna de jamón serrano arrancada de uno de los mejores cerdos de la familia y garantizarse un lugar lo más alejado del riesgo y la violencia, en un destacamento cercano a la aldea, la brigada de músicos. Allí conoció al amor de su vida, a su media naranja, lo único que lo completaba y lo hacía inmortal, la música. Y en particular el saxo y la gaita, los dos instrumentos en los que se transformó en especialista técnico y mago genial.
Era un espejo donde mi viejo se invertía. Ser humano generoso, obligado a emigrar a Buenos Aires, laburó toda su vida de cobrador de bancos o compañías de seguros, oficio extinto ya por el homebanking y las transferencias on line, que en aquéllas épocas le garantizaba los ingresos suficientes para mantener a su compañera de vida y su hija, sin mayores lujos ni grandes privaciones, y así estar liberado para dedicarse a la formación de miles y miles de orquestas de música tradicional, pero también de boleros y pasodobles para bailes nocturnos, de coros de voces que respetaron y trascendieron la vasta tradición gallega en ese rubro, de centenares de gaiteiros, pandereteiros y bombistas que sostuvieron viva la llama de la música ancestral. Y siempre lo hizo a contramano de la mezquindad y la pequeñez cultural de la burguesía gallega en la diáspora, esos hijos de los buques que se llenaron de guita explotando a sus paisanos en la gastronomía, la industria de productos para gastronomía o la industria textil. Los “galegos con cartos” tan característicos y dotados de toda la miserabilidad humana que puede dar el disfrute de una riqueza conseguida sobre la base de la traición del origen de clase. Esos forros que manejaron presupuestos millonarios con los que se metieron a dirigir los miles de Sociedades de Socorros Mutuos, Hospitales y mutuales que protagonizaron la vida de todas las ciudades importantes en la geografía argentina y del resto de América. Burgueses de medio pelo que financiaron la cultura como un mero adorno para justificar la desviación de fondos de los humildes y sacrificados obreros y obreras inmigrantes hacia sus fortunas personales.
Esa burguesía galega es la que reventó y dilapidó la fuerza emocional, artística y cultural de toda una etnia en la que fuera alguna vez la “Quinta Provincia” gallega en la diáspora. Su mejor símbolo fue el delincuente millonario Francisco Ríos Seoane, conocido por la construcción del Estadio España, del Club Deportivo Español, entre el Bajo Flores, Soldati y Lugano, fabricado con el cemento y la arena que el fachista Cacciatore desviaba de la sobrefacturada autopista, y dueño en su momento por intermedio de testaferros y prestanombres de los cinco o seis enormes cafés-restaurantes de la cadena “Ríos de España”, como los recordados Ebro (en Belgrano y Entre Ríos) o el Tajo (en Córdoba y Pueyrredón) que imitaban a la otra gran cadena de bares gallegos de los 90, los Plaza del Carmen, de los cuales el más conocido quedaba en Callao y Rivadavia, frente al Congreso Nacional y de los que sólo queda en pie el clásico de La Plata y Rivadavia.
Este mafioso terminó sus días haciéndose pasar por loco para esquivar las condenas de sus múltiples fechorías y asesinatos pagos, que llevaron entre otras cosas a la quiebra de su cadena de bares y a reventar literalmente al Deportivo Español.
Por eso, por los mafiosos burgueses gallegos, responsables de la decadencia terminal de joyas pioneras de la salud en el país, como el Centro Gallego de Belgrano y Pasco o el Hospital Español de Belgrano y La Rioja, hoy desguazados y privatizados, triste sombra inversamente proporcional de la grandeza de otrora, y por la muerte de las generaciones de gallegos y gallegas que dejaron regada con su sangre todas las fábricas manufactureras de la ciudad y el país, es que en 2015 nadie ve una gaita y recuerda Galicia o a sus hijos.
Pero el viejo Cesáreo nunca mendigó un cobre ni se vendió para conseguirlo. Y si existen formaciones musicales y centros culturales que sostienen lo mejor de la tradición de este bello pueblo, como Xeito Novo, es gracias a que el viejo Cesáreo nunca claudicó.
Orgulloso republicano democrático –de esos que eran republicanos del viejo PSOE, que odiaban a Franco pero que no compartían los ideales de comunistas y anarquistas- Cesáreo era más cercano a mis afectos que mi padre biológico.
En un sólo punto se tocaban los dos padres espejados, en su nacionalismo galego. El amor que ambos profesaban por los primeros poetas en lengua materna, Rosalía de Castro, Curros Enríquez y Pondal, activistas del movimiento nacionalista galego que contribuyó con brazos e ideas al primer levantamiento de burgueses y obreros en España durante la Primer República en medio de la crisis mundial de 1873 y que el anarquismo contribuyó a llevar a la derrota, al alimentar el poder obrero detrás de un seguidismo a la débil burguesía urbana.
Pero mientras el profundo odio al comunismo y el resentimiento que el franquismo había germinado en los años de colimba de mi viejo en Marruecos, cazando moros como sapos o culebras, habían llevado el dolor de la pobreza y el desarraigo a devenir en traición de clase y superación personal a base de la explotación de otros, haciendo que su nacionalismo se hincara de rodillas frente al monarquismo de Franco, su ídolo, que aplastó a sangre y fuego las expresiones culturales de su estirpe, prohibiendo gaitas y muiñeiras, fusilando poetas y prohibiendo libros; el apego de Cesáreo por los sufrimientos del campesinado pobre y el obrero inmigrante, su odio de clase contra la burguesía gallega y un acérrimo desprecio por el fachismo, lo hicieron ser el mejor resistente a la represión antigallega del caudillo del Ferrol.
-Nadie puede elegir  a sus padres… -pensé aquella tarde soleada de fanfarria- pero sí puede escoger su herencia.
Y volví a meterme en la galería del Barolo para dejar atrás y para siempre, a la Avenida más gallega de Sud América. 

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