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jueves, 11 de junio de 2015

Al glorioso Batallón "Club Gimnasia y Esgrima de Fisherton"

[cuento inédito de la serie NARRATIVA LIBRE]

-El problema de este país no es que falte gente con huevos –interrumpió con violencia la sobremesa de los camioneros y tacheros en el comedor de la YPF- lo que falta son tipos que se animen a contar las historias de los verdaderos héroes del pueblo.

La cosa se puso tensa. Los muchachos del volante se quedaron mudos como si les pegaran en la boca, con las últimas palabras de la polémica a medio masticar entre el bolo de comida que tragaban, con el vaso de vino apretado en las manos callosas. Lo miraron como perdonándole la vida, dejándole claro con ese gesto que los psicólogos llaman “lenguaje corporal” que más vale tuviera una buena manera de defender esa osada interrupción porque sino iba a terminar roto en la canaleta de la vereda.

Nadie sabía quién era pero lo tenían muy fichado. Cada tanto se instalaba a morfar un completo de milanesa, solo, acodado en el mostrador sin engancharse en las cargadas al playero gordo ni en el acoso naturalizado a la piba del buffet. El tipo del completo de milanesa no participaba ni se quería hacer el amigo. Será por esa ausencia evidente de alcahuetería que lo respetaban.

-Ustedes, por ejemplo, ¿nunca escucharon la historia del Batallón del Club Gimnasia y Esgrima de Fisherton que peleó la Guerra de Malvinas… pero en Londres?

Le hicieron un silencio de atención y el tipo del completo de milanesa aprovechó la distensión de los músculos en las caras y los puños para mandarse con todo.

-Ese es el problema. Los yanquis le hacen una película multimillonaria al pelotudo que fueron a rescatar de Alemania porque sus siete hermanos cagaron la fruta en la guerra y lo convierten en ídolo hasta en Bangladesh, pero nosotros tenemos héroes del carajo como los anarcos que liquidaron al coronel Varela y nadie le filma ni una puta miniserie. Sin irse tan lejos yo tengo un amigo que le encajó un trompazo de campeonato al comisario Franchiotti y lo volteó en frente de las cámaras en medio de una conferencia de prensa, horas después de que fusilara como un cagón a Maxi Kosteki y Darío Santillán en el hall de la Estación Avellaneda que si alguien hubiese contado su historia no podría caminar por la calle de tanto autógrafo.

El clima estaba caldeado, pero la forma en que el tipo se movía, subrayando cada argumento con un gesto firme y convencido, mantenía abierto el beneficio de la duda de los choferes. También ayudaba que a esa hora de la madrugada no había mucho laburo que hacer, las calles y las rutas estaban vacías como si todo el pueblo se hubiese muerto de una extraña peste, invisible y fulminante. Hasta los perros dormían, acurrucados en algún rincón calentito.

-El Batallón Club Gimnasia y Esgrima de Fisherton fue una idea de mi amigo, el Negro Rivero. Era un rosarino de los de antes, se crío en un barrio fulero cerca del aeropuerto, de esos en los que el chamuyo y la faca te salvan la vida y que sólo los que vivieron allí pueden recordar con nostalgia cuando les toca rajarse a Buenos Aires a buscar laburo. Terminó el secundario después de repetir varias veces y que lo rajaran de dos privados y una técnica pero su escuela fue la pobreza. No la “universidad de la calle” como dicen los giles que se la dan de humildes porque no les dio el marote para estudiar, su universidad fue la miseria. Porque el Negro Rivero nunca tuvo un peso, pero nadie lo recuerda quejándose. A su vieja nunca le faltó un plato de sopa ni guita para los remedios, aunque él se tuviera que saltear un desayuno cada tanto. Después que se le murió la viejita siempre se las arreglaba para ver a la Lepra de local o en Buenos Aires, aunque no tuviera para la entrada.

Esas dos cosas le enseño la pobreza al Negro: una creatividad de genio y una fidelidad de acero a lo que amaba.

De pendejo mataba el aburrimiento con la gurisada yendo a los terraplenes del Central Argentino, bien lejos de las estaciones, en medio del campo, iban desde el barrio con una lonja de cartón duro arreando sapos, los metían en un balde y jugaban a revolearlos contra los vagones, ganaba el que acertaba a la ventanilla abierta.

“El chiste estaba en agarrarlos bien de la patita, así viste, y estirar bien el brazo en el revoleo, y elegir el momento justo para soltar al sapo, cuando el brazo va así, por detrás del hombro todavía, sin terminar la curva, así aprovechás bien el envión y el sapo sale haciendo trompo, con las patitas bien estiradas, como una estrella de mar…”

Eran unos salvajes, no les importaba un carajo que el tren fuera lleno de laburantes, se cagaban de risa escuchando los gritos de terror que se alejaban con el vagón imaginándose la jeta de almohada del tipo, sentado con la ventanilla subida, cuando ¡paf! le daba todo el sapo de lleno en la trucha…

Todavía no sabían leer pero ya sabían que esa sociedad los cagaba de hambre y los odiaba. No respetaban las leyes ni siquiera la moral. Los domingos se iban a la salida de la parroquia y mientras las señoras paquetas y los maridos respetables pero putañeros se juntaban a que un violador de monaguillos les lavara las culpas citando a un personaje de dibujitos animados con un odio terrible por la humanidad, ellos les rompían las pelotas a los cieguitos que mendigaban monedas en la puerta. Se paraban al lado de uno y le tiraban que el otro ciego le había metido la mano en la lata. El ciego mendigo, que piensa que todos los ciegos son de su misma condición, no dudaba un minuto y se le iba al humo al otro, con el palo de escoba pintado de cal en una mano y la soga del perro lazarillo en la otra, con una voz de garganta borracha putiando “ciego de mierda, devolvéme el billete que te choriaste” y los pequeños vándalos se cagaban de risa viendo a los improvisados mimos agarrarse a las trompadas sin acertar un golpe.

El Negro Rivero tenía millones de anécdotas como éstas de cada etapa de su vida. Yo las conocí todas cuando laburamos juntos en una agencia de creativos de publicidad. Porque el Negro no tenía título habilitante ni profesión conocida, pero había laburado de todo lo que uno se pueda imaginar. Haciendo changas había conocido a un ejecutivo que se había avivado de la enorme capacidad e imaginación práctica del Negro y lo había contratado, claro que en negro y a cobrar a los premios.

Teníamos un amigo común que siempre andaba diciendo que lo iba a grabar y que las escribiría todas, pero abandonó cuando se dio cuenta que cada vez que se juntaban se pasaban la madrugada entera cagándose de la risa de las anécdotas del Negro, entre escabio y faso, y ni se acordaban de dar vuelta el casette cuando saltaba la grabadora…

Al Negro lo de Malvinas lo impactó duro. Veníamos muy manija ese año, recién arrancaba pero ya parecía que había pasado un siglo, estábamos muy metidos en las huelgas y las puebladas contra los milicos por la mishiadura y los compañeros que se chupaban y de repente nos descolocó la gente con las banderitas en la calle aplaudiendo al borracho sorete de Galtieri.

Pero el Negro Rivero siempre supo comprender al pueblo y no engancharse con la gilada y la confusión. Me acuerdo que nos citó a los de confianza en la pieza de la pensión y nos dijo: 

“Tenemos que hacer algo, porque los milicos no quieren ganar la guerra, la vamos a tener que ganar nosotros”. 

Aunque estábamos acostumbrados a sus arranques delirantes que siempre se convertían en éxitos palpables, esta vez nos pareció a todos que se había ido francamente al carajo, o que nos estaba haciendo la joda del milenio.

Pero el Negro iba en serio. Nos aclaró que la movida no tenía nada que ver con su militancia, que su partido no sabía nada de esto y que si se enteraban lo rajaban sin avisarle. La mayoría del grupo sabía que el Negro andaba en política porque siempre nos encajaba una revista envuelta en bolsas de basura o cosas por el estilo, para zafar de los servicios, pero el tipo era muy cuidadoso en mezclar los tantos. Tenía mucho respeto por su militancia y en lo posible trataba de no contaminarla con los riesgos de sus delirios.

“Los milicos hacen esto para sacarnos de la lucha contra el régimen, porque están cagados hasta los tobillos, le metimos huelga y pueblada por todo el país a pesar de los falcon verdes y se les llenó el culo de preguntas. Ahora se tiran el manotazo de Malvinas a ver si zafan de que los linchemos como a Mussolini. Fíjense que invaden las islas pero no clausuran el Banco de Londres en el centro ni le meten mano a una sola empresa pirata. Mandaron a los colimbas y creen que de tanto chuparle el orto a los rusos y a los yanquis esos muchachos los van a bancar… contra la Reina… déjame de joder.”

“Pero Puerto Stanley se tomó y ahora hay que ganar la guerra, y al carajo, la tenemos que ganar nosotros” dijo, haciendo un énfasis particular en el “nosotros” que nos hizo temblar las gambas, porque se notaba que se refería a los cuatro tipos encerrados en la pieza y su novia de ese momento.

Se le ocurrió que nos mandásemos a Londres y liquidásemos a un par de generales del Estado Mayor británico “total nadie va a llorar a esos soretes, que se la pasan masacrando irlandeses católicos en el Ulster y obreros del carbón en las huelgas y piquetes” fundamentó dándose corte de internacionalista. 
El tema era dónde engancharlos. Resulta que el Negro Rivero basaba todo su sistema de laburo en guardar en la memoria los contactos que había hecho con gente de diferentes ambientes y clases sociales. A más de un oligarca millonario había salvado con algún favor consiguiéndole algo o tapándole algún moco. 

Tiró de la piola y se acordó de unos tipos del Rosario Golf Club, de Fisherton, a los que había ayudado  en la reconstrucción del Club House, y los fue a ver. Eran de esos gringos que reivindicaban las tradiciones británicas de la lucha contra los nazis en los ´40 y estaban del orto contra la forra de Margaret Tatcher.

Ahí sacó la idea: a los ingleses les apasionaban los deportes y la competencia, aunque fueran deportes de chetos, como el tenis o el rugby. Aprovechó que estaba el clima del mundial de España, con la selección de Maradona y Menotti y toda esa bola y les planteó hacer un desafío de "tenis por la paz" en el mismísimo Londres, con un equipo argentino contra otro inglés. Les vendió humo que él era socio de un club de barrio muy popular donde rescataban chicos huérfanos y pobres del barrio con el deporte y que algunos daban por lo menos para un partido de exhibición.

Los tipos la vieron y se comprometieron a hacer las relaciones con gente de allá y poner la plata para los pasajes del equipo, los ayudantes y técnicos y algunos familiares. Se pusieron de acuerdo en el presupuesto y el Negro Rivero hizo lo que mejor sabía hacer, conseguir todo lo necesario por mucha menos plata de la que le habían dado, así garroneamos algunos pasajes con empresas turísticas que nos debían algún favor, convencimos a unos pibes que jugaban al tenis posta de ir gratis a cambio de jugar allá y cosas así. La parte grossa de la teca nos la gastamos en fierros, un par de AK-47 que vaya a saber dios de dónde las sacó, unas granadas y municiones que nos robamos del Batallón de Comunicaciones 121 y alguito más que nos ingeniamos para hacer de forma casera.

El cuerpo técnico y los familiares de los jugadores íbamos a ser nosotros, claro. Yo no viajé porque tengo la puta leche que mi hijita tenía 4 años y pico y todavía tenía muchas responsabilidades, sobre todo desde que nos separamos con su madre. Me costó mucho aceptarlo, pero el Negro me dio la responsabilidad de inventarle la fachada legal y creíble a la aventura, como hacía en la agencia, así que fui tomando un poco de cada lado y armamos un club fantasma con dirección, registro legal y todos los chiches. 

La noche que inventamos el nombre y hasta la historia del clú la llevaré guardada en la memoria como uno de los pocos tesoros que me gustaría llevarme pal otro mundo, una de esas noches que con el Negro Rivero nos complementábamos y hacíamos magia, verdadera y pura magia, la misma de los amigos de 8 años que flashean mundos y aventuras desopilantes después de salir del cine de ver una tipo Guerra de las Galaxias.

Faltaba poco para el viaje y estaba todo armado. Incluso llegamos a hacer las invitaciones correspondientes a los “objetivos” para que asistieran al evento. Mirá si serán soretes que iban a lavarse la cara a un evento deportivo por la paz mientras estaban cañoneando el Belgrano. Estaba todo listo y a punto caramelo pero el Negro se cayó por mi casa a las 12 de la noche totalmente sacado, que si no le poníamos nombre al club -y si no era un buen nombre-, todo se iba a ir al carajo: “se nos cae el castillito” se la pasaba gritando mientras caminaba las paredes con un vaso de Chivas en la mano. Así que deliramos al Club Gimnasia y Esgrima de Fisherton, porque los clubes viejos y tradicionales de la oligarquía siempre se llamaron Gimnasia y Esgrima en este país, y nadie iba a sospechar de un nombre tan amargo como ese. ¿O acaso el de La Plata no había tenido de socio al reverendo sorete de Ramón Falcón, comisario y asesino de obreros? Era perfecto.

Empezaba a clarear afuera de la YPF, una línea finita ya separaba el azul petróleo de la ruta de su confusión con la noche, aparecían los turquesas, los morados y de a poco la luz amenazaba a quedarse con todo el cielo y lo que encontrara a su paso. La poesía del amanecer se le escapaba a los choferes, quienes únicamente notaban que se acercaba el momento de pagar y montarse en la nave para juntar el mango.

El tipo del completo de milanesa se había ganado la atención de las neuronas de esos rudos viejos cargados de contracturas e hígados reventados pero debía cerrar el encantamiento, ponerle punto final a la locura o la leyenda…

Tragó un poco del moscatto que tenía en el mostrador, por atrás de sus ojos se le vieron pasar mil y un recuerdos. Será por eso, y porque la hora apuraba, que prefirió guardarse los detalles de la despedida en el aeropuerto de Rosario, las hondas heridas de una separación tanto tiempo llorada, camufladas en risotadas y falsas despedidas que los hicieron cagar de risa (al fin y al cabo era todo un gran juego) pero desnudadas en ese abrazo de oso que los dos grandes amigos se dieron por última vez.

Tampoco conocía los detalles del viaje y la llegada a Londres, los mil y un disparates que seguramente el Negro Rivero y su batallón desplegaron en suelo enemigo para cumplir su patriada. 

Lo único que sabe se lo contó la Negra Rosario, una amazona descendiente de correntinos que Rivero había conocido en algún laburo que lo llevo a Luján, donde ella vivía y militaba en alguna de las metalúrgicas grandes que se habían instalado antes de los milicos. Era lo que todo hombre entero puede desear de una mujer, tenía una honestidad a prueba de balas, odiaba hasta la mentira más blanca y era incapaz de traicionar a nadie, inteligente como el Negro, a fuerza de tener que romperse el bocho para abrirse paso en un mundo de abusadores, violadores, patrones degenerados y parejas aprovechadoras, nacida del barro como el Negro aunque en otros pagos tan o más miserables que los de Rosario. 

No tenía un simple y humano coraje, era sencillamente arrojada, su valor no partía de un análisis racional sino de un profundo amor a la vida, a la justicia y a su pueblo, tanto que no medía las consecuencias de su valentía, porque no temía a la muerte, porque en parte ya la habían matado y porque, sencillamente, no tenía nada que perder.

Pero además era la hembra más hermosa de la creación con sus 24 años encima y un hermoso y flexible cuerpo que parecía sacado de esas fábulas mitológicas de los griegos que te contaban en la escuela. Eso era, una diosa, en el mejor y más mortal de los sentidos.

-Rosario me contó –continuó después de saborear el Moscatto y las nostalgias- que todo fue saliendo más o menos bien. El clima de mierda de Londres los cagó bastante –lo único que el Negro no podía chamuyar, convencer o coimear, el clima- y el partido se fue posponiendo. Igual lo aprovecharon para hacer una inteligencia más fina de los “objetivos” y el terreno, para diseñar el atentado sin que sospechen de la comitiva del club, sobre todo pensando en los pobres tenistas que no tenían que ligar por nosotros y que sinceramente no sabían un cuerno del asunto. De las posibles consecuencias para los socios del Rosario Golf Club, sinceramente nos importaban un sorete de perro. De paso también el Negro dio rienda suelta a sus dos grandes pasiones, conocer una ciudad nueva y milenaria y garcharse con la ídem un rosario sacrílego y anti-natura de kamasutras reinventados. Estoy convencido que el Negro Rivero si no hubiese tenido que luchar con la vida para vivirla seguramente se hubiera hecho marinero y habría recorrido el mundo entero conociendo mujeres y paisajes hasta el día de morirse.

Como era de esperarse, el día del partido el Negro ofició de Director Técnico, se había tomado tiempo de no sé dónde para aprender el juego, las reglas, los puntajes y toda la bola y se metió en el partido como si estuviéramos definiendo el Nacional con la amargura canaya de visitantes en Arroyito.

Pero los milicos argentinos nos cagaron y se rindieron justo cuando jugábamos el partido. Nos cayó la noticia como un baldazo de agua fría ahí mismo, en medio del court y fueron viendo cómo los “objetivos” se retiraban con sus custodias, seguramente encarando a otros destinos que los prefijados de antemano. Supieron que la operación había fracasado.

El Negro había acertado, el análisis de su orga había dado en la tecla y los cobardes arrugaron y se rindieron mientras los colimbas dejaban su sangre a puro huevo y pucará. Los yanquis y los rusos se lavaron las manos o las metieron hasta el caracú para garcarnos y la guerra terminó.

Con toda la bronca y la impotencia encima, el Negro se fue de mambo y la pudrió en el partido, se agarró a las trompadas por una falta que no era (la Negra entendió que se trataba de un punto definitorio que pegó en la faja y el umpier cobró afuera, parece que el Negro le saltó al cogote gritando “¿qué cobrás, bombero, delincuente, vendido y la recalcada concha de tu madre, qué cobrás??”) y el partido terminó en batalla campal y saltó la porquería: en medio del quilombo se vieron los fierros. 

Los detuvieron ahí mismo en el salón comedor del club elegante donde se jugaba el torneo y tuvieron un rato esperando a que los milicos piratas hicieran las averiguaciones del caso. De culo pudieron convencerlos de que los pibitos que jugaban no tenían nada que ver. Pero para lograrlo no les quedó otra que contar de qué venía la mano.

“Imaginate boludo -se cagaba de risa la Negra- no podrían creer el delirio que habíamos hecho, al principio pensaban que eles estábamos tomando el pelo. Sólo se lo empezaron a tomar en serio cuando vieron que en los bolsos largos, en vez de raquetas, estaban los fierros”.

“Cuando los milicos nos dejaron solos en el largo salón, el Negro se levantó y nos dirigió la palabra como un verdadero general en el campo de batalla. Era todo muy delirante, porque estaba con las gambas desnudas, vestido de chomba y pantalones cortos blancos, con un sweter blanco con vivos verdes oscuros, escote en “v” hasta el ombligo, con el logo que vos le bordaste del Gimnasia y Esgrima de Fisherton… estábamos todos igual, nos gastábamos a nosotros mismos con la idea de que éramos un batallón con uniforme de chetos rosarinos.”

-Pero la Negra se puso seria y cuando me contó las últimas palabras del Negro yo me lo imaginaba con uniforme posta, de combatiente, en una de esas escenas de las películas yanquis, tipo “Los doce del patíbulo”, con la voz en el tono exacto de firmeza y ternura, y dice la Negra que dijo:

“La concha de su madre, loco, entre el puto clima de mierda y el cagón de Galtieri y ese referí culeado nos cortaron el mambo. Pero yo estoy orgulloso de ustedes, loco, OR-GU-LLO-SO, porque nos jugamos la ropa y los calzones por una causa justa. Lo que dependió de nosotros salió bien. Les pido disculpas por sacarme en la final, pero no puedo con mi genio, de repente se me mezcló todo, la bronca de la guerra, los piratas, los desaparecidos, el hambre de los pibitos… qué se yo, todo. Pero yo no me aprendí las reglas de este deporte choto ni me fui a jugar al rugby con los chetos del Golclú para nada, loco. Los quiero un montonazo, pero estos hijos de puta si nos agarran, como estamos clandestinos, nos la van a dar, nos van a cagar matando, si total somos un error del sistema que muestra que no son invulnerables. En el clima que hay no se van a jugar a que salgamos en los diarios como los simpáticos argentinos que quisieron matar a los militares más odiados del planeta incluso por su propio país. No. Estos nos liquidan. Y no pienso entregarme como un cordero. Lo pongo a votación, pero yo digo que no bien pasen esa puerta enorme de caoba, sean los que sean, les caigamos a tucumanazos y nos llevemos puestos a más de uno.”

-La Negra lo contaba como quien devela un secreto sagrado, con mezcla de emoción y seriedad, me dijo que estuvieron de acuerdo y se cagaron a tiros con los revólveres caseros de un tiro que se habían fabricado y las facas que habían podido encanutarse entre las bermudas chetas y que todavía no les habían sacado. “Estaban tan sorprendidos con todo el delirio que ni se les ocurrió palparnos de armas.”

“Antes del combate el Negro me agarra a un costadito y me dice, con la cara casi tocando la mía, como en el límite del beso ¿viste? y me dice, en un susurro: Ro, cuando veas la oportunidad rajate, soy el tipo más feliz del mundo porque tuve la vida que me pude conseguir, no le debo nada a nadie y todo lo que hice me lo gané solito, te amo hasta la muerte Ro, andá y contá lo que hicimos, porque si no, cagarse a tiros acá no tiene ningún sentido. Que nuestra historia sirva de grito, de denuncia contra los explotadores de acá y de allá, que todos sepan que este pueblo no se rinde como sus gobernantes.”

-Hasta donde se sabe, la Negra se abrió paso a los faconazos, ganó el hall y de alguna forma salió a la calle, a los barrios olvidados de Londres, que de alguna manera se parecían a los de su tierra por eso de que pobres y miserables hay en todos lados donde haya ricos y explotadores y después de un tiempo se las arregló para volver. 

Recuerda la cara sacada del Negro Rivero, mezcla de alegría infantil de pibe pobre metiendo un golazo de zurda al ángulo en el clásico del potrero y de descarga embravecida de toda una vida de sufrimiento y muertes de gente amada, mientras le clavaba un puntazo en la garganta al milico más gordo, el jefe del operativo,  y su cuerpo cayendo al ritmo feroz de las ametralladoras vomitándole el plomo en la espalda.

-El glorioso Batallón del Club Gimnasia y Esgrima de Fisherton –dijo el tipo del completo de milanesa ya de pie junto al mostrador con el vaso de Moscatto en la mano- murió en combate, pero se llevó un par de milicos puestos. 

A ver si nos entendemos, señores, este país está lleno de héroes, de gente con unos huevos y ovarios a prueba del infierno mismo, curtidos en la lucha desde chiquitos, con una inteligencia y una creatividad que no se conocen en las facultades ni en los “equipos técnicos” de los grandes aparatos políticos. Lleno señores, a patadas muchachos. 

El problema de este país es que no los conocemos, nos comemos cualquier chamuyo que nos venden y seguimos quejándonos en vez de organizarnos, rajarlos a la mierda y gobernar nosotros.


Alzó el vaso de Moscatto, brindó con un “arriba los pobres del mundo” que sonó más a arenga de vestuario que a saludo formal y, como siempre pasa en estos casos, nunca más lo volvimos a ver.

miércoles, 10 de junio de 2015

El Reloj Automático


                                                          (Fotografía de Sofía Raimondi)


publicado el 17 de junio de 2014 en Revista El Otro (https://revistaelotro.wordpress.com/2014/06/17/el-reloj-automatico/)




Todo fue culpa del reloj. Tardé mucho en darme cuenta, pero es así, la culpa fue toda del reloj.


Al principio me sentía metido en un oscuro relato de Poe, una mezcla de misterio y terror. Porque encima es un reloj automático, de esos que hicieron furor en los años cincuenta, que funcionaban usando el movimiento de la mano, el pulso, evitando el rutinario proceso de darle cuerda a la corona.


Se sabe que la ingeniería humana tiene en los relojes su producto más macabro. Muchos antes que yo lo descubrieron, ese asunto de encapsular el tiempo, de encadenarte a la conciencia permanente de que la vida se va y no vuelve, la tiranía insoportable de que la muñeca te recuerde siempre que te tenés que despertar, engañar al estómago rápido, mentirle al espejo rápido, correr el bondi o zambullirte en el océano humano del tren o del subte, o peor, del tren y del subte, empujar, codear, putear, correr las últimas cuadras para firmar, fichar o cualquiera de esos sistemas hijos de puta que se le ocurren a los gerentes, patrones o funcionarios del ministerio.


Porque esa maquinita de mierda está para eso, para recordarte cada minuto de tu alienación, de tu transformarte en una bestia sudorosa y dolorida para conseguirte los mangos que te permitan respirar un día más.


Lo que nadie dijo, o al menos no me enteré, es que los automáticos son la peor forma de la máquina maldita, porque funcionan con tu propio pulso, usan tu propia energía, tu propia vida para marcarte el ritmo de la amansadora. Siempre me parecieron símbolos de la esclavitud, grilletes perfectos que te atan al látigo, y encima usan tu propia energía, como una maquinita mosquito, pequeño parásito de metales.


Pero no fue eso lo que me preocupó, para nada. Este reloj del que les hablo es mucho peor. Me lo regaló mi viejo antes de morirse. Mucho antes, tampoco fue así dramático, en la camilla de la sala de terapia intensiva con su último suspiro, no le voy a mentir.


Fue bastante antes de morir, no me acuerdo bien, pero el tipo ni se venía venir el fin todavía.


Es muy raro, porque mi viejo nunca hizo algo así, algo de padre, al menos no conmigo. Desde pendejo le tuve un metejón gigante. Mi adoración por mi viejo era inversamente proporcional a la bola que me daba. Yo fantaseaba con todos los fetiches de la masculinidad: que me enseñe a afeitarme, a hacerme el nudo de la corbata, que me lleve a pescar, que me enseñe a manejar, que me lleve a la cancha, que me enseñe a jugar a la pelota, al tute cabrero, que me convide mi primer vaso de vino y algún día me diga “Leo, ya sos un hombre”.


Sí, y estoy bastante pasado por agua para saber que son eso, fetiches de la masculinidad, ritos arcaicos medio que neanderthalenses, pero qué le voy a andar mintiendo, yo siempre los deseé. Y decí que estuvo mi hermano mayor para iniciarme en algunos: el fulbo, la cerveza, las gurisas…


Pero no llegó a todo, nunca aprendí el tute cabrero ni fui a pescar, el nudo de la corbata me lo enseñó mi vieja y después de un tiempo no lo usé nunca más. A manejar aprendí sólo, como a armar pareja, amar y ser amado y así me fué, medio para el carajo porque soy lento y torpe cuando aprendo solo.

Por lo demás, uso barba.

Creo que ya cuando mi viejo me lo regaló el mismo estaba en la onda de portar relojes lujosos. Y ahí es cuando la cosa se empieza a poner misteriosa.Pero el reloj, que no tiene conciencia, se limitaba a extraer una parte de su energía cinética y electromagnética, generada en sus esfuerzos síquico-musculares para producir valor para sus patrones, como un impuesto al trabajo cobrado en energía, y lo usaba para recordarle al dueño sus responsabilidades, para transformar el caótico devenir del desenvolvimiento de la explosión de materia original en un mundo ordenado por el tiempo necesario de trabajo, descanso y ocio.Desde ese momento ocurren en mi vida cosas irracionales, inexplicables, ilógicas. Todas y cada una de las cadenas que me ataban a la vida, que al mismo tiempo me daban comodidad en todos los planos y que ya comenzaban a limitarme, a producir una especie de calcificación anímica… todas se están rompiendo, quebrando, resquebrajando. La microscópica liberación de energía vital que promovió el quiebre de esa pequeña y rara pieza de metal de un mecanismo raro y en desuso, construido por manos y máquinas extrañas, hace 50 años en una desconocida para mí ciudad de un país con montañas hermosas y bancos criminales, ese terremoto ha desencadenado una energía contenida que sigue generando una onda expansiva invisible, impalpable, pero devastadora.








Para la generación de mi viejo, que fue joven entre los 40 y los 60, lo del reloj era muy importante. Para mi generación los relojes eran tan variados y tan baratos que no tenía mucho sentido, salvo la portación de cosas lujosas, para demostrar que uno era superior, pero como eso nunca me llamó la atención… Ahora con los celulares el reloj sirve sólo para demostrar que sos un pobretón y no tenés celular, que sos deportista y lo usas de cronómetro o que tenés toda la guita del mundo porque los buenos relojes no bajan de los 100 dólares.


¿Por qué carajo mi viejo guardo ese reloj?


La gente más ordinaria algunas veces hace magia, sin saberlo. Durante todos los años que pasé rumiando la historia de mi viejo para tratar de encontrarle un sentido a todo ese dolor que me programó y definió gran parte de mis decisiones juveniles, hubo una época en que supe construir una historia de su vida que explicaba al menos tanta negatividad. Debo confesar que durante un tiempo esa historia justificaba sus errores, sus dolorosos errores y trágicos y hasta malignos que dañaron seriamente la vida de muchas personas.


Y digo que la armé porque la historia de mi padre es, en el fondo, una ficción construida con elementos de la realidad objetiva. Pero, producto de mi imaginación, nadie podrá decir que esa fue, realmente la vida de esa persona.


Mi padre, mucho antes de serlo, fue un joven con aspiraciones, con sueños, con ilusiones. Conservo la última fotografía que le sacaron en el tercer grado de su primaria rural, allá por los años 40, en una aldea cercana al río Miño, en la milenaria ciudad que los romanos invasores rodearon de murallas y llamaron Lucus, que los galegos reconocieron como cuna de su patria chica con el nombre de Lugo y que mi viejo idealizó en sus 76 años de vida. Digo la última porque poco tiempo después su orgullo de campesino con algo de recursos lo llevó a cagar a trompadas al maestro que lo castigaba con reglazos y terminó su aventura por el mundo del conocimiento formal.


En esa foto la mirada de mi viejo es la de un niño ya curtido por el trabajo y la vida pero con una luz de ilusión, asombro y esperanza. Cuando yo tuve la edad que él portaba en la foto mi viejo me decía que su primer sueño roto había sido el de estudiar, que amaba la Geografía y la Historia. Solía demostrarlo recitando de memoria las regiones españolas, sus ríos y sus principales formaciones montañosas. Luego la emprendía con la hidrografía europea y sus principales capitales. Y yo nunca pude explicarme por qué tomé mi propia decisión de estudiar la profesión que hoy me sostiene materialmente, a pesar de que el oficio humano que más disfruto es el periodismo, y que en mis años de elección universitaria no sólo elegí Historia cuando en el fondo deseaba seguir Letras, sino que para colmo mi viejo se opuso férreamente, indicando que debía seguir una profesión con la que asegurarme un buen pasar económico para mí y mi futura familia, como ser contador o abogado.


Pero la pobreza de la posguerra civil y el aislamiento que el franquismo impuso a la economía española en los 40 llevaron a la familia campesina acomodada de mi viejo a la pobreza lisa y llana y el joven soñador fue arrancado para siempre de su camino para seguir el camino de otros. Después de dos años de formación militar en el desierto africano de Ceuta y Melilla, comiendo serpientes y sapos, único paso por la juventud de aventuras y diversión que tuvo, y después de un primer intento de desarrollo personal, ligado a un trabajo de ayudante de un judío en un puesto de ropa y corbatas de la ciudad de Lugo, con el que pagaría sus estudios, ese que sería mi viejo tuvo que meterse en la panza de un buque, mirar el puerto de Vigo como sólo lo han podido mirar los emigrantes galegos y asturianos y poner más de diez mil kilómetros de distancia con sus sueños para juntar la guita necesaria para pagar la “dote” de una hermana que transformó su rebeldía en un embarazo prematuro, que obligaba a un casamiento formal para salvar el honor familiar y al sacrificio del primogénito.


A los 26 años, un barco lo vomitó en la nochebuena de 1962 en una ciudad perdida del lejano sur, que alguna vez fuera la capital de una parte del imperio de los borbones pero que ahora recibía a los hijos de la Madre Patria como burros de carga y objetos de burla y escarnio. Tengo el relato de esa primera noche de emigrado grabada en la memoria como un aguafuerte: con ácido sobre metal.


Emigrado, con la conciencia de que nunca más volvería a su terruño, a sus murallas, a su río infantil de alegría, a sus tabacos armados robados de la tabaquera del viejo, a sus primeros amores, su madre adorada como una santa, a sus propios sueños diseñados entre humoradas varoniles en las aburridas siestas del desierto marroquí… Tenía sólo un papel con una dirección escrita a duras penas. Valentín Alsina. La casa de un tío. Preguntando y de a poco, sus primeras horas las pasó cruzando a pie a las 3 de la madrugada el Puente Alsina, desconociendo que entraba en el corazón industrial del país que lo recibía, en una de las barriadas más gallegas del mundo.


De ahí a la hospitalidad del tío al que agradecería eternamente, que le conseguiría el primer trabajo de su emigración, que sin saberlo marcaría todo el resto de sus cincuenta años de vida. Limpiar la mierda de los baños del restorán El Mundo, en la calle Maipú en frente de la vieja Radio El Mundo, que se llenaba de una forma inexplicable todos los días en todos los horarios, y más cuando las masas venían a ver y oír a sus cantantes preferidos de tango y folcklore o a presenciar sus novelas radiales de moda.


¿Limpiando mierda ajena habrá ido mezclando y moliendo en su interior todo el resentimiento y la mezquindad que luego volcó sobre el mundo? La frustración y amargura de haber perdido su propia juventud y su unicornio azul fue germinando una sola idea: ser rico, obtener poder y prestigio sobre la única base que un tipo como él podría hacerlo, acumulando guita. ¿Guita para ser feliz, tomarse unas vacaciones, recorrer el mundo, pagarse los estudios? Guita para ser alguien importante, para enseñorearse frente al resto de los mortales, para cobrarse la humillación del inmigrante pobre limpiando las heces de los demás.


Eludamos por ahora los detalles de esa biografía posterior y cómo de ese primer momento crucial se desenvolvieron los hechos más dañinos. Por necesidades narrativas pero también por una mezcla de compasión con el objeto de la narración y de dolor que no quiero o puedo reabrir ahora. Baste decir que el joven se hizo viejo de forma temprana, aprovechó la solidaridad más hermosa de sus hermanos de clase y de patria y escaló maquiavélicamente hasta lograr su pequeño gran lugar por sobre las cabezas ajenas. Cuando tuvo mi edad actual, en menos de diez años el joven inmigrante ya había dejado de ser campesino e incluso obrero gastronómico para transformarse en un pequeño patrón. Menos de diez años más tarde comenzaría el ensayo de su salto de pequeño patrón de ciudad grande a pequeño patrón de ciudad chica del Interior, porque hasta en sus proyectos de megalomanía mi viejo era un tipo miserable.


En ese mismo año 62 o en los primeros meses del verano del 63 mi viejo se compró este reloj, un Omega automático de oro hecho en Géneve o Ginebra, Suiza. Durante toda su vida proletaria lo usaba para mostrar al mundo la catadura de sus objetivos, les refregaba en la cara la pedantería y el orgullo por anticipado de su éxito social futuro.


Cuando mi viejo (¿debería escribir “¿cuándo mi viejo?”?) me regaló este reloj realizó el único ritual “padre-hijo” de manual. Creo que nunca se lo vi puesto, porque yo ya conocí al Señor Grande, al hombre que había realizado su proyecto de transformarse en destacada personalidad entre la pequeño burguesía de una modesta e insignificante capital del Interior. Ya usaba relojes importados.


Sin saberlo, como todo prácticamente de lo que heredé de mi viejo, heredaba una década o más de la única etapa de vida en que mi viejo fue un obrero. En ese mosquito se habían concentrado millones de segundos y minutos de explotación, de sufrimiento, de remordimientos y alienación, pero, además, todo ese resentimiento que al no transformarse en lucha contra la opresión necesariamente adoptaba la forma de amargura, mezquindad y maleficia que caracterizó a mi viejo.


Usted podrá pensar que exagero, que son disparates propios de una imaginación delirante. Pero no. Mi viejo murió producto de esa mala elaboración del dolor. En el verano de 2011 sus doctores detectaron que el 90 por ciento de su sistema circulatorio, corazón, arterias y venas estaba calcificado, es decir, que esos vasos y conductos que deberían ser firmes pero flexibles, eran sólidos, sus paredes se habían puesto rígidas como si las hubiesen pintado con cal y la cal se hubiera metido en las células. Y esa rigidez, contradictoriamente, no ofrecía un resguardo y una fortaleza, por el contrario, impedía el libre fluir de sangre y nutrientes esenciales a los diferentes órganos que provocaban la vida y mutaban en una fragilidad con permanente riesgo de quebrarse.


Los meses en que fui testigo principal de su agonía me sirvieron para comprender muchas cosas, más sobre mí mismo que sobre mi padre. Entre muchas otras comprendí que esa energía vital mal elaborada lo había matado. Como dirían filósofos amigos del barrio, su propia maldad lo mató… Pero se trataba de una maldad con un origen especial: la frustración de las ilusiones infantiles, la juventud quebrada, la enorme e increíble tristeza y melancolía permanentes de la emigración forzosa, la esclavitud y la alienación del explotado todo mezclado en el crisol de la traición a los semejantes como camino de superación individual. Una parte de esa energía había quedado –sin que nadie lo sospechara- en los engranajes de ese reloj-parásito de energía.


Me dí cuenta de eso una tarde primaveral dos años después de su fallecimiento. Los hechos se sucedieron de una forma que si hubiera sido inventada por mí estaría orgulloso de mis dotes literarias. Pero no. Debo reconocer que se trató de una sucesión de casualidades involuntarias. Mi único mérito fue prestarles atención y aprender a dilucidar el mensaje que ellas me enviaban.


Después de dos meses, la última ilusión de que la vida que yo me había prometido iba a ser finalmente como yo la había soñado, se empezaba a mostrar falsa. En un intento desesperado por volver a envolverme en una rutina de mierda, en el conservadurismo de una vida miserable aunque digna, intenté atacar una serie de rutinas que me pesaban como lápidas. Entre otras cosas me obsesioné con sacar del abandono el reloj de mi viejo, utilizarlo para medir los hitos de mi vida cotidiana y, cumplir con una promesa que me hice desde que me lo regaló, grabar en su dorso, como se hacía antes, el nombre de su primer dueño y las fechas mortales que marcan su invisible paso por este mundo. Como una especie de tatuaje portado en un objeto removible, un tatuaje vergonzoso.


De alguna forma necesitaba marcar definitivamente esa relación de herencia con mi viejo que intuía se transmitía a través del reloj. Con un enorme esfuerzo de, precisamente, organizar horarios de trabajo y militancia, encontré el momento y el dinero y fui a un relojero para que diagnostique como ponerlo a funcionar y grabarlo.


El relojero, haciendo gala de su función de chamán artesanal en el mundo de la tecnología antigua, detectó el problema del reloj. Se había quebrado (no roto simplemente o fisurado o doblado) el pequeño pedazo de metal que hacía singular al reloj, el que permitía que se generase el mecanismo automático que convertía en superfluo el simple acto de darle cuerda.


Todavía ahí no me di cuenta de lo que el buen lector ya prefiguró como remate de este extenso relato. Pagué rutinariamente la seña y quedé con el artesano hechicero la fecha en que lo pasaría a retirar. Sin saberlo pretendía transformar un hecho mágico y azaroso fundamental en mi vida en uno más de los millones de actos rutinarios e intrascendentes del comercio humano. Cuando me iba, el artesano me preguntó, casi con algo de misterio ritual, “¿qué inscripción desea grabar en el dorso?”. Ya debería haberme llamado la atención que casi me retiraba sin cumplir con mi principal objetivo, el tatuaje vergonzoso. Pero no, dicté el nombre bíblico y los dos apellidos, el que nos vinculaba a viejas tribus de la Lombardía y el que nos arraigaba a esa rara mezcla de suevos y celtas que venía remontando el mundo desde el Ararat hasta la aldea donde se mezclaron en los genes de mi viejo. Luego el año de su nacimiento y el de su muerte, y me retiré.


Aunque no era consciente de nada de lo que ahora recopilo y escribo, sabía que el ritual con mi viejo, tres años después de su muerte, en medio de lo que ya se avecinaba como la cuarta crisis personal más importante en mi corta vida, no iba a pasar indoloramente. Intuía que algo raro iba a pasar.


Y pasó. Apareció Fernando, aquel estudiante de la secundaria nocturna de Villa Soldati donde comenzó realmente mi vida de proletario adulto, aquel cuyo dolor, su biografía personal, su retorno de la muerte, me pegó duro en la conciencia, en el alma, en lo más profundo de mi ser. Esas horas que pasé encerrado en la sala de auxiliares de la cinco del 19, llorando desconsoladamente, me sirvieron para darme cuenta que estaba abierto, que por alguna razón había perdido la piel, la coraza que me protegía del mundo, que me separaba de las angustias y padecimientos del resto de mis hermanos y hermanas de clase para poder seguir funcionando normalmente. Decidí vomitar. Decidí que el llanto honesto y desembocado, aunque sanador, no era suficiente. Decidí vomitar y escribí.


Lo que pasó después fue más sorpresivo, y lo sigue siendo. Hice público mi vómito y una persona que confundí con una especialista en literatura lo elogió. Ese error de apreciación me hizo creer que tenía alguna chance de sobrevivir materialmente en este mundo con la profesión que más amaba. Y comencé a escribir de forma sistemática. Y aunque no he podido cambiar la forma en que el capital me chupa la sangre, el tiempo y la alegría, descubrí un mecanismo que cada tanto evita que la mierda me tape las arterias y el corazón y adelante una herencia fatídica.


Pero todavía no era suficiente. Lo que me hizo darme cuenta de la responsabilidad del reloj de oro, de este reloj de oro, fue otro hecho.


Al otro día del reencuentro con Fernando y mientras leía las repercusiones del relato, recordé que debía terminar con el proceso y el ritual y retirar el reloj arreglado y tatuado. Como siempre en estos casos pasé preciosos minutos perdiendo la energía inútilmente buscando el papel donde figuraba el compromiso, el pacto y la seña y descubrí, cuando finalmente lo encontré, que había cometido un error importante. Justo en el grabado había errado la fecha de fallecimiento de mi viejo.


En lugar de 2012 había ordenado que se grabase “1936-2010”.


Haberlo corregido me habría significado perder varios días más y reorganizar otra semana de tiempos cortos y ajustados, erogar un dinero que ya no tenía y, lo peor de todo, intentar corregir al destino. Lo dejé así, sonreí irónicamente, y me pregunté por qué mi inconsciente había puesto esa fecha y no cualquier otra en la zancadilla mental que me preparó.


La única explicación que encontré radica en que en 2010, dos años antes de su verdadero fallecimiento, había nacido mi única hija. Algo más, yo había nacido como padre en 2010.


De ahora en adelante, cada vez que alguien requiriese la anécdota detrás de una fecha errónea yo debería explicar que mi inconsciente había determinado la muerde mi padre en el mismo año que yo nací como padre. En una parte de mi consciencia, esa que es la más efectiva a la hora de programar nuestras conductas cotidianas, y al mismo tiempo la más difícil de comprender, en lo profundo de lo más recóndito del edificio que ordena mi vida, alguien determinó que cuando me hice padre me liberé del peso enorme de una herencia nefasta, que trabó mi optimismo, mis ganas de vivir y dirigir mi propia vida.


Fue esa energía totalmente diferente que ya fluye desde dentro de mi ser, ese electromagnetismo que genera mi trabajo, mi movimiento, la particular forma en que he decidido elaborar mi propia explotación, mis dolores y angustias, mis alegrías y tristezas, la que entró en contradicción con la energía acumulada en el reloj heredado. La parte que se quebró, es justo la encargada de administrar esa energía robada al cuerpo y transformarla en el motor de todo el reloj. Allí se produjo un pequeño terremoto, como enseña la definición del manual que uso en clase: liberación de energía contenida y acumulada durante varios años o décadas…


Ustedes podrán decir que exagero si digo que sin haberme calzado ese reloj en esa primavera nada de lo que ha ocurrido hubiese ocurrido. Pero estoy convencido de esa realidad. Puede ser que una suma de decisiones personales haya forjado ese destino posterior, entre la más importante a la misma edad en que le tocó decidir a mi viejo, yo decidí proletarizarme y transformarme en un obrero luchando contra su explotación y la de sus hermanos y hermanas en lugar de ser un pequeño explotador con ínfulas.
Puede que la historia del reloj de oro, de este particular reloj de oro no sea más que una coincidencia.
Pero déjeme decirle que este mundo se hace todos los días con la materia prima de las grandes leyes que rigen el universo, pero también de la levadura fina e invisible de las seis mil millones de pequeñas y diminutas piezas de biografía que se enlazan entre sí para sostener las grandes leyes. Por no detenerse a investigar la forma concreta en que esas historias invisibles se entrelazan, a comprender las consecuencias de la evolución de su pequeña cuota de energía en el motor universal de la vida, por no dejarse atraer y fascinar por ellas es que probablemente las pasemos sin mayor trámite al archivero de boludeces sin sentido o con mayor respeto las guardemos en el cajón bajo el rótulo de “casualidades”, “azar” o “magia”.
Sin embargo, yo que ud. pensaría dos veces antes de ponerme en la muñeca el reloj automático que haya usado antes, otro ser humano.

domingo, 7 de junio de 2015

La muerte leída a los niños

Comentario sobre El Libro de la Vida, 2014, co-escrita y dirigida por Jorge Gutiérrez, de la 20th Century Fox, producida por Guillermo del Toro.


Mi hija de cuatro años y 9 meses me viene sometiendo a una permanente exposición a la película animada El Libro de la Vida, de Disney Co., desde que consiguió la primer muñeca de María en alguna de las dos cadenas de comida chatarras internacionales. La película es sinceramente apasionante, vale la pena y debe ser de las mejores producciones de su género en años. Tiene tantas capas, sutilezas y metalenguajes que me sugirieron muchos ángulos para enfocarla. Así que, como el costado bueno de ser un escritor no profesional es que si nadie te publica, publicás lo que se te canta... aquí les va esta extensa perorata sobre técnicas narrativas, feminismo, ecologismo, nacionalismo burgués, imperialismo, y la lucha de clases en el mundo del inconsciente, la cultura, las tradiciones y la religión.

Espero al menos que el viaje les sea placentero.

Por qué vale la pena hacer esta reseña


Casi todos los grandes cuadros teórico-prácticos del marxismo revolucionario, fundadores de métodos filosóficos, constructores de partidos revolucionarios y conquistadores de victorias para la clase obrera (algunos en una misma vida humana) coinciden en decir que Beethoven fue lo más revolucionario que la música burguesa le aportó a la humanidad. El propio Lenin, dirigente de la primer dictadura obrera duradera del mundo, tenia un casi exagerado respeto por las obras de arte producidas por la burguesía porque entendía que en el mundo del arte, como en el de las ideas, justo es que una clase eternamente castigada y opimida como los trabajadores y trabajadoras, aprendieran a gobernar el mundo también aprendiendo lo mejor de la herencia cultural de la burguesía.

Contradictorio y dialéctico, como todo, no podemos esperar que ninguna obra burguesa desarrolle los mejores valores morales y estéticos posibles, por eso, mientras construimos tenazmente un gobierno obrero y el socialismo, quienes estamos destinados a superar esta sociedad putrefacta y caníbal, debemos hacer un enorme esfuerzo por decantar el trigo y la cizaña y quedarnos con lo mejor de lo que hay.

Y si somos padres de chicas o chicos en edad de cine infantil, no te cuento. Hay que buscar con lupa algo que escape a la pelotudez de princesas forras y guerreros galácticos.

Lo que tiene de revolucionaria la animación digital para niños El libro de la vida¸digámoslo ahora, es que ayuda a los niños a elaborar el trauma de la muerte desde edades muy tempranas. Y eso sólo ya es revolucionario, porque se mete con uno de los tabúes más importantes con los que el Estado sigue intentando programar las mentes de las clases dominadas. Pues, qué tan efectivo como el miedo a la muerte propia o de seres queridos para meter la cobardía, la culpa, el terror y la parálisis en los huesos de las personas.

Para un régimen que le importa un rábano la vida y que siembra muete a cada paso que dá, el culto del miedo a la muerte sirve como un factor de control social como el que más.

Recuerdo que en una entrevista, hablando de bueyes perdidos, Marcos Silber, poeta comunista de los 60 recordaba una obra de teatro que le había parecido maravillosa en esos años. No recuerdo sinceramente cómo se llamó ni su autor, tampoco sé muy bien si había llegado a ser censurada o simplemente había levantado polvareda entre la crítica. Lo concreto es que toda la obra infantil consistía en la historia de un pajarito que se le moría a su niño y lo que este suceso generaba en su conciencia infantil. O podemos recordar la canción de la genial María Elena Walsh sobre la pájara pinta, la de la canción tradicional infantil, que denunciaba y repudiaba el asesinato de su marido por un cazador pidiendo perdón por cantar un tema tan triste.

Porque, piénselo un sólo segundo ¿usted le hablaría a su hijo/a de dos años sobre la muerte así como le explica como agarrar la taza de la leche? Si su respuesta ha sido positiva usted está mucho más avanzado y liberado de ataduras mentales que el 80 % de la población en sudamérica. Las Iglesias de todo tipo, pero sobre todo las que sostienen funciones políticas de justificación de la explotación de Estados y empresarios, como la Católica Romana, la Judía o el Islam y alguna que otra variante arcaica de protestantismo, unden uno de sus pilares de control sicológico sobre las masas en la difusión de una imagen atemorizante de la muerte en sus conciencias.

Varias historias bien enhebradas


El Libro de la Vida le entra con todo al prejuicio católico-occidental sobre el mundo de los muertos y para decirlo en jerga mexicana, le da en la madre. Se trata de una historia escrita en capas y no por casualidad.

En la superficie arranca con un grupo de pequeños de distintas edades que hacen un recorrido por un museo en alguna ciudad de Estados Unidos que tienen la particularidad de ser niños “castigados”, los “rebeldes de la escuela” o los quilomberos, depende como se mire. Estos pibes y pibas pendencieros se encuentran con una guía muy particular que los introduce en un museo paralelo al oficial, escondido del otro por una falsa pared que los lleva a un museo sumergido dedicado exclusivamente a la cultura mexicana.

La guía femenina les cuenta a los niños la historia de un libro donde están contenidas todas y absolutamente todas las historias del mundo, las verdaderas y las inventadas.

(Digamos como paréntesis que es muy común y llama mucho la atención al turista extranjero la particular forma de narrar las historias que tienen las maestras de primaria en los museos como el Nacional de Antropología Forense o el del Castillo de Chapultepec,. Esto es fácl de observar cuando uno viaja de mochilero y accede a los grandes museos del DF los domingos o feriados, cuando la entrada es gratuita y uno se puede cruzar con decenas de contingentes de primarias con sus simpáticas maestras desplegando un arte excelente que combina dosis justas de ternura, fantasía y rigurosidad científica.)

De todas las historias del Libro, la guía cuenta la de un pueblo que queda en el centro del universo, o sea, en México, el pueblo de San Andrés, donde la diosa del mundo de los muertos recordados, la contradictoriamente hermosa Catrina, nombre popular de la diosa náhuatl Mictecacíhuatl, inmortalizada para todo el mundo no mexicano por los geniales artistas plásticos revolucionarios Diego Rivera y Frida Khalo en varios lienzos, y su enamorado, el temible Xibalba, dios del mundo de los muertos olvidados, juegan en una apuesta irresponsablemente el destino de toda la humanidad.

En el contexto de un Día de los Muertos, los dioses escogen a una niña y dos niños, amigos los tres, enamorados de ella ambos, para ver quién de los gurises se casa con la niña en el futuro. Catrina elije a Manolo, huérfano de madre, apasionado morochito desde pequeño por la música y el amor romántico y desinteresado pero proveniente de una dinastía masculina de toreros mientras que Xibalba escoge a Joaquín, varón rubio, huérfano de un general victorioso en la Revolución del 1910 pero asesinado por un temible bandido rural en la posguerra, el Chacal. Mientras que Manolo expresa la masculinidad conectada con los sentimientos afectivos, el mundo de la música y la poesía, respetuoso de las mujeres y generoso, Joaquín es el símbolo del machote mexicano, egocéntrico y poderoso, de carrera militar, “con grandes bigotes y muchas medallas en el ancho pecho”.

En el momento central de la película se desarrolla una típica tragedia griega, donde estos tres mortales se debaten sobre sentimientos y valores propios de los inmortales, condicionados por los dioses que intervienen sobre ellos como literales titiriteros.

(En otro paréntesis válido déjeme decir que los directores hacen consciente y obvio el recurso a la tragedia griega original, ya que una vez que Catrina y Xibalba nos son presentados, es fácil reconocer a la diosa de los muertos en la voz y los ojos de la guía del museo y al malvado dios encarnado en uno de los serenos del museo, quien intenta hacer valer los reglamentos para prohibir la visita pero que cede ante la seducción de la guía. La diosa disfrazada de guía representa la historia ficcional a los niños díscolos de la visita utilizando muñecos de madera articulados, como los títeres y la narración pasa de figuras más parecidas a personajes del mundo real, o con una mayor pretensión de realismo, cuando se para en el nivel del argumento introductorio -los niños en el museo- y se traslada a imágenes de muñecos de madera cuando desarrolla el nivel de la historia central, la de María, Manolo y Joaquín en San Andrés.)

Para determinar quién se casa con quién los tres protagonistas están obligados a enfrentarse a sí mismos, a las opciones éticas que los definirán como sujetos, en un momento muy cargado de simbolismo, un día de todos los muertos cuando el trío cumple los 18 años, es decir, su pasaje a la adultez sexual y civil.

Sabido es que el chiste de la tragedia griega consiste precisamente en eso, la representación de situaciones límite, absolutas y definitivas, impuestas por acontecimientos imposibles de controlar por los seres humanos, situaciones perfectas propias de los dioses. Todo con el objetivo más clásico del arte griego, el de representar escenarios morales posibles para que los ciudadanos pudiesen hacer catarsis con la obra sin llegar a una identificación plena con los personajes, una empatía tan fuerte que haga imposible la separación afectiva y el pensamiento racional.

Los tres niños deben enfrentarse con la disyuntiva de ser fieles a sus deseos y creencias o dejarse vencer por la imposición de las leyes sociales y culturales que han definido un destino y un camino a seguir en la vida en sociedad a través del Estado, encarnado en la peli por un obispo obeso y su séquito de monjas cantoras, el padre adoptivo de María, un general de la Revolución que está a cargo de la seguridad del pueblo y el padre de Manolo, que oficia de representante de las tradiciones patriarcales masculinas y encima, torero, que para la cultura española y mexicana es algo así como un ídolo “deportivo” popular que difunde en las masas la cultura hispánica machista y barbárica del gran macho que asesina al símbolo máximo de la virilidad y el poder masculino desde hace milenios.

María toma su decisión desde pequeña, ya que en su primer escena muestra por dónde viene la mano. Cuando los dioses los descubren, los dos varoncitos jugaban a un combate de esgrima en el que se disputaban el amor de su amiga, todo en términos inocentes e incluso fraternales, en el que se gritaban “ella será mía” ante cada demostración de destreza, coraje y heroísmo. Ante lo cual María toma una espada de juguete, los derriba a ambos y declara, solemne como cualquier mujer convencida, sea la edad que sea, “yo no soy de nadie”. Actitud de independencia y autonomía que enamora a ambos cotendientes y que se refuerza en su segunda aparición, cuando María convence a sus pequeños enamorados de liberar a los chanchos de los corrales del pueblo, acaudillándolos en una corrida por las calles principales donde, además de irritar al dueño de los chanchos y al pueblo todo por el quilombo que hacen, se suelta también un enorme y demoníaco jabalí que casi mata al padre de María. El desastre lo impide primero Joaquín salvando al padre de María y luego Manolo, quien despliega una destreza increíble y maravillosa para torear al jabalí con una hermosa y arriesgada coreografía, esquivando cada embiste mortal y dejando al animal clavado en una baranda de madera.

La rebelde María es confinada a un monasterio en España por su padre el general y los dos niños le juran amor y fidelidad eternos para cuando regrese. El padre de María adopta a Joaquín y lo entrena como militar mientras que el padre de Manolo comienza su etrenamiento también espartano para matar toros reprimiendo su temprana vocación por la música y el ecologismo.

El día de su regreso, cuando los tres ya andaban por los 18, Joaquín ya era un reconocido militar y Manolo debutaba como atracción principal en la corrida de toros estelar del Día de los Muertos en la plaza principal del pueblo. No vamos a relatar toda la película, porque sino no sería una buena reseña, baste decir que Manolo se niega a asumir la herencia paterna, decide no matar al toro y además declarar un manifiesto casi político en contra de que se sigan matando toros, lo que le vale el repudio generalizado de su propia familia, las autoridades estatales y la masa popular entera, aunque genera la confirmación del amor de María por el joven. Joaquín aprovecha la situación y demuestra una total adaptación al orden establecido, ya que al contrario de Manolo a decidido convertirse en el machote militar que se esperaba de él, mostrando su destreza en combate y un desmedido amor propio y fanfarronería.

En un nuevo giro que apela a los recursos tradicionales de los clásicos griegos y romanos, herederos en parte de tradiciones previas, hundidas en el Antiguo Egipto y la mesopotamia fértil, cuando María está por comprometerse emocionalmente con Manolo, a escondidas y en contra de su familia y las leyes de su sociedad, en un ritual propio del amor romántico, en un amanecer en las afueras bucólicas del pueblo, luego de que Manolo desplegara su enorme habilidad como guitarrista y cantante, Xibalba mete la cola y aparenta la muerte de María, obligando a Manolo a aceptar ser asesinado para así encontrase con su amada en el mundo de los muertos.

No por shakesperiano el guiño deja de ser adecuado a la historia, que lo lleva a Manolo a un “descenso” a los infiernos, que en lugar de los 7 niveles de Virgilio y el Dante, tiene sólo dos, el mundo de los muertos recordados, lleno de alegría eterna y colorido a la mexicana y el más profundo mundo de los muertos olvidados, este sí, casi un calco de cualquier imagen tradicional del terrible Tártaro gobernado por Hades.

Como todo héroe clásico Manolo se enfrentará a su peor temor, el de ser él mismo o claudicar ante lo que el Estado y su tradición familiar quieren de él y vence. Y al vencer vuelve a tiempo al pueblo para evitar que el Chacal y su ejército privado de forajidos masacre a todo San Andrés, cosa ésta que siguiendo la mitología mexicana, mandaría a todo el pueblo y a sus ancestros al destierro eterno en el mundo de los muertos olvidados. Así, colorín colorado, la moraleja cierra con María y Manolo felices y comiendo perdices e incluso reconcilia a los tres amigos, ya que Joaquín a último momento descubre que la valentía y el coraje son imposibles y falsos si se es egoísta y comete un último acto de generosidad que lo redime, jugándose la vida por la de su amigo y rival y dejando de ser un obstáculo para que su objeto de deseo, María, consuma el suyo propio con el varón contendiente, en suma, deja su sentido de propiedad machista de lado.

El nacionalismo burgués progre una y otra vez

La película es claramente un balance de sus autores de su cultura natal, la mexicana, atravesado por dos preocupaciones, una bastante obvia que es la de inmigrantes que han hecho una trayectoria profesional en Estados Unidos que pretenden presentar la cultura mexicana como un valor positivo ante la sociedad huésped.

Es parte de una movida más general, en la que se puede mencionar la tristísima imagen de Brasil for export que pretendió “vender” el autor de los papagayos ecologistas de Río y la más fontanarrosiana versión de la argentinidad que propuso Campanella en Metegol. Guillermo del Toro ya tiene un largo recorrido como director y productor en la industria de Hollywood desde la multipremiada El laberinto del fauno hasta sagas más taquilleras como las de Hellboy o las del Hobbit. El director también pertenece al mundo de hollywwod pero más ligado a la animación infantil para la televisión. Ambos comparten una posición destacada en el mercado de los comics y los videojuegos y son apasionados lectores de mitología.

En su balance de la cultura mexicana no superan a los pensadores más avanzados del progresismo liberal burgués de América Latina: el movimiento romántico de fines de siglo XIX y principios del XX del que formaron parte tanto Rubén Darío como José Ingenieros, Mariátegui o Rodó. Recurren entre otras cosas a la vieja demanda del liberalismo criollo de colocar la Historia de Aztecas, Mayas e Incas como bienes simbólicos equivalentes a la importancia de la tradicion clásica de Grecia y Roma para la cultura europea.

Lo de la peli es tan relevante e interesante como la genial version de los infiernos de Virgilio y el Dante en la Buenos Aires del 900 de la infancia de Leopoldo Marechal, Jorge L. Borges y Xul Solar inmortalizada en Adán Buenos Aires o el más modesto pero no menos genial El Ángel Gris de Alejandro Dolina llevando la mitología clásica al Barrio de Flores de los años cincuenta u ochenta.

Para “vender” mejor la cultura popular de una nación oprimida y darse rango equivalente a la cultura dominante extranjera los nacionalistas burgueses siempre han buscado emparentarse con los clásicos grecorromanos.

Bien mirado sería el intento honesto de mexicanos “que triunfaron” por defender la mexicanidad en una coyuntura de fuerte agresión reaccionaria por parte de una sociedad norteamericana que no sólo explota salvajemente sino que subyuga y discrimina con fuerza a los latinos. Aunque también es posible leer en el esfuerzo de productor y director un intento de asimilación con la cultura norteamericana, apelando a lenjuajes visuales y estéticos muy populares entre su juventud y anclándose en la simpatía existente entre el Día de los Muertos y el Halloween.

En cualquier caso es seguro que presenta un ejercicio de moralización sobre los propios compatriotas, intentando presentar una tragedia moral donde se identifiquen los valores constitutivos de la mexicanidad que deben ser conservados y aquellos que deberían ser repudiados y superados por representar momentos arcaicos y “bárbaros” de su historia nacional.

Así, toda la película es un compendio de la “mexicanidad” analizado por mexicanos progresistas. Se resaltan el amor del pueblo mexicano por la alegría y una visión feliz de la vida aún a pesar de las dificultades, su fanatismo por el buen humor, ese que pone en ridículo todos y cada uno de los aspectos de la realidad, incluso los más solemnes y temidos y hasta se reivindica algo de ese coraje atávico del pueblo mexicano, protagonista de cientos de sublevaciones durante toda su larga historia de lucha entre poblaciones sometidas e imperios invasores cuando los tres amigos se enfrentan junto a su pueblo contra el Chacal al grito de “nadie retrocede ni se rinde”.

Pero también se critica con toda dureza el apego fanático del pueblo mexicano por el machismo y el lugar subordinado de las mujeres a un mundo de charros o los elementos más salvajes simbolizados en el asesinato ritual de animales, todavía hoy deporte popular en México y otras regiones hispanohablantes.

Déjenme decir que festejo cada una de las escenas donde María (durante varios pasajes es fácil identificarla con la propia Catrina encarnada) hace gala de su independencia y coraje. En un banquete que da su padre en homenae a Joaquín, con todas las burdas maniobras destinadas a que ella acepte su oferta de casamiento, irónicamente ella le da a entender que va a ser “una fiel esposa, que le limpie su ropa y consienta todos sus caprichos” y él se queda embobado, como viendo realizado el sueño máximo de todo hombre cuando ella lo despierta de un hondazo gritándole si “esa es tu imagen de las mujeres? La de una criada al servicio de los hombres?” a lo que la totalidad de los varones presentes en el restorán asienten afirmativamente con la cabeza.

Lo mismo que cuando Manolo visita el mundo de los muertos recordados y después de encontrarse con cada uno de sus ancestros por vía paterna, todos grandes toreros y machazos, descubre que del lado de su madre hay ancestros varones que fueron payasos y dos mellizas heroínas de la revolución mexicana, disfrazadas de guerilleras con sus cinturones de balas cruzados y fusil en ristre. O en el momento cúlmine de la película, en el que Chacal invade el pueblo, las autoridades y Joaquín se rajan, Manolo seguía en el inframundo batallando a todos los toros que su familia había matado en siglos, María toma el sable de su padre, se para sobre el banco de la Iglesia y arenga a todo el pueblo a armarse y dejar la vida luchando por su independencia y libertad.

Todos gestos hermosos y valorables que construyen una identificación ética y moral con una mujer emancipada, autónoma y valiente que cualquier socialista enseñaría a su hija sin pensarlo mucho.

Lo mismo le cabe a ese llamado al pueblo mexicano por abandonar la costumbre barbárica y bestial de masacrar toros en espectáculos masivos. Aunque hay que reconocerle una notable sutileza al planteo, sobre todo porque resuelve muy bien el concepto en el marco de una película entretenida. La peli plantea el abandono de la práctica de dar muerte al toro, propia del medioveo salvaje español y de la expansión de los terratenientes ganaderos andaluces, que tergiversó la vieja y masiva ritualidad popular del mediterráneo a una forma lujosa de faenar reses.

Porque en la tradición originada en el Levante, en lo que después fuera Fenicia o Siria, y probablemente originada en el culto del buey Apis en el Egipto antiguo, el rito de iniciación para ciertos varones, su pasaje a la plena masculinidad sexual, consistía en hacer frente a un toro o buey macho y mostrar su coraje, su entrega y también su destreza física y su astucia mental esquivando los embistes del animal. En las mitologías más antiguas del Mediterráneo el toro era considerado símbolo del poder creativo del macho, por su capacidad de engendrar múltiples vástagos “sirviendo” a un numero importante de hembras durante su corta vida sexual activa. Así los pueblos marineros lo identificaron con la generosidad del mar origen de su alimento y de la posibilidad de comerciar. Entre los fenicios su culto fue tan importante que a la hora de consolidar una única religión de Estado los descendientes del Rey David y Salomón debieron poner mucho énfasis en Moisés destrozando “falsos dioses” con figuras taurinas.

Esa tauromaquia emparentada con las religiones paleolíticas tenía incluso un respeto por la belleza y la armonía del “torero” a la hora de elegir sus coreografías. Esa cultura original es la que consideraba un deporte representativo de los mejores valores lidiar toros y que como eran símbolos de dioses y por lo tanto sagrados, a nadie se le hubiese ocurrido matarlos.

La peli reivindica inclusive el aspecto festivo y kitsh de la música utilizada en las corridas, los pasodobles de origen flamenco, el colorido de las guitarras y orquestas populares de origen español y su profunda raíz en los corridos, rancheras, boleros que nutren la cultura popular mexicana del siglo XX. De hecho el propio Manolo es en parte músico porque es torero y parte de su coraje se lo debe también a esa profesión. (Otra vez el mercenario Santaolalla demuestra un virtuosismo exacto al encargarse de la banda sonora del film)

En suma la peli llama a tirar el agua sucia sin botar al bebé. Pero con feminismo elemental y ecologismo sutil no alcanza.

Es lo máximo que la película puede ofrecer como paso de superación de la cultura nacional mexicana y eso, sinceramente, es muy poco. Empezando porque no debe haber lugar en la faz de la tierra donde a pesar de contar con varios ejemplos de mujeres indvidualmente libres (desde Sor Juana Inés en la etapa colonial hasta Frida Khalo y las mujeres guerrilleras) no haya podido sacar a México de los niveles más altos de femicidios de hispanoamérica.

Por más bella que sea la película no podemos dejar de resentirnos con una producción tan inteligentemente pensada que termina construyendo un México tan maravilloso como inexistente, idílico, tan alejado del México real donde las autoridades lejos de ser monigotes impotentes de los cuales se ríen los dioses y los niños, han llevado a la sociedad mexicana a niveles de descomposición y barbarie nunca vistos. Es hasta bizarro pensar que algún mexicano pueda soñar con que el simple hecho de ser fieles a sí mismos rescatará a su sociedad del narcoestado y la barbarie más acentuada incluso antes de los 43 de Ayotzinapa.

Porque en el fondo la película no supera una mirada tipica del nacionalismo burgués en México, anque progresista si se quiere: el del “crisol de razas”, donde el mestizo Manolo, descendiente de aztecas y conquistadores puede ser la síntesis del liderazgo nacional, un varón no machista, romántico y torero pero defensor de animales... incluso amigado con los herederos militares y políticos de la revolución de 1910, la casta que gobierna méxico desde el carrancismo hasta el PRI y que lo ha llevado hasta la descompsoición presente, sólo porque en algún momento abandona su egoísmo de clase y se juega en batalla contra el invasor exterior junto a su pueblo y abandona su machismo.

Como mucho es el sueño atrasado de un retorno cada vez más imposible al nacionalismo burgués progresista del cardenismo, que la burguesía mexicana, mal que le pese a Benicio, ha decidido abandonar como el mal paso de la costurerita hace más de 60 años y al que no parece querer retornar, viendo como ha gobernado y gobierna la última expresión centroizquierdista de México, el PRD.

En su límite de clase, Del Toro y su director pretenden una renovación cultural que pase por superar los límtes más atrasados de la tradición hispánico-mexica, el machismo y su desprecio por la vida natural, a través de la liberación de la educación de sus niños y niñas.

Pero en su propia limitada versión la peli ofrece pistas para un camino más efectivo, quizás se trate de entender que para lograr esa superación es necesario enfrentar a fondo a los defensores de la tradición y el estatus quo, como Manolo y María que enfrentan al Estado personificado en sus padres y al poder supremo, encarnado en los dioses del inframundo. Toda la película está atravesada por el recuerdo subliminal y permanente de la sublevación más fabulosa del proletariado rural, campesino y urbano de Méxio entre 1910 y 1920, en múltiples menciones parciales y el clímax se alcanza en una batalla campal a cielo abierto que recuerda las guerras civiles contra los españoles desde 1810 o el emperador francés Maximiliano en 1820 o la guerra contra la anexión norteamericana de 1850 y pico.

La salida, aunque más no sea para parir una cultura no machista y de respeto a la vida animal, también surgida de la experiencia del pueblo y su larga tradición de lucha, es enfrentarse al orden establecido, emanciparse de la explotación y hacerse cargo por sí mismos de su propio destino. La traducción colectiva de esta epopeya individual es, ni más ni menos, la necesidad de que el pueblo se haga cargo del gobierno de su propio destino.

Imposible que la peli lo diga así de clarito y no acusamos a los autores de expresar algo que probablemente no sientan, pero es una lectura, creemos no demasiado forzada.

Para no pelearnos con nuestros lectores más radicalizados consensuemos que el limitado llamado de la película a rebelarse individualmente contra la tradición familiar-cultural y “escribir tu propio destino”, puede ser leído en clave de “liberación colectiva” por medio de la lucha, atendiendo al contexto concreto y las algunas marcas de sentido que aquí reseñamos.

La muerte no es mala: religión y lucha de clases


Pero por suerte para nosotros la reivindicación del sueño idílico del inmigrante exitoso y progresista no es el centro de la película. El centro de la película reivindica sin ambagues una tradición religiosa anterior a la conquista, la del culto a los antepasados, frente a la visión imperialista de los conquistadores españoles sobre el punto.

La película destaca una visión de la muerte desprovista del morbo demoníaco que el catolicismo instauró desde que se transformó en religión de Estado (cuando la dirección del cristianismo fue cooptada por los emperadores romanos en el siglo IV) hasta que sus herederos españoles la trajeron, como inmortalizara el fallecido genio uruguayo Galeano, con la cruz empuñando los sables.

Y es interesante el concepto, ya que en última instancia no es exclusivo de la mexicanidad sino en realidad forma parte de una herencia universal de la estirpe humana. La gran mayoría de las cosmovisiones inventadas por la humanidad en su esfuerzo por comprender el funcionamiento de la realidad desde el paleolítico hasta la aparición de las clases dominantes y los Estados, coinciden en entablar una relación mucho más sana con ese eterno y atávico trauma que es para nosotros la muerte.

Los especialistas modernos, darwinistas todos claro, consideran que desde el paleolítico medio uno de los signos de la evolución de la capacidad intelectual humana ha sido sus capacidad de abstracción en torno al problema de la muerte. Se cree con bases científicas que los rituales de enterramiento presentes en los momentos más remotos de nuestra especie se condicen con la creencia antiquísima de que cuando alguien muere simplemente pasa a formar parte de la realidad desde otro plano, invisible, escondido del mundo evidente a los sentidos, pero vivo y presente.

Desde milenios hemos enterrado a nuestros familiares intentando por todos los medios dejarlos bien pertrechados para continuar su existencia “en el otro mundo”. Desde los intentos de momificación por preservar los cuerpos de egipcios e inkas hasta el simple gesto de los irlandeses colocando dos monedas de oro en los ojos del difunto para que coimee al “barquero” que lo cruzaría al otro lado, la humanidad lleva miles de años confiando en que este mundo no es el que termina con la historia.

Un gesto hermoso que sirve sólo para consolarnos con la angustia de dejar de existir definitivamente. Podrán decir que es un recurso atrasado e irracional, ilusorio, un dulce placebo para engañarnos y poder seguir vivos sin paralizarnos descubriendo que somos seres finitos. Pero déjeme defender su mayor utilidad para quienes luchamos por un mundo mejor que el paralizante miedo a dejar de existir o el cinismo existencialista al que le importa un rábano la muerte con el argumento de que de todos modos en el mejor de los casos nuestra condición de seres individuales nos condena a una soledad en vida que no se distingue mucho de “la nada”...

Pero lo que se destaca del culto a los muertos propio de las culturas aborígenes del valle del lago Texcoco hacia el norte y hacia el sur quiché y maya es su celebración del encuentro permanente y festivo entre los vivos y sus ancestros. Otras culturas adoptan la misma posición, tanto en las comunidades de los andes centrales como en las culturas de la vieja Europa y Asia. Por todos lados nos encontramos con una humanidad que cree en que el paso de sus familiares por el mundo sensible no es en vano y deja huellas, caminos que pueden ser recordados e incluso convocados para asistir en ayuda del presente.

No mirábamos la muerte con terror, hubo un momento en que el mundo de los muertos, estuviera ubicado bajo tierra como para los cazadores de las montañas del norte europeo, cruzando el Nilo hacia el desierto para los africanos o en las cumbres más altas como para los mesopotámicos, los aymaras, los nepalenses o los mapuches, o debajo de las cavernas y ríos subterráneos como para los pueblos indoeuropeos que poblaron la península helénica, cada cultura interpretaba su medio ambiente y colocaba al mundo de los muertos en el preciso lugar donde no se podía llegar, ver u oír, en ese mismo sitio donde se movían también las extrañas fuerzas naturales que regían los destinos del universo.

 (Otro paréntesis necesario, para hacer notar un detalle singular: la ubicación física del mundo de los muertos y los espíritus divinos. Siempre hemos colocado a nuestros antepasados y los espíritus de la naturaleza en lugares que nos fueron inaccesibles: los firmamentos estrellados, arriba de las nubes, el fondo profundo de los océanos o grandes lagos. Pero del mismo modo y con cierta lógica los lugares de encuentro con nuestros seres queridos fallecidos ofició siempre como un ritual de intemediación con las fuerzas superiores que regían el universo, de manera que los rituales se llevaban adelante en los sitios espacio-temporales fronterizos con lo desconocido: la cima de las montañas, las costas de los lagos, ríos o mares, las manifestaciones de las profundidades emergiendo a la superficie como los volcanes o las grutas acuíferas, el atardecer y el amanecer.

La importancia de prestar atención a este detalle tiene interpretaciones sicológicas muy ricas, ya que el inframundo es equiparable en la conciencia humana al subconsciente y el vieje de Manolo al mundo de los muertos funciona como una buena y clásica alegoría al descenso a lo profundo del propio inconsciente, lugar donde se ubican al mismo tiempo las tradiciones en que la sociedad nos programó y nuestros miedos más atávicos. Sólo la sublevación contra ellos y la reconciliación con lo mejor de nuestro pasado nos permite madurar y ser individuos plenos.)

El miedo a la muerte como recurso de control social


Luego vinieron las clases dominantes a construir un orden social basado en la destucción de todas las representaciones políticas e ideológicas que se identificaban con el mundo igualitario previo. Porque no debemos olvidarnos nunca que en nuestros más remotos orígenes y durante nuestros primeros 3 millones y medio de años en este planeta, los seres humanos vivimos en relaciones igualitarias donde imperaba la propiedad común. La aparición de las religiones antropomórficas con figuras varoniles es propia de la aparición de las clases sociales expropiadoras, la explotación de los expropiados, el imperio de la herencia patrilineal y el Estado.

Desde que los sumerios, acadios y egipcios entronaron a los dioses masculinos primero como esposos fieles de las antiguas diosas herederas de un fuerte culto popular enraizado en milenios de matriarcado, pasando por los atenienses imperialistas que después de milenios de adorar a Palas Atenea entronaron a un varón fálico, Zeus el del gran rayo que penetra la tierra, lo llevaron a violarse a todas las diosas preexistentes del matriarcado y a imponer su reino de terror junto a su hermano Hades, amo y señor del inframundo, que se transformó en un lugar temido. También las familias ricas agrícolas que construyeron el primer Estado de Judá inventaron un dios masculino -cuyo nombre no pronunciamos por cábala más que por respeto-, que colmó al infierno de un aspecto bastante parecido al destierro en reinos babilónicos, lleno de demonios que recuerdan a los viejos dioses sumerios y que son el origen histórico concreto de la iconografía bíblica de los demonios alados y zoomorfos.

La que más rosca le dió al asunto para la cultura occidental moderna fue la Iglesia Católica Romana y luego medieval, que conjurando al arcángel rebelde al reino del infierno transformó todos los ritos prerrománicos de los mal llamados pueblos celtas, transformando a las druidas herederas del saber mágico-religioso en brujas amantes del demonio, y a sus querencias originales en medio de los bosques tan amados por los pueblos que creían en el poder de la naturaleza transformados en sitios identificados con el más arcaico temor a la oscuridad.

La Iglesia Romana facturó millones en ingresos cuando trabajó fervientemente por inculcar el miedo en los corazones y mentes de esclavos y campesinos, el miedo a una eternidad viviendo en las torturas del inframundo, el miedo a ser muerto por los amos y señores feudales, el miedo que se bajaba en los únicos momentos que la población campesina se reunía a recibir una formación intelectual sobre el destino del mundo en las asambleas de la misa en la parroquia del pueblo. Un trabajo sistemático y semanal durante siglos sobre las conciencias iletradas, buscando debilitar con el terror la fuerza potencial contra la explotación de esas mismas masas incultas y trabajadoras.

Del mismo modo que los romanos borraron las antiguas tradiciones religiosas comunitarias de las aldeas y bosques de Europa cuando pisaron el continente desconocido empujaron a las diosas y dioses náhuatl, mexicas, mayas, aymaras, guaraníes, quichwas y demás a convivir en el temido infierno con Satanás. Y lo hicieron quemando vivos chamanes, prendiendo fuego los libros sagrados, quemando las waqas sagradas  y derrumbando a los “falsos ídolos” como Moisés con el bellocino de oro después de su pacto con dios en el monte del Sinaí.

El día de los muertos es en sí mismo un símbolo de esta lucha anti-imperialista entendida en clave religiosa. En la mayoría de latinoamérica, sobre todo en aquella en que las tradiciones campesinas y la opresión española fueron más persistentes, se celebra el Día de Todos los Muertos el 2 de noviembre, coincidiendo con el santoral católico que fija esta fecha en homenaje a los recién nacidos masacrados por Herodes para evitar la profrecía que señalaba el nacimiento de Cristo, de ahí que en algunos sitios se lo mencione como día de los Santos Inocentes o de los Muertos Inocentes.

Originalmente fue el intento de la Iglesia conquistadora por elminar los rituales de la cosecha, es decir, de la transicion del invierno hacia la primavera en las culturas agrícolas que queían dominar. Durante siglos, los aborígenes utilizaron la celebración del reencuentro con los ancestros fallecidos y por lo tanto, la conexión con el mundo de los dioses y diosas de la naturaleza para facilitar mágicamente el fin del reino de la muerte invernal y acelerar el pasaje hacia la vida renaciente de la primavera. En todo el mundo este tipo de rituales de comunicación con el mundo de los muertos y los dioses adoptó diversas formas pero siempre sostuo una posición festiva, al fin y al cabo uno se encontraba con gente querida a la que recordaba para celebrar que habían zafado de morir durante el invierno y de paso se juntaban poblaciones habitualmente dispersas para realizar las tareas colectivas de la cosecha.

España necesitaba mantener el ritual para sostener el calendario agrícola y mantener el flujo de impuestos agrarios con el que explotaba al campesinado aborígen, pero no podía permitir la competencia de otros dioses (y otros clérigos) en competencia con la verdadera fe (y con el destino final de los diezmos). Se dió un “sincretismo imperialista” y cambiaron a la Catrina por una anécdota de la Biblia y por una Madre Virgen y a otra cosa mariposa. Pero en el profundo suelo del campo, los campesinos defendieron sus creencias, y mientras los huincas peninsulares y criollos se llenan de crespones negros y caras de velorio, los 2 de noviembre las masas inundan los cementerios para compartir sus mejores comidas, músicas y alcoholes con los antepasados.

Vieja tradición también presente en los anglosajones y celtas del bajo pueblo campesino que a fuerza de ser explotados por anglicanos y protestantes se transformó en el contradictorio ritual de Halloween, donde a la algarabía de niños y niñas disfrazados con motivos “demoníacos” se matan de risa desafiando a los mayores a cambio de un “dulce o travesura”.

Quienes sólo miran las tradiciones religiosas con la miopía del nacionalismo no pueden ver esta profunda línea de continuidad entre el hallowen yankee y el día de los muertos latino. Cosa, dicho sea de paso, que sí comprende Benicio y en su afán de caerle bien a sus amos de las grandes cadenas de cine utiliza a su favor, generando una empatía entre ambas expresiones culturales.

También hay una cierta cultura urbana tipo COMICON, de donde provinen Del Toro y Gutiérrez, de culto a los zombis, las pelis de terror, los esqueletos, etc. que lind con cierto anarquismo en contra de la hipocresía del sistema... interesante porque debe ser producto de jóvenes yankees recuperando su rebeldía infantil del hallowen ante el mundo sacrosanto de la religión y el velorio. En la peli hay un guiño por ese lado ya que uno de los pibitos rebeldes que escucha la historia del museo es un arquetipo de esta subcultura juvenil de aprecio por los símbolos mortuorios.

Vivir (y luchar) sin temor a morir (o perder)

El genial Federico (se llamaba Friederich pero yo lo siento un amigo del barrio) Engels, escribió en algún lado que nuestros antepasados paleolíticos estuvieron más cerca de la verdad que las miles de generaciones criadas por los Estados y las clases dominantes en la falsa idea de que dioses con voluntad de reyes decidían a piaccere el destino de las masas. Se preguntaba retóricamente Federico si la invisible fuerza de la gravedad, que la ciencia humana descubrió casi al final del recorrido de la especie, que sabemos domina al universo, no se asemejaba más a un mundo gobernado por los espíritus invisibles de la naturaleza que a los enormes seres barbudos con togas y sombreros lujosos que gobernaban por capricho, siempre obsesionados en que sus súbditos les riendieran... tributo.

También pienso en Trostsky, curiosamente amigo personal de Frida Kahlo y protagonista destacado de la tradición cultural del pueblo mexicano que le dió asilo y donde fue finalmente alcanzado por el brazo asesino del estalinismo, quien defendía una posición revolucionaria ante la muerte como un paso inevitable del ciclo de la vida y que convocaba a no caer en el dolor paralizante ante la desaparición física de amigos, familiares y camaradas sino al recuerdo vivo de su aporte al movimiento por la emancipación humana. Una actitud revolucionaria es la que se planta ante la muerte haciendo un balance de lo valioso que el ser pudo aportarle a la vida y, por lo tanto, a quienes seguirían batallando de este lado del mundo para los que las banderas de los antecesores deberían servir como arma de combate.

Las ciencias actuales que examinan el funcionamiento de la psicología humana y el mundo afectivo aseguran que uno de los pasos necesarios para que el individuo pueda ser “funcional” en su vida cotidiana es la “aceptación” o “asimilación” de la muerte como parte del devenir natural. Aferrarse a la vida por temor a morirse puede llevar a la aceptación de negociaciones miserables y humillantes con la vida hasta la depresión y la parálisis patológica, dicen quienes de esto saben.

Los explotadores prefieren explotados cobardes, que no se animen a enfrentarlos por temor a ser derrotados, heridos, mutilados, encarcelados, muertos. El terror a morir es uno de los tantos venenos que nos inoculan para mantener nuestras mentes cerradas y sumisas. Y de paso nos llenan la vida de muertes profundamente dolorosas, porque nos van matando a nuestros hijos de hambre y enfermedades curables, a nuestras niñas y mujeres secuetradas vendidas, violadas o brutalmente asesinadas. Nos van sembrando la conciencia de muerte, de pérdida, de angustia y de dolor. El uso de la muerte por las clases dominantes pretende la desmoralización de los luchadores.

Liberarse del temor a la derrota o de la muerte es una de las condiciones necesarias para el triunfo de la lucha.

El libro de la vida apunta en este sentido profundamente revolucionario, recupera del fondo del arcón de las culturas más antiguas de la especie una metodología para elaborar la muerte e incorporarla a nuestra cotidianeidad mucho más sana que la de los últimos cinco mil años de herencia hispánica judeo-cristiana. Claro que como el productor y director temen confiar en la fuerza profunda del pueblo oprimido mexicano y siguen esperanzados en la redención de su burguesía progresista, nunca imaginarían que el camino definitivo para sacarse de las conciencias el peso muerto de las tradiciones pasa porque todos los manolos y marías de la tierra se armen contra los generales y los curas... y gobiernen por sus propios medios.

Confiamos en que nuestros hijos e hijas sean más capaces para llevar adelante estos sueños. En parte de nosotros depende, en tanto tempranos formadores de su personalidad y su inconsciente. Y confiamos en que este tipo de películas los ayuden en ese camino desde su más tierna infancia.

Porque no tenemos nada que perder y sí, todo por ganar.