Me contaron que Roberto Perfumo, a sus 74 años, se había
accidentado en un restaurán porteño en la preceptoría de una de las dos
escuelas que laburo, en Balvanera, casualmente rodeado de dos preceptores y una
preceptora hinchas de Rácing. Mucha casualidad porque, reconozcámoslo, tres
hinchas de Rácing en la misma escuela es una proporción inusual en Capital. Más
raro todavía que ella no llega a los veinticinco, uno de ellos no pisa los
treinta y el otro saluda los cuarenta de cerca pero sin embargo los tres, y yo,
bostero enardecido de 38 pusimos exactamente la misma cara de amargura por la
noticia y decidimos gambetear el final odiado con un “seguro que fue una
boludez y va a zafar”.
A las ocho de la noche, cenando junto a doscientos
adolescentes en la otra escuela que laburo, en Villa Soldati, un compañero
rayando los cincuenta pirulos, fanático irreconciliable de Huracán me confirma
desde el Facebook de su Smartphone que el Gran Marsical había muerto.
Intenté seguir con la rutina prefijada de mi día laboral y
militante intentando creer que entre Roberto Perfumo y yo no había razones suficientes
como para ponerme a llorar desconsoladamente porque ya no iba a poder seguirlo
más en la radio o en la tele, haciendo esos análisis geniales, mezcla de teoría
deportiva y sentido común de barrio con el que nos iluminaba el bocho para
seguir aprendiendo sobre este deporte que mamamos desde chiquitos y que, aunque
todos seamos técnicos, sinceramente sólo muy pocos entienden de verdad.
Ahora son las tres de la madrugada y no me puedo dormir.
Busqué entre los escombros de mi biblioteca un libro hermoso que publicó
Sudamericana en el 2000, en cuyas bellas páginas papel ilustración y tamaño
oficio apaisado (como se editan los libros de arte) Roberto Fontanarrosa, ese
genial cronopio rosarino, escribió algo muy raro en él, una especie de ensayo “serio”
sobre fútbol basado en sus análisis racionales de las experiencias del fútbol
que él había visto y disfrutado desde la infancia a fines de los 50 o
principios de los 60.
Algo me decía que había leído en ese libro algo importante
sobre Perfumo. Efectivamente, el Negro Fontanarrosa, en medio de una prolija
esquela sobre el Rácing campeón de 1966, el famosísimo equipo de José, el
primer campeón mundial del fútbol argentino, se mandó una descripción exacta de
quien él consideraba el jugador más importante de ese quipo legendario.
Y leyendo esos párrafos removí decenas de años y encontré en
el fondo de la memoria la verdadera razón de por qué lloro así, tan
sentidamente la muerte del Gran Mariscal.
Porque vamos a ser claros, no sólo no lo pude ver jugar
salvo en cintas de video de muy mala calidad, sino que ni siquiera soy hincha
de ninguno de los clubes donde jugó Perfumo, aunque reconozco mi admiración por
la sentida épica del club de Avellaneda, a pesar de que haya nacido de la oligarquía
y durante todo el primera mitad del siglo XX haya sido usado por la burguesía
argentina como símbolo nacionalista contra el otro grande de la capital de la
metalurgia argentina, fundado por trabajadores socialistas de comercio.
Fontanarrosa reivindica varias cualidades de Perfumo: su
velocidad capaz de “cubrir todo el ancho de la cancha”, la precisión de su
derecha chueca, su “timing” como se decía antes para llegar a la pelota “un segundo
antes” que el adversario y su extrema frialdad para “revolearlo de una patada”
si era necesario y no quedaba otra. Con esas tres cualidades, escribía el Negro
canalla, Perfumo fue el mejor back central de su época, incluso más dice, una
versión refinada de los mitológicos defensores centrales de la tradición del
Río de la Plata.
La tesis de Fontanarrosa es que la máquina de atacar
permanentemente que era el Rácing de Pizzuti podía darse el lujo de mandar a
todo el equipo adelante porque confiaban ciegamente en la capacidad de Perfumo
para solucionar cualquier complicación que produjeran los contraataques
enemigos. El Negro reivindica esa especie de heroísmo tan particular del “último
hombre”, el tipo que hace frente sólo, sin miedo, con sutileza o bravura según
corresponda al enemigo que desbordó todas las líneas del equipo. El tipo que
deja todo en la cancha, incluso en contra de su propio interés.
Perfumo simboliza a ese tipo de jugador que sin importar el
lugar de la cancha asume el fútbol de esa particular manera. Ése que nunca se
da por vencido ni aún vencido, la última reserva, el último cartucho, la resistencia
y la entrega hasta el final.
Siempre pensé que las personas se definen a sí mismas más
allá de lo que digan en las acciones concretas, en las decisiones y la actitud
que toman en situaciones concretas. Creo firmemente que la verdadera
personalidad de la gente se ve en cómo se comporta en el laburo con sus
compañeros/as y frente a la patronal, en la calle frente a la represión, en la
cama cogiendo y, entre otros lugares posibles, en una cancha de fútbol.
Mientras la gran mayoría de los varones del mundo idolatran
a los virtuosos de la pelota yo siempre tuve de ídolos, desde muy chiquito, a
los tipos como Perfumo, fueran del club que fueran. Mis máximos ídolos de la
infancia en tiempos de Housemann, Alonso, Bochini o Maradona, eran sin embargo
Blas Armando Giunta y Enrique “el ruso” Hrabina, famosos antes de Boca en San
Lorenzo y en segundo lugar dos tipos más finos, surgidos ambos de Ñuls como
Juan Ernesto Simón y Walter Samuel.
Nunca me voy a olvidar de Giunta saliendo por la mitad de la
cancha después de ser expulsado del partido que más nos robaron en la historia
del club, contra el Colo Colo en la semifinal de la Libertadores del 91, con la
remera azulyoro ensangrentada y embarrada, haciéndole un visible “fuckyou” a
una enardecida turba de fascistas pinochetistas que lo puteaban y le tiraban “con
de todo” como solíamos decir en el pago. Como recuerdo que me enamoré de
Gabriel Batistuta esa misma noche parándose de manos contra cinco energúmenos
que le revoleaban las Nikon profesionales. Porque esa noche nos bombeó la
Conmebol a través del réferi, el gobierno pinochetista que puso la tarasca para
que Colo Colo fuese campeón por primera vez, las cincuenta mil personas que
estaban en la cancha y hasta los periodistas gráficos.
Tipos que dejaban la vida en la cancha sin importarles nada.
Gladiadores. Simón un verdadero “gentleman” con una garra infinita, el gol del “mudo”
Samuel casi de fuera del área, en escorzo imposible, de cabeza al ángulo en el
último minuto del partido contra el América de México que nos estaba dejando
afuera de la Libertadores y que terminamos ganando.
Debo decir que los únicos virtuosos líricos de la pelota que
me llenaron el corazón con la misma pasión fueron tipos como el loco Houseman,
el Diego y Román, pero porque fueron virtuosos del arrabal, que no se
acobardaban ante nadie, que su manera de cagarse a trompadas o patadas era la
gambeta, el caño o la finta, probablemente porque no supieran cómo pegar con
eficiencia, que como sólo sabemos los defensores “rústicos”, es un arte. Qué
decir de Maradona, un jugador de fútbol exquisito que con todas sus
contradicciones es simplemente un héroe obrero, villero, que se abrió paso
contra viento y marea, filósofo de arrabal comparable únicamente con Ringo
Bonavena; tipo que, de paso digamos, fue delegado de sus compañeros en todos
los clubes que jugó y fue el primer jugador que se supo ganar el odio de los
grandes empresarios mafiosos del fútbol mundial. El loco Housseman que nunca
renunció a su orgullosa identidad de villero del Bajo Belgrano y dicen los que
lo vieron jugar que le pasaba el trapo al propio Diego, temerario e
incorruptible. Román Riquelme, que mientras más lo pateaban más poético se
ponían, como en la recordada semi de la Libertadores en la cancha del Palmeiras,
que se cansó de tirar magia en un contexto muy parecido al partido de Chile que
recién citaba.
Podría dar miles de ejemplos pero sólo quiero dejarles dos,
el de mi primer ídolo y el del último, el actual, quien es para mí el mejor
jugador de fútbol del mundo en la actualidad.
Y son, en realidad, dos anécdotas diferentes y al mismo
tiempo idénticas.
Cuando era muy chico, en la libertadores del 86, después del
mundial que ganamos en México con el Diego, Burru y el ballet de Bilardo, en un
tres ambientes de Cucha Cucha de unos parientes de mi viejo vimos con mi
hermano al Boca de Milton Melgar, Tapia, Olarticoechea, Gatti, Giunta, Higuaín
y Krasouski de visitante en Montevideo contra el Wanderers dirigido por
Wáshington Tabárez y recuerdo vívidamente el impacto que me produjo verlo al
Ruso Hrabina correr de atrás una pelota que se metía en el arco lentamente,
creo que después de un mano a mano con Gatti adelantado que se iba lenta pero
firmemente al gol tirarse en palomita aprovechando el pasto húmedo por la
lluvia torrencial con los
brazos hacia adelante para atajar la pelota y evitar
el gol. Al final la pelota se frenó por los charcos antes de la línea y el Ruso
se paró rápido y la sacudió de un zapallazo fuera no del área, fuera del Río de
la Plata.
No podía creer lo que veía, en contra de toda regla
futbolísitica, lógica y sentido común, sentido de autopreservación o ética y
moral preconcebida, el Ruso hacía lo único que podía hacer para que no nos
comiéramos el tercero, sabiendo lo que importa cada gol en una copa.
Tengo que
sincerarme, recuerdo hoy esa impresión mucho más vívidamente que el tercer gol
sobre la hora que el propio Hrabina le metió a Wanderers en la vuelta, en la
Bombonera, en un 3-2 que no le serviría a ninguno, sabido es que ese año la
copa le quedaría a los renegados de Núñez, con un equipo, nobleza obliga, lleno
de valientes guerreros y excelentes jugadores.
Habrá adivinado querido lector si llegó hasta acá, que no
hablaba de Messi y que pienso cerrar la última anécdota recordando al mejor
jugador de la actualidad, el uruguayo Suárez, el de la mordida al defensor
italiano en el último mundial de Brasil. Sí, porque quién no se acuerda del
último minuto, del último tiempo suplementario de esos cuartos de final del
mundial de Sudáfrica de 2010, contra Ghana cuando después de una serie de
rebotes en el área chica Luisito Suárez saca la pelota en la línea con un
manotazo “de vólleyball” como dijeron en un famoso relato en la televisión
uruguaya. El sacrificio del último hombre permitió que el partido termine
empatado, ya que el jugador africano marró el penal donado por Suárez y luego
perdieron la serie en los penales.
Para muchos varones como yo el fútbol es una parte constitutiva
de nuestra personalidad, no sólo por la pasión, nuestro recuerdo permanente de
la felicidad infantil y adolescente, la excusa más sencilla para el encuentro
con amigos. Es también nuestro escenario de práctica donde nos probamos en la
lucha por objetivos de grupo, efímeros o duraderos, gloriosos aunque sea en la
pequeñez insignificante de un potrero o la techada del polideportivo del
barrio.
Tipos como Perfumo simbolizan para mí lo mejor de los
valores que transmite el fútbol, lejos de la mierda de la guita y la
especulación, de la cobardía asesina del lumpenaje barrabrava, el machismo
descompuesto, el racismo y el odio a los homosexuales.
Digan lo que digan, cuando nos toque luchar por un mundo mejor frente a la peor cara del enemigo, yo quiero tener a mi lado, en mi equipo, tipos como Perfumo.
Chau Mariscal, gracias por tanto, gracias por todo.
Un enorme abrazo de gol.
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