Mi prese
del costui piacer sì forte,
Che, come vedi, ancor non m’abbandona.
Amor
condusse noi ad una morte
Caina
attende chi a vita ci spense.
[...]
Le dice Francesca da Rimini en el círculo del Infierno
dedicado a los “pecadores de la carne” al propio Dante, en el quinto canto, del
primer libro de esa novela eterna que es La Divina Comedia.
Si yo fuese lo suficientemente sensible e inteligente para contar esta historia en la brevedad perfecta de una canción de Rodrigo Bueno o Gilda, no estaría intentando escribir este relato. Pero como soy incapaz de parir un buen cuarteto o una cumbia genial, aquí me ven, remontándome setecientos años en la historia de la literatura para intentar arrancar.
En una conferencia que dictó en el mismo mes en que yo
nacía, bajo la dictadura de Videla, Jorge Luis Borges hace notar magistralmente
y casi de casualidad (como el giro clásico del detective Columbo, si se me
permite la analogía prosaica) que en su Infierno, Dante hace que los condenados
y condenadas a la eterna tortura le comenten por qué pecado fueron castigados y
que todos ellos y ellas nunca se confiesan con culpa, o remordimiento “porque
en el Infierno está prohibido arrepentirse” nos ilumina el genio ciego.
El ejemplo que da es una de las escenas más tempranas y
maravillosas de la enorme obra. Francesca da Rimini está en el infierno por
adúltera, su propio marido la mandó allí, ejecutándola junto a su amante,
interrumpiendo de muy mal gusto un encuentro amoroso.
Y efectivamente, Dante, haciendo gala de un rol divino, se
apiada de esa pareja, de su castigo, de su dolor. Comprende racionalmente –explica
Borges- que el castigo divino es justo, porque como vimos los mismos castigados
asumen que han infringido las leyes. Borges nota un gesto de hidalgía por parte
de los amantes, que asumen su pecado con mucho orgullo, defendiendo su amor.
En los primeros tres versos que encabezan este texto, Dante
pone en labios de Francesca toda una definición sobre el amor romántico,
irracional:
“El amor, que a ningún
amado amar perdona,
encendió
por éste en mí placer tan fuerte
que,
como ves, aún no me abandona.”
El amor es responsable de su decisión, el placer es su
argumento de defensa, a tal punto que parece que Francesca es feliz, porque
todavía no la abandonan, ni el placer ni el amor que no la perdonó. Aún en la tortura eterna del infierno, como vemos, ese amor sigue presente.
Uno podría pensar, ya que Borges y el propio Dante nos
invitan a fantasear, que Francesca decidió conscientemente amar a su amado
sabiendo y asumiendo el castigo correspondiente.
Reincide en el verso siguiente: “el amor nos llevó a una misma muerte” vuelve a argumentar y de paso se satisface sabiendo que Caína, la muerte, la parca, “espera al que nos cobró las vidas”, o sea, a su marido legal, que deberá pagar en el mismo infierno el crimen de haberla matado.
Lo que me hizo acordar la historia de un amigo muy íntimo,
uno de esos que uno los siente casi como espejos de uno mismo que andan
caminando por ahí afuera de nosotros, de una manera casi inexplicable.
Cuando levantaba la cabeza del vidrio de la mesa de mi
comedor me decía, refregándose la nariz y los ojos, lamentándose en una letanía
angustiante:
“-No la puedo dejar, es más fuerte que yo ¿sabés? Yo sé que
me hace daño, yo sé que la tengo que dejar, que cuando estoy con ella me
humillo, me entrego totalmente y ella siempre me lastima. Ya sé, ella no
siente, no emite opinión, no tiene por qué sentir lo mismo que yo por ella. Y
cuando hago el esfuerzo, me rescato, le doy bola a los amigos y familiares, me
interno, me la saco del sistema, paso las primeras semanas sufriendo, fumando
cualquier cosa y caminando las paredes pero resistiendo la tentación de volver,
cuando recupero el olfato y el apetito normal, cuando logro empezar a dormir
más de dos horas, cuando creo que toco el cielo con las manos, zas! Se me cae
toda la estructura y ella me llama, y yo reincido, recaigo, vuelvo a ella y me
vuelvo a entregar, y pierdo la cabeza, el laburo y el sueño.”
Mi amigo hablaba de la merca, claro, pero yo pensé en ellas,
las mujeres que amo de esa forma y recién después de leer a Borges y el Dante,
y me dí cuenta que hay un tipo de amor que es así, que genera una dependencia
irracional, contraria a la razón y que, como explica el propio Dante allí
mismo, empatizando con el dolor de los amantes, grita
quanti
dolci pensier, quanto disio
menò
costoro al doloroso passo!
¡Cuánto
dulce pensar, cuánto deseo
llevaron
a estos dos al triste paso!
El deseo, para el genial fiorentino, cuando infiltra la
razón y conduce la voluntad consciente de los individuos, procrea un tipo de razón
especial, contradictoria y dialéctica, en permanente tensión: un dulce pensar.
Y pienso que eso es precisamente lo que me encanta de las
historias de amor que cantan Rodrigo y Gilda, que reivindican el derecho
profundamente humano de dar “el doloroso paso”, de romper a conciencia las
trabas legales que las sanas costumbres, la religión y los códigos civiles
obligan a respetar. Y como la gente valiente: no se arrepienten, disfrutan del
consuelo de pasar la eternidad juntos aunque sea en el mismísimo infierno.
El mismo Dante Alighieri, como señala Borges otra vez, se
pasó décadas escribiendo una novela inmortal para tener el gusto de pasarse la
eternidad buscando y acompañando a su amada Beatrice Viterbo, y en la escena de
Francesca esa idea del amor eterno aparece defendida tempranamente y con un
personaje en las antípodas de la pura Beatrice.
En lo único que estoy en desacuerdo con Dante y Borges en
este punto, y a favor de Rodrigo y Gilda, es que el mal amor que así nos infecta no es una religión, es una droga pesada.
Que no es lo mismo, aunque sea igual.
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