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sábado, 5 de marzo de 2016

Filosofía del malamor. Reflexiones con Rodrigo, Gilda, Borges y el Dante


Amor, ch’a nullo amato amar perdona,
Mi prese del costui piacer sì forte,
Che, come vedi, ancor non m’abbandona.

Amor condusse noi ad una morte
Caina attende chi a vita ci spense.
[...] 

Le dice Francesca da Rimini en el círculo del Infierno dedicado a los “pecadores de la carne” al propio Dante, en el quinto canto, del primer libro de esa novela eterna que es La Divina Comedia.

Si yo fuese lo suficientemente sensible e inteligente para contar esta historia en la brevedad perfecta de una canción de Rodrigo Bueno o Gilda, no estaría intentando escribir este relato. Pero como soy incapaz de parir un buen cuarteto o una cumbia genial, aquí me ven, remontándome setecientos años en la historia de la literatura para intentar arrancar.

En una conferencia que dictó en el mismo mes en que yo nacía, bajo la dictadura de Videla, Jorge Luis Borges hace notar magistralmente y casi de casualidad (como el giro clásico del detective Columbo, si se me permite la analogía prosaica) que en su Infierno, Dante hace que los condenados y condenadas a la eterna tortura le comenten por qué pecado fueron castigados y que todos ellos y ellas nunca se confiesan con culpa, o remordimiento “porque en el Infierno está prohibido arrepentirse” nos ilumina el genio ciego.

El ejemplo que da es una de las escenas más tempranas y maravillosas de la enorme obra. Francesca da Rimini está en el infierno por adúltera, su propio marido la mandó allí, ejecutándola junto a su amante, interrumpiendo de muy mal gusto un encuentro amoroso.

Y efectivamente, Dante, haciendo gala de un rol divino, se apiada de esa pareja, de su castigo, de su dolor. Comprende racionalmente –explica Borges- que el castigo divino es justo, porque como vimos los mismos castigados asumen que han infringido las leyes. Borges nota un gesto de hidalgía por parte de los amantes, que asumen su pecado con mucho orgullo, defendiendo su amor.

En los primeros tres versos que encabezan este texto, Dante pone en labios de Francesca toda una definición sobre el amor romántico, irracional:

El amor, que a ningún amado amar perdona,
encendió por éste en mí placer tan fuerte
que, como ves, aún no me abandona.”

El amor es responsable de su decisión, el placer es su argumento de defensa, a tal punto que parece que Francesca es feliz, porque todavía no la abandonan, ni el placer ni el amor que no la perdonó. Aún en la tortura eterna del infierno, como vemos, ese amor sigue presente.

Uno podría pensar, ya que Borges y el propio Dante nos invitan a fantasear, que Francesca decidió conscientemente amar a su amado sabiendo y asumiendo el castigo correspondiente.

Reincide en el verso siguiente: “el amor nos llevó a una misma muerte” vuelve a argumentar y de paso se satisface sabiendo que Caína, la muerte, la parca, “espera al que nos cobró las vidas”, o sea, a su marido legal, que deberá pagar en el mismo infierno el crimen de haberla matado.

Lo que me hizo acordar la historia de un amigo muy íntimo, uno de esos que uno los siente casi como espejos de uno mismo que andan caminando por ahí afuera de nosotros, de una manera casi inexplicable.

Cuando levantaba la cabeza del vidrio de la mesa de mi comedor me decía, refregándose la nariz y los ojos, lamentándose en una letanía angustiante:

“-No la puedo dejar, es más fuerte que yo ¿sabés? Yo sé que me hace daño, yo sé que la tengo que dejar, que cuando estoy con ella me humillo, me entrego totalmente y ella siempre me lastima. Ya sé, ella no siente, no emite opinión, no tiene por qué sentir lo mismo que yo por ella. Y cuando hago el esfuerzo, me rescato, le doy bola a los amigos y familiares, me interno, me la saco del sistema, paso las primeras semanas sufriendo, fumando cualquier cosa y caminando las paredes pero resistiendo la tentación de volver, cuando recupero el olfato y el apetito normal, cuando logro empezar a dormir más de dos horas, cuando creo que toco el cielo con las manos, zas! Se me cae toda la estructura y ella me llama, y yo reincido, recaigo, vuelvo a ella y me vuelvo a entregar, y pierdo la cabeza, el laburo y el sueño.”

Mi amigo hablaba de la merca, claro, pero yo pensé en ellas, las mujeres que amo de esa forma y recién después de leer a Borges y el Dante, y me dí cuenta que hay un tipo de amor que es así, que genera una dependencia irracional, contraria a la razón y que, como explica el propio Dante allí mismo, empatizando con el dolor de los amantes, grita

quanti dolci pensier, quanto disio
menò costoro al doloroso passo!

¡Cuánto dulce pensar, cuánto deseo
llevaron a estos dos al triste paso!

El deseo, para el genial fiorentino, cuando infiltra la razón y conduce la voluntad consciente de los individuos, procrea un tipo de razón especial, contradictoria y dialéctica, en permanente tensión: un dulce pensar.

Y pienso que eso es precisamente lo que me encanta de las historias de amor que cantan Rodrigo y Gilda, que reivindican el derecho profundamente humano de dar “el doloroso paso”, de romper a conciencia las trabas legales que las sanas costumbres, la religión y los códigos civiles obligan a respetar. Y como la gente valiente: no se arrepienten, disfrutan del consuelo de pasar la eternidad juntos aunque sea en el mismísimo infierno.

El mismo Dante Alighieri, como señala Borges otra vez, se pasó décadas escribiendo una novela inmortal para tener el gusto de pasarse la eternidad buscando y acompañando a su amada Beatrice Viterbo, y en la escena de Francesca esa idea del amor eterno aparece defendida tempranamente y con un personaje en las antípodas de la pura Beatrice.

En lo único que estoy en desacuerdo con Dante y Borges en este punto, y a favor de Rodrigo y Gilda, es que el mal amor que así nos infecta no es una religión, es una droga pesada.


Que no es lo mismo, aunque sea igual.

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