-Otra vez esa zorra por acá, pensó en un relámpago y la
encaró.
-Rajá de acá, atrevida de mierda, cachivache, ¿te cogés a mi
marido y te da la careta para pasearte por mi barrio, hija de puta? Rajá porque
te rompo toda la trucha.
Leidi Diana le decíamos precisamente por esa forma particular
que tenía de hablar, siempre con el tono de voz de un grito, de puteada. Pero
en ella era absolutamente cotidiano. Leidi Di hablaba como pegando, siempre.
Lógico, para los que conocemos su historia. La criaron a golpes, la abusaron
desde chiquita. Ella no habla, ladra, gruñe, pero con palabras.
-Qué hacés puto viejo, culorroto. Es su manera de saludarme
cuando hace rato que no nos vemos y me quiere decir que me extraña, por
ejemplo.
Igual este no era el caso, hace rato que sabía que esa
pendeja se andaba cogiendo a su marido. Marido al que no amaba, ni siquiera con
su limitada capacidad de amar, con lo que le dejaron. Pero era su marido, el forro
que tenía que traer algo de plata para las nenas, cuando le quedaba algo
después de escabiársela y fumársela con los pibes, pedazo de vago hijo de puta.
Así que antes que la mosquita muerta le fuera a contestar
algo le puso un cachetazo a mano abierta en toda la cara, incluyendo oreja. No
porque no supiera cómo acomodar un cortito o un cross, que lo sabía, sino
porque la cachetada subrayaba la humillación. Más si te volteaba y te dejaba
redonda en el cordón de la vereda, como pasó con la piba esta.
Son los códigos del barrio, “Cogete al tarado pacoso ese
todo lo que te den las ganas, mugrienta e´mierda, pero no pisés la calle donde
caminan mis hijas, desubicada.” Dijo para cerrar el asunto y se metió a esa
rara mezcla de tapera y pieza de cemento en la que amontonaban las porquerías
que cirujeaban por Flores esperando al camión que las pesaba y las pagaba
moneditas, que ella llamaba con orgullo su hogar, aunque sufriera por vivir con
la familia de narcos de pequeña monta de su marido, exilio forzoso de su
añorada villa 1-11-14, lejana en el recuerdo mucho más de las quince cuadras
que separan a Soldati del Bajo Flores, donde la vida la escupió con odio.
Nueva York, primavera boreal, los enormes edificios te
abrumaban de emociones raras, la limpieza de los edificios, el lujo increíble
de los hoteles, la cancha de entrenamiento del club ese, de nombre raro,
hermosa, un billar. Enfrente el equipo femenino de la primera del Barcelona,
que en el universo paralelo y desconocido del fútbol femenino es igual de
grosso que el equipo de Messi. Leidi Di te relata el partido y se le ven los
colores del pasto, de las camisetas, el olor a chivo mezclado con perfume de
cada choque de cuerpos en el juego, le salen por el brillo inusual de los ojos,
en el matiz raro, dulce de la voz, desconocido en ella.
-Nos agarraron frías, o será porque estábamos medio boludas
con el viaje, la cancha, el Barcelona, y nos madrugaron con un gol boludo en el
arranque del partido. Les fui hablando a las chicas, nos paramos mejor, de a
poco nos fuimos acomodando y en el segundo le tiré un pase en profundidad entre
los centrales a mi compañera de ataque y empatamos. Faltando cinco… no sabés,
no sabés, fue increíble…
La Leidi Dí jugaba de 9 en la primera de San Lorenzo y la
eligieron de titular para la selección argentina. Fue lo mejor que le había
pasado en sus menos de veinticinco años de sufrimiento. Sus hijas y los
entrenamientos eran lo único que le iluminaban la cara y le enternecían la voz.
Al toque cayó el hijo de puta del marido. Sin saludar ni
putiar la encaró de una en la cocina y le puso una trompada al ojo. Fue la
primera de una catarata embravecida de piñas y patadas. No tuvo tiempo de nada,
tirada en el piso de la cocina como una bolsa recibiendo golpes y tirando
sangre.
-Soy una pelotuda, fue tan rápido que ni siquiera me pude
defender. Regalada en mi propia casa. Me puteaba porque le había espantado a la
noviecita el muy pollerudo, porque se la había lastimado, el muy forro.
-Pedazo de puta de mierda quién te creés que sos la concha ‘e
tu madre, a ver si entendés quién carajo es el macho en esta casa y en esta
cuadra, pedazo de mierda.
Y cosas lindas así. Hasta ahí parte de la vida familiar de
siempre, antes que él estuvieron tíos y hermanos del otro lado de los puños y
las zapatillas nike, nada que fuera a sacarla de una vida acostumbrada.
-Cuando se cansó parecía que se iba a escabiar con los
amigos, pero volvió con un palo, y ahí pensé que se terminaba todo, que ese día
me mataba.
De puta casualidad había terminado en la selección, era
amiga de todos los pibes que jugaron en primera de San Lorenzo, porque a fuerza
de piñas se había hecho un lugar en la barra brava de su club amado. Porque es
cierto que los cuervos no tienen barrio desde que la dictadura los echó de La
Plata e Inclán en los setenta, pero hay una generación enorme de pibes y pibas
del Bajo Flores, de la uno-once-catorce, del Barrio Illía, de Rivadavia 1 y 2,
que identifican a San Lorenzo con su infancia, su barrio, sus únicas tardes de
amistad y amor inocente en medio de tanta bosta. También es cierto que desde
que pusieron el cenicero en Cruz y Varela todo Soldati se hizo hincha de
Huracán, espejando ese mismo sentimiento.
Yendo a la cancha con la barra, a los partidos y los
entrenamientos, faltó poco para engancharse en picaditos con los pibes de las
inferiores y alguno de los entrenadores del femenino se dio cuenta que toda esa
violencia naturalizada en su cuerpo había fabricado una nueve tanque, de esos
nueves que ya no abundan en el fútbol del Río de la Plata y que en otra época
supieron ser nuestra marca registrada. Diana sabía con la pelota, encaraba como
un toro, temeraria, sabía ubicarse en el área, metía miedo en los córners.
En los entrenamientos y vestuarios Diana mostró algo más,
algo increíble para los que la conocíamos, solidaridad, amor, códigos de hierro
que la hicieron una líder, una de esas que daba la cara por las compañeras, que
ponía el oído, que te decía las cosas de frente y que era capaz de matar por
sus compañeras.
-No sabés, estábamos terminando, por ahí convenía moverla a
los costados, esperar que el partido se muera, empate con el Barsa negocio
redondo. Las gayegas estaban relajadas, pensaron que nos ganaban de taquito y
se la complicamos, pero nada, éramos un entrenamiento para ellas, ¿viste? Pero
yo estaba cebadísima, al palo como si fuera la final del mundo. Y en una la
peché a la diez de ellas, salió rebotada pa´delante y como no escuché el pito
del vigilante entré a encarar. Me salieron a cortar y yo me iba abriendo para
el costado, esquivando y buscando si alguna andaba por el área o por la línea,
para meter el pase, ¿viste? Y de repente, no me preguntes cómo, sentí algo,
levanté la cabeza, no había ángulo y parecía que estaba muy lejos, no tenía
pase pero sentí algo, se me apareció el palo y un espacio chiquito entre la
arquera, no sé, como una inspiración…
Contaba emocionada, sin respirar casi y acomodando las
palabras amontonadas en la boca, las iba vomitando como en un grito de alegría.
Se movía en el patio de la escuela como si recreara las jugadas, agarraba al
portero y lo ponía en la posición de la marca para mostrar la maniobra. Movía
los brazos como aspas de molino y subrayaba los insultos o descansos con gestos
de las manos que en el lenguaje corporal del barrio funcionan de redes
conceptuales más claras que las palabras.
-Cuando vi el palo me dije loca rescatate porque te mata. Me
dolía todo pero me levante un cachito del suelo, como para poder defenderme un
toque y llegué a ponerle el brazo izquierdo así, como para aguantar el palazo.
Me lo partió en dos, no te miento, me comí yeso como seis meses, pero zafé
lindo, porque si no le ponía el brazo me partía la cabeza y no estaba acá. Y
tuve suerte, porque el puto debe haber pensado que me tenía, o estaría pasado
de paco, la posta que retrocedió un poco, como para tomar aire y seguirla. El
tiempito justo, manotié el cuchillo con el que corto la cebolla y parece que
dios me iluminó, porque cuando volvió a encarar con el palo se lo ajusté
enterito acá.
Y me señaló el costado interno del muslo, un poquito arriba
de la rodilla.
-Cuando sentí que se le hundía el cuchillo adentro tiré pa’
rriba y casi le corto los huevos. Un tajo enorme le puse. Entró a chillar como
un chancho ¿viste? y entonces salí a la calle y me rescataron las ñerys.
La historia terminó en la guardia del Piñero, con los dos y
sus familias carajeándose de camilla a camilla, desangrados ella por los golpes
y el por una herida que casi lo manda al otro lado. Sus hermanos esperaron con
prudencia que el tipo se recuperara y le estropearon las rodillas con una .38
en la puerta de su casa. Le dejaron clarito que lo dejaban vivo para que
siguiera poniendo plata para pañales y comida de las guachinas, pero que cada
vez que respirara tenía que agradecerles por dejarlo vivo.
-Fue un golazo. Saqué un latigazo de derecha que hizo un
efecto raro y se le clavó en el ángulo. ¡Le ganamos al Barsa!
A veces es así, esperar el momento justo, adivinar el
espacio y clavarla en el único lugar posible, te gana un partido.
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