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lunes, 18 de junio de 2018

Amores proletarios

Una lectura de La ilusión de los mamíferos de Julián López, Random House, 2018

Todo es ilusión, menos el poder es el concepto que me atravesó desde el primero hasta el último renglón de esta precisa lanza de punta diamantada que fabricó Julián López con la dedicación de un artesano. Porque nadie puede poner en duda desde que se publicó Una muchacha muy bella en 2013 que Julián López es el mejor artesano de imágenes de la literatura argentina viva –con toda justicia la Biblioteca de Nueva York la incluyó entre las diez obras de la literatura argentina más importantes-. Sería redundancia y clishé decir algo más sobre la asombrosa capacidad de este escritor para enhebrar una sinfonía incansable de metáforas precisas y originales, que hacen de su lectura un desafío permanente de atención.

Leer a López exige una concentración permanente, prohíbe la lectura en diagonal, obliga a una contemplación estética y filosófica propia de la poesía o la pintura abstracta. Poco o nada es lo que puedo decir para comprender este bello y extraño fenómeno literario, quedará en manos de especialistas más cultivados el desbroce de cada imagen y recurso estético para comprender cómo un escritor argentino nacido en los últimos cincuenta y tres años, educado en medio de la decadencia cultural más acelerada de nuestro mundo contemporáneo, fue capaz de lograr semejante aporte original al uso del lenguaje y su capacidad de elaboración filosófica.

Sólo puedo limitarme –con alegría- a describir el punto exacto donde su lanza me hirió. Sería también un cliché esquemático decir que López hizo la novela más sublime para describir el amor entre dos hombres. Admisible para la venta del libro entre un nicho del mercado, pero criminal si se quiere encontrarle sentido. Como en Una muchacha, López se ubica de nuevo en la prisión eterna de la nostalgia para indagar sobre un año o menos de una relación afectiva significativa para el narrador. Un hombre gay desde su infancia, que deja caer a lo largo de la narración retazos de su biografía que nos permiten vislumbrar cómo se construyó su sexoafectividad, desde los silencios del padre hasta las normas de la pequeño burguesía liberal porteña, pasando por las furtivas relaciones a escondidas de la policía en los baños de los bares de Once. Un hombre gay, maduro y que ha superado los límites del amor romántico con que todes somos criados para alcanzar una soltería adecuada que sin embargo recuerda cada momento de un amor que lo sorprendió, lo desarmó, lo llevó de nuevo al amor romántico.

La novela de López excede los límites del amor entre hombres, se trata de una historia universal. No es que el autor lo busque, quizás su intención haya sido incluso esa. Lejos de quedarse en la contemplación idílica de las profundidades de la angustia y la alegría del gran amor de su vida, el autor describe con la misma fidelidad los estados de ánimo más elementales de una relación erótica incendiaria. Sus escenas sexuales tienen todo lo que cualquier individuo llano le puede reclamar a la literatura erótica, la excitación inmediata ante cada palabra, la necesidad inevitable de masturbarse mientras se lee.

Pero incluso ahí, en esa fantasía sexual concreta que López libera para nosotres sin pruritos ni tapujos, tampoco nos sentimos enchalecades por la homosexualidad masculina. Se trata de una excitación que puede conmover hasta el orgasmo mismo a personas de las más variadas orientaciones y gustos, si se cuenta con la apertura sensible indispensable para cualquier obra poética.

Hay sin embargo un solo límite empático en esta obra y entiendo que es lo más discutible de mi lectura, pero estoy dispuesto a defenderla. Es un límite de clase. No porque López se haya propuesto conscientemente dedicarse a la literatura proletaria, si es que queda alguien hoy en este mundo que lo haga. Quiero decir, es obvio que López no es un escritor realista-socialista, que su literatura no está guiada por la intención programática de contribuir al desarrollo de una posición revolucionaria, etc. Y tampoco parece encajar en el estereotipo del escritor comprometido de la nueva izquierda de los sesenta, a pesar de tener una participación activa en los debates políticos a través de sus cuentas en las redes sociales y de haberse cargado junto a otres escritorxs de su generación la epopeya de construir una organización gremial.

López encaja mejor en ese rol construido por Abelardo Castillo del escritor comprometido con la literatura, con las leyes de su arte.

Y aquí la otra cara de la contradicción. Oscar Wilde defendió con su vida un concepto del arte desligado de condicionamientos morales o éticos. Y sin embargo, construyó una de las obras más ácidas de denuncia ética y moral de la sociedad aristocrático-burguesa de la capital del imperialismo en su momento de mayor poder histórico. Quienes nos formamos políticamente en el marxismo revolucionario hemos leído hasta el hartazgo en las recopilaciones de editoriales estalinistas el amor de Marx por Balzac, por esa refinada técnica de la literatura realista del siglo XIX tan bien dispuesta para desenmascarar la intimidad de la corrupción moral de la burguesía. Pero Marx se murió antes de que Wilde publicase El retrato de Dorian Gray, donde escupe en la cara de ese realismo –en el mismo tono que escupe, si se quiere, Edgar Allan Poe- para construir una exquisita ficción de tono maravilloso y fantástico y exponer con mayor revulsividad que Balzac la desnudez oculta del imperialismo burgués.

Por el mismo camino de Wilde, Julián López termina indagando en los aspectos más íntimos de las marcas que la alienación deja en la lastimada conciencia de un explotado. ¿Qué es entonces lo particular de esta novela? Que se trata del recuerdo nostálgico de una relación amorosa que sólo podía concretarse físicamente los domingos. En parte por los límites que imponían los acuerdos de uno de los amantes, el objeto del deseo del narrador, con su relación heterosexual, su esposa y su familia. Pero sobre todo porque el narrador labura el resto de los días de la semana. Esta marca de clase se comprueba también en el gusto refinado del narrador, que selecciona para sus encuentros dominicales alimentos y bebidas que conoció en las épocas pasadas en las que su situación material lo colocaba por fuera de la clase desposeída. También en Una muchacha López desplegaba esa confesión invisible de haberse colmado de gustos aristocráticos durante una infancia y adolescencia de clase media acomodada. Pero en esta novela ese aspecto cobra mayor relevancia, porque el narrador conscientemente arranca de su sueldo las moneditas necesarias para elegir comer rico los domingos. Imposible comprenderlo si no se ha estado ahí.

Y esta singularidad empaña toda su mirada filosófica y poética. El otro gran aporte de la novela a la literatura argentina es su descripción de la Buenos Aires particular que vive –o sufre- un proletario con cierta sensibilidad. Una mancha de cemento que se imprime sobre un pasado de naturaleza que, sin embargo, lucha por salir a la superficie, sentir el sol, igual que el alma sufrida que se proyecta en esta visión. López ilustra con maestría excepcional, irrepetible e irreprochable, ese extraño dolor que sentimos quienes nos fascinamos con cada atardecer estallando sobre un horizonte de cemento, cuando imaginamos la vida cotidiana de los antiguos habitantes de esas casas antiguas demolidas, usando como pistas el recorte de los azulejos que todavía sobreviven en la medianera.

López se ha tomado el trabajo de investigar el nombre de esas plantitas largas de flores amarillas que emergen en cada grieta de cemento en las casas más viejas de la ciudad porque ellas encierran la cifra de toda nuestra desdicha y nuestra esperanza.  

“Donde no llega el Estado llega el palán-palán” ha escrito López casi en la mitad de su relato, cuando ya dejó consolidada en la conciencia de su lector/a la atmósfera esencial de la novela. Así, con la humildad del palán palán aparece en la grieta de una perfecta novela existencialista el demiurgo de toda esa soledad opresiva, el Estado. En su descripción romántica del corazón del Buenos Aires del 900 que cumple veinte años de demolición sistemática, en su descripción de las esquinas clásicas de Almagro, Flores, Primera Junta, el Viejo Caballito, Plaza Irlanda y Balvanera, López no se va por las ramas, no elude el problema filosófico y estético, le pone nombre: la especulación inmobiliaria que devora de a poco los refugios de belleza en que descansaba la mirada sufrida del obrero alienado.

Entonces el gran mérito de esta obra se reduce a un compromiso de hierro de López con su arte pero sobre todo con su condición humana más esencial, la alienación provocada por el trabajo forzado para el capital. Siguiendo el camino de Wilde, el de desnudar sus sentimientos más íntimos hasta el límite de la confesión, López ahonda en la ilusión imposible de concretar que atormenta a millones de laburantes en nuestra ciudad, la de amar y ser amado y la de estar completamente solo y feliz. La libertad de la soltería madura se interrumpe cada tanto en el encuentro con otres que nos despiertan otra ilusión, la de la propiedad. Deseamos tenerle todos los días al objeto de nuestro amor y por eso nos convertimos en suyos. La racionalidad se quiebra en pedazos cuando nos damos cuenta que le queremos todos los días de la semana además de aquellos momentos que le arrancamos a la producción de valor. Y en el fondo de todo, esa necesidad tan estrictamente humana que nos hace imposible no desear envejecer acompañados de un amor incondicional.

Por eso creo López vuelve a construir, como en su primer libro, la historia secundaria del narrador atormentado por la relación con su padre anciano en el geriátrico. Porque allí está con toda la claridad del mundo la visión exacta de ese vacío existencial. La vejez en soledad, mucho más que la muerte.

La gran enseñanza que dejó el estalinismo para quienes deseamos un arte que sirva como arma para derrocar al Estado y su sociedad descompuesta es que ese arte no puede ser fabricado en un laboratorio, mucho menos por decreto. Sin embargo, la literatura de Julián López demuestra que la lucha de clases a la que estamos todes les artistas sometides, cualquiera de los lados del mostrador en que andemos parades, es un laboratorio que no para de fabricar artistas revolucionarios. Se podría esgrimir la novela de López en cualquier asamblea obrera para explicarle al mundo qué nos mueve a luchar a lxs socialistas: queremos ponerle un fin a este dolor tan bellamente expresado. Queremos que el palán palán sea bosque y epidemia, que los domingos se hagan semana y el amor que encontramos eche raíces y se multiplique en una selva inaudita. Que triunfe la soledad de quien construye una vida sana, sin dependencias emocionales ficticias y frustrantes.

Me animo a decir que la sola existencia de La ilusión de los mamíferos es una prueba de una evolución revolucionaria de la conciencia de una capa de la población en nuestro país. Se realiza en ella la peor pesadilla de los dos polos del viejo debate. Un campeón de la forma estética y la indagación filosófica individualista ha creado una obra de profunda conciencia política revolucionaria. Ni el diktat del mercado editorial ni la dictadura del hambre con que somos castigadxs les artistas políticamente honestos y genuinamente rebeldes han impedido que existan escritorxs como Julián López o Selva Almada o, si se me permite, Kike Ferrari. 

Por diferentes vías, especialistas en el arte del lenguaje escrito hacen un doble aporte a la forma y a la conciencia política que busca el camino de la emancipación humana.
Somos contemporáneos de una exquisita generación de escritorxs que han llegado a editar en primera división (Random publica a López como antes a Selva Almada después de su éxito en editoriales medianas, Alfaguara se ha rendido a la potencia de Kike Ferrari después de su triunfo con editoriales casi marginales) por prepotencia de una calidad literaria que los empresarios del libro bello y carísimo no pueden gambetear sin quedar como unos burros del peor calibre. Una enseñanza que no deja de tener un costado horrible, ya que es preciso ser un excelente artista de la técnica formal para que tu voz se oiga, y la felicidad que nos genera el éxito de enormes artistas como Selva, Julián o Kike nos amarga por los millares de espíritus sensibles sin un décimo de sus capacidades técnicas que no encuentran papel donde compartirnos sus emociones, tan válidas como las de cualquiera o quizás más.

Entiendo que esta lectura tan particular sonará a puro disparate delirante forzado por los deseos y aspiraciones de quien firma. Déjenme oponer una sola prueba surgida del propio material literario. Toda la novela, atiborrada en un fresco de imágenes sensoriales como las que muy bien condensa la fotografía de la tapa, es así mismo una única metáfora que el autor construye en el escenario del comienzo y del fin, la plazoleta horrible de Esmeralda y Rivadavia.

Es la plazoleta que expresa mejor que ninguna en todo el AMBA la cifra y símbolo de la angustia del trabajador alienado. Un machetazo de verde mal organizado en el corazón del microcentro porteño, uno de los refugios de naturaleza artificial que buscamos como oasis quienes hemos tenido la enorme desdicha de trabajar en alguna de esos colmenares de oficinas para engañarnos de vida en nuestra media hora de almuerzo, nuestro único momento de tiempo no alienado en medio de la jornada de trabajo para el capital.

Quizá Julián no lo sepa, como millones de porteños, pero hace pocos años se descubrió que la plazoleta Roberto Arlt –recientemente declarada como “espacio de diversidad” por los representantes de la burguesía LGTBI friendly que nos gobiernan- fue el cementerio de pobres y esclavos que no tenían las monedas suficientes para dar cristiana sepultura a sus familiares en ninguno de los camposantos de las decenas de parroquias de la ciudad colonial.  Eran los terrenos baldíos de una parroquia en los márgenes de la primera Buenos Aires, esa que se terminaba antes de la actual 9 de Julio, la parroquia de San Miguel Arcángel, fundada en el siglo 18 por un comerciante filántropo para encargarse de atender las necesidades espirituales de las masas de mujeres y esclavxs africanos que inundaban la Atenas del Plata. Filantropía claro que involucraba pingues ganancias inmobiliarias y apuntaba a la higiene de la población adinerada de la ciudad, para evitarles el contagio de los cuerpos putrefactos en las zanjas y esquinas. Casi idéntica nos parece la intención de la municipalidad al declararla “espacio para la diversidad”.

En un giro imposible de imaginar, como en una historia narrativa y sin grandes arabescos literarios de Stephen King, toda esta hermosa poesía simbólica parnasiana de López que es La ilusión de los mamíferos se ha construido sobre el primer cementerio de explotados de la ciudad.

Así es, querides amigues, mientras impere en nuestro mundo la explotación del trabajo humano por los despiadados propietarios individuales de las potencias creativas humanas, el amor, la soledad y la liviandad serán meras y dolorosas ilusiones imposibles de concretar. Sólo cuando les millones de explotades  encontremos el camino necesario para ser dueños de los resortes esenciales del poder colectivo y podamos construir un mundo sin explotación nos habremos liberado para siempre de la alienación de nuestras relaciones afectivas elementales.

Mientras tanto, estemos agradecides de que los palán palán del arte sigan encontrando su lugar en las grietas de una sociedad moribunda y barbárica, celebremos la posibilidad de contar con ellxs para comprender el origen de nuestras angustias más íntimas en medio de una sociedad que nos arranca, nos niega, la educación científica gratuita, la salud física y psicológica e incluso artistas comprometidos.

No han podido callar la primavera, ergo, venceremos.

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