Una lectura de La ilusión
de los mamíferos de Julián López, Random House, 2018
Todo es
ilusión, menos el poder es el concepto que me atravesó desde el
primero hasta el último renglón de esta precisa lanza de punta diamantada que
fabricó Julián López con la dedicación de un artesano. Porque nadie puede poner
en duda desde que se publicó Una muchacha
muy bella en 2013 que Julián López es el mejor artesano de imágenes de la
literatura argentina viva –con toda justicia la Biblioteca de Nueva York la
incluyó entre las diez obras de la literatura argentina más importantes-. Sería
redundancia y clishé decir algo más sobre la asombrosa capacidad de este escritor
para enhebrar una sinfonía incansable de metáforas precisas y originales, que
hacen de su lectura un desafío permanente de atención.
Leer a López exige una concentración permanente, prohíbe la
lectura en diagonal, obliga a una contemplación estética y filosófica propia de
la poesía o la pintura abstracta. Poco o nada es lo que puedo decir para
comprender este bello y extraño fenómeno literario, quedará en manos de
especialistas más cultivados el desbroce de cada imagen y recurso estético para
comprender cómo un escritor argentino nacido en los últimos cincuenta y tres
años, educado en medio de la decadencia cultural más acelerada de nuestro mundo
contemporáneo, fue capaz de lograr semejante aporte original al uso del
lenguaje y su capacidad de elaboración filosófica.
Sólo puedo limitarme –con alegría- a describir el punto
exacto donde su lanza me hirió. Sería también un cliché esquemático decir que
López hizo la novela más sublime para describir el amor entre dos hombres. Admisible
para la venta del libro entre un nicho del mercado, pero criminal si se quiere
encontrarle sentido. Como en Una muchacha,
López se ubica de nuevo en la prisión eterna de la nostalgia para indagar sobre
un año o menos de una relación afectiva significativa para el narrador. Un
hombre gay desde su infancia, que deja caer a lo largo de la narración retazos
de su biografía que nos permiten vislumbrar cómo se construyó su
sexoafectividad, desde los silencios del padre hasta las normas de la pequeño
burguesía liberal porteña, pasando por las furtivas relaciones a escondidas de
la policía en los baños de los bares de Once. Un hombre gay, maduro y que ha
superado los límites del amor romántico con que todes somos criados para
alcanzar una soltería adecuada que sin embargo recuerda cada momento de un amor
que lo sorprendió, lo desarmó, lo llevó de nuevo al amor romántico.
La novela de López excede los límites del amor entre
hombres, se trata de una historia universal. No es que el autor lo busque,
quizás su intención haya sido incluso esa. Lejos de quedarse en la contemplación
idílica de las profundidades de la angustia y la alegría del gran amor de su
vida, el autor describe con la misma fidelidad los estados de ánimo más
elementales de una relación erótica incendiaria. Sus escenas sexuales tienen
todo lo que cualquier individuo llano le puede reclamar a la literatura
erótica, la excitación inmediata ante cada palabra, la necesidad inevitable de
masturbarse mientras se lee.
Pero incluso ahí, en esa fantasía sexual concreta que López
libera para nosotres sin pruritos ni tapujos, tampoco nos sentimos enchalecades
por la homosexualidad masculina. Se trata de una excitación que puede conmover
hasta el orgasmo mismo a personas de las más variadas orientaciones y gustos,
si se cuenta con la apertura sensible indispensable para cualquier obra
poética.
Hay sin embargo un solo límite empático en esta obra y
entiendo que es lo más discutible de mi lectura, pero estoy dispuesto a
defenderla. Es un límite de clase. No porque López se haya propuesto
conscientemente dedicarse a la literatura proletaria, si es que queda alguien
hoy en este mundo que lo haga. Quiero decir, es obvio que López no es un
escritor realista-socialista, que su literatura no está guiada por la intención
programática de contribuir al desarrollo de una posición revolucionaria, etc. Y
tampoco parece encajar en el estereotipo del escritor comprometido de la nueva
izquierda de los sesenta, a pesar de tener una participación activa en los
debates políticos a través de sus cuentas en las redes sociales y de haberse
cargado junto a otres escritorxs de su generación la epopeya de construir una
organización gremial.
López encaja mejor en ese rol construido por Abelardo
Castillo del escritor comprometido con la literatura, con las leyes de su arte.
Y aquí la otra cara de la contradicción. Oscar Wilde
defendió con su vida un concepto del arte desligado de condicionamientos
morales o éticos. Y sin embargo, construyó una de las obras más ácidas de
denuncia ética y moral de la sociedad aristocrático-burguesa de la capital del
imperialismo en su momento de mayor poder histórico. Quienes nos formamos
políticamente en el marxismo revolucionario hemos leído hasta el hartazgo en
las recopilaciones de editoriales estalinistas el amor de Marx por Balzac, por
esa refinada técnica de la literatura realista del siglo XIX tan bien dispuesta
para desenmascarar la intimidad de la corrupción moral de la burguesía. Pero Marx
se murió antes de que Wilde publicase El
retrato de Dorian Gray, donde escupe en la cara de ese realismo –en el
mismo tono que escupe, si se quiere, Edgar Allan Poe- para construir una
exquisita ficción de tono maravilloso y fantástico y exponer con mayor
revulsividad que Balzac la desnudez oculta del imperialismo burgués.
Por el mismo camino de Wilde, Julián López termina indagando
en los aspectos más íntimos de las marcas que la alienación deja en la
lastimada conciencia de un explotado. ¿Qué es entonces lo particular de esta
novela? Que se trata del recuerdo nostálgico de una relación amorosa que sólo
podía concretarse físicamente los domingos. En parte por los límites que
imponían los acuerdos de uno de los amantes, el objeto del deseo del narrador,
con su relación heterosexual, su esposa y su familia. Pero sobre todo porque el
narrador labura el resto de los días de la semana. Esta marca de clase se
comprueba también en el gusto refinado del narrador, que selecciona para sus
encuentros dominicales alimentos y bebidas que conoció en las épocas pasadas en
las que su situación material lo colocaba por fuera de la clase desposeída.
También en Una muchacha López
desplegaba esa confesión invisible de haberse colmado de gustos aristocráticos
durante una infancia y adolescencia de clase media acomodada. Pero en esta
novela ese aspecto cobra mayor relevancia, porque el narrador conscientemente
arranca de su sueldo las moneditas necesarias para elegir comer rico los
domingos. Imposible comprenderlo si no se ha estado ahí.
Y esta singularidad empaña toda su mirada filosófica y
poética. El otro gran aporte de la novela a la literatura argentina es su
descripción de la Buenos Aires particular que vive –o sufre- un proletario con
cierta sensibilidad. Una mancha de cemento que se imprime sobre un pasado de
naturaleza que, sin embargo, lucha por salir a la superficie, sentir el sol, igual
que el alma sufrida que se proyecta en esta visión. López ilustra con maestría
excepcional, irrepetible e irreprochable, ese extraño dolor que sentimos
quienes nos fascinamos con cada atardecer estallando sobre un horizonte de
cemento, cuando imaginamos la vida cotidiana de los antiguos habitantes de esas
casas antiguas demolidas, usando como pistas el recorte de los azulejos que
todavía sobreviven en la medianera.
López se ha tomado el trabajo de investigar el nombre de
esas plantitas largas de flores amarillas que emergen en cada grieta de cemento
en las casas más viejas de la ciudad porque ellas encierran la cifra de toda
nuestra desdicha y nuestra esperanza.
“Donde no llega el Estado llega el palán-palán” ha escrito
López casi en la mitad de su relato, cuando ya dejó consolidada en la
conciencia de su lector/a la atmósfera esencial de la novela. Así, con la
humildad del palán palán aparece en la grieta de una perfecta novela
existencialista el demiurgo de toda esa soledad opresiva, el Estado. En su
descripción romántica del corazón del Buenos Aires del 900 que cumple veinte
años de demolición sistemática, en su descripción de las esquinas clásicas de
Almagro, Flores, Primera Junta, el Viejo Caballito, Plaza Irlanda y Balvanera,
López no se va por las ramas, no elude el problema filosófico y estético, le
pone nombre: la especulación inmobiliaria que devora de a poco los refugios de
belleza en que descansaba la mirada sufrida del obrero alienado.
Entonces el gran mérito de esta obra se reduce a un
compromiso de hierro de López con su arte pero sobre todo con su condición
humana más esencial, la alienación provocada por el trabajo forzado para el
capital. Siguiendo el camino de Wilde, el de desnudar sus sentimientos más
íntimos hasta el límite de la confesión, López ahonda en la ilusión imposible
de concretar que atormenta a millones de laburantes en nuestra ciudad, la de
amar y ser amado y la de estar completamente solo y feliz. La libertad de la
soltería madura se interrumpe cada tanto en el encuentro con otres que nos
despiertan otra ilusión, la de la propiedad. Deseamos tenerle todos los días al
objeto de nuestro amor y por eso nos convertimos en suyos. La racionalidad se
quiebra en pedazos cuando nos damos cuenta que le queremos todos los días de la
semana además de aquellos momentos que le arrancamos a la producción de valor.
Y en el fondo de todo, esa necesidad tan estrictamente humana que nos hace
imposible no desear envejecer acompañados de un amor incondicional.
Por eso creo López vuelve a construir, como en su primer
libro, la historia secundaria del narrador atormentado por la relación con su
padre anciano en el geriátrico. Porque allí está con toda la claridad del mundo
la visión exacta de ese vacío existencial. La vejez en soledad, mucho más que
la muerte.
La gran enseñanza que dejó el estalinismo para quienes
deseamos un arte que sirva como arma para derrocar al Estado y su sociedad
descompuesta es que ese arte no puede ser fabricado en un laboratorio, mucho
menos por decreto. Sin embargo, la literatura de Julián López demuestra que la
lucha de clases a la que estamos todes les artistas sometides, cualquiera de
los lados del mostrador en que andemos parades, es un laboratorio que no para
de fabricar artistas revolucionarios. Se podría esgrimir la novela de López en
cualquier asamblea obrera para explicarle al mundo qué nos mueve a luchar a lxs
socialistas: queremos ponerle un fin a este dolor tan bellamente expresado.
Queremos que el palán palán sea bosque y epidemia, que los domingos se hagan
semana y el amor que encontramos eche raíces y se multiplique en una selva
inaudita. Que triunfe la soledad de quien construye una vida sana, sin
dependencias emocionales ficticias y frustrantes.
Me animo a decir que la sola existencia de La ilusión de los mamíferos es una
prueba de una evolución revolucionaria de la conciencia de una capa de la
población en nuestro país. Se realiza en ella la peor pesadilla de los dos
polos del viejo debate. Un campeón de la forma estética y la indagación
filosófica individualista ha creado una obra de profunda conciencia política
revolucionaria. Ni el diktat del mercado editorial ni la dictadura del hambre
con que somos castigadxs les artistas políticamente honestos y genuinamente
rebeldes han impedido que existan escritorxs como Julián López o Selva Almada
o, si se me permite, Kike Ferrari.
Por diferentes vías, especialistas en el
arte del lenguaje escrito hacen un doble aporte a la forma y a la conciencia
política que busca el camino de la emancipación humana.
Somos contemporáneos de una exquisita generación de escritorxs que han llegado a editar en primera división (Random publica a López como antes a Selva Almada después de su éxito en editoriales medianas, Alfaguara se ha rendido a la potencia de Kike Ferrari después de su triunfo con editoriales casi marginales) por prepotencia de una calidad literaria que los empresarios del libro bello y carísimo no pueden gambetear sin quedar como unos burros del peor calibre. Una enseñanza que no deja de tener un costado horrible, ya que es preciso ser un excelente artista de la técnica formal para que tu voz se oiga, y la felicidad que nos genera el éxito de enormes artistas como Selva, Julián o Kike nos amarga por los millares de espíritus sensibles sin un décimo de sus capacidades técnicas que no encuentran papel donde compartirnos sus emociones, tan válidas como las de cualquiera o quizás más.
Entiendo que esta lectura tan particular sonará a puro
disparate delirante forzado por los deseos y aspiraciones de quien firma.
Déjenme oponer una sola prueba surgida del propio material literario. Toda la
novela, atiborrada en un fresco de imágenes sensoriales como las que muy bien
condensa la fotografía de la tapa, es así mismo una única metáfora que el autor
construye en el escenario del comienzo y del fin, la plazoleta horrible de
Esmeralda y Rivadavia.
Es la plazoleta que expresa mejor que ninguna en todo el
AMBA la cifra y símbolo de la angustia del trabajador alienado. Un machetazo de
verde mal organizado en el corazón del microcentro porteño, uno de los refugios
de naturaleza artificial que buscamos como oasis quienes hemos tenido la enorme
desdicha de trabajar en alguna de esos colmenares de oficinas para engañarnos
de vida en nuestra media hora de almuerzo, nuestro único momento de tiempo no
alienado en medio de la jornada de trabajo para el capital.
Quizá Julián no lo sepa, como millones de porteños, pero
hace pocos años se descubrió que la plazoleta Roberto Arlt –recientemente declarada
como “espacio de diversidad” por los representantes de la burguesía LGTBI
friendly que nos gobiernan- fue el cementerio de pobres y esclavos que no
tenían las monedas suficientes para dar cristiana sepultura a sus familiares en
ninguno de los camposantos de las decenas de parroquias de la ciudad
colonial. Eran los terrenos baldíos de
una parroquia en los márgenes de la primera Buenos Aires, esa que se terminaba
antes de la actual 9 de Julio, la parroquia de San Miguel Arcángel, fundada en
el siglo 18 por un comerciante filántropo para encargarse de atender las
necesidades espirituales de las masas de mujeres y esclavxs africanos que
inundaban la Atenas del Plata. Filantropía claro que involucraba pingues
ganancias inmobiliarias y apuntaba a la higiene de la población adinerada de la
ciudad, para evitarles el contagio de los cuerpos putrefactos en las zanjas y
esquinas. Casi idéntica nos parece la intención de la municipalidad al
declararla “espacio para la diversidad”.
En un giro imposible de imaginar, como en una historia
narrativa y sin grandes arabescos literarios de Stephen King, toda esta hermosa
poesía simbólica parnasiana de López que es La
ilusión de los mamíferos se ha construido sobre el primer cementerio de
explotados de la ciudad.
Así es, querides amigues, mientras impere en nuestro mundo
la explotación del trabajo humano por los despiadados propietarios individuales
de las potencias creativas humanas, el amor, la soledad y la liviandad serán
meras y dolorosas ilusiones imposibles de concretar. Sólo cuando les millones
de explotades encontremos el camino
necesario para ser dueños de los resortes esenciales del poder colectivo y
podamos construir un mundo sin explotación nos habremos liberado para siempre
de la alienación de nuestras relaciones afectivas elementales.
Mientras tanto, estemos agradecides de que los palán palán del arte sigan encontrando su lugar en las grietas de una sociedad moribunda y barbárica, celebremos la posibilidad de contar con ellxs para comprender el origen de nuestras angustias más íntimas en medio de una sociedad que nos arranca, nos niega, la educación científica gratuita, la salud física y psicológica e incluso artistas comprometidos.
No han podido callar la primavera, ergo, venceremos.
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