Había un paredón que ya no existe –y que quizás nunca
existió- acostado a lo largo del límite más al oeste de la vieja estación
Lacroze del Urquiza, que iniciaba sobre la vieja salida de coches, taller de
vagones y corralón de carretas y chatas fleteras y terminaba sobre la avenida,
antes del murallón del cementerio de la Chacarita.
De ladrillo moldeado en rojo a la vista, revocado por la cal
de las pintadas oficiales del puntero de alquiler, el Patita, por ejemplo, que
le pintaba a los radichetas tanto como a los peronchos o a las internas de los
clubes grandes, San Lorenzo, Boca.
Ese paredón era una frontera más en el sentido de unidad
antes que de separación. Unía el barrio fabril de Villa Ortúzar con el nudo
ferroviario y de colectivos y subte de Chacarita. Vieja puerta de entrada a la
ciudad matadero de negros y vacas, puerto de mercanchifles del capital y
contrabando de todo lo prohibido pero lujoso de esta podrida sociedad colonial
y colonizada.
Miles de centenares de miradas pasaban por ese paredón hace
cien años yendo desde sus casas en Caseros, Tres de Febrero, Jocepa, San Miguel
o General Sarmiento para hacerse amasijar en la Capital por un sueldo miserable
que alimentara los viejos sueños. Y de vuelta.
Unidad de submundos, también, el de la prostitución de la
Zona Liberada alrededor de La Imperio, el de la merca que se trocaba en sus
kioscos 24 horas, el de las mafias clandestinas del Cementerio, el de las
juventudes anárquicas de los recitales fuera del gusto del gran mercado, el de
los fachos del Cementerio Alemán. El de la yuta a puro palo, secuestro y coima.
En una de esas medianoches de otoño, un militante joven
descansaba en ropa de fagina, fumando, sobre el paredón recién pintado de
ferrite rojo y negro sobre el fondo hiriente de la cal. El viejo militante
responsable del local, desde el cordón de enfrente, otea ese horizonte de
laburo colectivo que llamaba a la próxima huelga general.
Saborea en el paladar de su sonrisa arrugada la satisfacción
de haber logrado coordinar a más de quince pibas y pibes del barrio en la
convocatoria a la acción directa de apoyo a la huelga. Su mejor trabajo es
éste, desde que él mismo se metió en los Comités de Apoyo al Cordobazo, hace ya
cincuenta largos años. Que luce en el lomo curtido y mal comido, apaleado y
gaseado. En esas tantas tardes robadas al calor del sol en la plaza, el amor de
amigos, amantes, parejas y familia, que ya no ve después de la separación
lógica y su lógica soledad.
-Salió bien, ¿no, Ceferino?- pregunta ese militante jóven,
que se comprometió a quedarse hasta el cierre, la juntada de los materiales, su
limpieza y ordenamiento en el local a seis cuadras.
-Hermosa pibe, una gran actividad. –respondió el viejo sin
mirarlo.
-¿Usted piensa alguna vez que vamos a ver la revolución?-la
pregunta insolente, no prevista, salía de una cara honesta, cansada por la
entrega física y moral de quien ha robado tiempo al descanso, entre la fichada
de salida y entrada a su laburo.
A Ceferino Robles se le pasaron cincuenta años por la
pantalla interna detrás de los ojos. Su mirada se proyectaba en la cal y el
ferrite en innumerables fantasías de aquellas tantas historias que habían sido
tan reales como esa pregunta, esa pregunta que alguna vez fuera la certeza que
guió cada decisión. Las generaciones han cambiado, pensó para sí.
-Claro que la vamos a ver, pibe. Ustedes la van a hacer.
Tendrían que estar contentos.
-La revolución para mí va a ser el día que todos podamos
tener la noche que yo tuve el último sábado, ¿sabe Ceferino?
Las pintadas son así –pensó para adentro el viejo militante
sobre el cordón de la vereda- la vorágine del tiempo se detiene en esas dos
horitas tirando letra y rellenando, una especie de irreverencia de carnaval empuja
a la militancia trotska a perder todo prurito de autoridad, se burlan de la
sacralidad de los nombres de los dirigentes pintados en las paredes entre
verbos imperativos que exigen –o mendigan- un voto a presidente, diputado o
legislador, los pibes inventan canciones de cancha riéndose del Cordobés que
vive en Flores, del otro con pinta de cantante de tango fanático del Bicho de
la Paternal.
Se burlan de la democracia falsa que combaten llamando a
votar. ¿De qué más se burlarán? ¿De la disciplina interna? ¿De los boletines
internos y las notas para el periódico que se cajonean sistemáticamente en los
últimos años?
Como sea, en la pintada no están los dirigentes ni los
candidatos, las jinetas las llevan quienes se ponen la actividad al hombro, se
respeta el carácter de la gente con que pintamos, porque ya lo vimos plantarse
la primavera anterior contra los patrulleros de la metropolitana, porque el
primer otoño se bancaron la apretada de la puntera de la villa sin retroceder,
porque labura sin chistar y siempre con una sonrisa pa convidar.
También se apuran promesas de amor mientras se pintan las
letras grandes en el recodo, bajo las hojas grandes de la enredadera que
inventan sombras grandes de complicidad y encubrimiento. Con mucha riña se
permite una birra y un porrito y la militancia se encuentra en una intimidad
propiciatoria para tocar temas menos partidarios pero mucho más políticos, como
el amor y el amar.
-Ahora las revoluciones son individuales, pibe. Todos buscan
su libertad interior, su salvación personal. Esos son sueños de alienados. De personas
que perdieron la confianza en que podemos ganar. Derrotados. –dijo intentando
sostener el tono firme.
-Demoralizados, dice usted. Pero yo no digo eso, Ceferino
–el militante sentado en la vereda, con la espalda molida sobre el paredón y
los brazos a los costados, movía sólo los labios con el pucho en la comisura,
haciendo que las bocanadas azules de humo se entrecortasen sobre la tiniebla
dorada que el mercurio de los faroles provocaba en la penumbra de la madrugada
–Por eso le dije, todos, cuando todos podamos
tener esa misma noche que yo tuve.
-A ver, explicate. –Ceferino se saca el traje de responsable
político y escucha. O por esa función de escuchar era que se había ganado el
respeto y la admiración de sus compañeres de militancia.
-Se me ocurrió durante el orgasmo. Ahí mismo mientras me
sacudía la electricidad del placer. Como un fogonazo de claridad, ¿vió? Ella me
había montado ya varias veces. A mí me cuesta uno o dos orgasmos llegar al
placer, es como una costra de madera congelada lo que me fabrica el laburo en
la piel. Ella no, es más joven. Festeja cada embestida, su cuerpo le regala
todas las alegrías imaginables desde la primera caricia con intención. A mí me
cuesta. Y siempre que Ella me quiebra la armadura siento bandadas de pájaros
saliendo de la coraza entre el pecho y el yugo de la espalda. Le robamos tiempo
a la militancia y el laburo para encontrarnos en las sábanas viejas de los
telos o nuestras propias sábanas. Nos cuesta llegar a pagar la SUBE, coincidir
los horarios y las ganas. Eso digo. Que todos podamos llegar a coger así algún
día.
-No me imagino eso en un artículo de la Prensa –la risa
confesaba en el arrastre de la carraspera una misma adicción por el tabaco,
compartida con el compañero tirado en frente. Este pibe ya es el verdadero
responsable, pensó para sí mismo. Llegando a los setenta no puedo poner el
cuerpo a respaldar mis posiciones en el debate como antes. Carajo si para esto
lo vengo formando desde que mataron a Mariano.
Lo había visto ir asumiendo más responsabilidades cada año.
Cursos de formación, círculos y agitaciones, el cordón de seguridad en las
movilizaciones del partido, estas últimas noches ya garantizaba que los
materiales estuvieran listos, la bolsa de cal y el ferrite del depósito
central, si hasta armaba el moco de las pegatinas él sólo.
-Piénselo en serio, Ceferino. Tenemos que tomar el poder los
trabajadores para poder organizar un sociedad donde podamos tener tiempo para
conocernos más, saber lo que nos gusta, lo que nos da placer, encontrar a
personas que tengan el mismo mambo en una cama que en la vida, permitirnos
relajar y amarnos. Y que seamos la mayoría los que podamos disponer de ingresos
suficientes para alimentarnos bien y cuidarnos de las inclemencias del clima,
las enfermedades, tener algún lugar cómodo donde garchar, implica muchas
transformaciones revolucionarias en los tiempos de trabajo y ocio, es casi una
utopía para la sociedad capitalista que tenemos. Millones de buenos orgasmos,
sinceros. ¿Se necesita una verdadera revolución para eso, no le parece?
-Me alegro que estés enamorado, que vaya bien la cosa. Los
combatientes enamorados luchan mejor. –dijo, pero pensaba que el militante se
había ganado su derecho a encontrar sus propias motivaciones para luchar.
Porque eso es todo lo que había aprendido. Que no queda otra que luchar. Que
los tipos como él sólo podían hacer eso. Seguir haciendo eso. Luchando.
-Cargá el carrito, dale, que se hace muy tarde y en
cualquier momento nos cae la yuta. Vamos pa´l local.
Y encararon las sombras de la noche, sobre el adoquinado
parejo de Villa Ortúzar, para volverse sombras también ellos, en una de las
tantas noches de militancia de la eterna historia de su clase.