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viernes, 28 de febrero de 2020

La Pintada


Había un paredón que ya no existe –y que quizás nunca existió- acostado a lo largo del límite más al oeste de la vieja estación Lacroze del Urquiza, que iniciaba sobre la vieja salida de coches, taller de vagones y corralón de carretas y chatas fleteras y terminaba sobre la avenida, antes del murallón del cementerio de la Chacarita.

De ladrillo moldeado en rojo a la vista, revocado por la cal de las pintadas oficiales del puntero de alquiler, el Patita, por ejemplo, que le pintaba a los radichetas tanto como a los peronchos o a las internas de los clubes grandes, San Lorenzo, Boca.

Ese paredón era una frontera más en el sentido de unidad antes que de separación. Unía el barrio fabril de Villa Ortúzar con el nudo ferroviario y de colectivos y subte de Chacarita. Vieja puerta de entrada a la ciudad matadero de negros y vacas, puerto de mercanchifles del capital y contrabando de todo lo prohibido pero lujoso de esta podrida sociedad colonial y colonizada.

Miles de centenares de miradas pasaban por ese paredón hace cien años yendo desde sus casas en Caseros, Tres de Febrero, Jocepa, San Miguel o General Sarmiento para hacerse amasijar en la Capital por un sueldo miserable que alimentara los viejos sueños. Y de vuelta.

Unidad de submundos, también, el de la prostitución de la Zona Liberada alrededor de La Imperio, el de la merca que se trocaba en sus kioscos 24 horas, el de las mafias clandestinas del Cementerio, el de las juventudes anárquicas de los recitales fuera del gusto del gran mercado, el de los fachos del Cementerio Alemán. El de la yuta a puro palo, secuestro y coima.

En una de esas medianoches de otoño, un militante joven descansaba en ropa de fagina, fumando, sobre el paredón recién pintado de ferrite rojo y negro sobre el fondo hiriente de la cal. El viejo militante responsable del local, desde el cordón de enfrente, otea ese horizonte de laburo colectivo que llamaba a la próxima huelga general.

Saborea en el paladar de su sonrisa arrugada la satisfacción de haber logrado coordinar a más de quince pibas y pibes del barrio en la convocatoria a la acción directa de apoyo a la huelga. Su mejor trabajo es éste, desde que él mismo se metió en los Comités de Apoyo al Cordobazo, hace ya cincuenta largos años. Que luce en el lomo curtido y mal comido, apaleado y gaseado. En esas tantas tardes robadas al calor del sol en la plaza, el amor de amigos, amantes, parejas y familia, que ya no ve después de la separación lógica y su lógica soledad.

-Salió bien, ¿no, Ceferino?- pregunta ese militante jóven, que se comprometió a quedarse hasta el cierre, la juntada de los materiales, su limpieza y ordenamiento en el local a seis cuadras.

-Hermosa pibe, una gran actividad. –respondió el viejo sin mirarlo.

-¿Usted piensa alguna vez que vamos a ver la revolución?-la pregunta insolente, no prevista, salía de una cara honesta, cansada por la entrega física y moral de quien ha robado tiempo al descanso, entre la fichada de salida y entrada a su laburo.

A Ceferino Robles se le pasaron cincuenta años por la pantalla interna detrás de los ojos. Su mirada se proyectaba en la cal y el ferrite en innumerables fantasías de aquellas tantas historias que habían sido tan reales como esa pregunta, esa pregunta que alguna vez fuera la certeza que guió cada decisión. Las generaciones han cambiado, pensó para sí.

-Claro que la vamos a ver, pibe. Ustedes la van a hacer. Tendrían que estar contentos.

-La revolución para mí va a ser el día que todos podamos tener la noche que yo tuve el último sábado, ¿sabe Ceferino?

Las pintadas son así –pensó para adentro el viejo militante sobre el cordón de la vereda- la vorágine del tiempo se detiene en esas dos horitas tirando letra y rellenando, una especie de irreverencia de carnaval empuja a la militancia trotska a perder todo prurito de autoridad, se burlan de la sacralidad de los nombres de los dirigentes pintados en las paredes entre verbos imperativos que exigen –o mendigan- un voto a presidente, diputado o legislador, los pibes inventan canciones de cancha riéndose del Cordobés que vive en Flores, del otro con pinta de cantante de tango fanático del Bicho de la Paternal.

Se burlan de la democracia falsa que combaten llamando a votar. ¿De qué más se burlarán? ¿De la disciplina interna? ¿De los boletines internos y las notas para el periódico que se cajonean sistemáticamente en los últimos años?

Como sea, en la pintada no están los dirigentes ni los candidatos, las jinetas las llevan quienes se ponen la actividad al hombro, se respeta el carácter de la gente con que pintamos, porque ya lo vimos plantarse la primavera anterior contra los patrulleros de la metropolitana, porque el primer otoño se bancaron la apretada de la puntera de la villa sin retroceder, porque labura sin chistar y siempre con una sonrisa pa convidar.

También se apuran promesas de amor mientras se pintan las letras grandes en el recodo, bajo las hojas grandes de la enredadera que inventan sombras grandes de complicidad y encubrimiento. Con mucha riña se permite una birra y un porrito y la militancia se encuentra en una intimidad propiciatoria para tocar temas menos partidarios pero mucho más políticos, como el amor y el amar.

-Ahora las revoluciones son individuales, pibe. Todos buscan su libertad interior, su salvación personal. Esos son sueños de alienados. De personas que perdieron la confianza en que podemos ganar. Derrotados. –dijo intentando sostener el tono firme.

-Demoralizados, dice usted. Pero yo no digo eso, Ceferino –el militante sentado en la vereda, con la espalda molida sobre el paredón y los brazos a los costados, movía sólo los labios con el pucho en la comisura, haciendo que las bocanadas azules de humo se entrecortasen sobre la tiniebla dorada que el mercurio de los faroles provocaba en la penumbra de la madrugada –Por eso le dije, todos, cuando todos podamos tener esa misma noche que yo tuve.

-A ver, explicate. –Ceferino se saca el traje de responsable político y escucha. O por esa función de escuchar era que se había ganado el respeto y la admiración de sus compañeres de militancia.

-Se me ocurrió durante el orgasmo. Ahí mismo mientras me sacudía la electricidad del placer. Como un fogonazo de claridad, ¿vió? Ella me había montado ya varias veces. A mí me cuesta uno o dos orgasmos llegar al placer, es como una costra de madera congelada lo que me fabrica el laburo en la piel. Ella no, es más joven. Festeja cada embestida, su cuerpo le regala todas las alegrías imaginables desde la primera caricia con intención. A mí me cuesta. Y siempre que Ella me quiebra la armadura siento bandadas de pájaros saliendo de la coraza entre el pecho y el yugo de la espalda. Le robamos tiempo a la militancia y el laburo para encontrarnos en las sábanas viejas de los telos o nuestras propias sábanas. Nos cuesta llegar a pagar la SUBE, coincidir los horarios y las ganas. Eso digo. Que todos podamos llegar a coger así algún día.

-No me imagino eso en un artículo de la Prensa –la risa confesaba en el arrastre de la carraspera una misma adicción por el tabaco, compartida con el compañero tirado en frente. Este pibe ya es el verdadero responsable, pensó para sí mismo. Llegando a los setenta no puedo poner el cuerpo a respaldar mis posiciones en el debate como antes. Carajo si para esto lo vengo formando desde que mataron a Mariano.

Lo había visto ir asumiendo más responsabilidades cada año. Cursos de formación, círculos y agitaciones, el cordón de seguridad en las movilizaciones del partido, estas últimas noches ya garantizaba que los materiales estuvieran listos, la bolsa de cal y el ferrite del depósito central, si hasta armaba el moco de las pegatinas él sólo.

-Piénselo en serio, Ceferino. Tenemos que tomar el poder los trabajadores para poder organizar un sociedad donde podamos tener tiempo para conocernos más, saber lo que nos gusta, lo que nos da placer, encontrar a personas que tengan el mismo mambo en una cama que en la vida, permitirnos relajar y amarnos. Y que seamos la mayoría los que podamos disponer de ingresos suficientes para alimentarnos bien y cuidarnos de las inclemencias del clima, las enfermedades, tener algún lugar cómodo donde garchar, implica muchas transformaciones revolucionarias en los tiempos de trabajo y ocio, es casi una utopía para la sociedad capitalista que tenemos. Millones de buenos orgasmos, sinceros. ¿Se necesita una verdadera revolución para eso, no le parece?

-Me alegro que estés enamorado, que vaya bien la cosa. Los combatientes enamorados luchan mejor. –dijo, pero pensaba que el militante se había ganado su derecho a encontrar sus propias motivaciones para luchar. Porque eso es todo lo que había aprendido. Que no queda otra que luchar. Que los tipos como él sólo podían hacer eso. Seguir haciendo eso. Luchando.

-Cargá el carrito, dale, que se hace muy tarde y en cualquier momento nos cae la yuta. Vamos pa´l local.

Y encararon las sombras de la noche, sobre el adoquinado parejo de Villa Ortúzar, para volverse sombras también ellos, en una de las tantas noches de militancia de la eterna historia de su clase.


martes, 25 de febrero de 2020

El cine peligroso de David Cronemberg


Publicada originalmente en Evaristo Culturalhttp://evaristocultural.com.ar/2019/12/06/cuerpos-fuera-de-control-matias-orta/

Cineasta y crítico especializado, Matías Orta (Buenos Aires, 1980) nos ofrece una extraordinaria guía para introducirnos a la cosmovisión de uno de los cineastas más renombrados, el canadiense David Cronenberg (Toronto, 1943), quien se destaca por sostener su propia mirada frente a las presiones de las grandes industrias.

Sólo esa característica justificaría prestarle atención a este artista, haber alcanzado el reconocimiento mundial defendiendo su propio criterio frente a la presión de las empresas más poderosas del planeta, verdaderos símbolos arquetípicos de la trituradora de artistas que es Hollywood. Pero además, la cosmovisión que Cronenberg plasma en su obra también es sumamente interesante. Como demuestra con claridad y suficiencia Orta, el canadiense filma una particular reflexión sobre la existencia humana donde el cuerpo es el sostén material de toda nuestra existencia, y por lo tanto, incluso nuestras ideas, emociones, piscología y filosofía son expresiones de nuestra corporalidad.

Cronenberg comenzó su fama como director de culto de les fanátiques del cine llamado gore, un subgénero del terror basado en la expresión explícita del mundo visceral del cuerpo humano (su peli más comercial fue La Mosca, de 1986) y sorprendió al mundo explorando las formas modernas de la violencia (Una historia de violencia y Promesas del Este de 2005 y 2007 respectivamente) o bien donando una de las interpretaciones más taquilleras del origen del psicoanálisis en Un método peligroso (2011).

Después de leer este manual fluido sobre las 20 películas de Cronenberg, entendemos con Orta que se trata de la exposición afuera del mismo interior del cuerpo humano, pero como símbolo de nuestro inconsciente oculto y ocultado, reprimido por nosotres y la sociedad. Porque lo que más nos maravilla de la obra de Cronenberg es que pone en tela de juicio aquello que la sociedad capitalista en Occidente pretende mantener oculto y que sin embargo domina sus emociones y psicología. Cronenberg batalla contra la hipocresía, y eso lo justifica como uno de los grandes artistas de los siglos 20 y 21.

La exégesis de Orta tiene muchas virtudes. En primer lugar porque se trata de un relato ágil y descriptivo de las tramas de todas las películas, ya que si Orta hubiese decidido una narrativa más compleja y rebuscada, que pusiera énfasis en su propia subjetividad en vez del objeto descrito, les lecteres nos empantanaríamos en cada peli-capítulo haciendo de la experiencia la obligación de un estudio erudito. Todo lo contrario, Orta pone en primerísimo plano el objeto de estudio, la obra de Cronenberg y su prosa pasa desapercibida, utilizando giros coloquiales y referencias comunes a lecteres no especializades que hacen la lectura, además de fluida, amena. Por lo tanto, una guía especializada para todo público, desde quienes conocemos porciones de la obra de Cronenberg hasta quienes nunca la han consumido.

Luego, la descripción de cada película está complementada con una increíble erudición de Orta anotando todas las películas que podrían construir un ambiente del que se haya nutrido la película analizada y todas aquéllas en que podría haber influido luego. Este recurso, además de generar nuestra admiración por el autor, nos permite colocar con mayor precisión en nuestro registro individual una obra que quizás no hayamos visto nunca, complementando la lectura de la sinopsis con imágenes que surgen de nuestro personal acervo cinematográfico. En tercer lugar, Orta condimenta con opiniones del director y sus colaboradores más cercanos sobre la creación de las pelis y sus repercusiones, algunas extraídas de las entrevistas que les protagonistas dieron a otros medios y además de entrevistas dadas al autor de forma exclusiva.

En conjunto, quizás se trate de la mejor descripción completa para un público no especializado de la obra de Cronenberg a la que podamos acceder en castellano. Quizás su único déficit radique precisamente en esta virtud, ya que a la hora de caracterizarla, Orta se apega demasiado a la propia opinión que Cronenberg tiene de su trabajo. Quizás le estemos pidiendo a Cuerpos fuera de control algo que excede a los objetivos que se propuso y lo admitimos. Sin embargo, Orta logra generar en nosotres una fascinación profunda con una obra que conocemos parcialmente y nos convoca a reflexionar y debatir sobre la filosofía de este director. Esperábamos encontrarnos al final de 300 páginas emocionantes con un debate sobre diferentes perspectivas de la propia opinión de Cronenberg sobre sí mismo.

Como, a diferencia de Cronenberg, no nos gusta quedarnos con ese sabor amargo, con ese vacío existencial, nos propondremos algo pequeño aquí, intentar colmarlo.

El materialismo de Cronemberg

Orta define al cine de Cronenberg como “el horror que viene del interior de nosotros mismos: el horror corporal” (p. 14) para diferenciar una veta particular dentro del género de terror, iniciado por la descripción de monstruos extraños (extraños por diferentes y exteriores) como Frankenstein, Drácula o el Hombre de la Laguna que habría parido el primer cine de terror clásico y el horror próximo, cercano, efecto de las acciones de la sociedad occidental sobre nuestra cotidianeidad (Hitchcock, George Romero) y del horror íntimo de Kubrick en El Resplandor o Carrie de Brian de Palma metieron dentro del hogar, de la mano del genial Stephen King.

Pero además Cronenberg tiene una idea del cuerpo como permanente mutación, inspirándose en sus insectos preferidos desde la niñez y adolescencia, los lepidópteros (como las mariposas), que para mantener su identidad adoptan transformaciones radicales y formas exteriores muy diferentes: huevo, larva, pupa o gusano e imago, la forma desarrollada final. Un ejemplo casi perfecto de la idea de movimiento dialéctico que Hegel encontró en la evolución de las ideas de la sociedad humana y que Marx y Engels tiempo después encontraron en el movimiento de toda la realidad existente: todo lo que existe cambia para seguir viviendo, cambia para seguir siendo.

Allí aparecen la ciencia y la tecnología, el tercer aspecto particular de la obra de Cronenberg, a las que caracteriza como expresiones del cuerpo y por lo tanto absolutamente humanas. El director coloca al psicoanálisis (ciencia de la mente y las emociones), a la ciencia médica (ciencia del cuerpo) o a la ciencia adaptada a las comunicaciones (automóviles, motos, televisión, videojuegos, teletransportación, etc.) como factores que provocan las mutaciones en los cuerpos de sus protagonistas que disparan la trama en cada película. Pero esas transformaciones nunca seguirán las intenciones de los científicos, que suelen ser expuestos como epítomes de una sociedad racionalista que se equivoca, el arquetipo del “científico loco” pero desde una perspectiva progresiva. Cronenberg se suma a lo más avanzado de la epistemología de fines del siglo 20, la teoría del caos, según la cual todo lo que existe está interrelacionado pero es casi imposible determinar previamente y con exactitud las posibles reacciones de cada decisión racional. En sus pelis, cada intervención pretendidamente perfecta del racionalismo provoca consecuencias inesperadas, que salen del control de la sociedad racional y terminan desbordando y exponiendo lo que se quería oprimir y mantener controlado.

Orta logra demostrar hasta qué punto en cada una de sus obras Cronemberg desarrolla las particulares manifestaciones de esta filosofía, desde los primeros cortos experimentales, las primeras películas casi en el mercado off de los suburbios del cine comercial y en cada obra exitosa o poco taquillera del director maduro. Sin embargo, no avanza en el cuestionamiento, la crítica real, la que indaga en lo oculto de aquello que Cronemberg tampoco puede controlar para que mute nuestra propia idea de este fascinante bicho.

Cuerpos sin carne

Hay una primer lectura que ni Orta ni Cronenberg atacan en sus obras, la lectura de clase. Cronenberg comparte con el existencialismo de Sartre y Camus consumido en su adolescencia en los años 50 y 60 del siglo 20 una mirada universal de la existencia humana, en su caso ligada a la corporalidad, que excede las diferencias que pueda imprimirle su situación de clase.  Y allí el experimento de Cronenberg pierde realismo. Porque cualquiera puede notar que los cuerpos atravesados por las presiones de la explotación y el trabajo alienado no mutan de la misma forma –y por lo tanto no experimentan mutaciones psíquicas idénticas- que aquéllos cuerpos que se paran sobre la pirámide social, los cuerpos que disfrutan de los placeres y virtudes del trabajo humano que explotan.

Quizás la excepción pueda ser Cosmópolis, de 2012, la anteúltima película del canadiense, atravesada por el profundo impacto de la crisis mundial que explotó en 2008 y no para de ramificarse. Allí, además de sostenerse en una referencia explícita al anticapitalismo de las juventudes rebeldes de Occidente e incluso al Manifiesto Comunista, quizás encontremos una contraposición de cuerpos en lucha, de cuerpos colectivos entre las masas sublevadas y el cuerpo del ejecutivo, aislado, individualizado al extremo de no conectar humanamente con su entorno y su propia clase; quizás la autodestrucción a partir del exceso del placer al que tiene acceso por su poder material, imposible para les pobres de la Tierra, también ilustre esta exploración. Pero en el resto de su filmografía, les protagonistas suelen estar por fuera de las determinaciones de clase, por fuera de las marcas corporales que obliga la economía. Ya sean obreres que terminaron en una clínica de cirujía estética por pura casualidad, científicos que viven un limbo material que no les iguala ni a burgueses ni a proletaries, escritores, diplomáticos, los cuerpos de sus protagonistas son universales porque son liberados de condicionamientos económicos. Y por la negativa, los cuerpos del coro, en segundo y tercer plano, son estereotipos costumbristas de las clases sociales en presencia, como les obreres de Toronto en Rabia o la familia de la partera ruso-inglesa en Promesas del Este.

Entonces, Cronemberg comparte con el existencialismo el límite concreto, material y corpóreo, de la crítica que proponen a la sociedad humana. Porque Cronenberg filma para señalar límites del funcionamiento social, en ese sentido no es acéptico. No decimos que al eludir el problema clasista Cronemberg se para entre los defensores del status quo, todo lo contario. Pero, irónicamente, nos animamos a decir que a la crítica antisistémica, anti-statu quo que Cronemberg filma sin descanso desde 1966 hasta hoy, le falta cuerpo concreto, el que construyen las leyes del metabolismo social.

Este cuerpo universal que construye Cronemberg, por lo tanto, es un cuerpo contradictoriamente ideal, es decir, un universal abstracto, que no se puede resumir en cuerpos concretos, existentes. Lo que no deja de lado la riqueza de sus apreciaciones pero sí las coloca dentro de límites claros.

Sexo, drogas y Cronemberg

Luego, ¿de qué se trata esa crítica? ¿qué es lo que el artista descubre oculto por la hipocresía social dominante y extrae para exponer a la vista de todes sin tapujos? Entendemos que se trata sencillamente de la sexualidad humana. Y aquí es donde Orta, al escoger ser un exégeta de Cronenberg y no su crítico, no puede profundizar en los aspectos más interesantes de su obra. Se acerca en pocas oportunidades cuando desecha las denuncias realizadas por organizaciones feministas en los años setenta, aunque también toma posición por la defensa de las declaraciones exculpatorias del director, sin cuestionar a fondo la versión de las denunciantes.

Sin embargo, Orta en su detallismo militante ha sembrado los elementos para establecer una crítica propia. En primer lugar creemos que Cronenberg es un fiel exponente de su generación, que en los años 60 y 70 reaccionó contra la hipocresía de sus mayores, quienes intentaron construir sociedades idílicas, el American Dream, de ambos lados de la cadena de los Grandes Lagos en América del Norte, sobre las bases del enorme flujo de plusvalía que el imperialismo yanqui y sus aliados de la OTAN  recibieron del resto del globo después de la derrota de la competencia industrial alemana que amenazaba sus ganancias desde principios del siglo.

Sus primeras películas, Crímenes del Futuro, Rabia y Escalofríos, realizadas por y para su propia generación -literalmente ya que circulaban en festivales y salas que no atraían el consumo de las grandes masas a las que se dirigían las grandes industrias del cine-, muestran una crítica radical a ese American Way of Life que para fines de los 60 y principios de los 70 ya se caía a pedazos en frente de sus ojos, empujado por la crisis económica que llevó la inflación en las naftas a las tierras donde el automóvil y los derivados del petróleo habían tallado la fisonomía de una sociedad y la enorme crisis generacional que provocó la sangrienta Guerra de Vietnam.

Así como diversas expresiones artísticas de esos años manifestaron distintos aspectos de la misma crítica, Cronenberg indagó en los límites de una sexualidad pacata y hegemónica basada en la heterosexualidad más puritana. La homosexualidad y la libertad sexual son los temas que provocan las mutaciones más disruptivas en esas primeras producciones. La homosexualidad en particular es una obsesión que podemos rastrear en toda la obra cronenbergiana, como un hilo de Ariadna que puede explicarnos muchas cosas.

Desde su primer corto hasta M Buterfly Cronemberg está fascinado como una mosca frente a las lámparas de campo, por el amor entre varones cis. La selección de sus actores protagónicos, que portan rostros y cuerpos muy varoniles pero con algún rasgo de femineidad o al menos de ambigüedad de género. Incluso su Viggo Mortensen de Una historia violenta (2005) y Promesas del Este (2007), quizás el más musculoso y fálicamente masculino de toda su obra (con desnudo completo incluido) sostiene una mirada fría, una armonía poco bestial en sus movimientos y una dulzura para con la paternidad que podrían entenderse como, al menos, no patriarcales sino culturalmente identificadas con la femineidad.

Sin embargo Cronemberg llega a verse en la obligación de aclararle a uno de sus escritores preferidos, conocido entre otras cosas por su homosexualidad disruptiva en la sociedad yanqui de los años 50, William Burroughs, que él no era homosexual, “que no compartía esa sensibilidad artística”. Una excusación que parece indicar una pista: Cronenberg admira aquello que él mismo no se ha permitido experimentar in corpore. Y nos permite proponer una hipótesis de lectura para su obra, ¿no se trata en realidad de la mirada de quien ha comprendido sus propias represiones sexuales y a partir de ese autoconocimiento ha sabido inspeccionar con sagacidad las represiones sexuales de toda una sociedad?

También aquí nos topamos con la principal crítica a la obra de Cronenberg, el papel de bruja maldita que suelen obtener las mujeres protagónicas en su filmografía. Como una repetición de la Eva del Génesis, salvo dudosas excepciones, las protagonistas de Cronenberg cuestionan relaciones que funcionaban con armonía o incluso son las portadoras de la plaga que ha de destruir la familia o la sociedad. La identificación de las mujeres con una sexualidad vampírica, seductora y cazadora es casi puritana. Aunque Cronenberg se considere a sí mismo feminista (aliado o feministo) y haya hecho sobrados esfuerzos para manifestarse públicamente en favor de la igualdad de derechos para hombres y mujeres, en su obra se pude ver con claridad este arquetipo misógino de las mujeres construido por la sociedad patriarcal. Incluso cuando no son ellas las responsables en última instancia de los males que siembran, provocados por científicos amorales, que se identifican con el dios invisible que crea la manzana y su prohibición, es Eva la portadora del virus.

Se trata de una mirada claramente freudiana, donde la mujer es la expresión física de la pulsión sexual, ellas habrían sido creadas para provocar, desear, puro goce, puro ello, pura negatividad de las virtudes espirituales. En su primer largometraje exitoso, la protagonista de Escalofríos es esta mujer fatalmente sexual quien inocula el virus que destruirá Toronto, exponiendo las fisuras de una sociedad aparentemente armónica y demostrando el carácter represivo de su Estado, que sale a combatir el virus militarizando la sociedad y exterminando a sus propios ciudadanos sin dejo de remordimiento. En la peli, además de una referencia explícita a la obra de Freud, la protagonista es munida con el arma más poderosa de la cosmovisión freudiana, un falo, que producto de una consecuencia no deseada por la ciencia, se desarrolla en su cuerpo para terminar de darle el poder destructivo que la naturaleza le habría castrado.

En cambio los hombres de Cronemberg son atraídos al lado oculto de las cosas por ellas, por Evas con extrañas manzanas, o incluso son cuidados y protegidos de los males que les han caído en desgracia como buenas madres, también desde una ternura extra racional.

Las mujeres reducidas a clítoris y útero. Un binarismo sexual para pensar los géneros típico del siglo 20, previo a la perspectiva revolucionaria que presentara Judith Butler en 1994. Este límite en la concepción del género se ve con claridad en M Butterfly, de 1993, donde el protagonista chino claramente es una mujer trans mientras que el personaje interpretado magistralmente por Jeremy Irons no se permite amar heterosexualmente a una mujer trans y se suicida como travesti. Si bien se trata de una tragedia que sucedió en la vida real, Orta demuestra que Cronemberg se cuidó de tomar decisiones que alteraran la historia original, incluso a pesar de que sus dos protagonistas seguían con vida. Decidió tratar la historia como una clásica tragedia de amor gay no consumado cuando de la misma se desprende un deslizamiento que desborda los límites del género masculino. Incluso muy a pesar de su intención, esta peli de Cronenberg ilustra con fuerza las mutaciones que el deseo puede provocar y provoca en los cuerpos al límite de revolucionar las estructuras culturales asignadas al género masculino. Casi como en La Mosca, la amante china podría haberse detenido a reflexionar con mayor detenimiento en este nuevo híbrido de género que paría su corporalidad en lugar de simplemente fijarlo entre los cánones estereotipados de “un hombre que inventó a una mujer”. Pero Cronenberg no decidió pasar ese límite.

Pobrecito Adán

¿Y los hombres? Los hombres de Cronenberg son pobres tipos que intentan desarrollar deseos humildes y bien intencionados, son hombres duros y estoicos, éticos, que incluso cuando la cagan, no son culpables. Hay un continuum de redención en su obra para los protagonistas masculinos. Ellos cayeron en la tentación o cometieron errores terribles pero con buenas intenciones.

La peor versión de esta tragedia es su interpretación personal del maltrato de Karl Jung sobre Sabina Spielrein en 1914, desarrollado en Un método peligroso (2011), donde Cronenberg toma partido por los dos varones con mayor poder en esa crisis. Mientras Sabina, primer paciente en la historia del psicoanálisis, se enamora de su doctor, Jung, quien se aprovecha de su lugar de poder como psiquiatra (de un clásico nosocomio donde la paciente es privada de su libertad e intervenida en su cuerpo de forma arbitraria) y de su posición social para sostener la relación afectiva en un lugar cómodo para él, clandestino de su matrimonio burgués oficial, donde el propio Freud como autoridad máxima interviene para convencerla de desistir de su deseo de casarse y tener hijos con él para no comprometer la situación social y económica de Jung.

El evento fue de suma relevancia en la historia del sicoanálisis ya que Freud construyó gracias a esa experiencia (¿experimento?) su noción del amor de transferencia, la relación afectiva que surge en las emociones de una persona oprimida por quien funciona como posibilidad de liberación, confundiendo su propio deseo de libertad con la persona que puede ayudarla a liberarlo.

Como bien señala Orta, es una constante en la obra de Cronenberg la exploración de la sensación de vacío existencial de personajes masculinos que se ven obligados a no consumar definitivamente sus deseos prohibidos, ya sea por imposiciones exteriores o por propia restricción, y el tener que soportar la vida a partir de ahí. O bien terminan muriendo, como el protagonista de La Mosca, por una decisión altruista –quien al igual que el protagonista de La Zona Muerta se autosacrifica por un bien superior y ambos se corresponden con escritores ajenos al director-, o se dejan fagocitar por lo prohibido como en Cuerpos invadidos o asumen la tragedia de no poder vivir su deseo con tristeza como en M Butterfly, El almuerzo desnudo o el propio Jung.

Quizás sea Cronenberg viéndose al espejo de su frustración, un artista que ha deseado con fanatismo vivir el lado oculto y prohibido de las relaciones sexuales que le impuso su sociedad, que se ha fascinado con Burroughs y Nabokov sin atreverse nunca a encarnar sus fascinaciones e impulsos primitivos, quedándose en la comodidad del artista que sublima afuera de sí, a la vista de todes, aquello que lo cautiva, que lo hace obra de arte y mercancía, para solventarse una vida materialmente cómoda pero que no termina de completarlo humanamente.

En su obra más polémica, Cromosoma 5, llega a utilizar el recurso de la sublimación en su aspecto más cobarde, colocando su propia interpretación de su primer divorcio como eje para criminalizar el comportamiento de su ex esposa en la disputa por sus hijes. Tanto Orta como diferentes bloggeros de cine ponen mucho énfasis en la importancia de la vida cotidiana del director para la factura de sus películas. Y si bien las actitudes de su primer esposa parecían poner en riesgo físico a sus hijes en común, inculpándola, no es menos cierto que ninguno de sus exégetas se plantea el papel del propio Cronenberg en esos caminos. Su primer esposa se sumó a una secta religiosa, algo que no habría estado muy fuera del horizonte de posibilidades de una pareja que en los 70 se exponía a la experimentación fuera de los límites oficiales de la cultura y la sexualidad.

Como nos explica Orta, esta obsesión por las conductas sexuales socialmente prohibidas se origina en la atracción juvenil de Cronenberg por la obra del ruso Nabokov, en particular su Lolita. Si bien el canadiense nunca expuso su propia opinión de la relación sexual entre un varón maduro y una adolescente, como en la novela del ruso, esta redención constante a todos los varones en el resto de su filmografía lo coloca en un borde riesgoso. En su temprana Fast Company, de 1979, una muy jovencita Jodie Foster y su amiga vienen a interpretar una visión romántica de las relaciones con “gruppies” muy favorable para los deportistas y músicos famosos, por más que luchen contra las corporaciones capitalistas y la sarasa. Se repite aquí la defensa del amor de transferencia, un amor basado en condiciones de desigualdad de poder, donde el varón portador del símbolo deseado y admirado se aprovecha de ello para consumar su deseo. En su más moderna Spider, se llega a coquetear con una defensa de asesinos y perversos en un formato que empatiza con las enfermedades mentales que provoca una sociedad sexualmente represiva.

Es posible por lo tanto que Cronemberg elija detenerse en su exploración personal del lado oculto de la sociedad en el momento justo donde su cuerpo es puesto en riesgo. De alguna forma su obra le permite una exploración de la fantasía que también funciona como auto represión, espejando las represiones sociales que dice combatir en su arte.

Un arte peligroso: entre la denuncia y la revolución, la represión

Si bien es cierto y encomiable que Cronenberg es uno de los pocos grandes directores que ha logrado defender su propia concepción de los deseos e imperativos de los grandes oligopolios de la industria del cine, a pesar de ser representante de las industrias culturales poniendo la cara para los grandes festivales de la industria, como Cannes y los de su propio país, no estamos frente a un anarquista del cine, sino frente a un negociador inteligente, que sabe cómo suplir los millones de los grandes estudios con millones recolectados de otra forma.

Su propia filmografía lo muestra consciente de los temas que atraen a los grandes públicos en cada momento: la ciencia ficción distópica, la sexualidad prohibida (sadomasoquismo, homosexualidad, sexo en grupo, desnudos en cámara) o más cerca en el tiempo la frivolidad del showbussines, el anticapitalismo financiero global y las mafias irlandesa en Estados Unidos  y rusa en Londres. Autónomo pero no fanático, el director siempre tiene un ojo puesto en lo que le gusta a las grandes masas, que no deja nunca de ser un poco también lo que los grandes industriales del cine deciden que les guste.

Su autonomía depende más de un buen criterio a la hora de negociar y una robusta confianza en las posibilidades comerciales y técnicas de su propio arte, por lo que desde temprano se ha caracterizado, como bien demuestra Orta, por construir sus propios equipos de filmación y de producción.

Un director que conoce bien el juego y decide defender su autonomía creativa ante las presiones del mercado, para sostener una mirada crítica de la sociedad capitalista occidental pero que no deja de ser un acaudalado y millonario entrepeneur, que no va nunca al hueso mismo del sistema, así como en su propia vida personal limita sus deseos más íntimos para sostener una familia heterosexual funcional, sabedor de que lo reprimido se transmuta en angustia.

En suma, la obra de Cronenberg podría compartir como dijimos el límite de la crítica del existencialismo a la sociedad capitalista, su denuncia nunca desborda, puede y debe ser contenida para reconstruir el tejido social. De lo contrario sería revolucionaria. Lo que no le quita su buen grado de molestia. Orta nos recuerda el escándalo que provocó la difusión de Crash en 1996, llegando a ser prohibida en varios países porque promovería los accidentes automovilísticos. Se trata también de la obra que concentra con mayor poder las obsesiones temáticas de Cronenberg, ya que una secta clandestina de amantes ejercita a lo largo de las rutas su fijación por alcanzar la plenitud orgásmica en el clímax de un accidente de autos provocados a conciencia. Aquí también un científico explora en las posibilidades que se abren para nuevos cuerpos modernos, híbridos de cuerpo humano y carrocerías de autos, una nueva generación superadora de les homo sapiens-sapiens. La omnisexualidad con la que soñó tempranamente en su corto de 1969, Stereo, mezcla de amor grupal, bisexualidad y sadomasoquismo que anticiparían nuevas mentalidades, una nueva moralidad y, claro, nuevas corporalidades.

Sin embargo, aunque sirva para atraer curioses criades en una moral pakata e irritar a los sostenedores de la familia heteronormada y el patriarcado, como en su propia vida personal, las posibilidades revolucionarias de una nueva sexualidad y corporalidad fracasan. La trieja de Pacto de amor termina en pacto suicida y femicidio, el amor trans-travesti de M. Butterfly en cárcel y suicidio, ya sea porque el director denuncie la imposibilidad de estas nuevas formas en nuestra sociedad o porque él mismo crea que deben limitarse a fantasías que la gente decente no debería experimentar, so riesgo de perderse para siempre en un mundo irreal (como el protagonista de El almuerzo desnudo obligado a vagar eternamente dentro del delirio que sus “excesos” construyeron en su mente, o les protagonistas de Cuerpos invadidos, que son consumidos por el universo de violencia sexual que pretendían consumir, o les protagonistas de eXistenZ en el mundo de juegos virtuales), lo cierto es que quizás la obra más irritante que haya tomado nivel de ventas comerciales en la historia del cine moderno, la de David Cronenberg, nunca rompe los límites.

Agradecemos emprendimientos ambiciosos como los de Orta y ediciones Cuarto Menguante que acercan a personas no especializadas la posibilidad de construir estas hipótesis con bastantes indicios, realizando un encomiable trabajo de investigación y narración que está muy lejos de nuestras posibilidades y que nos permite ahondar en las reflexiones filosóficas que, como toda buena obra de arte, nos abre el cine de Cronenberg.

Retrato de una culpa



Publicada originalmente en Evaristo Cultural http://evaristocultural.com.ar/2019/09/12/retrato-de-mada-primavesi-sebastian-politi/

Sebastián Politi (1960) trabaja de psicoanalista pero acaba de hacer pública una de las mejores novelas que hayamos leído hasta ahora, lo que valdría que en la solapa de la próxima se defina, sin falsa modestia, como escritor. Su primera novela no fue publicada todavía, pero recibió primera mención del Fondo Nacional de las Artes en 2013, así que nuestra afirmación no ha sido dicha sin algún tipo de respaldo. En ésta, Retrato de Mäda Primavesi demuestra una capacidad técnica exquisita para narrar y una creatividad original para las ideas que sostienen y revuelven la trama. Su prosa erudita no logra empalagar la lectura de barroquismos y se somete a las necesidades narrativas, es tranquila y reposada durante doscientas páginas y se permite el estallido descarnado en los momentos justos.

Escritores en nuestro país hay, por suerte, millones, pero ideas buenas para una novela, al parecer, no tantas. Politi ha elegido una muy original para narrar la crisis de mediana edad de un neurólogo porteño de 50 años nacido –como él- en 1960, criado en Belgrano y habitando con su familia perfecta (esposa, dos hijes adolescentes, dos autos) en su casa de dos plantas, patio y jardín de Villa Devoto. Este personaje gris, insulso, recibe una estocada del destino y el azar en el pico de su vida perfecta, mientras disfrutaba un viaje por New York, capital del imperio, con su amante, una compañera de trabajo del hospital privado donde es el tercero en la línea sucesoria de su especialidad. En una visita fugaz, obligada por las buenas costumbres, al Museo Metropolitano, la visión del retrato al óleo original que él había conocido por una circunstancia fortuita, instala en su conciencia una semilla maldita que comienza a horadar lenta y sin pausa primero su sistema emocional y luego su cuerpo, sacando debajo de treinta años de represión no sólo el recuerdo de su primer amor, sino un cuestionamiento integral de todas las decisiones sobre las que construyó su vida perfecta.

Para los varones de la mal llamada clase media porteña la crisis de la mediana edad es un clásico. Tanto que le han puesto nombre popular: el viejazo. Profesionales en su mayoría dedicados al trabajo gerencial en empresas privadas y el Estado, comerciantes medianos y grandes, se analicen o no, como a cualquier mortal en algún momento entre los 40 y los 60 les agarra la crisis nel mezzo del cammin di nostra vita, que a Dante lo llevó a comenzar con esa confesión su Divina Comedia y a otros a comprarse una Ferrari, cambiarse el look o divorciarse y emparejarse con una mujer treinta años menor.

Pero la novela de Politi es tan buena, entre otras cosas, porque encuentra la forma de atraparnos en la digestión lenta y meticulosa, detallada, de la crisis de su personaje gris. El tipo se pasa una o dos semanas desde que vuelve del viaje con su amante en su vida cotidiana entre la esposa –¿cornuda pero feliz?- en Devoto, la vida del hospital, la hora del té con su madre y su padre octogenarios y una memorable fiesta en el depto de su sobrina de casi treinta, rememorando, es decir, re viviendo, los seis últimos años de su adolescencia, entre 1977 y 1983, en los que conoció a su primer y único amor honesto y verdadero, una estudiante de tercer año en el secundario privado católico de Belgrano donde él cursaba quinto, atravesó la colimba obligatoria y comenzó a estudiar la carrera de Medicina.

Es magistral la forma en que Politi maneja los tiempos de una novela donde los juegos de la memoria son un personaje principal. No hay flashbacks anunciados, ni agotadores, mucho menos berretas. Es casi como si el protagonista fuese de carne y hueso. El lector (varón) se sentirá espejado, casi descubierto infraganti, al reconocerse en la forma tan personal que tiene la memoria de asaltarnos en sueños y en la vigilia cuando andamos en crisis. Queda por ver si esa interpelación es capaz de producirse con tanta fuerza en lectoras y lectores no masculinos, debido al grado de empatía con el protagonista que nos obliga a una distancia emocional imposible de perdonar.

Un mérito de Politi es que ha sabido utilizar los recursos de su otra vida como psicoanalista en la construcción de un personaje épico, en el estricto sentido que puede ser tranquilamente el espejo de cualquiera de nosotres viviendo en crisis. Pero como buen escritor, ha construido una voz narrativa muy particular, sólida y distanciada emocionalmente del protagonista lo necesario para que la búsqueda de un registro autobiográfico del autor no nos seduzca lo suficiente para perdernos del hilo y también para que la distancia emocional le permita deslizar posibles aristas críticas de la vida de su personaje, de sus decisiones y acciones, sin caer nunca en un vicio de amateur, o sea, sin ponerse a moralizar desde el púlpito cortando el ritmo de una buena peli.

Porque además  Politi le agrega muchos condimentos buenos a su buena historia. Decide recrear esos seis o siete años de la adolescencia “inocente” con un clima de música y películas que imprimieron una forma de ser y una forma de pensar a su generación: Yes, Charly García, los orígenes del rock nacional, la cultura hippie, el estreno en cines de El huevo de la serpiente  o Blade Runner, las disquerías de Palermo o Belgrano donde compraban sus vinilos, los bares donde se citaban dos novies púberes. Politi vuelve a las impresiones de su adolescencia y las recrea casi con exactitud usando impresiones, no un trabajo historiográfico. Y lo logra muy bien porque su novela no le pide registro de historiador sino de una memoria humana, gastada y cansada, que recuerda así, por impresiones, como la pintura del Museo Metropolitano que disparó la historia.

En esos años de adolescencia está el nudo de toda la novela. La joven adolescente que fuera su primer amor, el más puro que tuvo -que sospechamos de una pureza platónica, es decir, sin consumación sexual-, una especie de Beatrice Portinari o Beatriz Viterbo de dieciséis años, hija de un alto oficial de la Marina salido de la nefasta base naval de Bahía Blanca y una progresista intelectual hippie, que después de la sospechosa renuncia de una profesora de literatura a sus horas en el colegio católico donde estudiaban y la crisis que generó en su familia (el padre participó en su expulsión pero la profe era miga de la madre) de un autoexilio en París con tintes de divorcio de facto y la extraña muerte de su padre, decide largar todo y viajar a un pequeño y remoto pueblo de Santiago del Estero a ejercer como maestra rural al servicio de curas tercermunidstas. Otro aspecto a subrayar, la intromisión de un relato ficticio de características borgeanas y nietzscheanas que arma una imagen siniestra del catolicismo, tal como podía ser vivida por adolescentes católicos en ruptura con su educación y su moral a fines de los setenta y que le da una solidez extra a toda la novela, homenaje también a Sobre héroes y tumbas, de Sábato.

Por algo será

Allí es donde toda la crisis existencial del neurólogo cincuentón se nos torna interesante. Porque toda su vida presente, sus dos autos, su casa, su familia, su viaje a New York, se construyó sobre ese cimiento: decide dejar a su novia sola en la experiencia devota de Santiago del Estero y seguir una opción conservadora en su Buenos Aires. Después de casi treinta años sepultada, su elección vital empieza a corroerlo por dentro, y esta vuelta del pasado va destruyendo su presente: las mentiras que sostenían su vida perfecta van floreciendo, su esposa demuestra no sólo que había elegido aguantarse veintipico de años de infidelidades a cambio de una buena vida respetable (la casa, los dos autos) sino que ella también mantenía relaciones fuera de contrato.

Aquí es donde la novela se torna también, quiera o no su autor, en una reflexión metafórica sobre Argentina. Es imposible para cualquier lectere (¿lector, lectora, lectere?) argentine evitar ver los años 1976 a 1983 y que salte la duración exacta de la dictadura genocida conducida por Videla. Y no parece que Politi haya construido toda la novela alrededor de esa motivación, o al menos ha logrado hacerlo de una forma sutil, para que no quede en una tesis demasiado evidente.

En suma, la angustia ineludible que se va apoderando del protagonista y puede llevarlo a un bobazo definitivo o un acv, consiste en esta decisión fatal, negarse a seguir el deseo de su amor más puro y honesto para construir una vida hipócrita pero materialmente perfecta. Una banalidad habitual entre la clase media porteña que cobra un ribete político siniestro porque significa también la culpa de haber traicionado las razones íntimas que le hicieron admirar la música y el arte que lo marcaron de joven, el espíritu de rebeldía e inconformismo de lo mejor de su generación. Pero algo peor, la sensación de culpa por haber colaborado pasivamente con la dictadura.

No podemos evitar el recuerdo de películas como El lector (Stephen Daldry, 2008), que analizan con maestría el drama mínimo de tragedias universales como la colaboración de la población ¿inocente? con el nazismo. Aunque para ser justos, esta novela rinde culto a una especie de arte más prosaica y porteña, como las películas de Alejandro Doria, La isla(1978) o Darse cuenta (1984), aunque también y por qué no, La historia oficial (1985), de Luis Puenzo. Sin la complejidad y ambigüedad tan sutil y cruel de El lector y mucho más cercanas a nuestra realidad, Politi tampoco cae en la banalidad de un Campanella, atada también a la banalidad de la Argentina post alfonsinista. Politi se ubica en un retorno exacto al clima de una clase media que no sabía del todo bien de qué se trataba aunque no podía eludir saber que algo siniestro estaba pasando bajo sus pies. Su protagonista descubre al calor de la “batalla cultural” de la militancia por los derechos humanos que logra quebrar veinte años de impunidad en 2010 a fuerza de haber conseguido el fin tardío e inestable de los juicios de lesa humanidad, pero sin haberse descubierto colaboradores conscientes del genocidio. En el tono exacto de la autocrítica de las pelis de Doria y las canciones de Sui Generis, que todavía bajo la presión jodida de los “años de plomo” y el “por algo será” encontraron la forma de ejercer la denuncia poética sin posibilidad de ejercer una denuncia definitiva y clara.

Sin decirlo explícitamente, Politi denuncia ante esta clase social que bajo plena vigencia del Estado de Sitio y la represión, varios artistas arriesgaron la denuncia del régimen en las condiciones de clandestinidad que podían evitar la censura. Quien quiera oir que oiga, quien quisiera darse cuenta, tenia elementos para hacerlo.

En otro descubrimiento exquisito, Politi articula una trama de crisis existencial sobre un viaje íntimo que va desde la capital del imperio, que disfruta como una metáfora decadente y tardía de la tilinguería porteña que se permite los viajes iniciáticos parecidos a la plata dulce pero enmascarados en “congresos” de profesionales que lucran con las ventajas de pasajes en doce cuotas hasta el monte santiagueño arrasado con el desmonte sojero y el veneno del glifosato. Magistral viaje existencial desde Nueva York, Belgrano, el Rowing Club de Tigre y Suni Huako, un pueblo que dejó de existir bajo el imperio de la nueva patria sojera, hija de un vandalismo de terratenientes más parecido todavía a la masacre genocida de Julio Argentino Roca que de Rafael Videla.

En el éxtasis final, el protagonista encara una road movie que decide por fin develar misterio y nudo emocional íntimo, remonta una antigua bronca en sordina que putea un grito contra la Iglesia Católica que lo crió y que no hizo nada para evitar el desalojo de pobres campesinos del monte santiagueño después del 2001. Pero fue su generación joven, la representada en el misterio de su primera novia, que decidió romper su mandato familiar y entregó toda su vida para luchar contra el futuro posible que sembró el futuro de expropiación capitalista en el campo mientras él –y no el cura santiagueño a quien reprocha con justicia- miró para otro lado. Resuelve a los cincuenta años el final trágico de su humanidad frustrada a los veintipico aunque deja sentados, el escritor, las razones políticas de esa generación que traicionó para siempre sus sentimientos más nobles y permitió así que este nuevo país se haya desarrollado sobre sus propias pasividades cómplices.

La novela de Politi tiene todos los condimentos del mejor género, esa novela existencialista tan propia de la tradición occidental de la posguerra de mediados del siglo veinte, la forjada por Sartre y Camus, ambientada treinta años después en la tragedia más importante de nuestra esencia nacional. Un balance generacional y clasista que arroja una luz lacerante en las tramas inconscientes de una entera clase social que construyó su éxito individual sobre el silencio cómplice de un pasado y un presente horribles para toda una experiencia colectiva.

Un personaje a quien su narrador acompaña con fidelidad de historiador pero con el respeto cuidado y meditado de una crisis que se desenvuelve sin efectismos. Una prosa casi desesperante, atiborrada de detalles sublimes que se contiene hasta el final, como un thriller excelente y exasperante, idéntico a la crisis individual con las herramientas que su personaje tiene a mano.

Antes era normal

Como toda crisis existencial, la lectura de la novela de Politi nos ha despertado toda una serie de reflexiones que se pueden deducir de la historia pero que exceden al interés del autor. Es decir, como toda buena literatura, el autor siembra otras posibles concatenaciones de la crisis de su protagonista que exceden sin embargo al corazón de la trama. Quiero decir, cómo es posible pensar que como toda crisis existencial, comienza y termina en la crisis personal del amor y la existencia, los sueños adolescentes de rebeldía y la culpa de una vida adulta y sensata. Sin embargo, como todo buen psicoanalista sabe, las crisis existenciales que derrumban las certezas de la vida consciente son solamente un comienzo. Aunque la novela consiga un cierre también magistral, no literario si se quiere, donde el protagonista no consigue descubrir exactamente lo que busca, el misterio develado, aunque se permite un cierre emocional, cabe pensar que es sólo el comienzo de la crisis.

Después de la marea verde feminista que puso en primer plano la hipocresía de las relaciones sociales basadas en la violencia machista, también propias de un clima de época muy argentino, cinco años después de la crisis del protagonista con su pasado, cuesta creer que el cierre de su crisis existencial se termine en la necesidad de dedicarse con mayor ahínco a sus funciones como padre de sus dos hijes adolescentes con mayor compromiso emocional del que no disfrutaron de sus propios padres. Sumamente limitado como balance de un protagonista que ha construido todo su entramado de relaciones afectivas sobre los cimientos de un uso maquiavélico de las mujeres de su vida a disposición. Su esposa le sirvió para construir una familia material y socialmente exitosa, a fuerza de callarse decenas de realciones extramatrimoniales, cada una de sus amantes, desde el primer noviazgo le sirvieron para perseguir la búsqueda de sus emociones más puras abandonadas en su juvendud, su última amante, compañera de trabajo, que le sirvió para encontrar consuelo y ego frente al viejazo, a quien está dispuesto a abandonar cuando le exige acompañarla en su propio deseo. Mientras se enorgullece de las dotes de conquista de su primogénito sobre una hembra que a él mismo cautivó, desagradable legado patriarcal que la novela describe con naturalidad, subvalora y minimiza la lucidez de su hija adolescente para develar la misteriosa trama que su padre intenta encubrir. En el paroxismo, su propia sobrina preferida lo es por segundearlo en sus relaciones extramatrimoniales, destacando una complicidad machista aunque basada en una empatía sincera con el tío que desde temprano se ocupa de su crianza, desnuda una falta de sororidad elemental con su tía.

Podríamos decir que se trata de una crítica injusta, ya que la condición machista del protagonista no es el eje de la reflexión que busca el autor, y aceptamos el planteo. Sin embargo, nos parece imposible de dividir al personaje tan bien creado de sus inclinaciones humanas más elementales. Pues patriarcado y clasismo son instancias diferentes en el análisis político e ideológico, pero se fusionan en la psicología del individuo. El machismo con el que construye su castillo de naipes es un cemento fundamental e ineludible para su estrategia política y de clase. El propio autor subraya durante las casi trescientas páginas toda su misoginia típica, que sin embargo el protagonista nunca pone en tensión, ya que es propio de su clase social tomar el “buen uso” de “sus” mujeres al servicio de un pacto social donde la esposa es tan culpable como él, donde incluso su propia sobrina es cómplice y empatiza con sus traiciones, rompiendo la sororidad más elemental.

Quizás el propio escritor no haya ahondado en su propia crisis existencial todavía, quizás su intención de adherirse a los mejores recursos de la literatura no le haya permitido explotar a fondo su intención de artista, de desnudarse hasta el final en su propia crisis. Quizás simplemente este lector le exija de más a una novela que ha cumplido sus propias metas. O quizás también se haya esforzado con éxito para dejar planteada una crisis más produnda que el protagonista no logra ver. En favor de esta lectura, el intento de poner el foco sobre la niña-mujer adulta que posó para Gustav Klimt en 1915 y presenció su propio retrato setenta años después podría ser también un alegato en favor de colocar la subjetividad femenina, que la cultura tradicional de occidente coloca como mero objeto de análisis, objeto de amor e idealización, como sujeto al que deberíamos colocar como centro de empatía.

Esta ambigüedad posible no está subrayada lo suficiente en la novela, en el mejor de los casos para producir en les espectadores una sensación de extrañación suficiente que permita llegar a esa hipótesis por caminos propios, en el peor de los casos, el escritor no ha encontrado aún los caminos para indagar sobre las posibilidades de esa lectura en clave feminista de la crisis existencial moderna de una clase social ya vieja y perimida.

En cualquiera de las dos posibilidades, Sebastián Politi ha construido una trama original y maravillosa, donde además de aportar una reflexión exquisita sobre la pequeño burguesía porteña y su colaboración en la construcción del país que tenemos, develando sus traiciones más desapercibidas, presenta una trama y un análisis filosófico sobre las posibilidades del arte (pintura, música, cine, literatura) en el desarrollo de la conciencia individual, el caótico devenir del tiempo, la tragedia individual y colectiva de un país entero al mismo tiempo que una reflexión muy íntima sobre el ser y su circunstancia. Una novela que hace méritos para ganarse un lugar de clásico y llegar al cine, surgida de un escritor que recién nace, viniendo de fuera del campo literario, pasados sus propios cincuenta años. Un bautismo de fuego para celebrar.

Tu amor huele a podrido




Una lectura posible (con espoiler alert) de El secreto perfume del mundo de Beatriz Isoldi

Publicada originalmente en Evaristo Cultural http://evaristocultural.com.ar/2019/09/23/el-secreto-perfume-del-mundo-beatriz-isoldi/

Beatriz Isoldi ha construido una novela precisa para discutir un problema clásico, la percepción que los varones tienen de las mujeres con quienes construyen parejas monogámicas. Decirlo así es injusto, porque no se trata de una aburrida novela de tesis ni de una atiborrada novela existencialista. Nada de eso. Es una obra de artesanía en la que la autora demuestra maestría en el oficio literario (aunque no nos dice su edad ni lugar de nacimiento, la solapa denuncia que ha publicado más de una docena de libros de relatos, novelas y ensayo desde 1987, premiada varias veces por sus pares de la SADE, y la Asociación Gente de Letras, por organismos del Estado de la ciudad y el exterior) usando recursos muy elaborados pero que pasan desapercibidos, sutilezas.

Se trata de la historia en primera persona de un escritor en su crisis existencial de madurez. Entre los 60 y los 70 años de vida, ante el fallecimiento repentino de quien fuera su esposa y compañera desde la primera juventud, descubre que todo lo que tenía absolutamente claro sobre sí mismo y el mundo era una sencilla pero demoledora mentira. La autora no toma distancia de su protagonista, quien narra desde el yo un viaje de descubrimiento interno pero mostrando que su orgullo omnipresente hace agua a cada paso y une lector desprevenido podría pensar que lo trata con cierta empatía. Creemos que sí, hasta cierto punto, se compadece de él.

Sin embargo, en el desarrollo de la trama, en el descubrimiento de los pasos necesarios del héroe en su pasión tortuosa por la verdad, creemos intuir un planteo nacido de su propia condición de mujer. Porque el protagonista de Isoldi ha pasado de corregir pruebas de imprenta en su juventud a trabajar para editoriales y publicar novelas, cosechar premios y un sustento suficiente para salir de un cuartucho de pensión dostoievskiano de Once a un buen cuatro ambientes de Congreso, donde sostuvo a su esposa y un hijo que llegó con tranquilidad a la mayoría de edad. El tema que lo hizo reconocido en sus libros, fueron las mujeres.

Sus tres libros demostraban un conocimiento de la cosmovisión femenina que le permitieron un séquito de lectores fieles –como su vecino inmediato, un alter ego tan espejado que parece una fantasía senil del protagonista- que une imagina principalmente varones y mujeres heterosexuales obsesionados con la necesidad de construir relaciones afectivas monógamas exitosas.

Se trata de un arquetipo muy específico. De hecho Isoldi decide reforzar este estereotipo tan porteño, reconstruyendo con rasgos mínimos pero contundentes una Buenos Aires por momentos bucólica, gardeliana, pero desde imágenes literarias. Si fuese pintura uno diría que puede apreciar el estilo de pincelada y la paleta de colores de Roberto Arlt para describir el Once y el viejo Flores de los 30 o 40, la sucesión de miradas fantásticas surgiendo de la cotidianeidad porteña típicos del Cortázar de Bestiario todo en un montaje laberíntico, el de la tragedia del protagonista, de obvia reminiscencia borgeana. Estos elementos están colocados no como plagio ni como referencia banal, los autores son citados en momentos clave para formatear el clima que necesita la novela en su discurrir y dejando en pie el homenaje.

Se trata por lo tanto de una novela sobre un personaje típico que ha existido en nuestra sociedad, el escritor varón, porteño, con sus rituales de café con amigos, de cinco paquetes diarios en la redacción o la editorial, de sus formas de sociabilidad arquetípicas. Y de sus mañas, la principal, ponerse a construir filosofías y cosmovisiones sobre cosas que no conoce, el alma humana por ejemplo. Porque efectivamente el modelo de escritor (famoso, reconocido o simple intento de) en Buenos Aires durante el siglo XX es exactamente este cliché que Beatriz sabe denunciar tan bien, sin caer en una pintura bizarra, sin caer en una agresión gratuita.

El tipo se vuelve a enamorar de una mujer después de un año del fallecimiento de “su” mujer de toda la vida, Joanna, una vendedora de flores de su barrio. La visita todos los días, le da charla, cree que ella lo ama y un buen día ella deja el puesto y el tipo se da cuenta, o empieza a darse cuenta de un hilo nuevo en su vida que no se va a detener hasta desenvolver toda la madeja: no sabe nada de su objeto de deseo.

No sólo no conoce a la última mujer de la que se enamoró, no sabe nada de la mujer que convivió treinta años en su cama, no sabe nada de ninguna de las mujeres de su vida, no sabe nada, en suma, de las mujeres. Como todo varón que sume sin crítica las estructuras de poder donde el patriracado lo ha colocado, sólo percibe su deseo como el único deseo, incluso cuando filosofa sobre el otro. No puede, es incapaz de pensar a las mujeres en su vida como sujetos, son partes objetualizadas de su propio deseo, el único relevante.

Ha construido una carrera, una profesión, un prestigio, mintiendo. Pero como todo escritor sabe, hay una coartada, todo es ficción y licencia poética y eso permite la impunidad en la mentira al mismo tiempo que habilita esa angustia típica del inventor frente a sus inventos, ese drama compartido por genios, por dioses y por imbéciles, del que también se puede facturar literatura.

¿A cuántos escritores modélicos como su protagonista habrá conocido Beatriz en su extensa carrera? ¿Desde los famosos hasta la miríada de profesionales de clase media que en estos últimos treinta años han venido a pagarse sus propias ediciones y frecuentado el berretín de literato en charlas y congresos de la SADE por todo el país, tertulias precursoras en otra época de los modernos talleres literarios?

Isoldi construye una trama en los propios términos de estos sujetos consumidos por su ego, para que los tipos se puedan meter a leer y ser absorbidos sin cuestionamientos por las vivencias existenciales del protagónico. Y la resolución de la trama viene a decirles y decirnos algo que provoca el aplauso por su acierto político aunque nos destruye el alma: el secreto que explica la realidad de toda la vida de su esposa estuvo siempre frente a sus narices, justo en donde él decidió no valía la pena escarbar. No nos vamos a permitir espoilear una novela rica en suspenso clásico bien urdido que acaba de publicarse y que no ha tenido la disfusión necesaria para que todes hayamos podido leerla.

Pero nos vamos a permitir expresar la disgresión que la novela nos provocó.

La Guerra de los Sexos, revisitada

En 1992, mientras Judith Butler revolucionaba para siempre el campo de los estudios más avanzados en occidente sobre el género, se publicaba la obra que probablemente más haya influido en el “sentido común” de millones de seres humanos en el planeta, el libro de autoayuda del psicólogo texano John Gray (Houston, 1951)  Los hombres son de Marte, las mujeres son de Venus. Un bodoque lleno de psicología barata y zapatos de goma del que todavía se pueden leer frases pelotudas en memes de feisbuk con consejos para mejorar las relaciones afectivas de parejas heterosexuales monogámicas. El concepto bruto del librejo radica en aceptar las diferencias entre ambos géneros, diferencia absolutamente artificial construida por los medios de comunicación masivos, películas y cuentos infantiles y de adultos, sitcoms y comedias, dramas y tragedias repetidas pavlovianamente desde el jardín de infantes hasta las novelas y los boleros. Según este demagogo ramplón, los varones están regidos por la cultura del éxito, del trabajo profesional, del dios de la guerra grecorromano, mientras que las mujeres son las herederas del mundo de los sentimientos de la diosa del amor. La clave del éxito es que ellas se adapten y desvivan por esas necesidades y ellos viceversa.

Por más esfuerzo de sutileza nietzscheana o sartreana que los literatos argentos hayan desplegado en su producción clásica, sin embargo, leyendo a Isoldi uno puede concluir que no se van muy lejos de esta idea. Así, las mujeres se les aparecen como personajes fascinantes y misteriosos, con una forma de comprender el universo diametralmente opuesta a la suya, justificando mares y arroyos de tinta impresa de diverso destino. Así también el protagonista de El secreto perfume del mundo navega tortuosos laberintos filosóficos y estéticos para caer en la cuenta que la verdad es un poco más sencilla, una que ningune habitante de la Argentina que haya estado vive y pensando y sintiendo el 3 de junio de 2015 puede alegar ignorar: las mujeres no vienen de ningún planeta extraño y desconocido, son incomprensibles para los varones por la sencilla razón que ellas encarnan el polo antagónico de una relación de opresión. Lo que le pasa a estos escritores de occidente hace siglos, que admiran diosas de carne y hueso como Dante a su Beatrice, o Borges a su Beatriz Viterbo, es que no pueden empatizar como opresores patriarcales con sus objetos de opresión.

La distancia emotiva y cognitiva entre unos y otras no pasa por mayor misterio filosófico que las mismas bases sociales y familiares que sostienen las relaciones heterosexuales dominantes y excluyentes, las mismas que construyen ficciones monumentales como el éxito editorial de Gray, las mismas que construyen un muro de emociones entre el amo y la esclava. Las mismas que están en crisis como la sociedad de clases que las sostiene, debido a la lucha enorme de les explotades y oprimides en los últimos cien años.

Claro que no podemos saber si Beatriz Isoldi ha construido esta bella y precisa novela existencialista, costumbrista y de misterio como denuncia consciente o simplemente se trata de nuestra modesta interpretación, atravesada obviamente por nuestras propias experiencias sensibles e intelectuales, pero estamos segures que su novela funciona muy bien como tal.

Esta ambigüedad no responde solamente a una expresión de necesaria honestidad intelectual con una escritora a quien no hemos leído su extensa obra ni entrevistado, esta sostenida también en los recursos literarios que ha escogido -me animaría a afirmar que ha inventado- para desenvolver la trama. En su obsesión profesional, Isoldi ha enhebrado una narración preciosa, sencilla pero contundente, construyendo los caminos sinuosos de una memoria desencajada, desenfocada, de un sexagenario que revisa toda su vida adulta como un fallecido frente al Juez Supremo del Otro Mundo, Osiris. El protagonista encara su propio viaje de repaso por geografías y épocas históricas sin salir del circuito Balvanera, Flores, Montserrat, San Nicolás y Parque Chas, de su casa a los sitios donde experimentó la vida, recogiendo cada pedazo de sí mismo y examinándolo de nuevo hasta dar con la verdad, hasta reconstruirse y finalmente salir de la actividad rutinaria del intelecto para encarar la vida a las trompadas. La música de fondo que Beatriz va plantando en el fondo es de arias y óperas clásicas, un crescendo emocional, visual y auditivo que construye el clímax de la tragedia griega que este simple mortal que se soñó parte de algún Olimpo viene a recibir estallándole de dentro hacia afuera desde el placard de su propia habitación.

Nos referimos, por ejemplo, a la forma distintiva en que presenta los diálogos en la novela. Ustedes van a notar con asombro y confusión primero, con asombro y placer luego, que algunas voces no son presentadas con guiones y explicadas con el consabido “dijo Fulanite mientras se rascaba la oreja”, por ejemplo. La autora siembra la duda sobre si algunas de esas voces realmente existieron o son producto de la torturada e interesada selectividad de la memoria del protagonista. Cuando es necesario que sus interlocutoras –o su hijo- hablen con su propia voz, sin la interrupción de la subjetividad del que indaga con sordera y prejuicio, aparecen los guiones y las acotaciones.

Un gesto mínimo que resume lo que nos ha emocionado este hermoso libro: la construcción de un clima de intensa intimidad. Porque demuestra una autora con mucho oficio, con audacia surgida de la experiencia en el arte, con el aplomo de quien sabe qué quiere narrar y cómo. Y al mismo tiempo casi imperceptible, sin jactancia, sin caer en los efectismos de la literatura que parecería criticar.

Porque El secreto perfume del mundo puede funcionar tranquilamente como un balance político, estético y de género de la literatura nacional, de parte de una escritora de oficio, que vive y trabaja de la literatura y en la literatura. Pensé también en esa delirante y perturbadora metáfora que escribiera en su exilio político el genial Humberto Constantini (1924-1987, Buenos Aires) quien también puede caer en ese arquetipo de escritor porteñote y bravucón, aunque ligado al proletariado revolucionario de las redacciones periodísticas y las revistas de combate contra la dictadura. En De dioses, hombrecitos y policías construye con genialidad una metáfora de la Argentina de la dictadura, una sociedad literaria anquilosada y aparentemente aislada del contexto de sangre que la rodea, un pequeño y ridículo parnaso alejado de la lucha de clases, en la que despliega con ácida burla satírica el desprecio de su generación de escritores sesentistas contra el olor a naftalina de la literatura de Lugones y la SADE, al mismo tiempo que la policía de la dictadura la espía con la brutalidad del comisario paranoico que ve en toda reunión nocturna de personas una posible célula subversiva. Nadie estuvo a salvo, nos dice Constantini, tampoco nadie puede reclamar inocencia, nos dice también.

Y es de celebrar que una autora proveniente de esos ámbitos del “campo literario tradicional” haya sido capaz de mostrar hasta qué punto la sorna de Constantini no era justa del todo, aportando a “las letras nacionales” un testimonio literario de crítica sutil pero poderosa de nuestras propias herencias miserables. Injusta y no tanto, porque efectivamente, en esta novela se comprueba una verdadera marca de agua de nuestra literatura, ya que,venga del sector social que venga, la literatura argentina está fuertemente marcada por la lucha de clases y la política, desde las cumbres del mercado editorial como Claudia Piñeiro, Selva Almada o Julián López hasta los nuevos escritores que llegan a las grandes editoriales como Leo Oyola o Kike Ferrari. También entre literates menos difundidos como la propia Isoldi.

En su novela, el enemigo se desnuda con claridad al final, un funcionario del aparato represivo del Estado, que ha construido y aprovechado el entramado social que le permite impunidad e invisibilidad, ha horadado lo más sagrado que un ser humano (de cualquier género) puede procrear –el amor fraterno- pero no ha logrado vencer la pasión de una escritora comprometida con su género y su tiempo.

El verdadero perfume de las relaciones románticas heteronormadas y monogámicas nos aparece, luego de leer a Beatriz Isoldi, a las flores pútridas frente a las fotos gastadas en los nichos de Chacarita. Que así sea. Y que sepamos hacerlo caer.

El universo en un instante


Publicada originalmente en Evaristo Cultural http://evaristocultural.com.ar/2019/12/19/hormigas/

Nos asalta un remordimiento cuando tenemos que reseñar poesía, sobre todo ante libros tan exquisitos como hormigas, de Bea Lunazzi (de quien la editorial Modesto Rimba nos informa únicamente que viene de Azul y vive en Buenos Aires, no su edad ni el contexto del país en que se imprimieron sus primeras sensaciones vitales). Remordimiento de no saber nada de los mecanismos más finos del lenguaje, que artistas formadas y experimentadas como Lunazzi trabajan tan bien.

Por lo tanto no pretendemos más en esta reseña que comentar lo que estos 29 poemas enhebrados nos han generado en nuestra sensibilidad como quien comenta lo que le ha provocado una sinfonía sin saber lo que es una corchea.

Algo de esa sabiduría debe ser la explicación de lo que nos maravilla de esta poesía, si seguimos el frío curriculum de la solapa o prestamos atención a las palabras del comentario de Liliana Heer, quien sabe de esto, que compara la artesanía en la palabra de hormigas con las matemáticas de la música.

Lunazzi detiene el devenir universal en un instante del tiempo y el espacio, la hora de quiebre del atardecer, en un verano rojo por lo caluroso y vital, en el tallo de un tilo. Capacidad propia de la poeta, la de detener el tiempo para iluminar los hilos que sostienen nuestra existencia y ampliar el alcance sensorial de nuestra conciencia.

Sin caer en ningún lugar común, la poeta ataca las reflexiones que le provocan las formas de sociabilidad de esta especie, que ha poblado el planeta con mayor anticipación y eficacia que les sapiens-sapiens y que nos fascina desde esos remotos tiempos en que les poetas de nuestra estirpe han sabido detener el continuum temporal para comprenderlas.

Nos ataca el siguiente conjunto de versos, golpea y revela



El hormiguero es un

individuo

una ilusión de hormigas

multiplicadas.



Define con aparente sencillez la dialéctica social de diversidad y unicidad. Golpea la sencillez aparente, construida con método y gramática, respetando el ritmo del resto del poemario, dando el matiz de la nota en medio de la sinfonía, sin desentonar pero rompiendo una peligrosa monocordía, con la potencia de la simpleza, con claridad. En estos versos está todo lo que nos ha maravillado el libro entero, podríamos decir lo mismo de cualquier otro conjunto de estrofas.

Se explora esta capacidad de las obreras de combinar millones de cuerpos distintos en una armonía que les transforma en partes de un único todo que tiene el objeto de acumular alimentos para que la única con el poder de la reproducción sexual, la única del clan con suerte o desgracia de tener sexo y críar descendencia en su útero, sostenga a la especie.

En estos detalles profundos de la vida científica de la especie la poeta piensa y siente el universo. Su verso también labrado con paciencia imita el ritmo, no del verano a esa hora particular, pero sí el de este individuo de múltiples rostros cuya eternidad se dedica a una sola obsesión:

El ritmo es la rutina de la acumulación.

Acumulación como todes sabemos para sobrevivir al invierno, la hora inversa a esta hora que ha detenido para nosotres la poeta, pero acumulación también porque la poeta ha indagado sobre el sentido común y describe una especie particular, que en realidad cultiva la hoja del tilo y otras con una carnatura similar para cultivar su verdadero alimento, un tipo de hongos que crecen alimentándose de los pequeños pedacitos en el corazón cavernario y húmedo de la tierra.

Hormigas agricultoras que permanecen sin sexualidad, obreras eternas de una monarquía obligada a parir y maternar, metáfora del matriarcado, utopía lésbica que sólo pare zánganos cuando alguna crisis obliga a refundar la colonia y el nido. El masculino resumido en su cualidad de semilla, de disparador circunstancial del funcionamiento del todo.

La poeta se detiene en ese instante de contemplación metafísica para señalar la discontinuidad, la ruptura del ritmo mandato genético, una obrera sin su hoja se detiene, rompe la continuidad de la vida, la rutina de la acumulación, el organismo individual se conmueve, busca, se esfuerza por retomar el orden universal. Quizá la poeta se haya visto reflejada a sí misma, autoconciencia de la naturaleza, su función, detener el ritmo de la acumulación cotidiana, el mandato del organismo social que nos oprime para ser útiles y funcionales, para pensar al individuo y al conjunto, notar el funcionamiento, notarlo y notarnos.

Sin brote una hormiga

entre una fila de hormigas

turbada gira

se aquieta

retoma el camino.

Una hormiga sin carga

entre tantas perfectas, rigurosas hormigas.

Una hoja olvidada.

Una hormiga vencida

regresa

 a las siete de la tarde

cuando el débil resplandor

enrojece un verano.



En otra poesía



rito

de una tras una

sin rebeldía

sin creación.

Son las siete, las once, las dos

el hechizo continúa.



Sin rebeldía, sin creación, como en la comparación usada por Marx para diferenciar el trabajo como una acción exclusiva de la humanidad, la capacidad de modificar el ambiente en beneficio de la especie –o en beneficio de una parte de la especie contra el resto y contra el mismo ambiente como en los últimos cinco mil años- con creatividad y planificación. Las hormigas trabajan porque las obliga la herencia genética, autómatas de sus propios cerebros, mientras que “el albañil menos instruido” al decir de Marx tiene la capacidad creativa del pensamiento abstracto que no tiene la “mejor abeja”.

La mejor demostración es este pequeño, prolijo y bellamente editado poemario que nos invita a reflexionar y ampliar el rango de nuestra sensibilidad consciente en medio de la vorágine que vivimos.