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domingo, 4 de noviembre de 2018

Maldita Burguesía

Una lectura de Las maldiciones, de Claudia Piñeiro, Buenos Aires, Alfaguara, 2017.




La escritora más reconocida de la Argentina ha publicado un manifiesto político como novela de suspenso. Un hecho político y cultural que merece la pena reseñar. A la inversa de Sarmiento en el Facundo, que inventa una excelente novela escribiendo un manifiesto político pero en el mismo sentido: el de cuestionar al gobierno del Estado. Se trata de una defensa de la democracia liberal alfonsinista (en parte sarmientina) contra la nueva democracia pragmática "de la imagen y las redes" del pro. Con la salvedad que Sarmiento luchó contra Rosas y dirigió un país muy rosista mientras que la tradición política que defiende la autora es parte de la coalición política Cambiemos, que dirige el Estado.

Claudia Piñeiro, nacida en el conurbano en 1960, saltó al primer escenario de la literatura con el premio Clarín de novela en 2005 por su La viuda de los jueves, centrada en el asesinato misterioso de una mujer en un country, y mantuvo su lugar publicando una novela cada dos años con Alfaguara, sello de Penguin Random House, la empresa editorial más grande en nuestro país, de capitales europeos.

Las maldiciones llega en el momento de mayor exposición de la escritora, quien inauguró la Feria del Libro en abril de 2018 con un encendido discurso a favor de la Ley de Interrupción Voluntaria del Embarazo y contra la violencia machista, que la colocó en el ojo de la tormentosa lucha mediática y callejera que consumió al país hasta el 9 de agosto cuando la vice presidenta Michetti celebró el rechazo de les senadores mientras bajaba el martillo de la sesión.
En el mismo año, Alfaguara imprimió todas sus novelas en una edición barata de bolsillo para distribuirla en los kioscos de diarios y revistas, confirmando que se trata de una de las pocas escritoras elegidas por la industria editorial para ser leída por las grandes mayorías que todavía leen en papel.

En el “campo literario” argentino impera desde hace muchos años el imperativo que indica una estricta separación entre el hecho artístico y la ideología política de su creador/a/x. Formalistas de derecha e izquierda han preservado con esta ley de hierro el espacio privilegiado de la literatura, organizado bajo las leyes del arte, límites que consagran a sus mejores intérpretes más allá de sus opiniones y puntos de vista sobre el mundo que habitan junto a sus lectorxs. También está plagada la literatura nacional de excelentes ejemplos que lograron rebatir esta ley ascéptica, involucrando con maestría los lenguajes del arte con aquellos de la política, amén de reconocer que toda obra humana implica un posicionamiento ideológico.

En suma, la escritora más leída y reconocida por la crítica del mercado, de sus pares y de les lectorxs ha publicado un panfleto panegírico del alfonsinismo, eso es lo que trataremos de analizar.

En lo personal, debo agregar que se trata de un análisis que me atraviesa en diversos planos, como lector que ha vivido conscientemente bajo el imperio del régimen democrático que la escritora reivindica y critica, como escritor que ha pensado y publicado una novela sobre los mismos tópicos casi en las mismas épocas en que Piñeiro pensaba y escribía la suya.

“Agatha Cristhie en el conurbano”


Claudia Piñeiro se ha construido como una intelectual que interviene en la lucha política simbólica de nuestra sociedad, pero su origen está en la literatura. La escritora ha construido un estilo propio muy claro y preciso con el que se ha ganado un enorme público, hecho todavía más impactante ya que se da en los mismos doce años en que el avance de los medios electrónicos de comunicación parecen terminar con los de papel y obligan al debate sobre el fin de la lectura.

En Las maldiciones, Piñeiro vuelve a construir una novela “de misterio” con esa trama tan particular, en la que construye un engaño casi perfecto, y demuestra madurez y convicción para manejar los estados anímicos de sus lectorxs. Durante más de la mitad de la novela va sembrando con paciencia artesanal las pistas que construyen la ansiedad y dirigen a posibles resoluciones del misterio original y en el momento del clímax, sin aviso previo, cuando une se anima a construir una hipótesis de lectura sólida, Piñeiro destroza nuestra ansiedad y devela el enigma que construyó la tensión argumental.

Queda todavía por delante el último tercio de la novela y sin embargo ya sabemos qué pasó y quiénes fueron los protagonistas de ese oscuro misterio con el que nos engancharon durante toda la lectura. Con maestría, en Las maldiciones tempranamente el oscuro enigma ubicado en el pasado se devela claramente y un nuevo enigma nace, para el que no tenemos mayores pistas y seguridades que la comprensión que hayamos logrado interpretar en los personajes que se debaten. El misterio pasa a ser ¿qué harán les protagonistas ante esta verdad que los obliga a actuar? El enigma pasa de un pasado muerto que no puede ser cambiado hacia el futuro que todavía no ha sido narrado.

Esta arquitectura, entiendo, es la que sostiene la popularidad de Piñeiro. Guste o no la trama en cuestión, discútanse los resultados estéticos y políticos definitivos, este estilo de narrativa hace que siempre sea un desafío interesante leerla. Además narra en un lenguaje sencillo y directo, sin oraciones subordinadas ni adjetivaciones grandilocuentes que interrumpan el fluir de la historia, pero con un trabajo detallado sobre la palabra y sus efectos. Ninguna oración en casi 400 páginas, ningún adjetivo ha sido tirado al azar. Piñeiro es una gran escritora también porque trabaja la palabra como artesana pero no lo demuestra en una prosa artificial o pretensiosa.

Estos aspectos formales explican que un crítico de su novela anterior, Una suerte pequeña (Alfaguara, 2015; véase una lectura personal de la misma http://santoscapobianco.blogspot.com/2017/07/una-pequena-esperanza.html), haya dejado impresa en la contratapa una maravillosa síntesis del poder de atracción que explica el éxito de ventas de Piñeiro, que se ha trasladado varias veces al cine "Hitchcock en Buenos Aires".

¿Un realismo alfonsinista?


El manejo de la trama y el lenguaje podrían haber servido a Piñeiro para incluirse entre la mayoría de les literatxs de nuestra tradición y mercado, construyendo una literatura existencialista, donde el cuestionamiento filosófico de les individuos ante sus situaciones de vida ocupe el centro del interés en detrimento de los contextos concretos. Sin embargo Claudia Piñeiro también se destaca por esquivar esa otra ley de hierro de nuestra literatura, y prefiere la construcción de personajes arquetípicos de la sociedad en que vivimos, leemos y escribimos. El protagonista de Las maldiciones es un joven de veintipico, hijo de una familia de pequeños comerciantes y profesionales de Santa Fé, quien en medio de las angustias típicas de los estudios universitarios, las primeras relaciones sexo-afectivas serias y la necesidad de laburar, decide dejarse llevar por una serie de casualidades y pasar a formar parte de los equipos de militancia de un nuevo partido político, PRAGMA, donde llega a secretario personal de un millonario típico con aspiraciones presidenciales.

Se trata de un libro que confronta los mecanismos y la ética de la “nueva política” contra la nostalgia por los mecanismos y la ética de la “vieja política”, encarnada en Alfonso, el tío del protagonista, que no se resigna a vender su vieja mueblería y abandonar su pueblo, San Nicolás, ni su militancia de base en el alfonsinismo. Alfonso nunca militó buscando un cargo para él y está enemistado con su partido, la UCR, precisamente porque en la actualidad se ofrece como aparato electoral para aventureros sin programa.

Alrededor de este trío de egos masculinos, que simbolizan la lucha de la juventud entre dos polos antagónicos de “hacer política”, Piñeiro organiza una tríada de mujeres secundarias, la notera de un canal de noticias de cable que ayudará al héroe a lograr su destino, la madre del político maldito que oficia de asesora principal y la esposa del político, figura clave para todo el argumento aunque muy pocas veces la vamos a oír. Estas tres mujeres también se proponen como arquetipos del rol femenino en la construcción de poder, como compañeras, parejas, amantes o madres, quizá la reflexión más interesante y bien lograda de Piñeiro en esta novela, como en las anteriores.

Un gran éxito de la propuesta de Piñeiro pasa por esta forma de entrelazar angustias cotidianas como la fidelidad sexual y afectiva, el drama de la maternidad/paternidad y las relaciones familiares en permanente crisis con la crisis de programas políticos que se cierne sobre la población. Este ejercicio es el que reivindicamos de toda la novela, más allá de que no coincidamos con los resultados de la operación. Aunque pueda sonar burlón en un sector mayoritario de nuestra intelectualidad que lo desprecia, nos parece un aporte fundamental de ese viejo realismo que en literatura busca recrear en la imaginación del público lector escenarios emotivos que lo convoquen a una reflexión política de su propio presente.
Para resumir y evitando espoilear, Las maldiciones nos ofrece una esperanza en el futuro, construida en un final demasiado evidente para quienes se fanatizan con el género negro, y también demasiado idílico e inocente para quienes conocemos la realidad argentina en carne propia. El optimismo de Piñeiro se estructura en un niño, el hijo natural de la vieja política y la nueva, una síntesis que logrará la felicidad si logra vencer el daño del presente y retomar las mejores tradiciones del pasado, parado en los hombros de una generación de jóvenes nacida y criada en democracia que, sin embargo, no sale de su apatía y desánimo.

Piñeiro opone la política callejera del Comité, los correligionarios, la bandera y los bombos, los militantes que organizan lazos sociales en su comunidad y avanzan en experiencias comunes con ella versus una política del eslogan marquetinero, los focus groups, los retiros espirituales y las redes sociales virtuales. El protagonista construirá su propio “equipo” de aliadxs, su círculo diría un trosco, elije las relaciones afectivas “sanas”, basadas en la confianza mutua y no en la competencia desleal.

Bajo esas formas enfrentadas y dicotómicas Piñeiro sale en defensa de la vieja política que organizaba cuerpos concretos en torno a ideas firmes y nodales, programas y estrategias, contra esta política pragmática que corre detrás de la demagogia para esconder intenciones mezquinas y personales, ambiciones de dinero y fama coyunturales. La nostalgia de la boina blanca frente a la meme de instagram, podríamos decir.

Sus personajes son personas que podríamos cruzarnos por la calle o en la cola de los trámites, todes conocemos alguien así, si es que nosotres mismxs ya no pensamos así. En mi caso personal, viniendo de una familia de pequeños comerciantes de una pequeña ciudad de provincias, que abrazó con fanatismo la primavera alfonsinista del 83, no puedo más que atestiguar en defensa de la escritora y su capacidad para captar cabalmente los rasgos característicos de la famosa “clase media progresista”, medio gorila, medio centroizquierdista que supo votar al alfonsinismo, al Frepaso y a Proyecto Sur, al Ari o a Zamora, para terminar hoy medio kirchnerista con culpa, macrista crítico o bien en la decepción y la desmoralización más absolutas.

Maldita democracia


Publicada en 2017, dos años después de su última novela, podríamos sospechar que Piñeiro pensó, escribió y corrigió esta historia motivada por el ascenso y triunfo de la mejor expresión de esta “nueva política” en 2015. La asunción del nuevo presidente, fruto en parte del éxito para comprender las nuevas formas de comunicación que todo el mundo adscribe en Durán Barba y para captar con ellas el desencanto con la democracia “tradicional” de las generaciones más jóvenes, debe haber significado un impacto emocional agudo en Piñeiro y motivado su selección de problemas a desentrañar en la novela. Por eso es que se trata de un panfleto político en un buen sentido, ya que la escritora asume un rol de filósofa que desmenuza los desafíos colectivos de la sociedad en la que reproduce cotidianamente su existencia.

Para ello introduce como una clave para pensar el país los orígenes más remotos del régimen democrático moderno de la Argentina, la democracia oligárquica construida por el roquismo, simbolizada en la construcción al mismo tiempo material y simbólica de la ciudad de La Plata, síntesis del programa liberal positivista de la generación del 80, cruce de ciencia y misticismo, de masonería, alquimia y religión. Piñeiro encuentra en la mítica maldición que Julio Argentino Roca habría impuesto a Dardo Rocha y a cualquier gobernador de la provincia de Buenos Aires, la más grande e importante del país, para acceder a la presidencia de la Nación, el oscuro y misterioso destino de una clase política ya centenaria que no puede encontrar los caminos para construir un sistema democrático que garantice las mejores condiciones de vida para las grandes mayorías de la población.

Si en el manejo de las herramientas discursivas de la literatura es poco lo que podemos criticar a una artista consagrada como Piñeiro, nos permitimos con conocimiento de causa oponer argumentos del discurso político y sobre todo historiográfico. El personaje que descubre los hilos de la macabra historia masónica nacional para les lectorxs, un esquizoide intelectual obsesivo y aislado del mundo “normal” que acerca las pruebas que la joven periodista sólo puede intuir, taladra durante la novela la idea de que la política argentina se basa en una serie de manipulaciones de locos masones y brujería que sólo obtiene éxito cuando las grandes mayorías comparten la creencia en esas actividades esotéricas. Por eso la clave de lectura de Piñeiro, después de demonizar la “nueva política” como un acto deshonesto de manipulación mediática y marquetinera del electorado pergeñado por oscuros empresarios inescrupulosos, está en asignarle la misma carga de culpa al pueblo que los vota, ya que, como se cansa de citar a Lévi-Strauss, el éxito de la magia está en “la creencia del hechicero en la eficacia de sus técnicas; luego, la del enfermo que aquel cuida o de la víctima que persigue en el poder del hechicero mismo; finalmente la confianza y las exigencias de la opinión colectiva.”. En criollo, Piñeiro se suma a la clique que se opone a los políticos embaucadores del duranbarbismo al mismo nivel que “los globoludos que lo votaron”.

Sin embargo Piñeiro no elude una autocrítica de su propia clase social, ya que mientras describe el heroísmo de Alfonsín después del intento de asesinato en un acto partidario en San Nicolás en el 91, o nos recrea con emotividad su famoso discurso del 89 en la Sociedad Rural cuando llama fascistas a la oligarquía terrateniente que lo abucheaba, y reivindica su famosa campaña electoral del 83, en la que cerraba los actos citando de memoria el Preámbulo de la Constitución Nacional de 1853, el personaje que lo rememora con nostalgia también recuerda el profundo conservadurismo de un radicalismo en el que estaba prohibido divorciarse. El tío Alfonso es marginado en su propio partido por haber tomado la sana decisión de no continuar con un matrimonio que lo asfixiaba, enfrentándose al mismo dirigente que habría de pasar a la historia por promover la primera Ley de Divorcio. 

En esta construcción arquetípica hay mucho hilo para desenrollar, ya que el mismo personaje se pasa criticando el nefasto rol que le cabió a la UCR en el acceso de esta fuerza marquetinera al poder, todes recordamos la famosa Convención de Gualeguaychú en 2015, cuando la UCR en medio de sillazos votó ser la pata nacional de Cambiemos, junto al PRO de Macri y la Coalición Cívica de Carrió-Bullrich.

Este conjunto de maldiciones que parecen obligar a la democracia argentina al fracaso recurrente, sin embargo, no es exclusivo de la “clase política”, los hechiceros del poder y los discursos de masas como Piñeiro parece creer.

La masonería, como el radicalismo, son en realidad manifestaciones históricas y particulares de una misma realidad, la organización política de las clases gobernantes. El misterio que la novela no descula es la existencia de una continuidad mucho más fuerte que las tácticas discursivas: los intereses materiales de las clases sociales. El misticismo mágico racionalista de la masonería fue la expresión superficial de la burguesía liberal en su decadencia, al frente de un Estado que se colocaba al servicio pleno de la acumulación de capital del imperialismo británico desde la última parte del siglo 19 y el primer tercio del siglo 20. Detrás de las leyendas de las estatuas que agreden desde Plaza Moreno a la fachada de la catedral católica más importante del país moderno se esconde además del morbo medieval, la puja entre los aparatos políticos de una burguesía briosa y desafiante ante el capital simbólico y material de una Iglesia que había monopolizado durante varios siglos el adoctrinamiento y control de las masas obreras.

Es la burguesía argentina la verdadera maldición del país, la suma de nuestras maldiciones que nos condenan al oscurantismo, la miseria y la muerte estructurada. Detrás del éxito y fracaso de la primavera alfonsinista de 1983 se encuentran los problemas políticos claves de toda la historia argentina: la deuda externa y la nacionalización de los recursos económicos fundamentales. De eso ni coma en la novela.

Alfonsín, el padre de la democracia


Si Piñeiro cree haber acertado en encontrar el hilo de la desgracia nacional en las disputas entre políticos liberales con intenciones de modernizar y desarrollar una sociedad moderna y oscuros poderes siniestros que se lo impiden, permítanme señalar una serie de memorias también muy sentidas que nuestro entrañable tío Alfonso de San Nicolás ha olvidado selectivamente.

El desastre económico del Plan Primavera y el Plan Austral, que provocó la hiperinflación del 89 y el 90 fue el tercer gran golpe a las masas obreras del país desde el Rodrigazo del último gobierno peronista en 1975 y el ajuste de Martínez de Hoz con la dictadura, que terminó en la quiebra de 1982. Desastre económico que no fue responsabilidad exclusiva de una “oligarquía” tradicionalista que no permitía gobernar al líder democrático, sino que también se explica por un gobierno que asumió prometiendo terminar con la nefasta y fraudulenta deuda externa contraída por la dictadura, coqueteó con la moratoria como concesión y finalmente terminó entregándose a los viejos métodos de la devaluación forzosa y el ajuste.

Su caída se explica porque ya no tenía más capital electoral para sostener el ajuste, porque desde el deterioro de su imagen Alfonsín fue uno de los políticos más repudiados en su momento. Se necesitó el cambio de timón del 90 para entronar un cuerpo político capaz de someter al movimiento obrero organizado, quebrar el proceso huelguístico que bramaba desde el 88 y terminar de rematar el patrimonio de empresas estatales al capital extranjero. Alfonsín no contaba con las ilusiones de la ciudadanía para poder acometer la última fase del ajuste que él mismo empezó.

El simpático Tío Alfonso tampoco recuerda la enorme sensación colectiva de traición que generó Alfonsín cuando selló un pacto de no agresión con los militares genocidas, dictando las leyes de Punto Final en diciembre de 1986 para terminar con los juicios a los genocidas y de Obediencia Debida en junio del 87, ante la sublevación carapintada de la Semana Santa de abril del 87 con las que consagró la impunidad de los mayores asesinos de la historia nacional moderna. Toda la democracia argentina hasta la fecha fue bautizada por esa alianza con la oligarquía fascista y su brazo armado, al punto en que no les tembló la mano para reprimir con los métodos del 70 a les militantes torturados y ajusticiados sin juicio previo después del copamiento del destacamento del ejército en La Tablada en 1989.

El tío Alfonso prefiere recordar “con la democracia se come, con la democracia se educa, con la democracia se cura”, la famosa síntesis del programa alfonsinista que se consagró en las elecciones de octubre de 1983, que para el pueblo argentino significó la coronación de un régimen político con el que se lograría satisfacer las necesidades elementales de las masas: trabajo, salud y educación; pero el tío Alfonso no recuerda esa otra frase arquetípica de Alfonsín con la que se consumó la traición de los sueños populares después del acuerdo con los militares sediciosos en defensa de los militares genocidas, “la casa está en orden”.

Finalmente, Piñeiro no ha recalado en otra continuidad que permitiría una relectura todavía mucho más angustiante de su propio relato, la que nos muestra a Ricardo Alfonsín como el último de los grandes políticos tradicionales argentinos que comenzó con las nuevas prácticas de esta “nueva política” que Piñeiro con razón desprecia. Cabe recordar que la de 1983 fue la segunda campaña electoral en que aparecieron los medios de comunicación masivos después de la de 1973. Efectivamente, todos los símbolos que permitieron a Alfonsín conectarse profundamente con los sentimientos de su electorado fueron elaborados por uno de los publicistas más aplaudidos del momento, David Ratto, que trajo a la región las técnicas de publicidad diseñadas en Nueva York por Bill Bernach en los sesenta.

El concepto de sintetizar ideas y sentimientos en logos de fácil asimilación por las masas no lo inventó Durán Barba. Ratto es el autor de símbolos que cualquier habitante de nuestro país con un poco de conciencia en 1983 recuerda: la calcomanía con las letras RA sobre un óvalo de la bandera argentina en las lunetas de los autos, el saludo con las manos entrelazadas a un costado de la cabeza pensado para suprimir y reemplazar el mítico abrazo de brazos desplegados de Perón, incluso el eslogan de “con la democracia se come” o el relato del Preámbulo, todas ideas de un equipo de profesionales de la venta de mercancías en el moderno mundo de la televisión. David Ratto fue el primer Durán Barba exitoso de la política argentina, y es quien abrió el camino para campañas como las recordadas de Angeloz, Menem y De la Rúa, que no tienen nada que envidiarle a la “creatividad” del ecuatoriano.

Con un poco de memoria menos selectiva y google, cualquiera puede desilusionarse y descubrir que también el homenajeado padre de la democracia parió las nuevas técnicas de manipulación de masas. Pero no es en este punto donde debemos detener nuestro diálogo crítico con esta novela. Pues, repetimos, tiene el enorme acierto de haberse animado a plantearnos el problema común sobre los orígenes de las maldiciones que parecen obligarnos a un destino desesperante.

Todo es ilusión…


Es que si bien la manipulación discursiva que apela a las nuevas tecnologías aparece como la clave del problema en la novela (los comentarios en línea del portal de noticias, el uso inocente del Facebook por las generaciones pre-virtuales, la potencialidad conspirativa del wasap son elementos claves para anudar y desanudar la trama en la novela), no es más que una expresión superficial del fenómeno esencial.

El verdadero problema está, a mi entender, en que toda la democracia de masas moderna se asienta en la capacidad de manipular los deseos de la población para lograr consensos mayoritarios o plebiscitarios con los intereses de las clases explotadoras. El éxito electoral de Alfonsín, como el de Macri, no se explican únicamente en la capacidad discursiva de sus equipos de publicistas –como el macabro operador del candidato siniestro de Pragma- sino en su capacidad política para tejer las alianzas necesarias con las clases sociales que detentan un poder material antes que simbólico. El político deshonesto y vacío de un programa ético que despliega Piñeiro en su novela sólo se siente desnudo cuando comparte sus almuerzos lujosos con el empresario farmacéutico que pone la guita para su campaña dibujando aportes truchos de formas elegantes. “Dime quién te financia y te diré qué intereses sociales representa tu gobierno” es la clave de lectura que Piñeiro podría haber seguido para comprender mejor la causa de nuestras maldiciones. ¿No hubo empresarios financiando la campaña de Alfonsín? ¿No fueron ellos, los mismos que votaron a Videla en el 76 los que obligaron a poner límites al poder transformador del alfonsinismo? ¿No fue toda la vida política de Alfonsín una eterna componenda con los intereses de esos empresarios?

Ricardo Alfonsín llegó al poder porque primero fue el operador más audaz e ingenioso de la Multipartidaria de 1981, coordinación de los partidos políticos que, habiendo asegurado la gobernabilidad a los militares desde el golpe de 1976 aportando intendentes y jueces, organizaron la “transición” al régimen democrático del 83 como salida al embudo que la crisis del petróleo puso a la economía mundial y a la Argentina en particular. La población obrera mostraba el hartazgo con la dictadura genocida en las huelgas parciales y puebladas que azotaron todo el año 82, al punto que la dictadura buscó arrebatarle la iniciativa al movimiento obrero organizado y las asambleas vecinales con la demagógica recuperación de las Islas Malvinas.

Bien mirada, la democracia argentina es el resultado de una negociación que buscaba contener las aspiraciones populares más sentidas, recuperar Malvinas, terminar con la miseria y la carestía, defender una educación y salud de masas gratuita y científica, enjuiciar y encarcelar hasta el último de los genocidas de las fuerzas de seguridad fueron y son demandas populares irrenunciables hasta hoy. La creatividad de los publicitarios de Alfonsín, ayudada por la imbecilidad comunicativa de un Herminio Iglesias quemando un féretro en un acto de masas, sirvió para canalizar ese desborde popular, esa extendida lucha por conseguir esas demandas.
Alfonsín quiso cabalgar las ilusiones de un pueblo y prometió que con el sistema democrático cada uno de nuestros sueños conseguiría lo que la más salvaje dictadura nos había arrancado. 

El fracaso de la democracia está en su mismo origen, ya que las clases sociales que decidieron cambiar del régimen fascista para aplicar el ajuste que reclamaba el imperialismo son las mismas que decidieron remover al caudillo radical para promover al riojano más famoso, para entronar a un “honesto y aburrido” De La Rúa en el 99 o aceptar a regañadientes la renegociación de la deuda externa de un oportunista santacruceño en 2003.

Si esta lectura es correcta, queda sacar la conclusión evidente sobre el meteórico ascenso del macrismo y la posibilidad de una vuelta a los setenta de la mano de Bolsonaros en todo el continente para capear ahora una nueva tanda de confrontaciones masivas ante el derrumbe de la democracia después de 35 años.

Del mismo modo, el poder para enfrentar estas modificaciones en el régimen político con el que se explota a las mayorías, no radica solamente en la mejor o peor capacidad creativa para comunicarse con cientos de millones de personas usando las herramientas virtuales, sino en la capacidad colectiva para concentrar el poder de esas ilusiones y ponerles fin a sus manipuladores, llenando Plaza de Mayo como las Coordinadoras Fabriles lo hicieron frente al Rodrigazo o en abril del 82, en las múltiples puebladas desde Santiago del Estero en el 93, Tartagal, Mosconi, Cutral Có y los piquetes de la ruta 3 en La Matanza que pusieron fin al régimen menemista-aliancista en diciembre del 2001 y a su albacea Duhalde en junio del 2002.

La democracia -liberal, conservadora, socialdemócrata- es el gran manipulador de conciencias. Un juego de espejos y pantallas que promete cumplir con los sueños a una población que es expropiada hasta de la capacidad de soñar por quienes han armado la salida democrática. Treinta y cinco años después, Alfonsín se ha transformado en un homenaje nostálgico mientras que el andamiaje jurídico que sostuvo al genocidio de Videla, social y económico, sigue vigente. Treinta y cinco años después las generaciones jóvenes que nos criamos enteramente bajo el régimen democrático hemos aprendido la amarga traición de saber que con la democracia no comemos, no nos curamos ni nos educamos.

La única esperanza realista no es la de escoger de nuestra memoria colectiva aquellas esperanzas que montamos sobre las ilusiones falseadas de políticos más o menos míticos, sino la de abandonar toda esperanza en el juego de manipulaciones de la democracia y, eliminando este nefasto velo de nuestras miradas, asumir descarnadamente que se trata de conquistar la plena satisfacción de nuestros deseos y necesidades por todos los métodos necesarios, sin quedarnos en la validación de jueces y mediáticos que se ofenden con cortes de calles y pedradas mientras amparan un régimen de pobreza, gatillo fácil y secuestros de luchadores populares.

Porque la maldición argentina es la maldición de su clase dominante, de su burguesía atada al interés de las potencias imperiales, de sus negociados y manipulaciones para explotar a cuarenta millones de personas con su consentimiento electoral. Y cuando esa manipulación no diera los resultados esperados, implantar dictaduras fascistas sin mediaciones electorales o desplazar gobiernos por golpes más o menos constitucionales. La maldición argentina más fabulosa es que las clases mayoritarias de la población sostenemos con nuestro esfuerzo cotidiano a quienes disfrutan una vida de lujo y abundancia sobre nuestra explotación, y desde el fin del Virreinato hasta aquí, salvo honrosas experiencias derrotadas, siempre hemos estado disputando a qué grupo de profesionales burgueses debemos apoyar para seguir siendo explotades. La gran tragedia nacional es la falta de independencia política de la clase obrera y los sectores oprimidos de la población, su constante seguidismo de economistas, políticos, periodistas y artistas que promueven formas más o menos evidentes de seguir sufriendo.

…menos el poder


Las maldiciones se presenta con las referencias a Lenin en dos de las más maravillosas obras de literatura política en nuestro país, Los siete locos y Los lanzallamas del genial Roberto Arlt. Por puro azar me tocó escribir, corregir y publicar una novela casi al mismo tiempo que Piñeiro pensaba la suya. Entiendo que la pulsión que motivó ambas historias es la misma, el advenimiento sorpresivo del macrismo y el debate sobre el ascenso de la derecha que abrió. En una sorpresiva sincronía, la estructura de mi novela también se sostiene en la reflexión sobre los mecanismos simbólicos impresos en la cultura urbana por los masones del siglo 19 y 20. Claro que nuestras lecturas son distintas y no puedo aspirar a cumplir todavía con las reglas del arte literario necesarias para formar parte de les privilegiades que son editadxs y leídxs por les escritorxs y las masas. Pero reivindico mi modesto esfuerzo por contribuir desde los márgenes de la literatura al mismo debate que abre la escritora argentina más reconocida, al mismo tiempo y con referentes comunes.

Debemos apreciar y aplaudir el aporte de escritoras como Piñeiro, que ponen en jaque su propia estabilidad material abandonando la comodidad del escritorio o la biblioteca, para defender reformas y derechos humanos elementales que el propio régimen democrático que ella defiende no otorga. Piñeiro ha sido objeto de ataques en redes por grupos fascistas por su exposición en defensa del Aborto Legal después de años de manifestar su solidaridad con luchas obreras duramente reprimidas, incluso bajo el gobierno que su partido sostiene, como en el caso de la represión a la ocupación de Pepsico en 2017.

Hemos intentado ofrecer nuestra propia lectura individual de la historia de estos 35 años de democracia como respuesta a un diálogo que Piñeiro se ha animado a abrir utilizando la literatura como medio de reflexión política colectiva. Confiamos en que la apertura a escuchar otras respuestas diferentes al lamento por “la democracia que no fue” de parte de honestas intelectuales como Piñeiro contribuirá a desarrollar una literatura que nos ayude a construir los amuletos que necesitamos para sortear las maldiciones que nos atan circularmente a la tragedia nacional.

Porque acuerdo con Claudia Piñeiro y Roberto Arlt, si “Lenin sabía dónde iba” subrayo que precisamente era porque sabía que “Todo es ilusión, menos el poder”. En última instancia, les escritorxs somos creadores de ilusiones. Nunca podremos crear poder con nuestras palabras, pero al menos podríamos intentar desnudar las mitologías sagradas del Estado, atacar las ilusiones que puedan ser dañinas, esos falsos amores que nos inventamos para entregarnos en una relación de pareja, esa proyección de nuestros sueños en el otre, esa maldita adicción que tenemos por el sagrado poder de la burguesía para darnos todo lo que necesitamos, esa ilusión tan invencible en la democracia que nos impide ver la mugre en la que se basa, la sangre obrera que derrama para sobrevivir, el guante de seda que nos ahorca para mantener la buena vida de unos pocos miles de poderosos.


Democracia, una ilusión mágica como maldiciones gitanas. Esperemos alguna vez dejar de fascinarnos con ella y seguir creyendo en el poder infalible de sus hechiceros.

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