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miércoles, 9 de enero de 2019

La leyenda del etnógrafo

“… el azar, no es más que uno de los polos de un conjunto, el otro polo del cual se llama necesidad. En la naturaleza, donde también parece dominar el azar, hace mucho tiempo que hemos demostrado en cada dominio particular de la ciencia la necesidad inmanente y las leyes íntimas que se afirman en aquel azar. Pues lo que es cierto para la naturaleza también lo es para la sociedad. Cuanto más se eximen de la intervención consciente del ser humano, y le dominan un modo de actividad social y una serie de hechos sociales, cuanto más abandonados parecen al puro azar, tanto más se afirman sus leyes propias e inherentes en ese azar, como por una necesidad de la naturaleza.”

Friederich Engels, El origen de la familia, de la propiedad privada y del Estado, 1884


Al pie de este joven nogal he decidido cerrar este ciclo y volver a la Creación. Siete revoluciones ha dado alrededor del Sol el Júpiter pagano de Roma –también adorado en lo alto de una montaña- desde que respiré el oxígeno por primera vez, fuera del vientre acuoso donde mi madre alquimió este cuerpo del que hoy me desprendo.

La Sancta Fe en que fui criado y en la que me formé, con sacrificio y disciplina, en los monasterios al pie de las montañas de mis primeros juegos infantiles, no se ha agotado. Me ha traído aquí, noventa años de predicarla con honestidad del corazón, para entender que no era completa.

Mi decisión final me excomulgará para siempre de la ecclesiastés y será mi ofrenda para ser aceptado por el dios-uno que es origen y fin de todo el universo.

El Hamwatu me ha atraído aquí desde que pisé las Sierras Madres mexicas y náhuatl, la Orden me ha enseñado a conocer al indio para mejor explicarle el Verbo Divino y aquí, yendo y viniendo de la sima a la cima, finalmente he comprendido.

Dejo constancia y explicación. Mis hermanos frailes tomarán mi muerte como un suicidio y pecado capital. Deshonrarán mi nombre y mi estirpe será despreciada. Siguiendo nuestro método, mi memoria será retorcida en alguna bella parábola para moralizar a indios y criollos. Pero si tengo suerte, algún día, cualquiera que necesite la verdad tan fuerte como yo la he perseguido toda mi vida, encontrará este documento y comprenderá.

Cuando llegué al Valle de México con los primeros frailes, después de travesías atroces encerrados en el vientre de esas naos de madera, nuececillas frágiles para las fuerzas impiadosas de la mar oceánica, apelmazados los cuerpos y las hediondeces, la mierda y el vómito, devorados un poco cada día por alfombras vivas de piojos, liendres y garrapatas, la limpieza del primer baño en el monasterio fue un nuevo bautismo para mi conciencia ingenua. Tardé veinte años en descubrir que en lugar de enviarnos a una evangelización seria, no mero censo de tributadores al Rey, nuestro trabajo metódico y piadoso servía para mejorar la colecta del diezmo, para que las comunidades campesinas aceptaran sin belicosidad el tributo forzado. Y para mantener a raya de las riquezas regias, a la voracidad despiadada de los hijos de los Adelantados.

Los códices que llenamos como mejor pudimos, con las historias relatadas por los más viejos náhuatl, los diccionarios y glosarios que bordamos con esmero y paciencia para una mejor comunicación de la Su Palabra entre los nativos, fueron rebajados a meros látigos de papel. Los priores y obispos usaron tan bellos conocimientos para que caciques y kurakas aceptaran el diezmo, la encomienda y el yanaconazgo como si mantuvieran los tributos de siempre a sus propios dioses y divinidades.

Mis constantes peticiones y ofrecimientos voluntarios de traslado a nuevas misiones en territorios recién conquistados o todavía en descubrimiento, son la hoja de ruta que señala el momento donde ya no pude sostener la arcada y el maltrato, la vejación. El ultraje que hacían de mis descripciones de esas mismas gentes que me habían acogido generosamente como un invitado en sus vidas y sus cosmovisiones, hacía la culpa intolerable. Me ofrecía al traslado cuando ya no aguantaba las pesadillas en la celda, cuando sangraban mis falanges de tallar los rosarios con mi lamento, se me hacía imposible de seguir escalando el purgatorio bajo el peso de cada nueva carga, que aumentaba y traía a la memoria los rostros, las aldeas, tantas y cada una de las matanzas que se hicieron gracias a mis descripciones y traducciones.

Soñaba siempre lo mismo. Llegaba a una aldea muy parecida a mi sitio natal, (que lleva hasta hoy nombre de la gaita del cuerno de carnero que suena en las orillas de la isla sagrada Morske Oko en el corazón del orgulloso lago Synevyr), vestido con la túnica mendicante de Francesco de Assis. Sancta María y San Xoseph me invitaban a educar al pequeño Joshua: tenía el mismo rostro que mi memoria registra de mi infancia cuando comencé a buscar la verdad reflejada en las aguas del Synevir. Cuando parecía que mi trabajo de educación del niño llegaba a su máximo punto de comprensión y amor entre nosotros, la guardia pretoriana entraba violentamente al pequeño hogar, se llevaba al Cristo y su familia, les laceraba los pezones con plomo caliente, les descuartizaba en la plaza central y colgaban sus desechos en cruces, como colgajos de tasajo puestos a secar. El capitán de la escuadra me agradecía por los servicios prestados y me pagaba con una bolsa que no necesitaba abrir para saber que contenía 30 denarios de plata. Intentaba refregarme los ojos y la cara para limpiarme la sangre del niño y su familia… y así despertaba.

Sólo aquí, al pie del Ambato, bajo la sombra de este nogal que yo mismo planté cuando llegué a estas sierras hace cincuenta años, arrullado por el canto juguetón de la Cigalí jugando con las rocas a caer rodando por el tobogán de la falda del cerro, hasta su destino final de retorno al corazón de la tierra, filtrándose en la arenilla, allá donde termina el Ande y comienza el serrucho pampeano, sólo aquí digo, se apagaron las pesadillas. La historia que voy a dejar narrada fue la que me hizo comprender, fue la que calmó mi conciencia y me permitió abrir el corazón para aceptar el perdón. Me voy en mi ley, este testamento que escribo será la última crónica de este modesto rastreador de la Verdad que fui.

Llegué a estas tierras a colaborar con la descripción de la lengua kakán después de haber conocido la voracidad de los esbirros del guarrapuero Cortés en los valles tropicales de la Nueva España y hastiado de la corrupción moral de los camaradas de armas de Pizarro, que usaron la cruz del apóstol Santiago como se usa el puñal ritual en el degüello de los corderos para sacrificar la ofrenda a los templos. Carniceros sin moral alguna contra los indios y despiadados en la competencia con sus hermanos blancos por el botín. Inundaron de sangre putrefacta las alturas, desde Potosí hasta el Callao, tanto que cabría preguntarse si son los elementos de la naturaleza quienes han erosionado la plata y oro de los altares barrocos, o fue la pus pestilente de las entrañas de tanto hijo de Dios masacrado.

Tenía cuarenta años cuando empezamos a ir a las aldeas más alejadas del Ambato y el Ancasti, donde millones de indios se repartían por valles y quebradas de tal forma que eran invisibles para nosotros. Cada camino nuevo de estas serranías lo han empezado a consolidar estas viejas sandalias que me arrastran.

Nos enviaron un poco para sacarse de encima tanto fraile estoico sirviendo de espía del Rey contra el egoísmo de las familias criollas y porque la guerra contra el indio en estos valles y quebradas era un pantano que hacía los movimientos de los fundadores de ciudades muy lentos. Imposible de domesticar la indiada de la ceja de la yunga sobre el Pilcomayo y el Bermejo, cuando los brazos empezaron a morir sepultados en el socavón del Cerro Rico o en los diminutos reinos de Belzebú que eran los obrajes de azogue, los gobernadores alentaron la rapiña de cuerpos entre la nación diaguita, desde los valles de Tarija y las quebradas de la Puna hasta esta tierra mágica en la que me estoy despidiendo.

Pero aquí se toparon con una nueva pieza de humanidad que ni la experiencia secular de conquistas –de Roma contra los celtas, los visigodos contra el Muslim- pudieron anticipar. Simplemente no sabían cómo doblegar al pueblo kakán. Aquí la distancia entre el nómade que navega los salares como si no se hubiese resignado a la idea de que el antiguo mar ya no existe, y el indio labrando la tierra y echando raíces fijas y permanentes, era imperceptible. Los sacerdotes, que aquí llaman wattu, (con la uvedoble pronunciada como los teutones, poniendo los labios para soplar la kena), en algunos poblados todavía bendicen la simiente con los mismos rituales mágicos que usaban para pedir a sus dioses le traspasasen la fuerza y la astucia del puma para cazar en las faldas de los cerros.
Igual que en el Imperio Azteca y el Tawantinsuyu aquí ya había una casta de clanes que se distinguían en poder político y en riquezas frente al más llano pueblo, pero en ningún lado de estos montes se consumaban los centros de poder imperiales como en aquéllos. Se parecen mucho al oikós que cantaba Homero, donde el poder central circula por las montañas, unifica pero no reprime, centraliza la fuerza común pero no aplasta las diferencias en una masa uniforme.

Es una forma extraña de organizarse. De lejos puede parecer ambas, un igualitarismo como el de algunas sectas anabaptistas de las montañas bohemias o un imperio centralizado que pretende explotar racionalmente a sus súbditos, como el inkaiko. Pero no es ninguna de ellas del todo aunque también embrión de ambas. Si tuviese algo de sabiduría en cuestiones políticas le pondría un nombre adecuado, entre la sociedad vertical jerárquica y el reparto igualitario de jerarquías.  

La organización de los indios waycamas, herederos últimos de una tradición de cuarenta mil años de cazadores trashumantes (he visto y tocado las pinturas rupestres de las cavernas al costado del salar) y tres mil años de agricultura, ganadería y una exquisita metalurgia como no he visto ni entre los viejos celtas del bronce antiguo de mi pueblo, es así de híbrida. Aquí donde he encontrado mi morada final, el pueblo de Choya, el waycama organiza a sus familias usando relaciones de parentesco parecidas a las familias nómades de Abraham/Ibrahim en el Antiguo Testamento. Así aprovechan la mejor manera de tomar las ofrendas de la montaña, consumirlas y no agredir con el crecimiento de los clanes el equilibro de la naturaleza. Eso que el inkaico nos enseñó a nombrar como la unidad dividida del hanán-hurín y que los monjes jesuitas han visto llamar ying-yang en los valles tropicales del corazón majestuoso del cobrizo río Yang-Tsé.

Tengo la edad suficiente para saber que no hace falta que chinos y aymaras se conocieran en viajes transpacíficos primitivos, tarde o temprano somos humildes cerebros y corazones imposibilitados de imaginar muy lejos del ambiente que conocemos. Así, montaña y valle, y mucha sensibilidad para aprender, en cualquier sitio del planeta, servirán de tejido para telas muy parecidas.

Lamentablemente, me ha tocado venir a presenciar la muerte de una raza de treinta milenios. No necesito esperar que los carros de combate del emperador de Roma y las cruces de Constantino vengan a señalar su In Hoc Signo Vinci para saber que Choya es el último pueblo rebelde de esta Guerra de Cien Años re-editada en el Valle Kalchakí.

Desde el Santiago del sudoeste, frente al Pacífico, cruzando el Ande y dende el Santiago del noreste, al borde de la yunga y el Chaco, han venido los esbirros sedientos de sangre ajena y han intentado fundar cinco veces una sede para administrar esta masacre. Ya han sido destrozados en público los cuerpos del dudoso inka Bohorquez y del valiente cacique Chelemín y en estas semanas los frailes superiores encabezan las mediaciones con las comunidades sobrevivientes del Ambato y el Ancasti para llegar a una división de tierras que les resguarde en algún miserable lugar y ver si pueden hacer pasar el robo como “donación piadosa” para que la historia no vaya a identificar la piedad de San Francesco con la codicia inagotable de la canalla española.

Cuando me enteré de la historia de amor más bella que fui testigo tardíamente, supe que todo estaba terminado para los waycama, treinta mil años después de que llegaron a estas tierras.

Los amantes tenían esa bella edad, tan lejana ya, cuando el cuerpo decide con la piel antes que con la razón. Se conocieron y quedaron prendados un del otro, en un ritual de la cosecha, después de las Fiestas de Reyes, que se lleva a cabo milenariamente en un lugar no habitado. Aquí le llaman waka pero también pipanaku porque tiene una forma de vulva en la piedra. Se trata de la parte exterior de una fisura en la roca, en el límite de los cerros y el valle, que llega a hacer contacto con las profundidades magmáticas. Sólo poblaciones que han pasado por allí tantos milenios pudieron notar que en ese lugar el aire siempre es más caliente y según sus sacerdotes emergen también fuerzas poderosas como las de los imanes de algunas piedras.

En su forma de comprender la danza del universo, los waykama creen ese lugar sagrado, porque unifica a todas las parcialidades, no es hanán ni hurín pero al mismo tiempo es hanan y es hurin. Ellos viven los límites como lugares de encuentro, no de separación y división como nosotros, gobernados por conquistadores les vemos. Me han dicho los más viejos entre los waykama que heredaron esta tradición de los primeros nómades que comenzaron a plantar y criar animales en estas regiones, como recuerdo permanente, memoria viva, del encuentro y confraternización con los nómades que ya cazaban y recolectaban en estos cerros.

En Tiwanaku he visto hacer un ritual parecido. Allí le llaman tinku, en aymara, que mis colegas frailes han dado en traducir como unión o juntada, aunque yo prefiero el más poderoso fusión.

El fuerte impulso de tinku que latió en esos cuerpos jóvenes no estaba previsto por los principales de los clanes hurín y hanán ese crepúsculo de febrero, y una vez que sus intentos de anudarse juntos fueron conocidos por sus familias, su amor fue prohibido. Desde el Ecuador hasta el Tucumán, los pueblos de montaña sostienen la vida de la comunidad en entreveradas y rígidas tramas parentales. También en mis lejanas tierras ancestrales y en China. La familia es la trama que une pero también la cadena que ata a cada individuo.

La bella jóven de esta historia, de caderas y pechos generosos y piernas parecidas en forma y color al robusto ópalo ámbar, pertenecía a una familia que vive cerca de donde termina la falda verde de la montaña y comienza la olla de piedra que los españoles eligieron para fundar esta horrible ciudad. Por lo tanto, su familia es hurín, lo bajo, lo femenino, la fuerza blanda del agua y el aire, la agricultura y ganadería del piedemonte, más suave que la de la montaña pedregosa; sin embargo su clan ha heredado por generaciones la concentración suficiente de varones –hanán- que poseen el conocimiento y la capacidad de transformismo para interceder con sus dioses, es familia de hurín-watu.

También pude ser invitado a esos estados de trance en que estos chamanes disfrazados de mujer y de sierpe y de jaguar y de cóndor, se meten polvos alucinógenos de cardos y cactus por las narices y comienzan a guturar como si el mismo animal se les metiese en los huesos y la piel y fueran uno solo. Imagino que el resto de la comunidad también se metería algo porque todos allí daban por hecho que el dios había tomado control del chamán y danzaba con ellos. Esto lo hacían para las siembras y las cosechas, ante alguna temporada de mucha sequía o después de algún terremoto devastador.

Como hija (hurín) de un clan de sacerdotes de prestigio (hanán) en la parte del pueblo del valle (hurín) tenía prohibido atar su destino a un joven (hanán) que provenía de una familia (hurín) de la parte del pueblo que ocupa lo alto de la montaña (harán). Lo alto es piedra fálica, fuerza de piedra y madera dura, rayo del cielo y fuego. El jóven pertenecía a una familia de campesinos que llegaron a cuidar las terrazas de cultivo cerca del Crestón del Ambato las pocas décadas que duró el intento de colonización del Inka por estos cerros. Cuzco estaba lo suficientemente lejos para extender tanto la red imperial que obligara por la fuerza a centralizar tributos aunque ahora está lo suficientemente cerca para que los esbirros de Pizarro hayan quebrado en movimiento de pinzas un siglo y arrobas de dura resistencia. Con un buen hacha y muchos hachadores, hasta el quebracho más duro se quiebra.
La familia del mozuelo entonces había quedado rebajada en la escala social del alto y por eso se la consideraba hurín, de allí que no debiera unirse a la primogénita de un chamán-hanán. De concretarse, su destino auguraba tragedias espantosas a la comunidad, y eso no podía permitirse en medio de las negociaciones de paz.

En estas poblaciones los secretos son difíciles de esconder. A veces parece que los pájaros fueran espías del correvedile popular. No tuvieron otra opción que huir para encontrarse.

Ambato y Ancasti han nacido del quiebre de la placa cuando esos enormes dragones de seis mil metros del Ande fueron paridos por la Tierra. Por eso acompañan los cordones en un suave movimiento noroeste-sudeste los contornos de la Cordillera Madre. Y en esa particularidad, sus laderas que miran al oriente son suaves y onduladas, lo contrario de las que miran al occidente, bruscos acantilados poblados de cavernas y escarpados. Allí fueron a consumar su amor clandestino estos dos pequeños hilos del poncho divino, a unas cavernas monstruosas que se meten a lo profundo bajo las cejas del Ambato, en ese enorme Salar de Pipanaku, que los jesuitas aseguran, fuera un antiquísimo mar interior.

Pero una partida de reconocimiento española les encontró entre Siján y Mutkin, en su camino para La Rioja. Desde la victoria contra el último levantamiento los españoles no dejan de entrenar a sus reclutas en el conocimiento del territorio al mismo tiempo que mantienen la alerta ante el primer motín. Han aprendido a luchar contra el kakán. Sólo esto aprenden rápido en estas tierras estos verdaderos hijos de Marte.

He conocido la historia allí dentro de esas cavernas porque por mi edad los caciques waykama de ambos Choya, hurin y hanán del Ambato, creen que soy sabio. De mi lealtad a la verdad no dudan tampoco mis hermanos de Orden. Hice los peritajes forenses sobre esos cuerpos y me negué a firmar las actas notariales donde el Capitán español lo quería hacer pasar como un enfrentamiento confuso con una célula de una guerrilla sublevada.

Ambos jóvenes habían sido violados y mutilados en una especie de orgía satánica, de macabro mensaje. Ahora el que viene siendo perseguido por la Real Audiencia de Potosí soy yo, acusado de falso testimonio, favoritismo con el indio y por eso mismo, subversivo contra el Rey. Me río de sus falsas acusaciones. Más, me cago en esa estirpe de asesinos y cagatintas en que se han convertido esta parte de mi raza, a fuerza de milenios de rapiña y hambre de oro y tierras. Explotadores de hombres, que no son ya hijos de mi Dios, que portan el emblema de la muerte como heráldica de su verdadera esencia, depredadores sin dignidad o piedad.

Ha sido muy duro enterarme que los caciques Hanan y Hurin de Choya han decidido no presentar cargos ante la Audiencia contra el destacamento y su capitán. En medio de las negociaciones de paz con el español victorioso, negociarán la sangre derramada, y el olvido del crimen, como contrapeso de tierras a su favor. ¿Quién puede discutirle nada a un pueblo que juega a las cartas de su futuro incierto con un imperio voraz como el español? ¿Quién puede juzgar a los albaceas de la derrota, a los caciques de un pueblo doscientos años masacrado?

Además, me han explicado que los jóvenes desafiaron las leyes de la comunidad huyendo para consumar una unión prohibida y les pusieron en riesgo. Para los jefes de familia waykama, en su forma de ver el mundo, una armonía demasiado quieta y perfecta, me explicaron que los amantes clandestinos cometieron un crimen y su masacre sangrienta fue la pena que ellos mismos se buscaron.

Allí supe que la comunidad de Choya estaba quebrada. Medio siglo antes este tipo de crímenes del español provocaban revueltas que arrasaban toda piel blanca en el camino, como un viento huracanado de montaña, como plaga bíblica. Pero Chelemín y su espíritu nacional, su sentido ético, hace rato han sido desmembrados. Lo que ha precipitado la derrota en todos lados. En estas montañas donde el kakán supo ser lingua franca, como el arameo en Mesopotamia o el latín en el Mediterráneo, el poder centralizado circulaba por turnos en las familias principales del alto y bajo de cada poblado, de cada cerro y valle. Durante dos mil años supieron construir una conciencia unificada y una lengua común que mantuvo unido como un sólo puño desde el marquesado de Yavi hasta el Ambato toda la cadena de valles y quebradas, desde los humawaka hasta los patziokas, lo que permitió que sobrevivieran al intento de dominación inka y resistieran más de un siglo al español. Sin ese sentido de nación, todo se ha perdido.

Mañana serán sólo un eco de viejos nombres contando historias, antes que silencio fatal y olvido perpetuo. Es muy triste ver morir al último pájaro de una majestuosa especie, como habrá sido presenciar la muerte del último dragón millones de años ha. El kakán muere para siempre en las negociaciones de paz. Esta paz romana, que disfraza de “civilizada” la rapiña que impone a los vencidos después de una masacre impiadosa.

He llegado a la sombra del nogal a ponerle fin a mis días. Las razones son sencillas. La pesadilla no ha vuelto, anque sin embargo no soporto más la tristeza agolpada en el pecho y el yugo del cuello por los crímenes que me habitan. Ya no queda lugar donde huir: el mapuche no durará mucho más, el guaraní ha decidido matrimoniarse a los vascuences de Irala o Garay para matar a sus enemigos de sangre, o aceptar la pérfida piedad del explotador jesuita, otro vascuence traidor a su estirpe. Quisiera poder volver a mi casa de piedra, a mi bosque de selva frío, a mi isla en el ojo del mundo, a mi lago materno. Pero a mi edad, sería jugarme la muerte a los dado, y el recuerdo de un barco negrero pestilente en medio del Océano me turba. Por eso he decidido morirme aquí, al pie del Ambato.

La fecha la han decidido otros. Ayer  por la noche fui consultado por los priores del flamante Convento de San Francisco en San Fernando del Valle, para dar mi opinión sobre el acuerdo que van a proponer a los kurakas waykama de Choya para sellar la paz con España. Las mejores tierras del Ambato y el Ancasti serán cedidas en merced real a españoles y criollos que hayan participado directa o indirectamente en las guerras kalchakíes; las mejores tierras de cultivo hanan y hurín de Choya serán “donadas” a la Orden Franciscana en agradecimiento por su generosa “mediación” y los waykama volverán a vivir en las tierras que sólo pueden servir como campamento de cazadores, donde por Dios que es imposible que la arcilla estrecha de este valle pueda parir más que puros cactus y escarabajos huaqueros. Cómo harán los waykama de Choya para sobrevivir así, para guardar en la memoria viva su bella lengua cantada como los pequeños mirlos del bosque, su sabiduría ancestral de relación fluida entre natura y sus hijos con conciencia, cómo harán para sobrevivir, es la pena que me aqueja y no me deja dormir.

Aceptar el acuerdo implica también aceptar la forma de narrarlo. Una leyenda pérfida nueva y un enroque divino. Se simulará que en medio de las negociaciones un indio hurín del pueblo hanánchoya, preferiblemente familiar del crío asesinado, “encuentre” una imagen tallada de la Virgen en la waka sagrada del Valle donde se ha venido practicando el tinku hace dos mil años. El indio deberá llevar la imagen de la Virgencita del Valle hasta la estancia de alguno de los españoles con tierras nuevas en hanán y hurín Choya y este, generosamente la hará reconocer por la Orden primero, por el Vaticano y el Rey después. Han sido tan sádicos en la propuesta, que el nombre del pueblo será trocado también: Choya (la desobediente) pasará a ser el “Barrio del Milagro”.

Otra vez estos poetas de la crueldad y la falta de imaginación repiten el “milagro” del Cerro Tepeyac, otra vez la Virgen “apareciéndose” para sepultar el orgullo de una raza, para transmutar su heroísmo en cobardía, para hacer bosta del oro, para reemplazar a la poderosa Coatlicue por la morena Guadalupe. Estoy seguro que el waykama está tan quebrado en su vida emocional que va a firmar esta derrota que le proponen mis hermanos frailes. Aquí no quedará ni el nombre de los ríos, ni sus historias. La Cigalí que me llama para cumplir mi destino, casi gritando en acorde con los koyuyos, tendrá el nombre aburrido que le imponga algún cerebro sin mucha poesía, nadie recordará jamás que Ambatu significa Hananwatu, Chamán de la Altura, y nadie sabrá nunca del tinku ancestral en la gruta vaginal.

Pero yo no. Aquí he descubierto la verdad que he buscado obsesivamente toda mi vida. Los hananwatu y las hurinwatu waykamanes de Choya, último pueblo kakán desobediente, me dijeron hace muchos años, mientras Chelemín todavía infundía terror en las pesadillas del español, que los primeros dioses, los creadores de todo, eran uno y tres, que por eso el chamán varón se viste de hembra y la chamana del bajo trasviste de varón, que por eso los rituales de siembra son tan sexuales que el español pacato les describe como aquelarres impúdicos, como misas heréticas donde solo falta el cabrón.

Ellos lo han aprendido después de mucho compartir con el Apu, la montaña abuela. Me han explicado que por su forma exterior el monte se muestra macho, tomad de ejemplo por caso al pico del Manchao, enorme falo de cinco mil metros pura erección pétrea. Mas, en su interior, la montaña lleva en la panza una fábrica química, enorme paila para recrear la alquimia de energía calórica magmática que ha tenido tiempo suficiente para criar las maravillas. Sólo en el Ambato el cobre viene con una impureza dentro que de sólo calentarse al rojo se hace bronce, porque contiene una aleación de arsénico propia; o el durísimo cristal de roca, quarz que le llama el teutón, que florece en blanco, rosado, amarillo y hasta verde por todas partes en estos cerros. Adentro de este enorme falo, entonces, hay una exacta representación del útero femenino con decenas de millones de años gestando minerales y metales para alimentar a través de la savia las plantas de la selva, los yuyos amargos de sus faldas y las duras maderas, de donde comen insectos y roedores, pequeñísimas aves como colibríes y majestuosos especímenes de pura vitalidad como el jaguar y el cóndor.

El Ambato todopoderoso es macho y hembra al mismo tiempo y se fecunda a sí mismo para alimentar a todos sus hijos. Lo único que pide a cambio es que se respeten los equilibrios entre la familias y que ninguna especie se aproveche de una ventaja comparativa para pretender más de lo que se le ha dado en ofrenda, porque el apetito voraz y egoísta rompe la armonía y obliga al Manchao a rugir, trueno de veras que anticipa furiosos terremotos que cada tanto destruyen todo lo sólido y estable y permiten que cada ciclo re comience de nuevo, con menos individuos de cada especie.

Aquí comprendí por qué no pude alcanzar la verdad divina en ochenta y cinco años de estudios, viajes y lecturas: porque buscaba la verdad sólo con mi lengua. El hananwatu me explicó que cada ser habla distinto, se comunica en otro idioma, con signos y leyes gramaticales distintas. Si la verdad que buscas, me dijo, está fuera de tí, o muy adentro tuyo, quizás hable otra lengua. Primero hay que saber oír, luego aprender a escuchar y comprender el idioma del universo para al fin comprender su mensaje. El viejo chamán kakán me miró muy adentro de mí mismo y me dijo: Nosotros no dialogamos así como ustedes, no hablamos nuestra idea en el oído del otro para que otro clave también su idea a nosotros, el kakán comparte la idea, recibe la ofrenda y responde con otra ofrenda, en todo lo que hace, incluido cuando aprende, comparte su saber a cambio del saber del otro.

Viniendo al pie del nogal, a la vera del río Cigalí, un niño me ha contado que la piedra roja de la estalactita que se puede ver en las cavernas de Pomán, Belén y Londres, la rodocrosita,  es el corazón y la sangre de los enamorados que se mataron  a sí mismos después de unirse para pasar la eternidad juntos, y su sangre a bañado el interior de la montaña. Un calco de la estafa de Constantino para lavar al César de su responsabilidad en el asesinato del niño de Nazareth. Me ha dicho que a la piedra ya le llaman “corazón del inka” para ofrecerla al español como tributo. Me recordó la burrada que inventaron los jesuitas para explicar la belleza de la flor más extraña de la selva del AltoParaná, el Mburucuyá, que mienten ha nacido de la sangre derramada por dos amantes prohibidos, una guaraní y un español, ella masacrada por la infamia y su sangre justo ha venido a parir los estambres de la flor que se abren formando, oh casualidad divina, el sol de ocho estrellas del símbolo de Loyola, monje negro del Papa y traidor a su estirpe euzquerra.

El kakán no es como nosotros, no bautiza para adueñarse de las cosas. Nombra para contar y explicarse nuevamente. En sus leyendas circulares el mundo recobra la armonía olvidada, se integran las dualidades en una unidad diferente que se narra de nuevo una y otra vez. La leyenda ayuda a que la vida tenga sentido. Automáticamente, la masacre de los enamorados refleja el eterno mito circular. La sangre es flujo divino que lubrica los espíritus, la alquimia de la poesía vuelve a su origen, la carne a la roca y la roca al adorno de la carne. Nada muere, todo se transforma.

Ahora que comprendo que el útero emergido en falo erecto del Ambato se recrea a sí mismo para parir, me permito disentir con los últimos bardos choya. La sangre de esos dos amantes se ha convertido en sangre menstruada de la caverna vaginal del Ambato, llorando eternamente los hijos no concebidos de la unión sexual que el invasor español ha abortado contra la voluntad de la madre. La rodocrosita no es más que la prueba de una estirpe que ya no va a nacer ni procrearse, nunca más. La prueba sangrante de la masacre de una raza.

Es por eso que he venido aquí y el nogal que he plantado para agregar a tu gloria divina, Oh Ambato sagrado, será mi testigo y mi altar. Para evitar que la simiente Choya/Desobediente, segada por el europeos como tu humilde servidor, se pierda en el olvido eterno, pulí el filo de mi cuchillo de obsidiana igual que vi hacer al sacrificador náhuatl y aquí te ofrezco, Oh sagrada Ambato, mi ofrenda para que me permitas entrar en ti: te ofrendo los genitales de macho con los que nací, son tuyos para que así, pura hembra me permitas volverme a ti. La piedra de carne y hueso que has sabido ablandar con tu calor y tu paciencia este medio siglo, y mi sangre brotando a borbotones para ser la princesa Cigalí y que tu creciente furiosa me lleve para siempre por tus cauces y así vuelva al universo en las panzas de tus koyuyos y tus cóndores, la mara me lleve en su entraña, digiriendo el palán palán y la yerba buena, me adopte el jaguar bajo su manto de oro y los sudores de todos tus hijos e hijas me eleven por las nubes en esas tardes calurosas hasta lo alto, y desde allí, desde el ala abierta del Cóndor, pueda mirarte en toda tu magnanimidad de roca verdecida hasta que el frío del cielo donde caminan los viejos dioses, Venus, la Luna y el Sol, me condense todo granizo, para volver a tí, amigo Ambato, una y otra vez hasta la eternidad, amiga Ambato, como dulce caricia de agua, y filtrarme toda hasta el origen uterino del todo.


Amén.
"La Cigalí (vomitando rodocrosita en el Ambato)"
de Pablo Gabriel Liistro,
Ferrite sobre pared rugosa,
enero de 2019, Barrio Las Viñitas,
San Fernando del Valle,
Catamarca.


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