“… el azar,
no es más que uno de los polos de un conjunto, el otro polo del cual se llama necesidad. En la naturaleza, donde
también parece dominar el azar, hace mucho tiempo que hemos demostrado en cada
dominio particular de la ciencia la necesidad inmanente y las leyes íntimas que
se afirman en aquel azar. Pues lo que es cierto para la naturaleza también lo
es para la sociedad. Cuanto más se eximen de la intervención consciente del ser
humano, y le dominan un modo de actividad social y una serie de hechos sociales,
cuanto más abandonados parecen al puro azar, tanto más se afirman sus leyes
propias e inherentes en ese azar, como por una necesidad de la naturaleza.”
Friederich Engels, El
origen de la familia, de la propiedad privada y del Estado, 1884
Al pie de este
joven nogal he decidido cerrar este ciclo y volver a la Creación. Siete
revoluciones ha dado alrededor del Sol el Júpiter pagano de Roma –también
adorado en lo alto de una montaña- desde que respiré el oxígeno por primera
vez, fuera del vientre acuoso donde mi madre alquimió este cuerpo del que hoy
me desprendo.
La Sancta Fe en
que fui criado y en la que me formé, con sacrificio y disciplina, en los
monasterios al pie de las montañas de mis primeros juegos infantiles, no se ha
agotado. Me ha traído aquí, noventa años de predicarla con honestidad del
corazón, para entender que no era completa.
Mi decisión
final me excomulgará para siempre de la ecclesiastés y será mi ofrenda para ser
aceptado por el dios-uno que es origen y fin de todo el universo.
El Hamwatu me ha
atraído aquí desde que pisé las Sierras Madres mexicas y náhuatl, la Orden me
ha enseñado a conocer al indio para mejor explicarle el Verbo Divino y aquí,
yendo y viniendo de la sima a la cima, finalmente he comprendido.
Dejo constancia
y explicación. Mis hermanos frailes tomarán mi muerte como un suicidio y pecado
capital. Deshonrarán mi nombre y mi estirpe será despreciada. Siguiendo nuestro
método, mi memoria será retorcida en alguna bella parábola para moralizar a indios
y criollos. Pero si tengo suerte, algún día, cualquiera que necesite la verdad
tan fuerte como yo la he perseguido toda mi vida, encontrará este documento y
comprenderá.
Cuando llegué al
Valle de México con los primeros frailes, después de travesías atroces
encerrados en el vientre de esas naos de madera, nuececillas frágiles para las
fuerzas impiadosas de la mar oceánica, apelmazados los cuerpos y las
hediondeces, la mierda y el vómito, devorados un poco cada día por alfombras
vivas de piojos, liendres y garrapatas, la limpieza del primer baño en el
monasterio fue un nuevo bautismo para mi conciencia ingenua. Tardé veinte años
en descubrir que en lugar de enviarnos a una evangelización seria, no mero
censo de tributadores al Rey, nuestro trabajo metódico y piadoso servía para
mejorar la colecta del diezmo, para que las comunidades campesinas aceptaran
sin belicosidad el tributo forzado. Y para mantener a raya de las riquezas
regias, a la voracidad despiadada de los hijos de los Adelantados.
Los códices que
llenamos como mejor pudimos, con las historias relatadas por los más viejos
náhuatl, los diccionarios y glosarios que bordamos con esmero y paciencia para
una mejor comunicación de la Su Palabra entre los nativos, fueron rebajados a meros
látigos de papel. Los priores y obispos usaron tan bellos conocimientos para
que caciques y kurakas aceptaran el diezmo, la encomienda y el yanaconazgo como
si mantuvieran los tributos de siempre a sus propios dioses y divinidades.
Mis constantes
peticiones y ofrecimientos voluntarios de traslado a nuevas misiones en
territorios recién conquistados o todavía en descubrimiento, son la hoja de
ruta que señala el momento donde ya no pude sostener la arcada y el maltrato,
la vejación. El ultraje que hacían de mis descripciones de esas mismas gentes
que me habían acogido generosamente como un invitado en sus vidas y sus
cosmovisiones, hacía la culpa intolerable. Me ofrecía al traslado cuando ya no
aguantaba las pesadillas en la celda, cuando sangraban mis falanges de tallar
los rosarios con mi lamento, se me hacía imposible de seguir escalando el
purgatorio bajo el peso de cada nueva carga, que aumentaba y traía a la memoria
los rostros, las aldeas, tantas y cada una de las matanzas que se hicieron
gracias a mis descripciones y traducciones.
Soñaba siempre
lo mismo. Llegaba a una aldea muy parecida a mi sitio natal, (que lleva hasta
hoy nombre de la gaita del cuerno de carnero que suena en las orillas de la
isla sagrada Morske Oko en el corazón
del orgulloso lago Synevyr), vestido con
la túnica mendicante de Francesco de Assis. Sancta María y San Xoseph me invitaban
a educar al pequeño Joshua: tenía el mismo rostro que mi memoria registra de mi
infancia cuando comencé a buscar la verdad reflejada en las aguas del Synevir. Cuando
parecía que mi trabajo de educación del niño llegaba a su máximo punto de
comprensión y amor entre nosotros, la guardia pretoriana entraba violentamente
al pequeño hogar, se llevaba al Cristo y su familia, les laceraba los pezones
con plomo caliente, les descuartizaba en la plaza central y colgaban sus desechos
en cruces, como colgajos de tasajo puestos a secar. El capitán de la escuadra
me agradecía por los servicios prestados y me pagaba con una bolsa que no
necesitaba abrir para saber que contenía 30 denarios de plata. Intentaba refregarme
los ojos y la cara para limpiarme la sangre del niño y su familia… y así
despertaba.
Sólo aquí, al
pie del Ambato, bajo la sombra de este nogal que yo mismo planté cuando llegué
a estas sierras hace cincuenta años, arrullado por el canto juguetón de la
Cigalí jugando con las rocas a caer rodando por el tobogán de la falda del
cerro, hasta su destino final de retorno al corazón de la tierra, filtrándose
en la arenilla, allá donde termina el Ande y comienza el serrucho pampeano,
sólo aquí digo, se apagaron las pesadillas. La historia que voy a dejar narrada
fue la que me hizo comprender, fue la que calmó mi conciencia y me permitió
abrir el corazón para aceptar el perdón. Me voy en mi ley, este testamento que
escribo será la última crónica de este modesto rastreador de la Verdad que fui.
Llegué a estas
tierras a colaborar con la descripción de la lengua kakán después de haber
conocido la voracidad de los esbirros del guarrapuero
Cortés en los valles tropicales de la Nueva España y hastiado de la corrupción
moral de los camaradas de armas de Pizarro, que usaron la cruz del apóstol
Santiago como se usa el puñal ritual en el degüello de los corderos para sacrificar
la ofrenda a los templos. Carniceros sin moral alguna contra los indios y despiadados
en la competencia con sus hermanos blancos por el botín. Inundaron de sangre
putrefacta las alturas, desde Potosí hasta el Callao, tanto que cabría
preguntarse si son los elementos de la naturaleza quienes han erosionado la
plata y oro de los altares barrocos, o fue la pus pestilente de las entrañas de
tanto hijo de Dios masacrado.
Tenía cuarenta
años cuando empezamos a ir a las aldeas más alejadas del Ambato y el Ancasti,
donde millones de indios se repartían por valles y quebradas de tal forma que
eran invisibles para nosotros. Cada camino nuevo de estas serranías lo han
empezado a consolidar estas viejas sandalias que me arrastran.
Nos enviaron un
poco para sacarse de encima tanto fraile estoico sirviendo de espía del Rey
contra el egoísmo de las familias criollas y porque la guerra contra el indio
en estos valles y quebradas era un pantano que hacía los movimientos de los fundadores
de ciudades muy lentos. Imposible de domesticar la indiada de la ceja de la
yunga sobre el Pilcomayo y el Bermejo, cuando los brazos empezaron a morir
sepultados en el socavón del Cerro Rico o en los diminutos reinos de Belzebú
que eran los obrajes de azogue, los gobernadores alentaron la rapiña de cuerpos
entre la nación diaguita, desde los valles de Tarija y las quebradas de la Puna
hasta esta tierra mágica en la que me estoy despidiendo.
Pero aquí se
toparon con una nueva pieza de humanidad que ni la experiencia secular de
conquistas –de Roma contra los celtas, los visigodos contra el Muslim- pudieron
anticipar. Simplemente no sabían cómo doblegar al pueblo kakán. Aquí la
distancia entre el nómade que navega los salares como si no se hubiese
resignado a la idea de que el antiguo mar ya no existe, y el indio labrando la
tierra y echando raíces fijas y permanentes, era imperceptible. Los sacerdotes,
que aquí llaman wattu, (con la
uvedoble pronunciada como los teutones, poniendo los labios para soplar la kena), en algunos poblados todavía bendicen
la simiente con los mismos rituales mágicos que usaban para pedir a sus dioses
le traspasasen la fuerza y la astucia del puma para cazar en las faldas de los
cerros.
Igual que en el
Imperio Azteca y el Tawantinsuyu aquí ya había una casta de clanes que se distinguían
en poder político y en riquezas frente al más llano pueblo, pero en ningún lado
de estos montes se consumaban los centros de poder imperiales como en aquéllos.
Se parecen mucho al oikós que cantaba
Homero, donde el poder central circula por las montañas, unifica pero no
reprime, centraliza la fuerza común pero no aplasta las diferencias en una masa
uniforme.
Es una forma extraña
de organizarse. De lejos puede parecer ambas, un igualitarismo como el de
algunas sectas anabaptistas de las montañas bohemias o un imperio centralizado que
pretende explotar racionalmente a sus súbditos, como el inkaiko. Pero no es
ninguna de ellas del todo aunque también embrión de ambas. Si tuviese algo de sabiduría
en cuestiones políticas le pondría un nombre adecuado, entre la sociedad
vertical jerárquica y el reparto igualitario de jerarquías.
La organización
de los indios waycamas, herederos últimos de una tradición de cuarenta mil años
de cazadores trashumantes (he visto y tocado las pinturas rupestres de las
cavernas al costado del salar) y tres mil años de agricultura, ganadería y una
exquisita metalurgia como no he visto ni entre los viejos celtas del bronce
antiguo de mi pueblo, es así de híbrida. Aquí donde he encontrado mi morada final,
el pueblo de Choya, el waycama organiza a sus familias usando relaciones de
parentesco parecidas a las familias nómades de Abraham/Ibrahim en el Antiguo
Testamento. Así aprovechan la mejor manera de tomar las ofrendas de la montaña,
consumirlas y no agredir con el crecimiento de los clanes el equilibro de la
naturaleza. Eso que el inkaico nos enseñó a nombrar como la unidad dividida del
hanán-hurín y que los monjes jesuitas han visto llamar ying-yang en los valles
tropicales del corazón majestuoso del cobrizo río Yang-Tsé.
Tengo la edad
suficiente para saber que no hace falta que chinos y aymaras se conocieran en
viajes transpacíficos primitivos, tarde o temprano somos humildes cerebros y
corazones imposibilitados de imaginar muy lejos del ambiente que conocemos.
Así, montaña y valle, y mucha sensibilidad para aprender, en cualquier sitio
del planeta, servirán de tejido para telas muy parecidas.
Lamentablemente,
me ha tocado venir a presenciar la muerte de una raza de treinta milenios. No
necesito esperar que los carros de combate del emperador de Roma y las cruces
de Constantino vengan a señalar su In Hoc
Signo Vinci para saber que Choya es el último pueblo rebelde de esta Guerra
de Cien Años re-editada en el Valle Kalchakí.
Desde el
Santiago del sudoeste, frente al Pacífico, cruzando el Ande y dende el Santiago
del noreste, al borde de la yunga y el Chaco, han venido los esbirros sedientos
de sangre ajena y han intentado fundar cinco veces una sede para administrar
esta masacre. Ya han sido destrozados en público los cuerpos del dudoso inka
Bohorquez y del valiente cacique Chelemín y en estas semanas los frailes
superiores encabezan las mediaciones con las comunidades sobrevivientes del
Ambato y el Ancasti para llegar a una división de tierras que les resguarde en
algún miserable lugar y ver si pueden hacer pasar el robo como “donación
piadosa” para que la historia no vaya a identificar la piedad de San Francesco
con la codicia inagotable de la canalla española.
Cuando me enteré
de la historia de amor más bella que fui testigo tardíamente, supe que todo
estaba terminado para los waycama, treinta mil años después de que llegaron a
estas tierras.
Los amantes tenían
esa bella edad, tan lejana ya, cuando el cuerpo decide con la piel antes que con
la razón. Se conocieron y quedaron prendados un del otro, en un ritual de la
cosecha, después de las Fiestas de Reyes, que se lleva a cabo milenariamente en
un lugar no habitado. Aquí le llaman waka
pero también pipanaku porque tiene
una forma de vulva en la piedra. Se trata de la parte exterior de una fisura en
la roca, en el límite de los cerros y el valle, que llega a hacer contacto con las
profundidades magmáticas. Sólo poblaciones que han pasado por allí tantos
milenios pudieron notar que en ese lugar el aire siempre es más caliente y
según sus sacerdotes emergen también fuerzas poderosas como las de los imanes
de algunas piedras.
En su forma de
comprender la danza del universo, los waykama creen ese lugar sagrado, porque
unifica a todas las parcialidades, no es hanán ni hurín pero al mismo tiempo es hanan y es hurin. Ellos viven los límites como lugares de encuentro, no de
separación y división como nosotros, gobernados por conquistadores les vemos. Me
han dicho los más viejos entre los waykama que heredaron esta tradición de los
primeros nómades que comenzaron a plantar y criar animales en estas regiones,
como recuerdo permanente, memoria viva, del encuentro y confraternización con
los nómades que ya cazaban y recolectaban en estos cerros.
En Tiwanaku he
visto hacer un ritual parecido. Allí le llaman tinku, en aymara, que mis colegas frailes han dado en traducir como
unión o juntada, aunque yo prefiero el más poderoso fusión.
El fuerte
impulso de tinku que latió en esos cuerpos jóvenes no estaba previsto por los
principales de los clanes hurín y hanán ese crepúsculo de febrero, y una vez
que sus intentos de anudarse juntos fueron conocidos por sus familias, su amor fue
prohibido. Desde el Ecuador hasta el Tucumán, los pueblos de montaña sostienen
la vida de la comunidad en entreveradas y rígidas tramas parentales. También en
mis lejanas tierras ancestrales y en China. La familia es la trama que une pero
también la cadena que ata a cada individuo.
La bella jóven
de esta historia, de caderas y pechos generosos y piernas parecidas en forma y
color al robusto ópalo ámbar, pertenecía a una familia que vive cerca de donde
termina la falda verde de la montaña y comienza la olla de piedra que los
españoles eligieron para fundar esta horrible ciudad. Por lo tanto, su familia
es hurín, lo bajo, lo femenino, la
fuerza blanda del agua y el aire, la agricultura y ganadería del piedemonte,
más suave que la de la montaña pedregosa; sin embargo su clan ha heredado por
generaciones la concentración suficiente de varones –hanán- que poseen el
conocimiento y la capacidad de transformismo para interceder con sus dioses, es
familia de hurín-watu.
También pude ser
invitado a esos estados de trance en que estos chamanes disfrazados de mujer y
de sierpe y de jaguar y de cóndor, se meten polvos alucinógenos de cardos y
cactus por las narices y comienzan a guturar como si el mismo animal se les
metiese en los huesos y la piel y fueran uno solo. Imagino que el resto de la
comunidad también se metería algo porque todos allí daban por hecho que el dios
había tomado control del chamán y danzaba con ellos. Esto lo hacían para las
siembras y las cosechas, ante alguna temporada de mucha sequía o después de
algún terremoto devastador.
Como hija
(hurín) de un clan de sacerdotes de prestigio (hanán) en la parte del pueblo
del valle (hurín) tenía prohibido atar su destino a un joven (hanán) que
provenía de una familia (hurín) de la parte del pueblo que ocupa lo alto de la
montaña (harán). Lo alto es piedra fálica, fuerza de piedra y madera dura, rayo
del cielo y fuego. El jóven pertenecía a una familia de campesinos que llegaron
a cuidar las terrazas de cultivo cerca del Crestón del Ambato las pocas décadas
que duró el intento de colonización del Inka por estos cerros. Cuzco estaba lo
suficientemente lejos para extender tanto la red imperial que obligara por la
fuerza a centralizar tributos aunque ahora está lo suficientemente cerca para
que los esbirros de Pizarro hayan quebrado en movimiento de pinzas un siglo y
arrobas de dura resistencia. Con un buen hacha y muchos hachadores, hasta el
quebracho más duro se quiebra.
La familia del
mozuelo entonces había quedado rebajada en la escala social del alto y por eso
se la consideraba hurín, de allí que no debiera unirse a la primogénita de un
chamán-hanán. De concretarse, su destino auguraba tragedias espantosas a la
comunidad, y eso no podía permitirse en medio de las negociaciones de paz.
En estas
poblaciones los secretos son difíciles de esconder. A veces parece que los
pájaros fueran espías del correvedile popular. No tuvieron otra opción que huir
para encontrarse.
Ambato y Ancasti
han nacido del quiebre de la placa cuando esos enormes dragones de seis mil
metros del Ande fueron paridos por la Tierra. Por eso acompañan los cordones en
un suave movimiento noroeste-sudeste los contornos de la Cordillera Madre. Y en
esa particularidad, sus laderas que miran al oriente son suaves y onduladas, lo
contrario de las que miran al occidente, bruscos acantilados poblados de
cavernas y escarpados. Allí fueron a consumar su amor clandestino estos dos
pequeños hilos del poncho divino, a unas cavernas monstruosas que se meten a lo
profundo bajo las cejas del Ambato, en ese enorme Salar de Pipanaku, que los jesuitas
aseguran, fuera un antiquísimo mar interior.
Pero una partida
de reconocimiento española les encontró entre Siján y Mutkin, en su camino para
La Rioja. Desde la victoria contra el último levantamiento los españoles no
dejan de entrenar a sus reclutas en el conocimiento del territorio al mismo
tiempo que mantienen la alerta ante el primer motín. Han aprendido a luchar
contra el kakán. Sólo esto aprenden rápido en estas tierras estos verdaderos hijos
de Marte.
He conocido la
historia allí dentro de esas cavernas porque por mi edad los caciques waykama
de ambos Choya, hurin y hanán del Ambato, creen que soy sabio. De mi lealtad a
la verdad no dudan tampoco mis hermanos de Orden. Hice los peritajes forenses
sobre esos cuerpos y me negué a firmar las actas notariales donde el Capitán español
lo quería hacer pasar como un enfrentamiento confuso con una célula de una
guerrilla sublevada.
Ambos jóvenes
habían sido violados y mutilados en una especie de orgía satánica, de macabro
mensaje. Ahora el que viene siendo perseguido por la Real Audiencia de Potosí
soy yo, acusado de falso testimonio, favoritismo con el indio y por eso mismo,
subversivo contra el Rey. Me río de sus falsas acusaciones. Más, me cago en esa
estirpe de asesinos y cagatintas en que se han convertido esta parte de mi
raza, a fuerza de milenios de rapiña y hambre de oro y tierras. Explotadores de
hombres, que no son ya hijos de mi Dios, que portan el emblema de la muerte
como heráldica de su verdadera esencia, depredadores sin dignidad o piedad.
Ha sido muy duro
enterarme que los caciques Hanan y Hurin de Choya han decidido no presentar
cargos ante la Audiencia contra el destacamento y su capitán. En medio de las
negociaciones de paz con el español victorioso, negociarán la sangre derramada,
y el olvido del crimen, como contrapeso de tierras a su favor. ¿Quién puede
discutirle nada a un pueblo que juega a las cartas de su futuro incierto con un
imperio voraz como el español? ¿Quién puede juzgar a los albaceas de la
derrota, a los caciques de un pueblo doscientos años masacrado?
Además, me han
explicado que los jóvenes desafiaron las leyes de la comunidad huyendo para
consumar una unión prohibida y les pusieron en riesgo. Para los jefes de
familia waykama, en su forma de ver el mundo, una armonía demasiado quieta y
perfecta, me explicaron que los amantes clandestinos cometieron un crimen y su
masacre sangrienta fue la pena que ellos mismos se buscaron.
Allí supe que la
comunidad de Choya estaba quebrada. Medio siglo antes este tipo de crímenes del
español provocaban revueltas que arrasaban toda piel blanca en el camino, como
un viento huracanado de montaña, como plaga bíblica. Pero Chelemín y su
espíritu nacional, su sentido ético, hace rato han sido desmembrados. Lo que ha
precipitado la derrota en todos lados. En estas montañas donde el kakán supo
ser lingua franca, como el arameo en
Mesopotamia o el latín en el Mediterráneo, el poder centralizado circulaba por
turnos en las familias principales del alto y bajo de cada poblado, de cada
cerro y valle. Durante dos mil años supieron construir una conciencia unificada
y una lengua común que mantuvo unido como un sólo puño desde el marquesado de
Yavi hasta el Ambato toda la cadena de valles y quebradas, desde los humawaka
hasta los patziokas, lo que permitió que sobrevivieran al intento de dominación
inka y resistieran más de un siglo al español. Sin ese sentido de nación, todo
se ha perdido.
Mañana serán sólo
un eco de viejos nombres contando historias, antes que silencio fatal y olvido
perpetuo. Es muy triste ver morir al último pájaro de una majestuosa especie,
como habrá sido presenciar la muerte del último dragón millones de años ha. El
kakán muere para siempre en las negociaciones de paz. Esta paz romana, que
disfraza de “civilizada” la rapiña que impone a los vencidos después de una
masacre impiadosa.
He llegado a la
sombra del nogal a ponerle fin a mis días. Las razones son sencillas. La
pesadilla no ha vuelto, anque sin embargo no soporto más la tristeza agolpada
en el pecho y el yugo del cuello por los crímenes que me habitan. Ya no queda
lugar donde huir: el mapuche no durará mucho más, el guaraní ha decidido
matrimoniarse a los vascuences de Irala o Garay para matar a sus enemigos de
sangre, o aceptar la pérfida piedad del explotador jesuita, otro vascuence
traidor a su estirpe. Quisiera poder volver a mi casa de piedra, a mi bosque de
selva frío, a mi isla en el ojo del mundo, a mi lago materno. Pero a mi edad,
sería jugarme la muerte a los dado, y el recuerdo de un barco negrero pestilente
en medio del Océano me turba. Por eso he decidido morirme aquí, al pie del
Ambato.
La fecha la han
decidido otros. Ayer por la noche fui
consultado por los priores del flamante Convento de San Francisco en San
Fernando del Valle, para dar mi opinión sobre el acuerdo que van a proponer a
los kurakas waykama de Choya para sellar la paz con España. Las mejores tierras
del Ambato y el Ancasti serán cedidas en merced
real a españoles y criollos que hayan participado directa o indirectamente
en las guerras kalchakíes; las mejores tierras de cultivo hanan y hurín de
Choya serán “donadas” a la Orden Franciscana en agradecimiento por su generosa
“mediación” y los waykama volverán a vivir en las tierras que sólo pueden
servir como campamento de cazadores, donde por Dios que es imposible que la
arcilla estrecha de este valle pueda parir más que puros cactus y escarabajos
huaqueros. Cómo harán los waykama de Choya para sobrevivir así, para guardar en
la memoria viva su bella lengua cantada como los pequeños mirlos del bosque, su
sabiduría ancestral de relación fluida entre natura y sus hijos con conciencia,
cómo harán para sobrevivir, es la pena que me aqueja y no me deja dormir.
Aceptar el
acuerdo implica también aceptar la forma de narrarlo. Una leyenda pérfida nueva
y un enroque divino. Se simulará que en medio de las negociaciones un indio
hurín del pueblo hanánchoya, preferiblemente familiar del crío asesinado,
“encuentre” una imagen tallada de la Virgen en la waka sagrada del Valle donde
se ha venido practicando el tinku hace dos mil años. El indio deberá llevar la
imagen de la Virgencita del Valle hasta la estancia de alguno de los españoles
con tierras nuevas en hanán y hurín Choya y este, generosamente la hará
reconocer por la Orden primero, por el Vaticano y el Rey después. Han sido tan
sádicos en la propuesta, que el nombre del pueblo será trocado también: Choya
(la desobediente) pasará a ser el “Barrio del Milagro”.
Otra vez estos
poetas de la crueldad y la falta de imaginación repiten el “milagro” del Cerro
Tepeyac, otra vez la Virgen “apareciéndose” para sepultar el orgullo de una
raza, para transmutar su heroísmo en cobardía, para hacer bosta del oro, para
reemplazar a la poderosa Coatlicue por la morena Guadalupe. Estoy seguro que el
waykama está tan quebrado en su vida emocional que va a firmar esta derrota que
le proponen mis hermanos frailes. Aquí no quedará ni el nombre de los ríos, ni
sus historias. La Cigalí que me llama para cumplir mi destino, casi gritando en
acorde con los koyuyos, tendrá el nombre aburrido que le imponga algún cerebro
sin mucha poesía, nadie recordará jamás que Ambatu significa Hananwatu, Chamán
de la Altura, y nadie sabrá nunca del tinku ancestral en la gruta vaginal.
Pero yo no. Aquí
he descubierto la verdad que he buscado obsesivamente toda mi vida. Los
hananwatu y las hurinwatu waykamanes de Choya, último pueblo kakán desobediente,
me dijeron hace muchos años, mientras Chelemín todavía infundía terror en las
pesadillas del español, que los primeros dioses, los creadores de todo, eran
uno y tres, que por eso el chamán varón se viste de hembra y la chamana del
bajo trasviste de varón, que por eso los rituales de siembra son tan sexuales
que el español pacato les describe como aquelarres impúdicos, como misas heréticas
donde solo falta el cabrón.
Ellos lo han
aprendido después de mucho compartir con el Apu, la montaña abuela. Me han
explicado que por su forma exterior el monte se muestra macho, tomad de ejemplo
por caso al pico del Manchao, enorme falo de cinco mil metros pura erección
pétrea. Mas, en su interior, la montaña lleva en la panza una fábrica química,
enorme paila para recrear la alquimia de energía calórica magmática que ha
tenido tiempo suficiente para criar las maravillas. Sólo en el Ambato el cobre
viene con una impureza dentro que de sólo calentarse al rojo se hace bronce,
porque contiene una aleación de arsénico propia; o el durísimo cristal de roca,
quarz que le llama el teutón, que
florece en blanco, rosado, amarillo y hasta verde por todas partes en estos
cerros. Adentro de este enorme falo, entonces, hay una exacta representación del
útero femenino con decenas de millones de años gestando minerales y metales
para alimentar a través de la savia las plantas de la selva, los yuyos amargos
de sus faldas y las duras maderas, de donde comen insectos y roedores, pequeñísimas
aves como colibríes y majestuosos especímenes de pura vitalidad como el jaguar
y el cóndor.
El Ambato
todopoderoso es macho y hembra al mismo tiempo y se fecunda a sí mismo para
alimentar a todos sus hijos. Lo único que pide a cambio es que se respeten los
equilibrios entre la familias y que ninguna especie se aproveche de una ventaja
comparativa para pretender más de lo que se le ha dado en ofrenda, porque el
apetito voraz y egoísta rompe la armonía y obliga al Manchao a rugir, trueno de
veras que anticipa furiosos terremotos que cada tanto destruyen todo lo sólido
y estable y permiten que cada ciclo re comience de nuevo, con menos individuos
de cada especie.
Aquí comprendí
por qué no pude alcanzar la verdad divina en ochenta y cinco años de estudios,
viajes y lecturas: porque buscaba la verdad sólo con mi lengua. El hananwatu me
explicó que cada ser habla distinto, se comunica en otro idioma, con signos y
leyes gramaticales distintas. Si la verdad que buscas, me dijo, está fuera de
tí, o muy adentro tuyo, quizás hable otra lengua. Primero hay que saber oír,
luego aprender a escuchar y comprender el idioma del universo para al fin
comprender su mensaje. El viejo chamán kakán me miró muy adentro de mí mismo y
me dijo: Nosotros no dialogamos así como ustedes, no hablamos nuestra idea en
el oído del otro para que otro clave también su idea a nosotros, el kakán comparte la idea, recibe la ofrenda y responde
con otra ofrenda, en todo lo que hace, incluido cuando aprende, comparte su saber a cambio del saber del
otro.
Viniendo al pie
del nogal, a la vera del río Cigalí, un niño me ha contado que la piedra roja
de la estalactita que se puede ver en las cavernas de Pomán, Belén y Londres, la
rodocrosita, es el corazón y la sangre
de los enamorados que se mataron a sí
mismos después de unirse para pasar la eternidad juntos, y su sangre a bañado
el interior de la montaña. Un calco de la estafa de Constantino para lavar al
César de su responsabilidad en el asesinato del niño de Nazareth. Me ha dicho
que a la piedra ya le llaman “corazón del inka” para ofrecerla al español como
tributo. Me recordó la burrada que inventaron los jesuitas para explicar la
belleza de la flor más extraña de la selva del AltoParaná, el Mburucuyá, que mienten
ha nacido de la sangre derramada por dos amantes prohibidos, una guaraní y un
español, ella masacrada por la infamia y su sangre justo ha venido a parir los
estambres de la flor que se abren formando, oh casualidad divina, el sol de
ocho estrellas del símbolo de Loyola, monje negro del Papa y traidor a su
estirpe euzquerra.
El kakán no es
como nosotros, no bautiza para adueñarse de las cosas. Nombra para contar y
explicarse nuevamente. En sus leyendas circulares el mundo recobra la armonía
olvidada, se integran las dualidades en una unidad diferente que se narra de
nuevo una y otra vez. La leyenda ayuda a que la vida tenga sentido. Automáticamente,
la masacre de los enamorados refleja el eterno mito circular. La sangre es
flujo divino que lubrica los espíritus, la alquimia de la poesía vuelve a su
origen, la carne a la roca y la roca al adorno de la carne. Nada muere, todo se
transforma.
Ahora que comprendo
que el útero emergido en falo erecto del Ambato se recrea a sí mismo para parir,
me permito disentir con los últimos bardos choya. La sangre de esos dos amantes
se ha convertido en sangre menstruada de la caverna vaginal del Ambato,
llorando eternamente los hijos no concebidos de la unión sexual que el invasor español
ha abortado contra la voluntad de la madre. La rodocrosita no es más que la prueba de una estirpe que ya no va a
nacer ni procrearse, nunca más. La prueba sangrante de la masacre de una raza.
Es por eso que
he venido aquí y el nogal que he plantado para agregar a tu gloria divina, Oh
Ambato sagrado, será mi testigo y mi altar. Para evitar que la simiente Choya/Desobediente,
segada por el europeos como tu humilde servidor, se pierda en el olvido eterno,
pulí el filo de mi cuchillo de obsidiana igual que vi hacer al sacrificador náhuatl
y aquí te ofrezco, Oh sagrada Ambato, mi ofrenda para que me permitas entrar en
ti: te ofrendo los genitales de macho con los que nací, son tuyos para que así,
pura hembra me permitas volverme a ti. La piedra de carne y hueso que has
sabido ablandar con tu calor y tu paciencia este medio siglo, y mi sangre
brotando a borbotones para ser la princesa Cigalí y que tu creciente furiosa me
lleve para siempre por tus cauces y así vuelva al universo en las panzas de tus
koyuyos y tus cóndores, la mara me lleve en su entraña, digiriendo el palán
palán y la yerba buena, me adopte el jaguar bajo su manto de oro y los sudores de
todos tus hijos e hijas me eleven por las nubes en esas tardes calurosas hasta lo
alto, y desde allí, desde el ala abierta del Cóndor, pueda mirarte en toda tu
magnanimidad de roca verdecida hasta que el frío del cielo donde caminan los
viejos dioses, Venus, la Luna y el Sol, me condense todo granizo, para volver a
tí, amigo Ambato, una y otra vez hasta la eternidad, amiga Ambato, como dulce
caricia de agua, y filtrarme toda hasta el origen uterino del todo.
Amén.
"La Cigalí (vomitando rodocrosita en el Ambato)" de Pablo Gabriel Liistro, Ferrite sobre pared rugosa, enero de 2019, Barrio Las Viñitas, San Fernando del Valle, Catamarca. |
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