Ensayo de introspección catamaaarqueño
Estamos
queriendo entender,nos. Las ocho semanas de la última primavera en Sala 8 del
Muñiz, trabajando sobre mi conciencia en crisis junto a una psicóloga
especializada en acompañar personas transexuales, el remolino emocional de mi
crisis de identidad de género se podría resumir en una sola inquietud: ¿estoy
construyendo una identidad femenina o soy esto que quiero ser?
Las posibles
respuestas me han atormentado, porque señalan senderos muy distintos. A
diferencia de muches, desde que mis conmilitones del sexto grado primaria del
Colegio Roque González reprimieron y hostigaron mi “femineidad”, para
protegerme mi propia estructura sicológica eligió el camino de la auto-represión
y la mimetización con el patriarcado.
Más sencillo que
todo esto que ahora entiendo, me he esforzado con ahínco, tezón y disciplina
para obedecer el mandato social que me ha dicho lo que se espera de un cuerpo
masculino, un varón, un verdadero varón. Mientras para la mayoría de las
personas trans, gays y lesbianas en nuestra sociedad la infancia y adolescencia
son un calvario, un infierno en la Tierra, después del primer golpe cruel
contra mi sensibilidad, decidí esconderme y no recibir ningún golpe más.
Mientras el
camino llevaba a un amor especial hacia mi madre (“el varoncito es de la mamá”)
o a la responsabilidad de conseguir alimento y sostén material para “mi”
familia, todo fue muy bello y poco contradictorio. Pero el grado máximo que
exige de un varón la sociedad patriarcal es la expresión de poder absoluto
sobre el cuerpo femenino, sobre la voluntad de la mujer.
Si el camino del
éxito para unx arquitectx es el edificio terminado, para le astronauta caminar
la Luna, para un varón exitoso, se trata de alcanzar el máximo grado político,
moral y ético del varón patriarcal, el del violador.
Entrenando al violador
La escuela que
me formateó es una de las más eficaces en la programación patriarcal que ha
existido en los últimos dos mil años, la Iglesia Católica Apostólica Romana. El
Vaticano ha desarrollado las técnicas más sutiles y complejas de dominación
racional, teórica, psicológica y corporal durante su existencia. Cada paso de
su conversión en religión de Estados imperialistas desde su matrimonio con
Constantino en el 400, empezando por la propia colonización de sus feligreses,
a quienes a reprogramado desde una militancia antiimperialista e igualitaria
hacia la idea del gendarme de la propiedad privada, luego haciendo el trabajo
sucio de conocer la cosmovisión de cada pueblo conquistado por Roma para mejor
“evangelizarle”, la conquista y colonización de América, África y Asia para los
estados feudales y luego capitalistas, le ha servido para acumular el
conocimiento del “otro cultural” de forma tal de comprenderlo a fondo y usar
ese conocimiento para detectar las “debilidades” inherentes a su cultura y
usarlas en su contra.
La Iglesia de
Roma es el mejor ejemplo en la historia de nuestra especie de esos seres que
quitan, expropian, la energía emocional, racional y muscular del otro, que
absorben, que vampirizan para manipular y explotar a ese que han comprendido en
contra de su deseo en favor de las necesidades e intereses del colonizador, del
expropiador.
En
ese culto enfermizo y demoníaco, yo, que siempre me he caracterizado por una
extrema sensibilidad hacia mi ambiente, y por ser un excelente alumno de cada
cosa que he decidido aprender, un disciplinado alumno, he aprendido ese
mecanismo al detalle, conocer al otro para usarle en mi beneficio.
Mi
vieja me alertaba, de chiquito, cuando le hacía compañía en una de sus torturas
domésticas, lavar ropa, pelar cebollas, lavar platos, limpiar pisos, ordenar la
casa: ¨la inteligencia puede ser usada para el mal, nunca la uses para el mal.”
Pero mi viejo, con quien sólo compartíamos ratos de ocio, jugando al dominó con
os paisanos, en auto, decía que lo único que importaba era “hacer guita para
que te respeten”, a cualquier precio. Un tipo que no tuvo amigos para llevarle
las seis mancuernas de bronce del traje de madera, el último.
Sin
embargo, no me pude graduar. Cada vez que he estado al borde de conquistar el
más alto galardón, cada vez que estuve a punto de pasar de manipulador a
golpeador y luego a violador, una fuerza confusa, amarga y angustiante se ha
apoderado de todo mi ser. Cada vez que mis relaciones afectivas con mujeres que
amaba requerían el paso definitivo y final del ejercicio psíquico y físico de
la violencia, la imposición material de mi voluntad sobre el cuerpo y la voluntad
de ella, mi compañera de militancia, mi compañera de trabajo, mi compañera de
vida íntima, mi propia hija, desde algún lugar desconocido se provocaba un
corto circuito y, como sufre quien es consciente de su psicosis o
ezquizofrenia, un pánico de autopercepción de locura se apoderaba de todo mi
ser, perdía de pronto toda racionalidad sobre lo que deseaba y sentía, todos
mis recursos de relación comunicacional con el universo se mezclaban, enredaban
las palabras y los gestos, la frustración tomaba el control de mi ser y las
relaciones personales estallaban y se morían.
Siempre
al borde de la necesidad de resolver el conflicto de la relación por medio de
la imposición violenta de mi voluntad sobre la otra, siempre en el límite mismo
de ese abismo de deshumanización, sin ninguna consciencia de todo esto que
ahora escribo, algo me ha invadido y
me lo ha impedido. Han sido veinte años de una imposibilidad permanente de
construir relaciones afectivas felices o al menos armónicas.
Un
paréntesis que ayuda. Trotsky contaba que, a la hora de construir el Ejército
Rojo, se había opuesto a la aplicación
del método histórico del uso de la tortura heredado del zarismo por una
sencilla razón: quien es entrenado en torturar a otro ser humano, se
deshumaniza. Algo que cualquier estudioso de la dictadura videliana sabe, es
que, el torturador, como condición sine qua non para poder quebrar a otro ser
humano, debe verlo como algo inferior, no como un semejante. Y en ese proceso
de construcción del otro como algo no humano, el torturador pierde su propia
condición de humanidad. Los conquistadores españoles han masacrado a las
poblaciones originarias de América hasta que el Emperador y el Papa
determinaron que eran seres con alma, luego de ello han prohibido su tortura y
canalizaron su potencia genocida sobre los negros del interior de la sabana africana,
que por su color de piel y su cultura neolítica, ágrafa y comunitaria eran
claramente seres inferiores, “monos”. Trostsky decía que el socialismo
necesitaba de seres humanos en su mayor grado de autoconiencia humanista, y que
cada soldado torturador sería un agente de desmoralización para la clase obrera
socialista. Valga un agradecimiento eterno para esa idea de León.
Ahora
entiendo esa idea de Freud que en este momento de mi vida tiene el valor de un
mantra: lo reprimido no muere, queda vivo debajo de la represión y busca su
camino hacia el exterior de las más variadas formas.
Ese
gurí que fui yo hasta los seis años, hasta esa primavera de 1983 en que comenzó
la tortura de mis pares contra una evidente bisexualidad o incluso
pansexualidad -cómo saberlo- quedó encerrado en lo profundo de una celda
monacal medieval, y fui construyendo por propia voluntad (si es posible que un
preso pueda tomar decisiones propias) este otro ser artificial, este varón
heterosexual con destino de paterfamilia, de dueño de una o varias mujeres a su
servicio para que le den y garanticen un estilo de vida.
Ese
gurí sepultado no se ha rendido nunca. De miles de formas que recién ahora
puedo reconocer en gestos o actitudes, costumbres vanas, siempre banalizadas
por mi yo consciente, ese gurí fue saliendo a la superficie. Y debo agradecerle
porque ha madurado lo suficiente para boicotear con los medios a su alcance
cada vez que estuve al borde de quebrarme como ser humano empático con su
propia especie y me ha impedido transformarme en un torturador, en un violador
consumado.
Posadeña linda, pequeña flor
Es
necesario proponerte un juego para que comprendamos lo que intento
explicar,me,nos. Pongámosle nombre a ese gurisito, porque cada vez que le
nombro en masculino o femenino, sufre, y mientras escribo, salta sobre mis
manos, me tapa los ojos, me molesta como Cata cuando quiere una caricia o agua
limpia. Se llama Mburucuyá, como la extraña flor sin género conocido de la
selva misionera donde se crío.
Ahora
que Mburucuyá creció y es une gurí hermose de diez años con la madurez
emocional de una persona de cuarenta, ha tomado tal control y permanencia en mi
universo consciente que ya no me permite seguir mostrándonos al exterior como
sólamente Leonardo José Grande Cobián. En su lengua propia, que todavía no
logro comprender cabalmente, me ha dejado claro que todo nuestro sistema
emocional y racional no va a seguir funcionando si sigo comportándome frente a
la sociedad como ese varón patriarcal que fui.
El
27 de setiembre de 2018, frente a una actividad ESI en la escuela que trabajo
hace diez años y la que luchamos para que se hicieran talleres exclusivos para
las alumnas en pos de que pudiesen sentirse protegidas para expresar (sacar
afuera) las situaciones de violencia que sufrían, cuando al fin hemos logrado
que un tallerista autorizado dijera, “bueno, ahora las mujeres van al aula tal
y los varones al aula tal”, tuve el primer ataque de pánico de mi biografía.
Mburucuyá hizo un piquete, un corte total de accesos a capital sin “un carril
liberado” siquiera. Y visto en la piel del funcionario que llega al corte de
ruta a parlamentar con les piqueterxs, ante la necesidad de encontrar una
salida negociada al conflicto, sabiendo que sólo podía seguir si reprimía salvajemente
el corte, este Leonardo Grande que he sido treinta y cinco años de mi vida, se
ha negado a disparar sobre Mburucuyá y encontramos un plan de acuerdos mínimos:
empecé terapia específica para personas transgénero en la Sala 8, Psiquiatría,
del Hospital Muñíz en la primer ladera de la barranca inundable del Riachuelo,
en el antiguo barrio de africanes esclavizades y donde se fue cuajando la clase
obrera industrial en nuestras tierras. Allí, en el útero de barro donde se fue
alquimiando la parte más bella y dura de nuestro “ser nacional”, en el retorno
a la única madre que me ha enseñado a ser una buena persona, comencé este
proceso de intentar comprender,me, de intentar saber quién es Mbuucuyá, de
comprenderle para poder dejarle vivir aquí afuera, conmigo, y que podamos vivir
juntes una vida sin cárceles interiores, sin imposiciones, sin violencia de
ningún tipo, hasta que -¡oh tierna esperanza de revolución!- algún día podamos
ser fusionados de nuevo, como cuando teníamos ambxs seis añitos, Leo X
Mburucuyá Capobianco.
Mis montañas y yo
Guarda
chamigo, que ahora empieza el verdadero relato. Leo Mburucuyá tiene impresa en
su más profunda constitución emocional las formas de percibir el universo de
quien ha sido criade por el majestuoso Alto Paraná. La vista acostumbrada al
verde-rojo adversativo de la selva esmeralda y la tierra colorada por el óxido
ferroso, la rigidez de la barranca de piedra volcánica emergida -toda ámbar,
toda obsidiana negra-, el olfato formateado en el vaho penetrante del vapor
sexual de animales y plantas estallando en eternos días de agobiante calor y
humedad, el cuerpo acostumbrado a este permanente estallar de sentidos y
sensaciones, a esta rigurosidad del bombeo permanente de las emociones. Mar que
camina es el nombre dentro del cual la sabiduría ancestral del guaraní ha
sintetizado la vista permanente del majestuoso Paraná.
Sin
embargo, a los 19 años viví intensamente dos meses recorriendo de noroeste a
sudeste los cordones montañosos de la Sierra Madre Occidental, desde el Valle
náhuatl del antiguo Texcoco hasta las sierras selváticas tropicales maya kiché,
pasando por montañas y valles Oaxaqueños, o como las colonizadas mentes repiten,
desde México hasta Guatemala.
Seguro
conocen esa sensación de terremoto emocional cuando une viaja por primera vez
desde su ambiente conocido, su zona de confort, hacia un lugar total y
absolutamente extraño. Diez mil kilómetros de distancia, la mutación de todas
tus moléculas y átomos en la forma de viaje menos común para nuestra especie,
atravesar los vientos atmosféricos; la cruda realidad de apartheid de una
sociedad donde la cantidad de mielina en la piel se siente como un muro; la
comprensión de que el idioma que une mamó no es igual a sí mismo cuando es
interpretado por poblaciones con historias culturales tan diferentes como son
la porteña y la mexicana; culturas gastronómicas de raíces casi opuestas por el
vértice. Todas estas diferencias, desestructuraron a un Leo Grande todavía
jóven, lo justo y necesario para que Mburucuyá tomara el control del viaje.
Allí,
en la cumbre de la mal llamada pirámide de la Luna de Tehotiwakán, Mburucuyá
fue libre por primera vez. Y digo mal llamada porque quienes construyeron hace
miles de años esa pirámide escalonada híbrida del estilo conocido egipcio y
sumerio, lo hicieron para homenajear no a la Luna sino a la montaña más lejana
que puede verse en el horizonte detrás suyo. Era la montaña de la que habían
llegado esas poblaciones nomádicas que terminaron por establecerse y
sedentarizarse en el valle central, entre las dos cadenas montañosas al este y
oeste del Lago Texcoco. Claro que fue construida para poder estudiar y
comprender el devenir de la vida celestial de los astros para organizar la vida
material de millones de seres. Sin embargo, cualquiera que la mire de frente
antes de terminar el recorrido de la calle central y distinga su contorno
particular, como la “panza” del Palo Borracho que le modifica su identidad de
Ceiba, notará que la pirámide espeja la montaña madre.
En
la cúspide de la montaña fabricada por seres humanos, con el pelo libre al
viento y los ojos del cerebro cerrados para permitir sentir a los sentidos pre
racionales del cuerpo, la energía tan particular de ese lugar me atravesó en
forma tal que llevo veinte años buscándola de nuevo.
Claro
que Leonardo Grande supo encapsular todo eso en un casillero perfectamente
racionalizado que no anduviera picaneando la cotidianeidad con un palito. Pero
Mburucuyá siente esa fuerza y la busca, para ser de nuevo, libre.
Casi
al final de ese viaje que narro, en los años en que la Selva Lacandona se había
rebelado encarnada en sus hijas tzotziles y tzetzales armadas contra el
NarcoEstado del PRI, después de conocer la fuerza del Pacífico sobre los valles
agrestes de Mitla, Hiervelagua o Monte Albán, Mburucuyá alcanzó la plenitud en
la cima de las pirámides de piedra calcárea, en el corazón latiente de la selva
kiché del quaktemalákj, en Tikal, la mayor reserva protegida de la humanidad al
mismo tiempo por su enorme valor natural de selva tropical e histórico cultural.
Allí, el verde esmeralda de la infancia visto por primera vez desde una cumbre
montañosa de forma piramidal aguda, construida para ser observatorio
astronómico y altar ritual, captó la fascinación absoluta de Mburucuyá para
siempre.
Leonardo
se limitó al ponerle la etiqueta de “fascinación” a esa experiencia, guardarla
en el frasco de los objetos perdidos, como todo aquello que une no comprende
racionalmente porque es imposible de ser intelectualizado. Ahora sé que
Mburucuyá, al contrario, siempre supo de qué se trataba aquéllo. Ahora entiendo
que el autorretrato al óleo que Leonardo Grande pintó para resumir las
experiencias de ese viaje -y que una hermana de alma guardó trece años en sus diferentes
hogares para preservarlo de mi depresión- es, en realidad, una aguafuerte
exacta de Mburucuyá. Recién ahora lo sé.
El
primero de enero de 2001, frente al momento más crítico de mi pasaje de la adolescencia
a la primera juventud, en un ritual de elaboración de la primer pérdida
importante en mi vida de una persona amada, conocí los lagos Quillén Quillén y
Rukachoroi, cercanos a los pueblos huincas de Junín de los Andes y Aluminé. Allí
Mburucuyá conoció el otro rostro de la montaña, en lugar de aquella conexión
con lo celestial, la magia de la atracción de la cima, encontró en los lagos de
deshielo el camino al inframundo, la sima, donde habitan quienes nos han
acompañado en el camino y ya no siguen con nosotres.
Para
siempre ha quedado en mí esa profunda conexión en paz con mis propios ancestres
-mal llamados celtas por el romano
genocida- los clanes astures y suabos que poblaron en su largo camino desde las
alturas del Cáucaso hasta las islas galesas, gaélicas, bretonas y escocesas,
las montañas nevadas de Galicia y Asturias, oradadas durante millones de siglos
por el bravo mar Cantábrico.
Los
sistemas lacustres de la alta montaña andina -su prócer el Titikaka-,
despiertan en la memoria atávica la emoción de inmensidad e infinito profundo de
la mar uterina. El origen de la primera célula, el reservorio original del
oxígeno, el lugar de donde venimos todes les organismos pluricelulares de este
planeta. En mi caso, Mburucuyá aprendió a respetar el silencio del juego y la
algarabía desenfrenada de su Paraná y su selva, escuchándome contar las
historias milenarias de nuestres ancestres galegos y astures. El frío de las
latitudes alejadas del trópico también sirvió para hacerlo un mono obediente y
respetuoso. Mburucuyá sin embargo vive despierto y camina a mi lado en esos
bosques de araucarias y piñones, pues la alegría de la vida también le
despierta, aunque aprende sin desenfrenos.
La
última vez que me golpeó la vida sin piedad y removió todas las estructuras
racionales que Leonardo Grande creían inmodificables y estabilizadas para
siempre (la familia “propia”, amigo-hermano hasta la muerte y partido
revolucionario) volvimos a llorarnos y desarmarnos junto al mar primero y al
Rukachoroi al pie del volcán Lanín, después.
En
realidad fue allí, el año nuevo de 2016, donde empecé a escribir este texto que
ahora tejemos para que vos des-henebres a tu gusto. Leonardo ya no se llamaba
con el apellido patronímico porque había comprendido a fuerza de golpes que los
mandatos de la biología, la iglesia y el capitalismo había que botarlos a la
mierda primero de la propia casa si une quiere ser medianamente coherente a la
hora de barrerlos de la faz de la Tierra. En una iluminación Leo casi comprende
el aullido interminable de Mburucuyá, pero todavía incapaz de distinguirle,
comprendió que debía ser coherente consigo mismo y transformarse hacia aquella
actividad humana que mejor le hacía, decidí asumir mi identidad de artista
frente a mis relaciones cercanas y publiqué mi primer libro de relatos y asumí
la identidad de mi linaje materno, el nombre del bisabuelo que me ha legado el
rostro y el rh negativo y el apellido neolítico del clan familiar, todavía hoy,
mucha gente me conoce sólo como Capobianco.
En
esos textos, escritos con la velocidad de la ansiedad y el apuro de la falta de
electricidad de la montaña inhóspita, puede leerse si une le pone ternura, una
aproximación clara. Sentía que me había costado mucho despegar de Buenos Aires
después de muchos veranos sin vacaciones, pero cuando vió la majestad humilde
del Río Colorado y el Negro, Mburucuyá quiso salir a encontrarse de inmediato
con la montaña. Tenía planeada una parada importante (para conocer a una
persona que nos había maravillado) en el Newenquén, el cruce de caminos donde
termina abruptamente la llanura frente a la Barda de piedra calcárea, en una
meseta triangular que hace de entrada y bienvenida.
Recién
allí recordé la importancia que tuvo en mi historia el asesinato de Carlos
Fuentealba en la Semana Santa de 2007 y me detuve para rendirle ofrenda en
Arroyito, lugar donde todavía se siente la soledad cruel del desierto
patagónico y hasta el ripio recuerda al maestro. Comprendí que algo me retenía,
me impedía el acceso inmediato al Ande. Con menos apuro fui subiendo los
escalones de piedra de la placa abollada por última vez hace 65 millones de
años, y después de Arroyito accedí a la meseta llena de “mosquitos” petroleros
del Cutral Có, el Agua de Fuego, y recién cuando me despojé de todas mis
frustraciones y ansiedades en la última posada de la aldea suiza que han
construido los huincas en Aluminé, el Ande parecía permitirme entrar “limpio”
al acampe en el poblado mapungundún a la vera del Rukachoroi.
Si
la montaña parecía tomarse el trabajo de atraerme de nuevo a su falda,
enseñándome primero que debía hacerlo con el mismo respeto de quien necesita
ayuda, no con la oronda impunidad de quien viene a llevarse algo, es porque la
montaña me había invitado.
Todavía
hoy se pide subir las escaleras de las pirámides mayas y náhuatl de costado,
sin mirar de frente a la cima, en señal de respeto; a cambio es más fácil
regular la respiración y el cansancio muscular para llegar a lo alto. Les
descendientes de les waykama, en Choya Catamarca, te aconsejan dejar una piedra
de abajo cuando llegás a la cima de cualquier cerro, en señal de ofrenda y
agradecimiento; en retribución, tu experiencia en la altura será maravillosa y
gratificante. Esos montículos de piedras como altares, en la Galiza pre-romana
se llamaban outeiros y les judíes siguen dejando una piedra de ofrenda a sus
seres queridos que ya no están sobre la lápida en el cementerio, cual clavel
rojo. Para les aymará las grandes montañas del Ande eran sus abuelas sagradas,
Apu, hermanas de los vientos húmedos y secos del Altiplano, hijas de la Mar.
Diosas creadoras, Pachamama emergida y gobernante, fuente de toda vida y de
muerte. La leyenda de Noha en el Ararat, los eremitas habitando cavernas por
treinta años y hablando con las divinidades creadoras en los Zagros persas y en
todas las culturas que poblaron los Atlas de Anatolia, la jauría de Zeus parasitando
el trabajo esclavo de les humanes en el Olimpo… nos conectamos, dialogamos,
intercambiamos con las montañas. Desde que empezamos a desarrollar nuestro
pensamiento abstracto hace más o menos 300 mil años atrás.
Quise
comprender que las montañas ejercían una atracción en mi inconsciente tan
fuerte que parecían invitarme a visitarlas para cargarme de la fuerza necesaria
para enfrentar la vida explotada y alienada en la mancha de cemento donde vivo.
Quise comprender el mensaje del Lanín y concluí que me convocaba a terminar con
las vacilaciones y encarar con firmeza todos los compromisos que había asumido
y, mucho peor, concluí que la montaña me convocaba a cerrar el luto de la
familia fracasada construyendo con coraje y determinación una nueva relación
monogámica.
Ahora
veo con claridad la fuerza inquebrantable de la humildad. Claramente la montaña
y el lago me habían atraído a una experiencia superadora del simple ocio
necesario del cuerpo y la mente que se agotan en el desangrado cotidiano de la
alienación. El Ande me había convocado para enseñarme, pero todavía aturdido
por la ilusión de la razón lógica en la que fui formado, atado al poder
cristiano del verbo, decidí demasiado rápido que había comprendido el mensaje.
¿Qué quieres de mí, Ambato?
Un
cataclismo se llevó en ese 2016 negro que todes les explotades de este
terriorio sufrimos por igual, todo mi orgullo consciente. Todo lo que creía
haber aprendido en el Ande demostró ser, una vez más, la ilusión de control que
pesa sobre la conciencia de quienes trabajamos para ser “funcionales” en
nuestra sociedad. Todas las decisiones, si bien puras y bien encaminadas, se
quitaron la piel para mostrar su cara cruda. Lo único que me sostuvo firme fue
la fuerza de la piedra que me había donado la montaña.
Ver a la mujer
ideal de una nueva monogamia heterosexual desnudarse magra y amarga como la
hiel, la confianza dada revertise en maltrato y un nuevo ataque. Mburucuyá
salió decidido a disfrutar el amor y fue otra vez caz(s)ado sin piedad,
atormentado. Volvió a sentir (¡cómo pude hacerle esto de nuevo!) el canto
abusador del desprecio a su orientación sexual de la persona que había elegido
para llenarle de cariño. Luego quien había creído mi hermano por opción, el
amigo de juegos y travesuras que Mburucuyá nunca tuvo fue desnudado en su
realidad de soldado de una fratría de violadores al interior de la fraternidad
más maravillosa de militantes bolcheviques que hayamos conocido. El dragón cayó
del cielo estrepitosamente.
Una revolución
completa de Marte alrededor del Sol me costó emplastar las nuevas y
desgarradoras heridas. Con la confianza en mis afectos perdí también lo que
quedaba de mi confianza orgullosa en mi yo consciente. Es así como sabían los
chinos hace dos mil años: la merma del lago, fabrica el vacío necesario para
volverlo a llenar. O como aprendimos quienes nos hemos ahogado en piletas de
pequeñxs: una vez que caímos más allá del punto donde nuestra desesperación nos
anula la fuerza del braceo para alcanzar la superficie, es mejor hundirse hasta
el fondo para encontrar el apoyo necesario que permita a las piernas el impulso
para volver a respirar.
Al cierre de ese
destructivo 2016, en un estadio de Atlanta a pocas cuadras del Maldonado
encadenado de cemento, descubrí un ser que me maravilló. Cuánto habrá sido mi
dolor que tardé dos años en permitirme responder con amor a su amor. Al final,
su paciencia y afecto, su notable desprendimiento del ego, me permitieron
experimentar una calidad de oro tan bella como inhallable: un cuerpo con la
fuerza propia de la masculinidad musculada en las duras horas del trabajo en la
zafra cañera y el obraje albañil capaz de amar y penetrar con la dulzura de un
noble caballo pampeano.
Cuando Mburucuyá
lo conoció, desde el primer instante se propuso convencerme de la necesidad de
buscarlo, de compartir vida a su lado. Durante dos años mis viejos recursos
contra mis apetitos homosexuales resurgieron, reforzados ahora por el daño a
una bisexualidad que sólo había encontrado varones hermosos y dulces en las
actividades y las citas pero puro macho en la cama. Después de un segundo año
terrible como el 2018 fue para todes nosotres, el retorno del Fondo Monetario
sepultando la gloria del jubiladazo del 14 y 18 de diciembre de 2017 bajo las
migajas miserables por las que las corrientes sindicales y piqueteras del
kirchnerismo se esforzaron a contener cuanto impulso de lucha hubo, año maldito
de Bolsonaros y Vox, concedí a Mburucuyá la necesidad de volver a la montaña.
El torazo dulce de Atlanta vive en Catamarca.
Nada se sabe de
Catamarca fuera de ella. Una de las provincias con los niveles más bajos de
propaganda turística en el país con una de las riquezas en diversidad histórica
y ecológica más impresionantes del continente. Como dice un amigo que encontré
estos días: “sólo conocen María Soledad, el Bajo de la Alumbrera y el San Pedro
de Amaicha”.
Ya pude
reconocer la vieja sensación desde que tardé en sacar el pasaje y el día fijado
tuve que desangrarme en un taxi caro esquivando una Buenos Aires en obra
permanente, para llegar al Chevalier casi al borde de la salida, empresa
despiadada que no supo darme una miserable galletita de agua en dieciseis horas
de viaje. Todo venía a indicarme que aceptara que hacía el viaje contra mi voluntad
consciente, guiado por el deseo de Mburucuyá que todavía no comprendía. Al
punto que llevaba una impresión muy difusa del tipo de ecosistema montañoso con
el que me iba a encontrar.
San Fernando me
recibió con 39 grados a la sombra después de dieciseis horas de mate con el
ciático encastrado en un reclinable rodeado de changuitos fluyendo su más
dicharachera infancia sobre los olores de los cuerpos de ancianos fermentando
sus últimos días de viajes de larga distancia.
El clima
catamarqueño es de una falta de regularidad propio de los climas de alta
montaña. El pozo donde españoles y criollos desarrollaron una ciudad de cemento
de 300 km2 (cien más que Buenos Aires) tiene 500 metros sobre el nivel del mar
y los dos cordones montañosos que la rodean al este y al oeste corren paralelos
de nortoeste a sudeste alcanzando un mínimo de dos mil metros y un pico máximo
de casi cinco mil en el majestuoso Manchao del cordón del Ambato.
En mi
imaginación abollada por veinte años de llanura y puerto, las montañas
catamarqueñas se me imaginaban continuidad de los pliegues serranos pampeanos,
hermanados a los de Merlo en San Luis o las famosas Sierras Cordobesas. Pero
no, las serranías de Córdoba y San Luis son los pliegues que hacen de
transición entre las últimas cadenas montañosas andinas y la llanura que cae
hacia el Paraná, mientras que el Ambato y el Ancasti son las primeras
cordilleras que conducen hacia la puna atacameña y el altiplano, manifestación
sureña de los Valles Kalchakíes, que abrigan al majestuoso Aconguija antes de
hacerse Valle de Lerma y pura quebrada humawakeña al norte.
Como mucho, une
puede fantasear desde internet con el Ancasti de la Cuesta del Portezuelo
cantada en zambas y escondidos o las fincas desde donde Felipe Varela salió en
montonera y salvó el honor del pueblo argentino enfrentando al Proceso de
Organización Nacional de los Mitre, Sarmiento y Roca para evitar el genocidio
contra el pueblo paraguayo y su amputado intento de independencia industrial en
1866. Descubrir la pequeña porción de la quebrada del Ambato por donde fluye el
Tala y el viejo Pucará del hanán del pueblo kakán llamado Choya-Desobediente antes
de la conquista y el genocidio, fue suficiente para descubrir la abrumadora
ignorancia que me había traído hasta aquí.
Todas las
formaciones montañosas encerradas en los límites artificiales de la provincia
son una de las rarezas geológicas más apasionantes, contando con una concentración
de riqueza en diversidad en minerales y metales muy pocas veces vista en el
mundo, desde la famosa rodocrosita que sudan sus cavernas en estalactitas hasta
los menos conocidos repositorios de mica (el metal con el que se fabrican las
planchas de las planchas), quarzos de todos los colores, el caolín (mineral con
el que se fabrica la porcelana china) y una rara aleación de bronce arsenical
(que permitió la asombrosa metalurgia ornamental chamánica de la cultura kakan,
pre inkaika, de al menos mil quinientos años de antigüedad).
Todo
esto se puede leer por internet o visitando el Museo de La Plata. Pero recorrer
el Ambato, compartir e intercambiar experiencias de vida con sus moradorxs, es
una ceremonia permanentemente recomenzada de pura fraternidad y cariño.
Otra
vez la montaña parecía contenerme en la olla de cemento. Tres días pasé con el
hermoso guía disfrutando del amor y una minuciosa comprensión de los pliegues
profundos que organizan la vida política, económica y cultural de San Fernando
del Valle y las principales ciudades de la provincia, de la mano de un
verdadero cuadro del proletariado como pocas veces he conocido. Igual que tres
años atrás a Fuentealba, rendí mi ofrenda a María Soledad, mártir de las mujeres
catamarqueñas que luchan por sublevar el yugo feminicida del capitalismo feudal
y macho de estas tierras medievales, azotadas por el látigo venenoso de la
Iglesia Vaticana como en pocos lugares.
Recién
allí me recibió el Ambato en sus brazos. En los orígenes de la Diagonal Árida,
las lluvias que no le acercan los vientos del Pacífico porque llegan secos
después del Ande, ni los del Atlántico que desaguan las últimas gotas sobre la
yunga jujeña y salteña, el Ambato produce su propio ciclo de reciclado de agua
potable, ayudando al calor solar con la energía calórica y electromagnética de
su entraña a hervir el sudor de plantas y animales para provocar la nube que al
llegar a lo más alto y frío vuelve a regar la montaña. El cuarzo y la
rodocrosita son producto de ese enorme calor interno que provoca la cercanía
del magma original, que cristaliza el mineral logrando la variedad de colores y
delicadezas que asombran y fascinan a les artesanes y orfebres.
El
Ambato se muestra como un generoso útero emergido hasta los cuatro mil
quinientos del Manchao, pura usina alquímica de minerales, metales y lava
volcánica que nutren una variedad incontable de plantas y árboles, desde la
farmacia natural de yuyaje amargo al alcance de la sabiduría popular, hasta los
clásicos talas, tipas, jacarandás y lapachos que pueblan sus faldas y esa
extraña y fascinante cultura de cactus de los cuales el agave y el San Pedro
engalanan la altura. Todo es estallido vital en el Ambato, desde el aplauso
infinito del río golpeando la piedra en furiosa bajada hasta el chillar del koyuyo
o el lamento del kakuy, millares de insectos de múltiples formas, reptiles
fascinantes, el puma y el cóndor, que han obsesionado a las culturas milenarias
de seres humanos que poblaron sus valles y picos.
Limpio
de mí mismo, despojado de los mecanismos que se necesitan para soportar la
explotación diaria en la ciudad de la furia, el Ambato liberó a Mburucuyá que
volvió a sentir en todo el cuerpo el poder de la Sierra Madre y la experiencia
viva en la carne de las culturas cantándole desde el paladar en la olvidada
lengua kakán, latín y arameo de los Valles Kalchakíes hasta la llegada del Inka
invasor y el castellano genocida.
Maravillado
como estoy por la libertad de Mburucuyá y su alegría sin contenciones, su
sexualidad mutando mi cuerpo como en una segunda pubertad, la música profunda y
ancestral atravesándonos otra vez y poniéndonos en el mismo eje místico, no
puedo dejar de preguntarme, de nuevo, ¿a qué me ha llamado el Ambato, qué
quiere que aprenda, por qué ha mandado a uno de sus hijos a abrazarme hasta el
llano y el estuario?
El Hananwatu
Todo el presente
sumiso y rebelde del pueblo catamarqueño anhela la combatividad doblegada por
la conquista. Las poblaciones que hablaron el kakán fueron las últimas del
Tawantinsuyu en caer después de un siglo de encarnizada guerra. La violencia de
la destrucción de la autoconciencia y la identidad que desplegaron los
españoles fue proporcional a la fiereza en la resistencia kalchakí. De la
lengua kakán no quedan más vestigios que los nombres en la geografía y el
cantito típico del castellano hablado en Catamarca y Tucumán, que llega hasta
la tonada cordobesa que conoce el porteño y el país entero. Tal fue la
destrucción que hay dos hipótesis para explicar el nombre del Ambato.
La primera cree
que su fonética vendría de la palabra aymara Hamppatu, que significa Sapo,
aunque la influencia cultural del aymara es un poco forzada en esta región y
nada en la forma del cordón montañoso parece indicar la forma o la fauna que
justifique es nombre. La segunda hipótesis, sin embargo, haría justicia a la
historia de las civilizaciones humanas que poblaron estas tierras, ya que viene
del kakán y el kíchwa, Hanan-watu (aspirando la “h” como una “j” y mordiendo
los labios como una “w” germana) que significaría “chamán del alto”.
Hace miles de
años que las culturas del Ambato depositaron en les chamanes la tarea de
mantenernos en contacto con las fuerzas invisibles que gobiernan la vida.
Especialistas en el conocimiento detallado de las propiedades que cada savia
del monte promueve en nuestros organismos, implacables observadores de las
continuidades y cambios del movimiento de los astros en el cielo para predecir
las estaciones y los ritmos del latido de la vida, maestros en el entendimiento
del mineral y el metal su importancia en la vida comunitaria ha quedado
plasmada en cada vasija de arcilla o preciosa pechera de bronce encontrada en pukarás
y ayllus a lo largo de todo lo alto (hanan) y bajo (hurín). Les más lúcidos
arqueólogos han aprendido (sin el financiamiento necesario para tan
indispensable tarea como es el conocimiento de la experiencia acumulada por los
seres que mejor comprendieron como desarrollar la vida humana en estos
difíciles ecosistemas) que aquélla hipótesis lúcida de Antonin Artaud en su
sicodélica visión del sacerdocio de Gabal-El en las montañas sirias del 214
d.C., se comprueba también en las montañas kalchakíes.
Nuestra
primitiva imaginación entendía que la vida es el movimiento permanente de la contradicción
esencial dialéctica de lo femenino y lo masculino sintetizándose en una entidad
que supera la división superficial que establece el cerebro humano. Fusión de
humanidad y ambiente natural, de los recursos esenciales del ecosistema de
altura y la profundidad del valle, de la fuerza firme y sólida de la roca y la
madera y del poder invencible de la blandura del agua y la tierra, usina de
energía etérea del viento y el fuego, inagotable útero de la tierra y el cielo
en unión. Hasta el esquemático pensamiento lineal y técnico del arqueólogo
decimonónico ha sido erosionado por la teoría
de géneros lo suficiente para comprender que les chamanes, primero mujeres
hechiceras y luego varones del primitivo patriarcado andino, en sus rituales
utilizaban la plantas alucinógenas más diversas para provocar un trance de los
sentidos y la sexualidad del travestismo y la mímesis con animales poderosos
como el puma o el cóndor para obtener el poder original del dios creador, ni
femenino ni masculino sino mujer y hombre unidos, alto y bajo en comunión.
Este hermoso
bolchevique con forma de toro bravo y sensibilidad de pájaro que llegó desde lo
alto hasta la llanura más baja antes del mar, sólo para abrazarme, me atrajo a
la montaña que lo creó y lo educó con rudeza, Hanánwatu encarnado. Él me ha
enseñado una y mil veces que no todos los seres que viven se comunican del
mismo modo que yo, usando sólo la palabra. Como las personas sordas, cuya
exquisita lengua no puede ser comprendida nunca desde la gramática y la
semántica de ninguna lengua verbal y que para comprenderla hay que volver a
conectar con los lenguajes de lo visual, el habla y la poesía silenciosa del
cuerpo y las emociones. Él me ha enseñado la ancestral sabiduría y abierto las
compuertas del cerebro que la necesidad de la reproducción cotidiana de la vida
en la ciudad furiosa no exige ni alimenta.
En la Sala 8
luchaba para comprender quién soy, si construcción artificial, disfraz
seleccionado para camuflar un macho patriarcal (como vomitan intentando
destruirme mis enemigos heteronormados y mis amigues lesbianas y gays
binaristas) o une persona de género indefinido pero seguramente no un varón
heterosexual. Mi obsesión chocaba una y otra vez de distintas formas buscando
obsesivamente la prueba lógica que demostrara el valor de una u otra.
Ahora, ahora,
ahora, recién ahora,
entiendo lo que
el Ambato quiere que aprenda,
lo que no pude
aprender en el Ande tres años atrás,
lo que debí
sospechar en la Sierra Madre, hace veinte años,
cuando tuve por primera vez
veinte años.
El primer trabajo
para comprender lo que Mburucuyá encerrado 35 años quiere decirme no es
encontrar las pruebas olvidadas de mi pasado sepultado que expliquen a
Mburucuyá, sino prestar atención a la lengua que usa Mburucuyá para comunicarse
conmigo, que no es el español ni la lógica formal que usamos todos los días
para ganarnos el sueldo.
Primero hay que
aprender a comprender la lengua del otre y recién allí ponerse a conversar.
Luego, la constancia será más fuerte que el destino, y venceremos.
(PD) Gracias Hananwatu
generoso y lúcido por ayudarme a destrabar la conciencia de Leo, ahora tenemos
serias chances de llevarnos bien y ser felices al fin, te mando un abrazo de
flor sobre besos de mainunbý.
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