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sábado, 12 de enero de 2019

Las enseñanzas del Hamwattu

Ensayo de introspección catamaaarqueño



Estamos queriendo entender,nos. Las ocho semanas de la última primavera en Sala 8 del Muñiz, trabajando sobre mi conciencia en crisis junto a una psicóloga especializada en acompañar personas transexuales, el remolino emocional de mi crisis de identidad de género se podría resumir en una sola inquietud: ¿estoy construyendo una identidad femenina o soy esto que quiero ser?

Las posibles respuestas me han atormentado, porque señalan senderos muy distintos. A diferencia de muches, desde que mis conmilitones del sexto grado primaria del Colegio Roque González reprimieron y hostigaron mi “femineidad”, para protegerme mi propia estructura sicológica eligió el camino de la auto-represión y la mimetización con el patriarcado.

Más sencillo que todo esto que ahora entiendo, me he esforzado con ahínco, tezón y disciplina para obedecer el mandato social que me ha dicho lo que se espera de un cuerpo masculino, un varón, un verdadero varón. Mientras para la mayoría de las personas trans, gays y lesbianas en nuestra sociedad la infancia y adolescencia son un calvario, un infierno en la Tierra, después del primer golpe cruel contra mi sensibilidad, decidí esconderme y no recibir ningún golpe más.

Mientras el camino llevaba a un amor especial hacia mi madre (“el varoncito es de la mamá”) o a la responsabilidad de conseguir alimento y sostén material para “mi” familia, todo fue muy bello y poco contradictorio. Pero el grado máximo que exige de un varón la sociedad patriarcal es la expresión de poder absoluto sobre el cuerpo femenino, sobre la voluntad de la mujer.

Si el camino del éxito para unx arquitectx es el edificio terminado, para le astronauta caminar la Luna, para un varón exitoso, se trata de alcanzar el máximo grado político, moral y ético del varón patriarcal, el del violador.

Entrenando al violador


La escuela que me formateó es una de las más eficaces en la programación patriarcal que ha existido en los últimos dos mil años, la Iglesia Católica Apostólica Romana. El Vaticano ha desarrollado las técnicas más sutiles y complejas de dominación racional, teórica, psicológica y corporal durante su existencia. Cada paso de su conversión en religión de Estados imperialistas desde su matrimonio con Constantino en el 400, empezando por la propia colonización de sus feligreses, a quienes a reprogramado desde una militancia antiimperialista e igualitaria hacia la idea del gendarme de la propiedad privada, luego haciendo el trabajo sucio de conocer la cosmovisión de cada pueblo conquistado por Roma para mejor “evangelizarle”, la conquista y colonización de América, África y Asia para los estados feudales y luego capitalistas, le ha servido para acumular el conocimiento del “otro cultural” de forma tal de comprenderlo a fondo y usar ese conocimiento para detectar las “debilidades” inherentes a su cultura y usarlas en su contra.

La Iglesia de Roma es el mejor ejemplo en la historia de nuestra especie de esos seres que quitan, expropian, la energía emocional, racional y muscular del otro, que absorben, que vampirizan para manipular y explotar a ese que han comprendido en contra de su deseo en favor de las necesidades e intereses del colonizador, del expropiador.

En ese culto enfermizo y demoníaco, yo, que siempre me he caracterizado por una extrema sensibilidad hacia mi ambiente, y por ser un excelente alumno de cada cosa que he decidido aprender, un disciplinado alumno, he aprendido ese mecanismo al detalle, conocer al otro para usarle en mi beneficio.

Mi vieja me alertaba, de chiquito, cuando le hacía compañía en una de sus torturas domésticas, lavar ropa, pelar cebollas, lavar platos, limpiar pisos, ordenar la casa: ¨la inteligencia puede ser usada para el mal, nunca la uses para el mal.” Pero mi viejo, con quien sólo compartíamos ratos de ocio, jugando al dominó con os paisanos, en auto, decía que lo único que importaba era “hacer guita para que te respeten”, a cualquier precio. Un tipo que no tuvo amigos para llevarle las seis mancuernas de bronce del traje de madera, el último.

Sin embargo, no me pude graduar. Cada vez que he estado al borde de conquistar el más alto galardón, cada vez que estuve a punto de pasar de manipulador a golpeador y luego a violador, una fuerza confusa, amarga y angustiante se ha apoderado de todo mi ser. Cada vez que mis relaciones afectivas con mujeres que amaba requerían el paso definitivo y final del ejercicio psíquico y físico de la violencia, la imposición material de mi voluntad sobre el cuerpo y la voluntad de ella, mi compañera de militancia, mi compañera de trabajo, mi compañera de vida íntima, mi propia hija, desde algún lugar desconocido se provocaba un corto circuito y, como sufre quien es consciente de su psicosis o ezquizofrenia, un pánico de autopercepción de locura se apoderaba de todo mi ser, perdía de pronto toda racionalidad sobre lo que deseaba y sentía, todos mis recursos de relación comunicacional con el universo se mezclaban, enredaban las palabras y los gestos, la frustración tomaba el control de mi ser y las relaciones personales estallaban y se morían.

Siempre al borde de la necesidad de resolver el conflicto de la relación por medio de la imposición violenta de mi voluntad sobre la otra, siempre en el límite mismo de ese abismo de deshumanización, sin ninguna consciencia de todo esto que ahora escribo, algo me ha invadido y me lo ha impedido. Han sido veinte años de una imposibilidad permanente de construir relaciones afectivas felices o al menos armónicas.

Un paréntesis que ayuda. Trotsky contaba que, a la hora de construir el Ejército Rojo,  se había opuesto a la aplicación del método histórico del uso de la tortura heredado del zarismo por una sencilla razón: quien es entrenado en torturar a otro ser humano, se deshumaniza. Algo que cualquier estudioso de la dictadura videliana sabe, es que, el torturador, como condición sine qua non para poder quebrar a otro ser humano, debe verlo como algo inferior, no como un semejante. Y en ese proceso de construcción del otro como algo no humano, el torturador pierde su propia condición de humanidad. Los conquistadores españoles han masacrado a las poblaciones originarias de América hasta que el Emperador y el Papa determinaron que eran seres con alma, luego de ello han prohibido su tortura y canalizaron su potencia genocida sobre los negros del interior de la sabana africana, que por su color de piel y su cultura neolítica, ágrafa y comunitaria eran claramente seres inferiores, “monos”. Trostsky decía que el socialismo necesitaba de seres humanos en su mayor grado de autoconiencia humanista, y que cada soldado torturador sería un agente de desmoralización para la clase obrera socialista. Valga un agradecimiento eterno para esa idea de León.

Ahora entiendo esa idea de Freud que en este momento de mi vida tiene el valor de un mantra: lo reprimido no muere, queda vivo debajo de la represión y busca su camino hacia el exterior de las más variadas formas.

Ese gurí que fui yo hasta los seis años, hasta esa primavera de 1983 en que comenzó la tortura de mis pares contra una evidente bisexualidad o incluso pansexualidad -cómo saberlo- quedó encerrado en lo profundo de una celda monacal medieval, y fui construyendo por propia voluntad (si es posible que un preso pueda tomar decisiones propias) este otro ser artificial, este varón heterosexual con destino de paterfamilia, de dueño de una o varias mujeres a su servicio para que le den y garanticen un estilo de vida.

Ese gurí sepultado no se ha rendido nunca. De miles de formas que recién ahora puedo reconocer en gestos o actitudes, costumbres vanas, siempre banalizadas por mi yo consciente, ese gurí fue saliendo a la superficie. Y debo agradecerle porque ha madurado lo suficiente para boicotear con los medios a su alcance cada vez que estuve al borde de quebrarme como ser humano empático con su propia especie y me ha impedido transformarme en un torturador, en un violador consumado.

Posadeña linda, pequeña flor


Es necesario proponerte un juego para que comprendamos lo que intento explicar,me,nos. Pongámosle nombre a ese gurisito, porque cada vez que le nombro en masculino o femenino, sufre, y mientras escribo, salta sobre mis manos, me tapa los ojos, me molesta como Cata cuando quiere una caricia o agua limpia. Se llama Mburucuyá, como la extraña flor sin género conocido de la selva misionera donde se crío.

Ahora que Mburucuyá creció y es une gurí hermose de diez años con la madurez emocional de una persona de cuarenta, ha tomado tal control y permanencia en mi universo consciente que ya no me permite seguir mostrándonos al exterior como sólamente Leonardo José Grande Cobián. En su lengua propia, que todavía no logro comprender cabalmente, me ha dejado claro que todo nuestro sistema emocional y racional no va a seguir funcionando si sigo comportándome frente a la sociedad como ese varón patriarcal que fui.


El 27 de setiembre de 2018, frente a una actividad ESI en la escuela que trabajo hace diez años y la que luchamos para que se hicieran talleres exclusivos para las alumnas en pos de que pudiesen sentirse protegidas para expresar (sacar afuera) las situaciones de violencia que sufrían, cuando al fin hemos logrado que un tallerista autorizado dijera, “bueno, ahora las mujeres van al aula tal y los varones al aula tal”, tuve el primer ataque de pánico de mi biografía. Mburucuyá hizo un piquete, un corte total de accesos a capital sin “un carril liberado” siquiera. Y visto en la piel del funcionario que llega al corte de ruta a parlamentar con les piqueterxs, ante la necesidad de encontrar una salida negociada al conflicto, sabiendo que sólo podía seguir si reprimía salvajemente el corte, este Leonardo Grande que he sido treinta y cinco años de mi vida, se ha negado a disparar sobre Mburucuyá y encontramos un plan de acuerdos mínimos: empecé terapia específica para personas transgénero en la Sala 8, Psiquiatría, del Hospital Muñíz en la primer ladera de la barranca inundable del Riachuelo, en el antiguo barrio de africanes esclavizades y donde se fue cuajando la clase obrera industrial en nuestras tierras. Allí, en el útero de barro donde se fue alquimiando la parte más bella y dura de nuestro “ser nacional”, en el retorno a la única madre que me ha enseñado a ser una buena persona, comencé este proceso de intentar comprender,me, de intentar saber quién es Mbuucuyá, de comprenderle para poder dejarle vivir aquí afuera, conmigo, y que podamos vivir juntes una vida sin cárceles interiores, sin imposiciones, sin violencia de ningún tipo, hasta que -¡oh tierna esperanza de revolución!- algún día podamos ser fusionados de nuevo, como cuando teníamos ambxs seis añitos, Leo X Mburucuyá Capobianco.

Mis montañas y yo


Guarda chamigo, que ahora empieza el verdadero relato. Leo Mburucuyá tiene impresa en su más profunda constitución emocional las formas de percibir el universo de quien ha sido criade por el majestuoso Alto Paraná. La vista acostumbrada al verde-rojo adversativo de la selva esmeralda y la tierra colorada por el óxido ferroso, la rigidez de la barranca de piedra volcánica emergida -toda ámbar, toda obsidiana negra-, el olfato formateado en el vaho penetrante del vapor sexual de animales y plantas estallando en eternos días de agobiante calor y humedad, el cuerpo acostumbrado a este permanente estallar de sentidos y sensaciones, a esta rigurosidad del bombeo permanente de las emociones. Mar que camina es el nombre dentro del cual la sabiduría ancestral del guaraní ha sintetizado la vista permanente del majestuoso Paraná.

Sin embargo, a los 19 años viví intensamente dos meses recorriendo de noroeste a sudeste los cordones montañosos de la Sierra Madre Occidental, desde el Valle náhuatl del antiguo Texcoco hasta las sierras selváticas tropicales maya kiché, pasando por montañas y valles Oaxaqueños, o como las colonizadas mentes repiten, desde México hasta Guatemala.

Seguro conocen esa sensación de terremoto emocional cuando une viaja por primera vez desde su ambiente conocido, su zona de confort, hacia un lugar total y absolutamente extraño. Diez mil kilómetros de distancia, la mutación de todas tus moléculas y átomos en la forma de viaje menos común para nuestra especie, atravesar los vientos atmosféricos; la cruda realidad de apartheid de una sociedad donde la cantidad de mielina en la piel se siente como un muro; la comprensión de que el idioma que une mamó no es igual a sí mismo cuando es interpretado por poblaciones con historias culturales tan diferentes como son la porteña y la mexicana; culturas gastronómicas de raíces casi opuestas por el vértice. Todas estas diferencias, desestructuraron a un Leo Grande todavía jóven, lo justo y necesario para que Mburucuyá tomara el control del viaje.

Allí, en la cumbre de la mal llamada pirámide de la Luna de Tehotiwakán, Mburucuyá fue libre por primera vez. Y digo mal llamada porque quienes construyeron hace miles de años esa pirámide escalonada híbrida del estilo conocido egipcio y sumerio, lo hicieron para homenajear no a la Luna sino a la montaña más lejana que puede verse en el horizonte detrás suyo. Era la montaña de la que habían llegado esas poblaciones nomádicas que terminaron por establecerse y sedentarizarse en el valle central, entre las dos cadenas montañosas al este y oeste del Lago Texcoco. Claro que fue construida para poder estudiar y comprender el devenir de la vida celestial de los astros para organizar la vida material de millones de seres. Sin embargo, cualquiera que la mire de frente antes de terminar el recorrido de la calle central y distinga su contorno particular, como la “panza” del Palo Borracho que le modifica su identidad de Ceiba, notará que la pirámide espeja la montaña madre.

En la cúspide de la montaña fabricada por seres humanos, con el pelo libre al viento y los ojos del cerebro cerrados para permitir sentir a los sentidos pre racionales del cuerpo, la energía tan particular de ese lugar me atravesó en forma tal que llevo veinte años buscándola de nuevo.

Claro que Leonardo Grande supo encapsular todo eso en un casillero perfectamente racionalizado que no anduviera picaneando la cotidianeidad con un palito. Pero Mburucuyá siente esa fuerza y la busca, para ser de nuevo, libre.

Casi al final de ese viaje que narro, en los años en que la Selva Lacandona se había rebelado encarnada en sus hijas tzotziles y tzetzales armadas contra el NarcoEstado del PRI, después de conocer la fuerza del Pacífico sobre los valles agrestes de Mitla, Hiervelagua o Monte Albán, Mburucuyá alcanzó la plenitud en la cima de las pirámides de piedra calcárea, en el corazón latiente de la selva kiché del quaktemalákj, en Tikal, la mayor reserva protegida de la humanidad al mismo tiempo por su enorme valor natural de selva tropical e histórico cultural. Allí, el verde esmeralda de la infancia visto por primera vez desde una cumbre montañosa de forma piramidal aguda, construida para ser observatorio astronómico y altar ritual, captó la fascinación absoluta de Mburucuyá para siempre.

Leonardo se limitó al ponerle la etiqueta de “fascinación” a esa experiencia, guardarla en el frasco de los objetos perdidos, como todo aquello que une no comprende racionalmente porque es imposible de ser intelectualizado. Ahora sé que Mburucuyá, al contrario, siempre supo de qué se trataba aquéllo. Ahora entiendo que el autorretrato al óleo que Leonardo Grande pintó para resumir las experiencias de ese viaje -y que una hermana de alma guardó trece años en sus diferentes hogares para preservarlo de mi depresión- es, en realidad, una aguafuerte exacta de Mburucuyá. Recién ahora lo sé.



El primero de enero de 2001, frente al momento más crítico de mi pasaje de la adolescencia a la primera juventud, en un ritual de elaboración de la primer pérdida importante en mi vida de una persona amada, conocí los lagos Quillén Quillén y Rukachoroi, cercanos a los pueblos huincas de Junín de los Andes y Aluminé. Allí Mburucuyá conoció el otro rostro de la montaña, en lugar de aquella conexión con lo celestial, la magia de la atracción de la cima, encontró en los lagos de deshielo el camino al inframundo, la sima, donde habitan quienes nos han acompañado en el camino y ya no siguen con nosotres.

Para siempre ha quedado en mí esa profunda conexión en paz con mis propios ancestres -mal llamados celtas por el romano genocida- los clanes astures y suabos que poblaron en su largo camino desde las alturas del Cáucaso hasta las islas galesas, gaélicas, bretonas y escocesas, las montañas nevadas de Galicia y Asturias, oradadas durante millones de siglos por el bravo mar Cantábrico.

Los sistemas lacustres de la alta montaña andina -su prócer el Titikaka-, despiertan en la memoria atávica la emoción de inmensidad e infinito profundo de la mar uterina. El origen de la primera célula, el reservorio original del oxígeno, el lugar de donde venimos todes les organismos pluricelulares de este planeta. En mi caso, Mburucuyá aprendió a respetar el silencio del juego y la algarabía desenfrenada de su Paraná y su selva, escuchándome contar las historias milenarias de nuestres ancestres galegos y astures. El frío de las latitudes alejadas del trópico también sirvió para hacerlo un mono obediente y respetuoso. Mburucuyá sin embargo vive despierto y camina a mi lado en esos bosques de araucarias y piñones, pues la alegría de la vida también le despierta, aunque aprende sin desenfrenos.



La última vez que me golpeó la vida sin piedad y removió todas las estructuras racionales que Leonardo Grande creían inmodificables y estabilizadas para siempre (la familia “propia”, amigo-hermano hasta la muerte y partido revolucionario) volvimos a llorarnos y desarmarnos junto al mar primero y al Rukachoroi al pie del volcán Lanín, después.

En realidad fue allí, el año nuevo de 2016, donde empecé a escribir este texto que ahora tejemos para que vos des-henebres a tu gusto. Leonardo ya no se llamaba con el apellido patronímico porque había comprendido a fuerza de golpes que los mandatos de la biología, la iglesia y el capitalismo había que botarlos a la mierda primero de la propia casa si une quiere ser medianamente coherente a la hora de barrerlos de la faz de la Tierra. En una iluminación Leo casi comprende el aullido interminable de Mburucuyá, pero todavía incapaz de distinguirle, comprendió que debía ser coherente consigo mismo y transformarse hacia aquella actividad humana que mejor le hacía, decidí asumir mi identidad de artista frente a mis relaciones cercanas y publiqué mi primer libro de relatos y asumí la identidad de mi linaje materno, el nombre del bisabuelo que me ha legado el rostro y el rh negativo y el apellido neolítico del clan familiar, todavía hoy, mucha gente me conoce sólo como Capobianco.

En esos textos, escritos con la velocidad de la ansiedad y el apuro de la falta de electricidad de la montaña inhóspita, puede leerse si une le pone ternura, una aproximación clara. Sentía que me había costado mucho despegar de Buenos Aires después de muchos veranos sin vacaciones, pero cuando vió la majestad humilde del Río Colorado y el Negro, Mburucuyá quiso salir a encontrarse de inmediato con la montaña. Tenía planeada una parada importante (para conocer a una persona que nos había maravillado) en el Newenquén, el cruce de caminos donde termina abruptamente la llanura frente a la Barda de piedra calcárea, en una meseta triangular que hace de entrada y bienvenida.

Recién allí recordé la importancia que tuvo en mi historia el asesinato de Carlos Fuentealba en la Semana Santa de 2007 y me detuve para rendirle ofrenda en Arroyito, lugar donde todavía se siente la soledad cruel del desierto patagónico y hasta el ripio recuerda al maestro. Comprendí que algo me retenía, me impedía el acceso inmediato al Ande. Con menos apuro fui subiendo los escalones de piedra de la placa abollada por última vez hace 65 millones de años, y después de Arroyito accedí a la meseta llena de “mosquitos” petroleros del Cutral Có, el Agua de Fuego, y recién cuando me despojé de todas mis frustraciones y ansiedades en la última posada de la aldea suiza que han construido los huincas en Aluminé, el Ande parecía permitirme entrar “limpio” al acampe en el poblado mapungundún a la vera del Rukachoroi.

Si la montaña parecía tomarse el trabajo de atraerme de nuevo a su falda, enseñándome primero que debía hacerlo con el mismo respeto de quien necesita ayuda, no con la oronda impunidad de quien viene a llevarse algo, es porque la montaña me había invitado.

Todavía hoy se pide subir las escaleras de las pirámides mayas y náhuatl de costado, sin mirar de frente a la cima, en señal de respeto; a cambio es más fácil regular la respiración y el cansancio muscular para llegar a lo alto. Les descendientes de les waykama, en Choya Catamarca, te aconsejan dejar una piedra de abajo cuando llegás a la cima de cualquier cerro, en señal de ofrenda y agradecimiento; en retribución, tu experiencia en la altura será maravillosa y gratificante. Esos montículos de piedras como altares, en la Galiza pre-romana se llamaban outeiros y les judíes siguen dejando una piedra de ofrenda a sus seres queridos que ya no están sobre la lápida en el cementerio, cual clavel rojo. Para les aymará las grandes montañas del Ande eran sus abuelas sagradas, Apu, hermanas de los vientos húmedos y secos del Altiplano, hijas de la Mar. Diosas creadoras, Pachamama emergida y gobernante, fuente de toda vida y de muerte. La leyenda de Noha en el Ararat, los eremitas habitando cavernas por treinta años y hablando con las divinidades creadoras en los Zagros persas y en todas las culturas que poblaron los Atlas de Anatolia, la jauría de Zeus parasitando el trabajo esclavo de les humanes en el Olimpo… nos conectamos, dialogamos, intercambiamos con las montañas. Desde que empezamos a desarrollar nuestro pensamiento abstracto hace más o menos 300 mil años atrás.

Quise comprender que las montañas ejercían una atracción en mi inconsciente tan fuerte que parecían invitarme a visitarlas para cargarme de la fuerza necesaria para enfrentar la vida explotada y alienada en la mancha de cemento donde vivo. Quise comprender el mensaje del Lanín y concluí que me convocaba a terminar con las vacilaciones y encarar con firmeza todos los compromisos que había asumido y, mucho peor, concluí que la montaña me convocaba a cerrar el luto de la familia fracasada construyendo con coraje y determinación una nueva relación monogámica.

Ahora veo con claridad la fuerza inquebrantable de la humildad. Claramente la montaña y el lago me habían atraído a una experiencia superadora del simple ocio necesario del cuerpo y la mente que se agotan en el desangrado cotidiano de la alienación. El Ande me había convocado para enseñarme, pero todavía aturdido por la ilusión de la razón lógica en la que fui formado, atado al poder cristiano del verbo, decidí demasiado rápido que había comprendido el mensaje.

¿Qué quieres de mí, Ambato?


Un cataclismo se llevó en ese 2016 negro que todes les explotades de este terriorio sufrimos por igual, todo mi orgullo consciente. Todo lo que creía haber aprendido en el Ande demostró ser, una vez más, la ilusión de control que pesa sobre la conciencia de quienes trabajamos para ser “funcionales” en nuestra sociedad. Todas las decisiones, si bien puras y bien encaminadas, se quitaron la piel para mostrar su cara cruda. Lo único que me sostuvo firme fue la fuerza de la piedra que me había donado la montaña.

Ver a la mujer ideal de una nueva monogamia heterosexual desnudarse magra y amarga como la hiel, la confianza dada revertise en maltrato y un nuevo ataque. Mburucuyá salió decidido a disfrutar el amor y fue otra vez caz(s)ado sin piedad, atormentado. Volvió a sentir (¡cómo pude hacerle esto de nuevo!) el canto abusador del desprecio a su orientación sexual de la persona que había elegido para llenarle de cariño. Luego quien había creído mi hermano por opción, el amigo de juegos y travesuras que Mburucuyá nunca tuvo fue desnudado en su realidad de soldado de una fratría de violadores al interior de la fraternidad más maravillosa de militantes bolcheviques que hayamos conocido. El dragón cayó del cielo estrepitosamente.

Una revolución completa de Marte alrededor del Sol me costó emplastar las nuevas y desgarradoras heridas. Con la confianza en mis afectos perdí también lo que quedaba de mi confianza orgullosa en mi yo consciente. Es así como sabían los chinos hace dos mil años: la merma del lago, fabrica el vacío necesario para volverlo a llenar. O como aprendimos quienes nos hemos ahogado en piletas de pequeñxs: una vez que caímos más allá del punto donde nuestra desesperación nos anula la fuerza del braceo para alcanzar la superficie, es mejor hundirse hasta el fondo para encontrar el apoyo necesario que permita a las piernas el impulso para volver a respirar.

Al cierre de ese destructivo 2016, en un estadio de Atlanta a pocas cuadras del Maldonado encadenado de cemento, descubrí un ser que me maravilló. Cuánto habrá sido mi dolor que tardé dos años en permitirme responder con amor a su amor. Al final, su paciencia y afecto, su notable desprendimiento del ego, me permitieron experimentar una calidad de oro tan bella como inhallable: un cuerpo con la fuerza propia de la masculinidad musculada en las duras horas del trabajo en la zafra cañera y el obraje albañil capaz de amar y penetrar con la dulzura de un noble caballo pampeano.

Cuando Mburucuyá lo conoció, desde el primer instante se propuso convencerme de la necesidad de buscarlo, de compartir vida a su lado. Durante dos años mis viejos recursos contra mis apetitos homosexuales resurgieron, reforzados ahora por el daño a una bisexualidad que sólo había encontrado varones hermosos y dulces en las actividades y las citas pero puro macho en la cama. Después de un segundo año terrible como el 2018 fue para todes nosotres, el retorno del Fondo Monetario sepultando la gloria del jubiladazo del 14 y 18 de diciembre de 2017 bajo las migajas miserables por las que las corrientes sindicales y piqueteras del kirchnerismo se esforzaron a contener cuanto impulso de lucha hubo, año maldito de Bolsonaros y Vox, concedí a Mburucuyá la necesidad de volver a la montaña. El torazo dulce de Atlanta vive en Catamarca.

Nada se sabe de Catamarca fuera de ella. Una de las provincias con los niveles más bajos de propaganda turística en el país con una de las riquezas en diversidad histórica y ecológica más impresionantes del continente. Como dice un amigo que encontré estos días: “sólo conocen María Soledad, el Bajo de la Alumbrera y el San Pedro de Amaicha”.

Ya pude reconocer la vieja sensación desde que tardé en sacar el pasaje y el día fijado tuve que desangrarme en un taxi caro esquivando una Buenos Aires en obra permanente, para llegar al Chevalier casi al borde de la salida, empresa despiadada que no supo darme una miserable galletita de agua en dieciseis horas de viaje. Todo venía a indicarme que aceptara que hacía el viaje contra mi voluntad consciente, guiado por el deseo de Mburucuyá que todavía no comprendía. Al punto que llevaba una impresión muy difusa del tipo de ecosistema montañoso con el que me iba a encontrar.

San Fernando me recibió con 39 grados a la sombra después de dieciseis horas de mate con el ciático encastrado en un reclinable rodeado de changuitos fluyendo su más dicharachera infancia sobre los olores de los cuerpos de ancianos fermentando sus últimos días de viajes de larga distancia.

El clima catamarqueño es de una falta de regularidad propio de los climas de alta montaña. El pozo donde españoles y criollos desarrollaron una ciudad de cemento de 300 km2 (cien más que Buenos Aires) tiene 500 metros sobre el nivel del mar y los dos cordones montañosos que la rodean al este y al oeste corren paralelos de nortoeste a sudeste alcanzando un mínimo de dos mil metros y un pico máximo de casi cinco mil en el majestuoso Manchao del cordón del Ambato.

En mi imaginación abollada por veinte años de llanura y puerto, las montañas catamarqueñas se me imaginaban continuidad de los pliegues serranos pampeanos, hermanados a los de Merlo en San Luis o las famosas Sierras Cordobesas. Pero no, las serranías de Córdoba y San Luis son los pliegues que hacen de transición entre las últimas cadenas montañosas andinas y la llanura que cae hacia el Paraná, mientras que el Ambato y el Ancasti son las primeras cordilleras que conducen hacia la puna atacameña y el altiplano, manifestación sureña de los Valles Kalchakíes, que abrigan al majestuoso Aconguija antes de hacerse Valle de Lerma y pura quebrada humawakeña al norte.

Como mucho, une puede fantasear desde internet con el Ancasti de la Cuesta del Portezuelo cantada en zambas y escondidos o las fincas desde donde Felipe Varela salió en montonera y salvó el honor del pueblo argentino enfrentando al Proceso de Organización Nacional de los Mitre, Sarmiento y Roca para evitar el genocidio contra el pueblo paraguayo y su amputado intento de independencia industrial en 1866. Descubrir la pequeña porción de la quebrada del Ambato por donde fluye el Tala y el viejo Pucará del hanán del pueblo kakán llamado Choya-Desobediente antes de la conquista y el genocidio, fue suficiente para descubrir la abrumadora ignorancia que me había traído hasta aquí.

Todas las formaciones montañosas encerradas en los límites artificiales de la provincia son una de las rarezas geológicas más apasionantes, contando con una concentración de riqueza en diversidad en minerales y metales muy pocas veces vista en el mundo, desde la famosa rodocrosita que sudan sus cavernas en estalactitas hasta los menos conocidos repositorios de mica (el metal con el que se fabrican las planchas de las planchas), quarzos de todos los colores, el caolín (mineral con el que se fabrica la porcelana china) y una rara aleación de bronce arsenical (que permitió la asombrosa metalurgia ornamental chamánica de la cultura kakan, pre inkaika, de al menos mil quinientos años de antigüedad).

Todo esto se puede leer por internet o visitando el Museo de La Plata. Pero recorrer el Ambato, compartir e intercambiar experiencias de vida con sus moradorxs, es una ceremonia permanentemente recomenzada de pura fraternidad y cariño.

Otra vez la montaña parecía contenerme en la olla de cemento. Tres días pasé con el hermoso guía disfrutando del amor y una minuciosa comprensión de los pliegues profundos que organizan la vida política, económica y cultural de San Fernando del Valle y las principales ciudades de la provincia, de la mano de un verdadero cuadro del proletariado como pocas veces he conocido. Igual que tres años atrás a Fuentealba, rendí mi ofrenda a María Soledad, mártir de las mujeres catamarqueñas que luchan por sublevar el yugo feminicida del capitalismo feudal y macho de estas tierras medievales, azotadas por el látigo venenoso de la Iglesia Vaticana como en pocos lugares.

Recién allí me recibió el Ambato en sus brazos. En los orígenes de la Diagonal Árida, las lluvias que no le acercan los vientos del Pacífico porque llegan secos después del Ande, ni los del Atlántico que desaguan las últimas gotas sobre la yunga jujeña y salteña, el Ambato produce su propio ciclo de reciclado de agua potable, ayudando al calor solar con la energía calórica y electromagnética de su entraña a hervir el sudor de plantas y animales para provocar la nube que al llegar a lo más alto y frío vuelve a regar la montaña. El cuarzo y la rodocrosita son producto de ese enorme calor interno que provoca la cercanía del magma original, que cristaliza el mineral logrando la variedad de colores y delicadezas que asombran y fascinan a les artesanes y orfebres.

El Ambato se muestra como un generoso útero emergido hasta los cuatro mil quinientos del Manchao, pura usina alquímica de minerales, metales y lava volcánica que nutren una variedad incontable de plantas y árboles, desde la farmacia natural de yuyaje amargo al alcance de la sabiduría popular, hasta los clásicos talas, tipas, jacarandás y lapachos que pueblan sus faldas y esa extraña y fascinante cultura de cactus de los cuales el agave y el San Pedro engalanan la altura. Todo es estallido vital en el Ambato, desde el aplauso infinito del río golpeando la piedra en furiosa bajada hasta el chillar del koyuyo o el lamento del kakuy, millares de insectos de múltiples formas, reptiles fascinantes, el puma y el cóndor, que han obsesionado a las culturas milenarias de seres humanos que poblaron sus valles y picos.

Limpio de mí mismo, despojado de los mecanismos que se necesitan para soportar la explotación diaria en la ciudad de la furia, el Ambato liberó a Mburucuyá que volvió a sentir en todo el cuerpo el poder de la Sierra Madre y la experiencia viva en la carne de las culturas cantándole desde el paladar en la olvidada lengua kakán, latín y arameo de los Valles Kalchakíes hasta la llegada del Inka invasor y el castellano genocida.

Maravillado como estoy por la libertad de Mburucuyá y su alegría sin contenciones, su sexualidad mutando mi cuerpo como en una segunda pubertad, la música profunda y ancestral atravesándonos otra vez y poniéndonos en el mismo eje místico, no puedo dejar de preguntarme, de nuevo, ¿a qué me ha llamado el Ambato, qué quiere que aprenda, por qué ha mandado a uno de sus hijos a abrazarme hasta el llano y el estuario?

El Hananwatu


Todo el presente sumiso y rebelde del pueblo catamarqueño anhela la combatividad doblegada por la conquista. Las poblaciones que hablaron el kakán fueron las últimas del Tawantinsuyu en caer después de un siglo de encarnizada guerra. La violencia de la destrucción de la autoconciencia y la identidad que desplegaron los españoles fue proporcional a la fiereza en la resistencia kalchakí. De la lengua kakán no quedan más vestigios que los nombres en la geografía y el cantito típico del castellano hablado en Catamarca y Tucumán, que llega hasta la tonada cordobesa que conoce el porteño y el país entero. Tal fue la destrucción que hay dos hipótesis para explicar el nombre del Ambato.

La primera cree que su fonética vendría de la palabra aymara Hamppatu, que significa Sapo, aunque la influencia cultural del aymara es un poco forzada en esta región y nada en la forma del cordón montañoso parece indicar la forma o la fauna que justifique es nombre. La segunda hipótesis, sin embargo, haría justicia a la historia de las civilizaciones humanas que poblaron estas tierras, ya que viene del kakán y el kíchwa, Hanan-watu (aspirando la “h” como una “j” y mordiendo los labios como una “w” germana) que significaría “chamán del alto”.

Hace miles de años que las culturas del Ambato depositaron en les chamanes la tarea de mantenernos en contacto con las fuerzas invisibles que gobiernan la vida. Especialistas en el conocimiento detallado de las propiedades que cada savia del monte promueve en nuestros organismos, implacables observadores de las continuidades y cambios del movimiento de los astros en el cielo para predecir las estaciones y los ritmos del latido de la vida, maestros en el entendimiento del mineral y el metal su importancia en la vida comunitaria ha quedado plasmada en cada vasija de arcilla o preciosa pechera de bronce encontrada en pukarás y ayllus a lo largo de todo lo alto (hanan) y bajo (hurín). Les más lúcidos arqueólogos han aprendido (sin el financiamiento necesario para tan indispensable tarea como es el conocimiento de la experiencia acumulada por los seres que mejor comprendieron como desarrollar la vida humana en estos difíciles ecosistemas) que aquélla hipótesis lúcida de Antonin Artaud en su sicodélica visión del sacerdocio de Gabal-El en las montañas sirias del 214 d.C., se comprueba también en las montañas kalchakíes.



Nuestra primitiva imaginación entendía que la vida es el movimiento permanente de la contradicción esencial dialéctica de lo femenino y lo masculino sintetizándose en una entidad que supera la división superficial que establece el cerebro humano. Fusión de humanidad y ambiente natural, de los recursos esenciales del ecosistema de altura y la profundidad del valle, de la fuerza firme y sólida de la roca y la madera y del poder invencible de la blandura del agua y la tierra, usina de energía etérea del viento y el fuego, inagotable útero de la tierra y el cielo en unión. Hasta el esquemático pensamiento lineal y técnico del arqueólogo decimonónico ha sido erosionado por la teoría de géneros lo suficiente para comprender que les chamanes, primero mujeres hechiceras y luego varones del primitivo patriarcado andino, en sus rituales utilizaban la plantas alucinógenas más diversas para provocar un trance de los sentidos y la sexualidad del travestismo y la mímesis con animales poderosos como el puma o el cóndor para obtener el poder original del dios creador, ni femenino ni masculino sino mujer y hombre unidos, alto y bajo en comunión.

Este hermoso bolchevique con forma de toro bravo y sensibilidad de pájaro que llegó desde lo alto hasta la llanura más baja antes del mar, sólo para abrazarme, me atrajo a la montaña que lo creó y lo educó con rudeza, Hanánwatu encarnado. Él me ha enseñado una y mil veces que no todos los seres que viven se comunican del mismo modo que yo, usando sólo la palabra. Como las personas sordas, cuya exquisita lengua no puede ser comprendida nunca desde la gramática y la semántica de ninguna lengua verbal y que para comprenderla hay que volver a conectar con los lenguajes de lo visual, el habla y la poesía silenciosa del cuerpo y las emociones. Él me ha enseñado la ancestral sabiduría y abierto las compuertas del cerebro que la necesidad de la reproducción cotidiana de la vida en la ciudad furiosa no exige ni alimenta.

En la Sala 8 luchaba para comprender quién soy, si construcción artificial, disfraz seleccionado para camuflar un macho patriarcal (como vomitan intentando destruirme mis enemigos heteronormados y mis amigues lesbianas y gays binaristas) o une persona de género indefinido pero seguramente no un varón heterosexual. Mi obsesión chocaba una y otra vez de distintas formas buscando obsesivamente la prueba lógica que demostrara el valor de una u otra.

Ahora, ahora, ahora, recién ahora,
entiendo lo que el Ambato quiere que aprenda,
lo que no pude aprender en el Ande tres años atrás,
lo que debí sospechar en la Sierra Madre, hace veinte años, 
cuando tuve por primera vez veinte años.

El primer trabajo para comprender lo que Mburucuyá encerrado 35 años quiere decirme no es encontrar las pruebas olvidadas de mi pasado sepultado que expliquen a Mburucuyá, sino prestar atención a la lengua que usa Mburucuyá para comunicarse conmigo, que no es el español ni la lógica formal que usamos todos los días para ganarnos el sueldo.

Primero hay que aprender a comprender la lengua del otre y recién allí ponerse a conversar. Luego, la constancia será más fuerte que el destino, y venceremos.


(PD) Gracias Hananwatu generoso y lúcido por ayudarme a destrabar la conciencia de Leo, ahora tenemos serias chances de llevarnos bien y ser felices al fin, te mando un abrazo de flor sobre besos de mainunbý.




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