Se encontraban durante la primer luna llena del año, todos
los enero, desde 2008. Eran felices. Empezaban mintiéndose un garche fijo, para
banalizar el encuentro, para no darle un valor que los obligara a cuestionarse
la relación. Pasaban una semana o dos juntos, sin reproches, sin discusiones,
el sexo se iba transformando en algo más que genitalidad, se fusionaban, hacían
las cosas más prohibidas, como desarrollar el placer de la analidad entre
ambos, o vaciarse fluidos en las pieles, en los volúmenes. Se tragaban, se
alimentaban el uno de la otra, la otra del uno. Se organizaban para dejarme con
algún familiar por las noches, o una de las familias amigas de la militancia y
salían a ver recitales, a poguear como a los 20, a escabiar con amigos, faso y
pepa para celebrar la vida.
El resto del año volvían a ser el matrimonio de mierda que
los llevó a separarse. No podían compaginarse con los dos cargos, la
militancia, la explotación y la alienación. No eran ellos, no eran los de la
primer luna llena de enero. Si se cruzaban unos minutos cuando papá venía a
llevarme al jardín por las mañanas o para llevarme con él tres veces en la
semana, se tosqueaban, se sacaban chispa por cualquier pelotudez, se echaban en
cara el pasado, las personalidades, el carácter.
Siguieron casados así muchos años, hasta que un día la vida
se los llevó, así más o menos como los trajo.
Me enseñaron que el amor, como casi todo en la vida, no
tiene mucha vuelta que digamos. Es posible, pero necesita de tiempo, de
dedicación, de mucho esfuerzo. Pero tenían que laburar para sobrevivir, para
criarme, para pagar vivienda, salud, educación, lo que sea.
El problema no es el amor, es este sistema social de mierda,
hasta que no lo cambiemos, toda forma de amor es finita, se reduce a lo que se
le pueda robar a la vida, un par de meses de vacaciones, nada más.
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