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domingo, 3 de enero de 2016

Newenquén Fuentealba

Para llegar al destino final, a la montaña definitiva, debemos hacer escalas. 

La provincia de Neuquén está formada por escalones de piedra original. Desde la confluencia de los ríos Neuquén, Limay y Negro, último vestigio de llanura que nos queda, último arraigo nostálgico con nuestra lejana Pampa, si miramos de frente al Ande majestuoso, primero tenemos la meseta triangular donde está enclavada la capital de esta provincia.

Como se trata de un viaje consciente, decidí ir despojándome de a poco de mí mismo hasta llegar a parecerme lo más posible a mi ancestro neolítico, cazador, recolector, transhumante, semi-nómade.

Por eso, la suerte de mi viaje requiere un reposo previo, una transición. Como una cámara de descompresión para irme quitando las capas de la explotación y la alienación urbana del cuerpo, para llegar al altar de la cumbre andina, despojado, abierto, preparado.

Por eso me detengo ante la entrada a la cumbre, la ciudad de Neuquén, la puerta del desierto donde, al revés que Virgilio y Dante y como si el propio Maestro U-Buey –la tortuga- me guiasen, leo: 

“deja en esta puerta toda ilusión de control”

Neuquén está construida en una meseta muy elevada. Desde épocas anteriores a la llegada del imperialismo europeo a esta región el Newequenén -tal su nombre verdadero en mapungundún- era usado como posta de tropilladas que cruzaban la Cordillera en ambos sentidos. Siguiendo los ríos cordilleranos, acompañando su curso, el tajo que van hundiendo en la montaña, es como aprendimos a caminar por estos territorios escarpados.

Desde temprano los ríos han sido compañeros de cazadores y cazadoras y de pastores y pastoras. Los mapugundún le han reconocido en particular al Newenquén su carácter bravío, corajudo, con el respeto del ser humano intimidado por la fuerza indomable del río cordillerano.

La ciudad de Neuquén se construye, entonces, entre la encrucijada del homónimo, el Limay y el Río Negro, en una llanura elevada de piedra caliza de este a oeste, alrededor de la ruta 22. Debe ser la hermana más orgullosa de todas las ciudades nacidas alrededor de una ruta en este país. Es que se encuentra en la puerta de entrada obligada a la Cordillera que tiene menos de 400 km detrás de sus “bardas”. Para quien hizo el largo camino desde el Atlántico es el lugar ideal para reposar y rearmarse antes de seguir. 

Los genocidas de Roca trajeron sus ingenieros y le dieron a la región casi cerrando el siglo XIX diques y presas que permitieron controlar las crecidas de los ríos andinos, abriendo un verdadero oasis de humedad y vida en el medio del deserto árido y frío.

Como si la diosa Fortuna que adoraban los masones burgueses les sonriera, y el culto al Progreso inevitable se hiciera dicha, al principio del siglo XX los conquistadores modernos descubrieron que esa rara “agua de fuego” que admiraban los mapugundún y que recordaba a la mitología griega (los “fuegos sagrados del Hades” que resitían al agua) era sencillamente petróleo fluyendo libremente alrededor del paraje conocido como Cutral Có, a espaldas de Neuquén, antes de pasar la primer cadena montañosa yendo al Ande.

Neuquén pasó a hacer de posta de pasajeros, al nudo donde el Estado Nacional decidió organizar la comunicación entre la región frutícola al este y los yacimientos petrolíferos y gasíferos del noroeste y sudoeste del Territorio Nacional luego Provincia. Es, por lo tanto, una ciudad administrativa y comercial, dominada por una pequeña burguesía de funcionarios y profesionales ligados al Estado y el comercio.

La ciudad es bella, orgullosa como su nombre, respeta casi taxativamente el ritmo horizontal del paisaje en sus edificios, incluso aquéllos de mayor tamaño, que se contruyen apaisados sobre la línea del río o bien subrayando la línea de la barda, ese eructo tardío de la placa tectónica, que sale de la nada como una barra de muy baja altura, que no llega a ser cerro y que bordea la ciudad.

Una meseta de piedra calcárea, suelo y yacimiento que hace a la provincia fabricarle los materiales de construcción a medio país, sus casas y edificios son sólidos y orgullosos. Excepto los ranchos de madera y latón de los pobres, al amparo de la Barda, claro está.

Crece de este a oeste, mesopotama en pequeña escala. Pero el verdadero eje de su vida es la ruta nacional 22, la arteria por donde fluye la mercancía, la ganancia, el plusvalor desde y hacia los yacimientos de petróleo y de divisas de turistas a las arcas de funcionarios y patrones, hacia Buenos Aires, Nueva York, Moscú y Londres. Pensar que esa ruta viene a ser una de las venitas abiertas de las que nos decía el gran Eduardo Galeano, también fallecido este año.

Pero antes de poder ser dignos, pasamos por Arroyito, a mitad de camino entre la capital y Cutral Có. En realidad no visitamos ningún pueblo sino un punto, una coordenada específica, el exacto lugar de la ruta 22 donde un olvidable cabo de la policía provincial disparó su escopeta de gases lacrimógenos a traición a la luneta de un auto donde viajaba uno de los cientos de docentes combativos de Aten-Ctera que estaban luchando por aumento salarial cortando la ruta en aquél jueves 4 de abril del 2007 en que comenzaba la Semana Santa y por lo tanto uno de los fines de semana en que los múltiples paisajes cordilleranos de la provincia esperaban la guita de millones de turistas.

El gobernador no aflojaba, la burocracia celeste de CTERA no lanzaba el paro nacional para proteger a su sindicato de base y nacionalizar un conflicto docente que incendiaría todo el país, poniendo el calor de la lucha de clases a una intensidad parecida al argentinazo sólo 6 años después y frente a un Estado que pretendía “reconstruir la burguesía nacional” y su capacidad de control.

 El gobierno kirchnerista nacional y sus secuaces neuquinos, sus obsecuentes a la cabeza de CTERA se complotaron para aislar la lucha de ATEN y lo empujaron a tomar medidas tan drásticas como cortar el único acceso turístico de la provincia en Semana Santa. Y así, funcionarios y burócratas del Estado, cargaron la pólvora y dispararon el gatillo que fusiló a Carlos Fuentealba en la nuca.

Una línea gris de asfalto y ripio. Allí murió Carlos. En el medio del desierto neuquino, todo quieto, todo falto de vida.

¿Existe un buen lugar para morir? No lo sé. En Arroyito es imposible estar sin sentir que la soledad, el viento y la fuerza que hacen los cardos amarillos y violetas para surgir de la piedra, son una especie de mausoleo para el guerrero.

Bajé del auto, pisé el ripio, me hinqué para tomar un par de cantos rodados y unos cardos amarillos. Con la remera de Tribuna Docente, que fue mi propio uniforme en la guerra de clases, entre ese 4 de abril del 2007 cuando decidí reincorporarme a la lucha hasta el 2011, cuando pasé a otro lado de la trinchera.
Ahora sí, he venido a agradecerle a Carlos y en su nombre a esta maravillosa generación de docentes patagónicos, porque siguen siendo una antorcha para sus hermanas y hermanos de clase a lo ancho de toda la geografía de este lado del mundo.

Ahora sí soy digno, ahora sí podemos seguir subiendo.

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