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miércoles, 13 de enero de 2016

La diosa del Lapacho

                                                                                                      
La veneran aún como árbol nacional
en Venezuela, como araguaney
y como tajy en el Paraguay,
y también en El Salvador, que
la llamaban el
apamate,
palo de rosa
o maquilishuat,
desde antes de la llegada de los
genocidas europeos,

y lo usan ahora
sus descendientes
para ornamentación urbana
por sus raíces profundas y porque
aguantan el smog de las pocas fábricas;

como en México y Cuba,
donde la llaman todavía
primavera,
por sus vistosos ramilletes
de flores doradas;

la conocen como
ipê,
en Brasil,
de flor amarilla y excepcional
que florece dos veces al año;

le dicen
lapacho
las voces quíchwa y aymará en Bolivia
y las colonias inkaicas al sur de Tarija,
bajando en tobogán por los vallecitos
húmedos de la Quebrada de Humawaka
hasta los valles fértiles del desierto
santiagueño;

en Costa Rica tiene amarilla la corteza y
en toda la tierra vieja que ahora
llamamos
América Latina
se contaba la leyenda de la diosa guerrera que
volvería a vengar la sangre derramada,
en cada generación,
hasta vencer.


[Leyenda basada en Wikipedia]




"Un árbol

borracho de sueños

Con ramas de viento

crecido en el monte,

de mi corazón"


Alma de Lapacho,
de Ramón Ayala



"vuela vuela bien alto que no te alcanzen
vuela que no te alcanzen buitres de barro
esos que solamente tiran el carro....
ochocuarenta
hay que borrarlos..."

La Villerita,
de Horacio Guarany




Su cuerpo era tostado y firme. Los golpes de la vida la habían forjado. El moretón en callo, en músculo duro. El abuso desde pequeña, de los varones de la familia y el pueblo, tomándose atribuciones, dando órdenes, tocando, fajando, lamiendo. Las piñas, las mordidas, una cáscara de dolor y bravura. La rompieron toda. Pero no la quebraron ni un poquito.

Sola, a las piñas, se abrió paso. Y cuando los machos de la familia se deprimieron y se entregaron, al desempleo, al desarraigo forzado, al alcoholismo y el lumpenaje, a las cárceles y las zanjas boca abajo, puñaladas de birome al hígado, como picaduras de avispa…

Ella echó al primer empleado del banco que vino a desalojar. Ella le paró el carro al lumpen del Frente Para la Victoria que vino a “cobrarle” una deuda de apuestas al sorete malparido de su propio padre: con el cuchillo de cocina en una mano, andá a pasarla por arriba si sos guapo. Y en la fábrica llegó a ser delegada y el capataz ya no metía más a las pendejas nuevas del interior en la heladera del frigorífico para garchárselas.

Pero la empezaron a respetar en serio, con temor divino, cuando fue y lo rompió a piñas, patadas y palazos en la cabeza al hijo de puta de su tío materno, que empezó a violarla a la sobrinita de 7 añitos, el muy animal, como le hizo a ella en su momento.

Pero el tipo era duro, se le notaba el campesino del pasado reciente, aguantaba todo. Lo despertó, lo amenazó con un cuchillo a que se la cortaba si no se metía en el colchón, y cuando se metió lo prendió fuego.

Y lo dejó chillar como un cerdo hasta que se dio cuenta por los gritos que se había vuelto loco y lo remató, demostrando que ella era capaz de ser piadosa.

Cuando nos amábamos en las tardes sofocantes de verano, los gemidos de placer y dolor enmascarados en la cortina de ruido que tejían las chicharras en las arboledas de la zona, cuando el sudor se convertía en lubricante de los cuerpos en lucha, y los amantes más consecuentes ya sentían el olor humano como quien adora respirar un buen fogón de lapacho en el bosque. Cuando nos amábamos sentía la dureza del músculo y el cartílago. 

Pero su robustez era fascinante, como una diosa de la época en que nuestros ancestros gobernaban el bosque, la selva negra.

En la mitad de su vida los narcos la liquidaron por defender a los pibes adolescentes que todavía no habían sido diluidos en el paco y el salario superior al trabajo promedio.

Nadie pudo levantarla, no pudimos darle velorio y sagrado ritual. Pero se hizo madera y se convirtió en Lapacho. Y como había quedado en mitad de la calle, antes que pase la máquina de la municipalidad y la reduzca a materia prima de muebles insulsos de escribanía privada o inmobiliaria, o cama fina del sorete dueño de la fábrica enfiestado con menores, yo mismo agarré no el machete sino el acha, y con dulzura y paciencia, arranqué hasta la raíz más tierna, y la transformé en la guitarra con la que canto aquí.

Siento el mismo placer sexual, emotivo y consciente cuando la interpreto en público cantando en las milongas las verdaderas leyendas de la Diosa del Lapacho cuando estaba viva, que cuando por las noches vuelve a ser mujer, y nos volvemos a amar, para la eternidad, hasta que me toque morir y a ella renacer, hasta la victoria final.

Collage de la artista visual Daniela Di Bari

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