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martes, 24 de enero de 2017

Bichos raros

Viento norte. Cuentan en la radio que hay yararás en el centro de la ciudad. Nunca se sabe en Posadas si la noticia es verdadera o tan exagerada como decirle centro a las dos cuadras que salen de la plaza 9 de Julio hasta la calle San Lorenzo.

En mi mente infantil de pibito criado entre algodones de clase media, entre no te metás y por algo habrá sido, de corazón que no siente y todo eso, imagino con terror y fascinación a las señoras espantadas saliendo de Casa Tía temiendo por sus vidas.

¿Habrá que salir a tomarse el heladito “social” de todas las tardes (especie de hora del té londinense, obligada para toda la gente “bien”) con botas de caña alta, como me cuentan los gurises que viven en las Fonavi, más cerca del monte? ¿Se suspenderá la misa de las siete en la Catedral por estar el camino infestado de especies que simbolizan al demonio y la curiosidad fatal de las mujeres?

Leo ahora en internét, mientras sufro el colectivo, con la misma confianza contenida de esos años, que a principios del siglo XX, un tal doctor H. E. Schaef encontró un gallo que también era una gallina, pero al final, ni uno ni otra. Cuando vivo (según dice que dice esta página que no cita papeles doctorales ni universitarios pero dice que dice que lo sacaron de la BBC, como si ese nombre fuese tan sacrosanto como la Catedral) la mitad derecha de su cuerpo era de un joven gallo con cresta roja erecta y viril mientras que la mitad izquierda (¿tenía que serlo, no?) imitaba la forma de una dulce gallina; dicen también que quería montarse a las otras hembras y, frustrado, ponía unos huevos más pequeños que los de ellas.

En 1923 si es cierto que hubo una Revista de Zoología Experimental y una amiga anatomista de Schaef, habrían catalogado el extraño suceso con un nuevo nombre, lejos de los animales hermafroditas, les cuáles, teniendo pleno desarrollo de órganos reproductivos de ambos sexos, no necesitan de pareja heteronormada para reproducirse.

Leo varias veces sin poder meter la nueva palabrita en ningún rincón de mi cerebro de adulto desarrollado y bien criado por la ciencia occidental: ginandromorfos bilaterales. Seres divididos en perfectas mitades a lo largo de su cuerpo, mitad hembras, mitad machos. Sigue diciendo interné que un Michael Clinton de la Universidad de Edimburgo acaba de oponer una tesis diferente a quienes vendrían opinando casi un siglo que se trata de accidentes típicos de la evolución que, se sabe, actúa tanteando por azar la mejor forma de adaptarse al medio ambiente.

El Clinton éste propondría que algunas madres tienen mecanismos inconscientes –al fin y al cabo son animalitos- para controlar el sexo de su huevito, que durante un tiempo se va desarrollando con cromosomas de ambos géneros; si la madre no “elige” a tiempo, ahí salió el ginandromorfo.

En otro blog leo que en 2010 un Dr. Waren Booth de la Universidad de Carolina del Norte encontró un espécimen de boa constrictora muy popular en las selvas tropicales de Centroamérica, la Imperator, que podía reproducirse ya sea copulando con machos de su especie pero también podía conservar un poco de semen y parir nuevas crías sin necesidad de machos, en algo que ahí llaman partenogénesis y que vendría a ser, quién sabe, o un residuo de una “estrategia” reproductiva muy arcaica propia de reptiles milenarios en desuso (porque las crías tienen menor carga de cromosomas variados y por lo tanto menos chances de reproducción eterna y de gambetearse a la parca), u otro “accidente” propio de académicos curiosos que no termina de romper la ley heterosexual de la especie.

A todo esto ya bajé del abominable 2, lleno hasta las verijas desde San Telmo, pero algo en el viento norte -que sopla ahora para desánimo de tanta porteñada abrumada por el calor- o en las reminiscencias de plaza céntrica de pueblo chico que todavía se pueden sospechar en Plaza Flores (¿será la enorme escultura ecuestre cagada por dos siglos de pájaros? ¿será la Catedral y el edificio del Banco Nación enfrente?) me hacen volver a esas tardes en que las yararás asaltaban mi inflamable imaginación de niño y me bajo preguntándome.

Supongamos que cada familia es en sí misma y en la soledad del universo un laboratorio.
Madres y padres sin conciencia de sus actos, como las gallinas o las constrictoras, se ponen a definir el género sexual de sus crías. El padre adopta al primogénito varón como príncipe heredero y desde lejos, a fuerza de doctrina seca y grito o coscorrón a tiempo, va diseñando un verdadero hombrecito. Supongamos que la madre, habiendo perdido en los dados de la genitalidad su primer batalla y después de dos intentos abortados por el stress de una vida conyugal de mierda, decide que el próximo retoño, sea lo que sea que traiga de regalo en la entrepierna, será suyo.

Le tejerá un útero invisible de preferencias en los ritos familiares, un nido cómodo y acuoso que repela lo que no debe saberse u oírse para no ponerlo mal, evitándole el roce con otros varoncitos que puedan llegar a lastimarle, alimentando todo aquello que haga crecer en él una sensibilidad pura y cristalina, un paraíso de ingenuidad casi perfecto.

Las fronteras de su infancia serán las faldas maternas para recorrer la ciudad de mercados de abasto, jugueterías y librerías y cuando el trabajo forzado la obligue al abandono será cuidado por sus pequeñas hermanas, haciendo de él víctima propiciatoria de rituales puramente femeninos, como el maquillaje y las muñecas, los juegos de rol donde siempre será una niñita perfumada y bien vestida, o simplemente destrezas físicas que lo convertirán en el único varoncito campeón del elástico en todo el norte del Litoral.

Supongamos que primero el paterfamilia y luego su heredero, el primero reclamando sin más matices su derecho centenario, el segundo con la dulzura propia de su lugar en la escala familiar, desatarán una guerra de guerrillas para rescatar al varoncito de la cueva húmeda y confortable donde la madre lo malcriaba para evitar un consabido destino de maricón.

De tanto malcriarlo me lo vas a hacer putito.

Y salvar el apellido y el linaje, cuando no el honor masculino de la estirpe.

El niño conoce los deportes de machos y la sociabilidad que se supone debe portar con el orgullo inverso que le provocan sus pequeños huevitos colgando a corta distancia de un pitulín todavía muy corto; aprende a ansiar la prometida pubertad donde le crezcan al fin la nuez de adán, una nariz aguileña y una buena poronga, todo sembrado de barbas y pelo en pecho, una buena zanja peluda sudándole debajo del calzoncillo para demostrarle a todo el mundo que es quien se supone que debe ser. Deseo esperanzado para zafar de esta condena de cuerpo demasiado femenino, lampiño, menudito y rollizo donde su mamá ha osado entretenerlo sin siquiera las medallas masculinas de quebraduras, puntos de costura y moretones que le habrían ahorrado tantas demoras en los vestuarios esperando la soledad para cambiarse y ocultar las marcas de su vergüenza.

Luego la unidad familiar un buen día se rompe, el padre convertido de símbolo admirado de la masculinidad cae del cielo en monstruo aborrecible, remedo del antepasado caníbal de su propia especie, sus intentos de moldear al vástago sin mariconadas se reducirán a todo lo que haya quedado firme de idealización en el adolescente, de aquellos sueños por atraerse el amor esquivo de un padre sin demostraciones de afecto a la vista.

Los varones no lloran, no abrazan, no besan… a otros varones.

El príncipe ha seguido en su camino y ahora debe dedicarse a golpearse los cuernos contra el macho alfa para buscar su lugar en la familia y el niño viejo va surfeando su eclosión de testosterona reprimiendo sabiamente con el rosario en una mano y el jabón en la otra, todas sus masturbaciones atormentadas por los bellos y lampiños cuerpos de los compañeros de cursada en el colegio de curas nacionalistas donde lo han enviado para hacer de él lo que se debe.

Supongamos que alguna vez este espécimen de homo sapiens sapiens descubre sin quererlo que ser penetrado como una mujer, según le han sabido enseñar, regala más estallidos de placer al cansado cerebro que lo que había entendido durante veintitantos años eran orgasmos; supongamos también que con tanta experiencia sexual en el cuerpo descubre en su renacida analidad un matiz superlativo de rigidez en la erección y de permanencia en el deseo, y finalmente comprende con conocimiento de causa eso de que orgasmo masculino y eyaculación no son necesariamente causa y consecuencia de nada.

Los nuevos amigos y amigas le proponen inconscientemente seguir el camino prefijado para los placeres del punto G masculino y lo convidan a experimentar las mieles otrora mucho más prohibidas de la homosexualidad. Pero este espécimen salido del laboratorio sin su historia clínica al día, confundido, pasa de un par de décadas creyendo gozar con mujeres mientras en la intimidad se reprocha tamaño insuficiente, eyaculaciones extemporáneas, resignado a cumplir el mandato del orgasmo ajeno, le resultaba imposible encontrar en esos seres iguales a él la dulzura necesaria para disfrutarlos.

Se pregunta alguna vez cuando el viento norte le dispara estas nostalgias infantiles y el azar le mezcla las nuevas teorías que el Papa Pancho tanto aborrece, si se pudiera ese espécimen andar por la vida deseando la compañía y el amor que sólo las buenas mujeres saben dar, esas que no saben más que luchar para sobrevivir, que saben por eso lo que vale de verdad amar, pero buscando entregarse a ellas como una más, entregado a recibir todo su cuerpo, de que se lo cojan a uno, de tenerlas adentro sin metáfora.

¿Tendrá el sistema afectivo partido al medio como un ginandromorfo sentimental? ¿Será un accidente evolutivo o el resultado de una mutación superadora? ¿Habrá otros u otras u otres ginandromorfos sentimentales con quien encontrarse y calzar penas y alegrías?

Quién sabe, es muy difícil palparle los genitales a una yarará para saber si se trata del macho o la hembra. En todo caso, cuando el viento norte empuja el aire y defrauda las ansias de refresco en los cuerpos sulfatados por el verano agobiante, a nadie importa si está apaleando con el machete un él, o un ella.

Lo importante es matarle, el género, su sexualidad, son cosas irrelevantes.

La ley de la supervivencia,


¿o no?

En busca de la generación desaparecida

Una lectura de Una muchacha muy bella, de Julián López, publicada por Eterna Cadencia Editora, Buenos Aires, 2013.


(Aclaración preliminar: para decidirse a comprar y leer este libro es suficiente con saber que María Moreno, en la contratapa, dice la verdad, se trata de un libro inolvidable, y por eso mismo es imposible atacar en una sola reseña cada una de las capas que su lectura nos ha despertado.)

A medida que fui aceptando el juego que proponía Julián López en su Una muchacha muy bella y al cerrar el libro, me sorprendí de la valentía de este tipo para hacer público un fresco tan íntimo de su crisis existencial.

Me sentí estafado cuando me puse a leer las entrevistas en los diarios donde confesaba que su madre no había sido militante del ERP ni desaparecida. Y automáticamente me sorprendió no haber hallado ninguna reseña donde lo putiaran en colores les hijos e hijas de desaparecidos por osar profanar un espacio tan sagrado.

Volviendo en mis cabales, me di cuenta que estaba, finalmente, ante una obra literaria excepcional. 

López se propuso hacer de su verdadero dolor de pibe huérfano a los diez años–que se puede sentir con pura y cristalina claridad en todo el libro- un alegato que golpee mucho más allá de su individualidad, del diálogo solitario con su propio dolor y nostalgia, para oponer una voz diferente en un debate social que marcó a dos generaciones de sobrevivientes al genocidio de los 70.

El verdadero artista se desnuda en su obra sin miedo al qué dirán y al desnudarse de este modo desnuda a su pueblo, a su ser social y no al artista, o algo parecido dijo Oscar Wilde en 1890. López honra esa máxima como nadie hasta hoy en la literatura argentina contemporánea.

Aquéllas banderas, de la Patria, de la primavera


López monta toda su obra en una operación de catarsis muy personal. Nacido en 1965 (si la solapa no miente), perdió a su madre a los diez años, para la época en que los camiones llenos de soldados y los tanques fluían por la Perito Moreno desde Campo de Mayo hacia el sur, atravesando Nueva Pompeya por el lado del Club Deportivo Riestra, para asistir rápidos a la masacre de los restos de la malograda Unidad Viejo Bueno del ERP que asistía en Monte Chingolo a su símbolo y cifra, a su canto de cisne.

Probablemente esta escena sea la única marca concreta que permita anclar en la novela un momento preciso del flujo espacio-temporal donde López quiere que juguemos esta dialéctica filosófico-poética y política que nos propone.

También me pareció extraño que las reseñas vomitadas al azar por google no citasen in extenso sesudas reflexiones sobre Marcel Proust y su obra monumental En busca del tiempo perdido, siendo tan clara la identidad de este escritor que porta bigotes a la bohemia usanza parisina de la belle epoque y que coincidiese la edición del primer volumen de su inmortal obra justo cien años exactos antes de Una muchacha muy bella.

No he leído nunca a Proust pero juraría que López ha logrado un uso exquisito de ese concepto tantas veces elogiado por estudiantes de Filosofía y Letras en las tertulias de los bares roñosos donde pude oírlos.

Porque el narrador de Una muchacha… no recuerda como cualquier hijo de vecino: sin abandonar nunca su conciencia de ser humano adulto y formado, sin embargo viaja en el tiempo de su recuerdo y lucha con todas sus armas intelectuales para ubicarse en el pasado, para volver a vivir con suma intensidad esos momentos breves en que sus sueños y pesadillas de adulto lo llevan a sufrir por no poder disfrutar a su madre hasta el día de su muerte.

Lejos de reconstruir una infancia ficticia, López rearma con extrema lucidez de poeta fotografías, escenas donde el espectador ingenuo termina de colocar los detalles que López no narra. Cuesta darse cuenta que actúa como un buen pintor impresionista, evitando narrar con hiperrealismo el cuadro completo, la arruga más mínima, la última de las hojitas del árbol. Con una maestría abrumadora, da las pinceladas justas para recrear los gestos que sintetizan al personaje y al ambiente.

Ambiente que también es un personaje muy particular, la Buenos Aires de 1970 a 1975 que ya no existe más, literalmente como el derrumbe contemporáneo de la Casa Suiza que López nos hace el enorme e impagable favor de volver a traer a nuestra sensibilidad.

El recuerdo de López es honesto y cruel. Honesto porque nunca quiere dejar de ser la descripción de un sueño, del recuerdo tal cual él lo siente hoy, nel mezzo del camín, en su crisis existencial, y no se engaña ni se deja tentar por una infancia idealizada. La mirada de este adulto respeta esa sensación de crueldad ante cada cachetazo que le dio la vida, por más mínimo y superfluo que pueda parecer.

Como cuando uno le grita a su hija porque se demora demasiado transformando un simple baño higiénico en una aventura espacial, obligándonos a llegar tarde al jardín y retrasar fatídicamente toda la cadena de responsabilidades y compromisos posteriores al reto cordial de la seño. Probablemente mi hija no recuerde nunca ese reproche si llegase a escribir una novela a los cuarenta y tantos, a menos claro, que la pérdida de su infancia esté ligada a una pérdida más profunda en sus afectos más elementales.

Es el caso de López, que con total valentía mira de frente las imágenes y sentimientos que ha perdido en ese momento donde no puede haber nada más cruel que perder a tus seres amados. Por eso todos los recuerdos parecen llevar el azul opalino de la tristeza y no la claridad de ese sol que le baña los pies al escritor luchando por redimirse y volver a vivir.

A decirme que existe el olvido, esta noche han venido


López nos ha podido embaucar, porque la descripción poética de sus recuerdos es tan íntima -tan desesperadamente íntima- que es imposible no convencerse de la veracidad de cada aspecto de la novela. A mí me gusta esa literatura, la que te convence, la que te creés hasta la última gota. Es asombroso creer que López pudo haber “inventado” alguna línea de lo que acabamos de saborear. He aquí, sin más, una inteligencia superior, admirable.

Porque mientras se trataba de un bellísimo ejercicio de intimidad entre un hombre en crisis tratando de traer al presente a la madre que pudo disfrutar tan breve tiempo, bajamos la guardia y nos limitamos a participar o no de esta posibilidad de espiar en los sentimientos más íntimos de un ser humano tan valiente. Pero al rescatarnos de la horrible verdad no podemos más que poner a laburar la máquina cerebral y desprendernos –si podemos- de ese útero de jazmines y dolorosos azahares donde nos emboscó y ponernos a buscar las marcas textuales del engaño, emergiendo así más concientes de nuestras propias preguntas.

Allí están para probarlo sus reflexiones sobre la relación entre el sueño y la voluntad y esa terrible pregunta que bien puede explicar todo el ejercicio poético de este libro: 

¿cómo se obliga a una potencia a ser el cuerpo de la nada?

López nos propone una respuesta a uno de los dramas de los sobrevivientes y descendientes de la dorada generación asesinada en los 70. La nostalgia del pasado revolucionario que fue y el que "nunca jamás sucedió", es una cárcel tan horrible como el mejor y más cuidado zoológico o la más cómoda de las vidas que un varón de clase media de Palermo se pueda conseguir. Pero el más bello intento por traer al presente ese pasado muerto no deja de ser una cadena que se debe cortar para poder parir presente y futuro, ya que en última instancia de eso se trata vivir.

Ya no podría asegurar que López lo sepa de primera mano o haya sido parte de su meticulosa investigación, pero ha metido la llaga en un lugar sagrado, el del balance de los protagonistas y sus herederos de la lucha revolucionaria de los sesenta y setenta.

Sin el derecho legítimo de ser miembro del gueto se atreve a rechazar la memoria de esos años limitada al bronce heroico de los mártires. Imagina una militante revolucionaria en su angustia vital entre la presión social que le impone una maternidad “normal” y “dedicada” devotamente a su cría y las exigencias espartanas de una lucha feroz y clandestina contra un enemigo que impone las reglas de juego y sus nefastas consecuencias si no se lo combate.

Indaga poéticamente el sacrificio de una generación maravillosa, capaz de todo sacrificio pero humana, consciente de las dudas y presiones reales que ese sacrificio impone a su vida.

Bien decía Antonio Gramsci (el dirigente que construyó uno de los primeros partidos leninistas en 1918 y que terminó sus días asesinado por su ex camarada Mussolini, no el remedo centroizquierdista que pretenden hacer de él) que correspondía a los cuadros dirigentes el análisis de las fuerzas sociales en disputa en cada coyuntura histórica pero que era trabajo del artista la preocupación por esos seres de carne y hueso donde esas leyes de hierro vendrían a encarnarse inevitablemente.

López toma esa responsabilidad de manera sorprendente, con una audacia rayana en el desparpajo, aunque con total respeto por el tema que está dilucidando.

Esa boina calada, al estilo del Che


Ahora que pude poner por escrito todas estas sensaciones contradictorias puedo por fin comprender por qué a pesar de todo su esfuerzo López no pudo lograr que mi empatía y lectura hedonista se mimetizara con el dolor de ese huérfano, muy a pesar de haberme visto una y mil veces metido en la piel de ese niño de diez años intentando recuperar aquella madre nada heroica y que sin embargo se transformaría, a mi debida crisis existencial también, en la clave de relectura de todo mi presente y futuro, en mi diosa personal, en mi muy bella muchacha.

Me identifiqué tempranamente con la madre del narrador por puro azar, porque López le puso en su biblioteca, La rama dorada de Frazer, avatar moderno y científico de Las mil y una noches, libro que me llevé al exilio en el momento más doloroso de mi vida; luego porque ante mi asombro esa madre fumaba el mismo tipo de tabaco rubio y negro que me seduce fatalmente desde mi adolescencia y finalmente porque en esa pared de recuerdos de viajes por un país exótico y cercano, imposible, y en esa adopción del héroe revolucionario por excelencia como un ser íntimo y querido, en esa breve descripción, López terminó de explicarnos lo que siente un militante revolucionario en los sesenta y ahora.

¿Cuántas veces uno/a mismo/a se ha arrodillado ante las presiones del mundo normal y ha luchado contra sus demonios y los ajenos, los propios y los heredados, para decidir ante cada aspecto estéril de la cotidianeidad si quitarle tiempo a su deseo o al de los seres amados, para entregárselo a la rutina de la actividad, la reunión semanal, la pintada, la movilización, el riesgo siempre presente de la represión física o material del Estado?

Tenía un responsable político que nos explicaba pacientemente, mil y una veces, que entregábamos tantas tardes de sol a cambio de un mundo donde nuestras familias pudiesen disfrutarlas plenamente.

“La primer trinchera de la lucha de clases está en la propia cabeza del militante”, “la familia actúa como un agente del Estado forzando al militante a abandonar su lucha”, “quien se arrodilla ante el hecho consumado es incapaz de enfrentar al provenir” son frases que se han atribuido a Trotsky y que apuntalan como un mantra las pocas armas morales y éticas del/la militante de carne y hueso que debe necesariamente encarar la duda y la presión social a cada paso que da para, sostenerse en el camino elegido. Hablo de los militantes conscientes, que han elegido el lugar de la lucha de clases que transitan.

Las semblanzas heroicas de la generación maravillosa de los 60 y 70, escritas por el orgullo genuino de sus camaradas y sobrevivientes, no nos han permitido a las generaciones militantes que nacimos en democracia armarnos con suficiencia para ese reto tan íntimo y elusivo como en la novela de López. 

Quienes arribamos a la lucha contra el Estado como outsiders, hijos de madres que no metían caño ni pasaban el periódico en la clandestinidad de los atroces años de las tres dictaduras, quienes no heredamos el dolor pedagógico de familiares sin tumba, tenemos que remontar este Purgatorio de construirnos una ética militante de la nada misma. 

Sin reproche alguno, podríamos decir que la generación gloriosa de los setenta no se ha dedicado a educarnos con paciencia y comprensión tolerante a sus hijos/as y nietos/as en este punto.

Y me refiero a las mejores expresiones de esa generación, las que rechazaron de plano los mausoleos pagados con guita del “Estado Democrático” para sacar los pies de la lucha de clases vigente y ponerlos en el plato de la “inclusión” y las “políticas de DDHH”. Estos últimos han heredado un legado mucho peor, se han pasado de rosca en la “autocrítica” y pretenden pararse del lado de un “no te metás” mucho más pérfido, no basado en la amenaza de lo que te puede pasar si te metés, si no en un lugar mucho más paralizante, donde la revolución es una utopía tan inalcanzable que lo mejor que puede hacer un “socialista del siglo XXI” es dedicarse a la negociar con la canalla la “construcción de lo posible”.

Te morías por volver


López ha publicado una novela sacrílega, que tiene el tupé de escupirle en la cara a los nostálgicos de los setenta una versión descarnada de esos años, que se permite describir a Titanes en el ring, desde la crueldad de un niño que sólo ve cuerpos gordos y fláccidos sudando maquillaje en un ring destartalado, que descubre la única verdad del tango en el esfuerzo de una señora mayor soltera por recuperar un prestigio ya largo tiempo perdido.

Es un llamado a la valentía de un tipo que es capaz de hacernos vivir en sus recuerdos como si fuesen propios pero que nos cachetea para sacarnos de ahí, sin pensar ni siquiera si estamos vestidos o semidesnudos, y empujarnos a la calle, a la realidad de niñas de catorce años que tiran de un carro para sobrevivir. Que nunca ha dejado de saber que el té de finas hebras a veces se puede comprar y otras no, y que en la descripción de las megatorres construidas sobre las ruinas de las Bodegas Giol, elípticamente, sintetiza la conciencia de una sociedad decadente como el capitalismo que moldea su barrio.

Porque si no sabemos superar el hastío existencialista y decadente de la nostalgia “a la Proust”, como bien hace aquí López, usando con genialidad las excelsas herramientas literarias de su “maestro”, no podremos nunca evitar ese designio funesto que vio claramente Karl Marx en 1852, en su maravillosa descripción de la lucha de clases en Francia:

“Los hombres hacen su propia historia, pero no la hacen a su libre arbitrio, bajo circunstancias elegidas por ellos mismos, sino bajo aquellas circunstancias con que se encuentran directamente, que existen y transmite el pasado. La tradición de todas las generaciones muertas oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos. Y cuando éstos se disponen precisamente a revolucionarse y a revolucionar las cosas, a crear algo nunca visto, en estas épocas de crisis revolucionaria es precisamente cuando conjuran temerosos en su auxilio los espíritus del pasado, toman prestados sus nombres, sus consignas de guerra, su ropaje, para, con este disfraz de vejez venerable y este lenguaje prestado, representar la nueva escena de la historia universal.”

Karl Marx, El dieciocho Brumario de Luis Bonparte, 1852 
(siguiendo la traducción de Ediciones de la Comuna, Montevideo, ROU, 1995)



Quienes todavía no nos hemos arrodillado ante las enormes presiones del presente, agradecemos la valentía, la calidad técnica y la indomable irreverencia sacrílega de Julián López para ayudarnos a reflexionar, en medio de este duro camino de lucha contra las pesadillas del pasado que todavía oprimen nuestro cerebro.

viernes, 20 de enero de 2017

Una voz para las mujeres asesinadas

Una lectura de Chicas muertas, de Selva Almada, Buenos Aires, marzo de 2014, publicado por Random House.


Después de leer Chicas muertas no puedo escribir una reseña, necesito confesarme. Por alguna razón Selva Almada ha tocado en mi sensibilidad teclas profundas, de esas que uno intuye organizan lo más importante de su vida, pero que desconoce.

Llegué a este libro buscando las claves secretas de la literatura en una escritora contemporánea, conocida hace rato por cualquiera que pretenda saber algo de este oficio. Mi Virgili@ en este camino de ser escritor me dijo, una noche de primavera en las puertas de FM La Tribu, antes de introducirme a esa misa particular que hacen Almada y Julián López en Carne Argentina, probablemente el ciclo literario de mayor calidad de nuestra cultura, “estás por presenciar lo mejor de la literatura argentina contemporánea”. O quizás yo, poseído por el papel de Dante, creí escuchar esas palabras como si las hubiese leído mi Virgili@ a la entrada del aquelarre esa noche.

Entonces, como es verano y no puedo pagarme unas vacaciones, me propuse empezar a llenar ese vacío que confesé por escrito en mi primer novela, el de no saber absolutamente nada de la literatura contemporánea argentina.

Como cualquier amateur que recién comienza, (y como escuché decir a Piglia en uno de los tantos videítos de youtube que se viralizaron luego de su fallecimiento) quise leerla buscando las marcas del oficio que intento dominar para poner en mi propia escritura.

Pero no pude. Y después de intentar con ahínco reconocer el uso apropiado de las palabras, me negué a seguir intentándolo. Me dejé llevar por este profundo viaje al interior de mí mismo que leía en esas páginas.

Literatura pura y “no ficción”

Las solapas y las voces que saben dicen que Selva Almada ha escrito aquí un libro de no ficción. No soy quién para ponerme a rebatir solapas que seguramente han sido extractadas de reseñas más trabajadas y estudiadas, aprobadas por editores con siglos de experiencia en el cerebro y seguramente por la propia autora. Pero creo que esa etiqueta no le hace justicia a lo que acabo de experimentar.

Como sé que escribo para personas como yo, laburantes que no leemos Ñ ni frecuentamos circuitos literarios, pero que nos gusta arrancarle tiempo a la alienación del bondi-tren-subte-cicleta, las quichicientas horas de laburo y el magro sueldo para seguir maravillándonos con la lectura como cuando éramos niños/as, necesito explicarnos esto de la no ficción

En el siglo pasado un periodista y escritor yanqui, Truman Capote, decidió narrar una investigación fabulosa que había llevado adelante, casi como un detective profesional, con los recursos de la novela policial, ahora renombrada con justicia, novela negra. 

El resultado fue una mutación particular, en la que les lectores/as no terminamos de saber dónde opera la fantasía y la licencia poética y dónde la estricta verdad fría de la prueba verificada.

Entre nosotres, quien mejor ejecutó este ejercicio fue Rodolfo Walsh, excelente periodista y artesano de ficciones, amén de militante abnegado y, quizás por todo ello, ser humano excepcional. Después de leer de corrido Operación Masacre, El caso Satanowsky y sobre todo ¿Quién mató a Rosendo? un espíritu adolescente no sabe bien si dedicarse al periodismo o a la literatura. Estimo que muchos deben haber seguido uno u otro derrotero. Lo más difícil, me imagino, es seguir ambos en la misma obra.

Creo que la misma etiqueta explica más una dificultad comprensiva de quien la usa que la experiencia que provoca este tipo de obra. Definir algo con una negación ya debería ser suficiente prueba para revisar la propiedad de la definición.

¿No es ficción y, por lo tanto, no es literatura, simplemente porque la materia prima de la obra son casos reales y concretos, que Selva Almada ha investigado con rigurosidad, visitando archivos, familiares, jueces e incluso una adivina? ¿Entonces pretendemos que la "verdadera" literatura no se amasa con elementos de la vida real y concreta?

¿Desde cuándo?

¿No se le puede adjudicar el concepto de obra periodística simplemente porque en la narración se abandona la objetividad, la cita exacta del periódico, la contrastación de las pruebas? ¿O es porque la autora, al igual que sus predecesores, usa con una maestría genial los recursos técnicos del policial, del relato faulkneriano, incluso de cierta poesía íntima y onírica para que los “casos” narrados no caigan en el olvido efímero de los libros “científicos”? 

¿O es que queda vivo alguien todavía que tenga fe ciega en la objetividad de la cita al pie y el archivo?

Precisamente es lo que ocurre aquí, se sostiene una contradicción de dos elementos aparentemente opuestos que luchan entre sí y es esa lucha la que sostiene el movimiento, el ritmo, la potencia de la verdad narrada por Selva Almada en este libro. En lo personal, entiendo haber terminado de leer una apasionante novela que explica y describe la profunda verdad que sufren las mujeres en nuestra sociedad.

El Estado Femicida

Escuché de boca de otra escritora considerada en el pináculo del oficio actual, Claudia Piñeiro, la siguiente reflexión que considero correcta: en los crímenes se puede ver la anatomía de la sociedad que los produce. O al menos en la literatura policial se pueden leer las fantasías inconscientes, la seducción que provoca ese tipo de crímenes en una sociedad que pasa horas de su vida cautivada en su lectura o en la fascinación de las sagas de televisión o de cine. Así, el capitalismo yanqui fascina a sus "ciudadanos" con los horribles y monstruosos asesinos individuales y "locos" que cachan la motosierra y masacran a jóvenes campistas indefensos, los suecos y noruegos flashean con el asesino inteligente y meticuloso, y al decir de la propia Piñeiro, en Argentina heredera del genocidio de los 70 no se puede menos que obsesionarse con los crímenes de Estado. (http://santoscapobianco.blogspot.com.ar/2016/07/la-novela-negra-donde-literatura-y.html)

Ese, creo, es el principal aporte de esta obra de Almada, que reconstruye los asesinatos de tres mujeres, ocurridos “cuando todavía, en nuestro país, desconocíamos el término femicidio”. Tres "casos" que en el verano de 2014, cuando Almada firma su epílogo, eran conocidos sólo por los pueblos donde habían ocurrido, incorporados a ese género también difuso y contradictorio de la leyenda popular, nutrido de verdades y ficciones a cuál más increíble.

Tres mujeres, si se me permite lo cruel del concepto, olvidadas. Como deben serlo todavía hoy, salvo para quienes militan en el campo de los derechos de las mujeres, las nueve mujeres que fueron masacradas en una sola semana de abril del 2015, haciendo explotar ese grito de esclavitud rebelde que fue el #niunamenos del 3 de junio, replicado gracias a la lucha femenina al año siguiente, dando un salto de calidad en el paro de mujeres del miércoles negro del 19 de octubre del año pasado, a raíz del asesinato despiadado de Lucía, una piba marplatense.

Sería una terrible burrada decir que Selva Almada le “devuelve la vida” a estas tres mujeres. Porque como ella asume en la obra, su trabajo ha sido juntar los huesos de estas mujeres asesinadas para devolverles la voz, o al menos la mirada, sabiendo que la memoria no devuelve la vida. 

Lo que hizo de forma contundente Almada en mi consciencia, es explicarme que esta sociedad, la nuestra, en la que vivimos todos los santos días, masacra mujeres. Argentina, Latinoamérica y casi todo el globo están regidas por sociedades que fabrican femicidios y femicidas. Es lo que somos.

Quizás lo más fascinante de Chicas muertas es cómo hace Almada para señalar a los responsables de estos tres “casos” todavía no resueltos desde 1983, 1986 y 1988.

En el primer capítulo la autora describe la tarde del 16 de noviembre de 1986, cuando a sus trece años escuchó en la radio, en su casa natal de Villa Elisa, en Entre Ríos, la noticia del asesinato de una muchacha de su edad en un pueblo vecino. Se trata de un encuentro tan íntimo, tan intensamente poético con ese instante, que bien puede resumir todo lo narrado después. 

En las imágenes precisas de una morera hermosa en el patio de su casa, sentidas con la conciencia plena de su belleza pero al mismo tiempo del pútrido olor y las inefables moscas que devienen cuando la fruta revienta en su madurez, en ese terror que se intuye íntimo en las costumbres de su padre y su madre en la cotidianeidad, en la sola descripción de su padre macerando las cenizas del asado patriarcal, en las gotas de sudor de su cuero curtido por la vida, cualquier espíritu medianamente sensible se ve venir la angustia y el dolor que fluirán luego en el relato pormenorizado de los “casos” y la investigación.

Se vuelve a sentir lo mismo en esas interminables horas de espera y frustración en una plaza y una peatonal de una ciudad pequeña de Chaco a la hora de la siesta con 40 grados de calor, esperando ya con paranoia a quien puede ser un testigo clave o un sombrío protagonista. 

Qué decir del relato desnudo de la imaginación de Almada ante ese momento que la crónica no va a poder reflejar nunca con objetividad pura, el segundo en que la víctima toma conciencia de su propia muerte y sin más, muere.

Borges decía haber descubierto en Dante Alighieri, en su Divina Comedia sobre todo, una serie de recursos técnicos que para él resumían la maestría del oficio de inventar ficciones.  Entre ellos destacaba la particular forma de las metáforas e imágenes del Dante. En el momento más sublime del final del Inferno, Dante describe el último círculo del Reino de Satán, el infierno más oscuro y tenebroso descrito por la imaginación católica nunca, como un lugar congelado. 

El frío, la ausencia de otro color o matiz que no sea el del hielo azul y oscuro, fueron en la imaginación del Dante la mejor forma de describir el terror y el mal absolutos. No la potencia purificadora, móvil, vital del fuego, el calor y la luz, no: la soledad del frío extremo.

En su recorrida final por los lugares donde estas mujeres jóvenes fueron asesinadas o encontrados sus cadáveres o depositados luego, en su visita a los cementerios más íntimos de su propia infancia, Almada dice algo que la pinta de cuerpo entero como una excelente constructora de arte literario: 

“en algunos lugares, la hora del mediodía me da más miedo que la pura noche”.

Otra vez, cualquiera que se haya criado en las provincias más calurosas de nuestra geografía, que haya conocido descampados y basurales o barrios inhóspitos e incluso plazas céntricas y céntricas peatonales, en el cenit de la siesta, puede dar fe, como yo lo hago aquí, de la enorme exactitud de Almada en esa imagen.

Porque, otra vez, el miedo no lo da la ausencia o no de luz, lo da la soledad, la sensación de estar “regalado” como dicen los pibes de Villa Soldati.

Literatura provinciana y costumbrismo

En la solapa, finalmente, Beatriz Sarlo parece condecorar a Almada con una verdad muy ingeniosamente descubierta por la que hoy es, luego del fallecimiento de Piglia, la mejor lectora viva:

“Es literatura de provincia […] Regional frente a las culturas globales, pero no costumbrista.”

¿En qué sentido es regional la literatura de Chicas muertas? Claramente se trata de una descripción casi perfecta de las sensaciones de cualquier mujer de clase media o laburante del litoral argentino. Su Entre Ríos natal, el Chaco de su familia lejana son en su esencia, es decir, como ambientes geográficos y sociales, idénticos en el relato de Almada a las memorias de infancia y adolescencia de cualquier mujer pobre en los 80 y me arriesgo a decir hoy también. En las descripciones de Villa María se pierde esa fuerza magnética del Litoral, desnudando quizá una literatura muy apegada al sentimiento individual de la autora.

Pero en todas ellas destaca un aspecto absolutamente universal, el de las mujeres del interior argentino, digo más, el de las mujeres obreras y pequeño burguesas de todo el país, sea cual sea la geografía y la vida particular de cada una.

Uno tiene la tentación de decir que Almada describe con exactitud una crianza en los años 80 donde -mirados con ojos despiertos de hoy, después del #niunamenos-, nos obliga a asombrarnos de la capilaridad de la violencia contra las mujeres en nuestra vida íntima y cotidiana.

Pero no es del todo cierto. Si pudiésemos comprender que ese aspecto de nuestra infancia y adolescencia sigue igual de vigente hoy, con el mismo grado de barbarie y naturalidad que ayer, con la misma impunidad de siempre, entenderíamos el enorme aporte que textos como Chicas muertas pueden generar, no sólo en la conciencia de quienes ya aprendimos a ver y luchar contra ello, sino en la de las nuevas generaciones que pueden llegar a creer que se trata simplemente de una moda intelectual o una nueva impostura de las élites progresistas.


Permítame un par de anécdotas. Siendo ya un militante más de varias luchas contra la violencia machista, en pareja con una de las más conscientes y aguerridas luchadoras socialistas por los derechos de las mujeres, la madre de mi hija, me sorprendió verla una noche en un ataque de furia ante una publicidad, mientras esperábamos la reanudación de un noticiero o una serie de terror. Mi compañera repetía indignada “no nos dejan en paz ni en los comerciales”. 

Volví a sentir esa especie de conciencia de la ausencia cuando en un debate por feisbuk una compañera de militancia muy joven y aguerrida se ensalzaba en una esgrima verbal irredimible contra los conductores de autos que cedían el paso a las mujeres en la calle para mirarles el culo.

Ambas anécdotas fueron unos años antes del 3 de junio del 15. Las primeras reacciones de varones incluso socialistas y luchadores concretos –no de chamuyo- contra la violencia machista eran de un repudio automático a lo que considerábamos exageraciones. Aunque no lo dijéramos, creo que a todos nos pasaba lo mismo.

Recuerdo que comencé a consultar a mi pareja, mis compañeras de militancia, amigas de otros ámbitos e incluso a las adolescentes que cursaban en las escuelas donde trabajaba sobre este tema de los que cedían el paso para verles el culo y me asombró la unanimidad de la confirmación, a todas les había pasado lo mismo.

Ningún varón, por más consciente que sea, puede saber lo que siente una mujer desde su primera infancia y durante el resto de su vida, criada por una sociedad hecha para dominarla, destruir su autoconfianza, su autoestima, su iniciativa individual, su independencia emocional, su intimidad, su placer, su propio cuerpo. 

Y el varón que haya empatizado en serio con un mínimo por ciento de todo eso, no puede seguirlo siendo más, no al menos en el rol que la misma sociedad ha puesto en sus hombros como condición de masculinidad.

Sin pretender la soberbia imbécil de contradecir a Sarlo, me permito hacer una defensa positiva del costumbrismo de Almada. El costumbrismo aburrido, deserotizante en la literatura, es el que describe las costumbres cotidianas de una sociedad como un paleontólogo las cantidades de patas que separan dos especies de artrópodos. Ese no es el costumbrismo de Almada, claramente. 

El de Almada es muy peculiar, nos lleva a momentos exactos donde podemos ver con toda claridad lo que nos cuenta, pero además nos hace notar detalles en los que no habíamos reparado y que quizás sean tan reveladores como la mejor fotografía.

Pero sobre todo, es de ese tipo de realismo costumbrista que reivindicaron dos almas tan opuestas políticamente como Oscar Wilde o Karl Marx. Recontra sabido es que Marx apreciaba la obra de Balzac porque pintaba de cuerpo entero la putrefacción moral y material de la burguesía francesa. Probablemente si hubiese leído el prefacio de El retrato de Dorian Grey hubiese saltado de alegría, puesto que el mismo escritor que se mofaba de la literatura con intenciones morales o éticas defiende su monumental novela escribiendo que “el siglo XIX tiene aversión al realismo porque siente rabia de ver reflejada en él su propia cara”.

Este costumbrismo reivindico de Chicas muertas, el que imprime en las sensibilidades una descripción que va más allá de la superficie, una obra que impacta por el fresco que pinta de una sociedad podrida, que masacra a sus mujeres desde los detalles más cotidianos, una sociedad femicida.

Voces que deberían ser leídas

Almada ha asumido un desafío valorable en esta novela, mirar con sus ojos lo que miraron tres mujeres asesinadas y por lo tanto, mirarse a sí misma, su más íntima y temible verdad, sus propios miedos e infiernos, reconocerse como una más de las que sólo están vivas por mero azar.

Publicando este texto, que le valió incluso un intento de censura de una diputada chaqueña del FPV (http://www.clarin.com/cultura/selva_almada-chicas_muertas-pilatti_vergara_0_r1RuFXKwQe.html), se animó a desnudarse frente a los miles que hemos leído su obra aquí y en el extranjero.

Eso lo hacen las artistas verdaderas, las que vale la pena seguir de cerca.

Varias lectoras de esta obra compartieron conmigo una lectura similar, lo doloroso que es leer Chicas muertas. Sin embargo, creo que se trata de una lectura absolutamente necesaria, que puede contribuir a que un dolor mayor, el del silencio de las jóvenes mujeres asesinadas, se termine. 

Lamentablemente, el precio del libro, que Pengüin Random House justifica con cierta hipocresía en el necesario “respaldo a los autores”, y su consiguiente difusión restringida a esa élite culta –cada vez más pequeña, exclusiva e inaccesible- no contribuye a que esta obra imprescindible cumpla su necesario destino. 

Sin violar las sacrosantas leyes del copyright (no sea cosa que nos procesen como a cierto escritor acusado de plagio por hacer lo mismo que hizo famoso al escritor supuestamente plagiado) intentaremos difundir esta obra entre esas amplias masas, para que logre en ellas, el mismo impacto emocional, combustible esencial de la lucha consciente, para terminar con el machismo imperante en nuestra putrefacta sociedad.