Viento norte.
Cuentan en la radio que hay yararás en el centro de la ciudad. Nunca se sabe en
Posadas si la noticia es verdadera o tan exagerada como decirle centro a las
dos cuadras que salen de la plaza 9 de Julio hasta la calle San Lorenzo.
En mi mente
infantil de pibito criado entre algodones de clase media, entre no te metás y
por algo habrá sido, de corazón que no siente y todo eso, imagino con terror y
fascinación a las señoras espantadas saliendo de Casa Tía temiendo por sus
vidas.
¿Habrá que salir
a tomarse el heladito “social” de todas las tardes (especie de hora del té
londinense, obligada para toda la gente “bien”) con botas de caña alta, como me
cuentan los gurises que viven en las Fonavi, más cerca del monte? ¿Se
suspenderá la misa de las siete en la Catedral por estar el camino infestado de
especies que simbolizan al demonio y la curiosidad fatal de las mujeres?
Leo ahora en
internét, mientras sufro el colectivo, con la misma confianza contenida de esos
años, que a principios del siglo XX, un tal doctor H. E. Schaef encontró un
gallo que también era una gallina, pero al final, ni uno ni otra. Cuando vivo
(según dice que dice esta página que no cita papeles doctorales ni
universitarios pero dice que dice que lo sacaron de la BBC, como si ese nombre
fuese tan sacrosanto como la Catedral) la mitad derecha de su cuerpo era de un joven
gallo con cresta roja erecta y viril mientras que la mitad izquierda (¿tenía
que serlo, no?) imitaba la forma de una dulce gallina; dicen también que quería
montarse a las otras hembras y, frustrado, ponía unos huevos más pequeños que
los de ellas.
En 1923 si es
cierto que hubo una Revista de Zoología Experimental
y una amiga anatomista de Schaef, habrían catalogado el extraño suceso con un
nuevo nombre, lejos de los animales hermafroditas, les cuáles, teniendo pleno
desarrollo de órganos reproductivos de ambos sexos, no necesitan de pareja
heteronormada para reproducirse.
Leo varias veces
sin poder meter la nueva palabrita en ningún rincón de mi cerebro de adulto
desarrollado y bien criado por la ciencia occidental: ginandromorfos bilaterales. Seres divididos en perfectas mitades a
lo largo de su cuerpo, mitad hembras, mitad machos. Sigue diciendo interné que
un Michael Clinton de la Universidad de Edimburgo acaba de oponer una tesis
diferente a quienes vendrían opinando casi un siglo que se trata de accidentes
típicos de la evolución que, se sabe, actúa tanteando por azar la mejor forma
de adaptarse al medio ambiente.
El Clinton éste propondría que algunas madres
tienen mecanismos inconscientes –al fin y al cabo son animalitos- para
controlar el sexo de su huevito, que durante un tiempo se va desarrollando con
cromosomas de ambos géneros; si la madre no “elige” a tiempo, ahí salió el ginandromorfo.
En otro blog leo
que en 2010 un Dr. Waren Booth de la Universidad de Carolina del Norte encontró
un espécimen de boa constrictora muy popular en las selvas tropicales de Centroamérica,
la Imperator, que podía reproducirse ya sea copulando con machos de su especie
pero también podía conservar un poco de semen y parir nuevas crías sin
necesidad de machos, en algo que ahí llaman partenogénesis
y que vendría a ser, quién sabe, o un residuo de una “estrategia” reproductiva
muy arcaica propia de reptiles milenarios en desuso (porque las crías tienen
menor carga de cromosomas variados y por lo tanto menos chances de reproducción
eterna y de gambetearse a la parca), u otro “accidente” propio de académicos
curiosos que no termina de romper la ley heterosexual de la especie.
A todo esto ya
bajé del abominable 2, lleno hasta las verijas desde San Telmo, pero algo en el
viento norte -que sopla ahora para desánimo de tanta porteñada abrumada por el
calor- o en las reminiscencias de plaza céntrica de pueblo chico que todavía se
pueden sospechar en Plaza Flores (¿será la enorme escultura ecuestre cagada por
dos siglos de pájaros? ¿será la Catedral y el edificio del Banco Nación
enfrente?) me hacen volver a esas tardes en que las yararás asaltaban mi
inflamable imaginación de niño y me bajo preguntándome.
Supongamos que
cada familia es en sí misma y en la soledad del universo un laboratorio.
Madres y padres
sin conciencia de sus actos, como las gallinas o las constrictoras, se ponen a
definir el género sexual de sus crías. El padre adopta al primogénito varón
como príncipe heredero y desde lejos, a fuerza de doctrina seca y grito o coscorrón
a tiempo, va diseñando un verdadero hombrecito. Supongamos que la madre,
habiendo perdido en los dados de la genitalidad su primer batalla y después de
dos intentos abortados por el stress de una vida conyugal de mierda, decide que
el próximo retoño, sea lo que sea que traiga de regalo en la entrepierna, será suyo.
Le tejerá un
útero invisible de preferencias en los ritos familiares, un nido cómodo y
acuoso que repela lo que no debe saberse u oírse para no ponerlo mal,
evitándole el roce con otros varoncitos que puedan llegar a lastimarle,
alimentando todo aquello que haga crecer en él una sensibilidad pura y
cristalina, un paraíso de ingenuidad casi perfecto.
Las fronteras de
su infancia serán las faldas maternas para recorrer la ciudad de mercados de
abasto, jugueterías y librerías y cuando el trabajo forzado la obligue al
abandono será cuidado por sus pequeñas hermanas, haciendo de él víctima
propiciatoria de rituales puramente femeninos, como el maquillaje y las
muñecas, los juegos de rol donde siempre será una niñita perfumada y bien
vestida, o simplemente destrezas físicas que lo convertirán en el único
varoncito campeón del elástico en todo el norte del Litoral.
Supongamos que
primero el paterfamilia y luego su heredero, el primero reclamando sin más
matices su derecho centenario, el segundo con la dulzura propia de su lugar en
la escala familiar, desatarán una guerra de guerrillas para rescatar al varoncito
de la cueva húmeda y confortable donde la madre lo malcriaba para evitar un
consabido destino de maricón.
De tanto malcriarlo me lo vas a hacer
putito.
Y salvar el
apellido y el linaje, cuando no el honor masculino de la estirpe.
El niño conoce
los deportes de machos y la sociabilidad que se supone debe portar con el
orgullo inverso que le provocan sus pequeños huevitos colgando a corta
distancia de un pitulín todavía muy corto; aprende a ansiar la prometida
pubertad donde le crezcan al fin la nuez de adán, una nariz aguileña y una
buena poronga, todo sembrado de barbas y pelo en pecho, una buena zanja peluda
sudándole debajo del calzoncillo para demostrarle a todo el mundo que es quien
se supone que debe ser. Deseo esperanzado para zafar de esta condena de cuerpo
demasiado femenino, lampiño, menudito y rollizo donde su mamá ha osado
entretenerlo sin siquiera las medallas masculinas de quebraduras, puntos de
costura y moretones que le habrían ahorrado tantas demoras en los vestuarios
esperando la soledad para cambiarse y ocultar las marcas de su vergüenza.
Luego la unidad
familiar un buen día se rompe, el padre convertido de símbolo admirado de la
masculinidad cae del cielo en monstruo aborrecible, remedo del antepasado
caníbal de su propia especie, sus intentos de moldear al vástago sin
mariconadas se reducirán a todo lo que haya quedado firme de idealización en el
adolescente, de aquellos sueños por atraerse el amor esquivo de un padre sin
demostraciones de afecto a la vista.
Los varones no lloran, no abrazan, no
besan… a otros varones.
El príncipe ha
seguido en su camino y ahora debe dedicarse a golpearse los cuernos contra el
macho alfa para buscar su lugar en la familia y el niño viejo va surfeando su eclosión
de testosterona reprimiendo sabiamente con el rosario en una mano y el jabón en
la otra, todas sus masturbaciones atormentadas por los bellos y lampiños
cuerpos de los compañeros de cursada en el colegio de curas nacionalistas donde
lo han enviado para hacer de él lo que se debe.
Supongamos que
alguna vez este espécimen de homo sapiens sapiens descubre sin quererlo que ser
penetrado como una mujer, según le han sabido enseñar, regala más estallidos de
placer al cansado cerebro que lo que había entendido durante veintitantos años
eran orgasmos; supongamos también que con tanta experiencia sexual en el cuerpo
descubre en su renacida analidad un matiz superlativo de rigidez en la erección
y de permanencia en el deseo, y finalmente comprende con conocimiento de causa
eso de que orgasmo masculino y eyaculación no son necesariamente causa y
consecuencia de nada.
Los nuevos
amigos y amigas le proponen inconscientemente seguir el camino prefijado para
los placeres del punto G masculino y lo convidan a experimentar las mieles
otrora mucho más prohibidas de la homosexualidad. Pero este espécimen salido
del laboratorio sin su historia clínica al día, confundido, pasa de un par de
décadas creyendo gozar con mujeres mientras en la intimidad se reprocha tamaño
insuficiente, eyaculaciones extemporáneas, resignado a cumplir el mandato del
orgasmo ajeno, le resultaba imposible encontrar en esos seres iguales a él la
dulzura necesaria para disfrutarlos.
Se pregunta
alguna vez cuando el viento norte le dispara estas nostalgias infantiles y el azar
le mezcla las nuevas teorías que el Papa Pancho tanto aborrece, si se pudiera
ese espécimen andar por la vida deseando la compañía y el amor que sólo las
buenas mujeres saben dar, esas que no saben más que luchar para sobrevivir, que
saben por eso lo que vale de verdad amar, pero buscando entregarse a ellas como
una más, entregado a recibir todo su cuerpo, de que se lo cojan a uno, de
tenerlas adentro sin metáfora.
¿Tendrá el
sistema afectivo partido al medio como un ginandromorfo
sentimental? ¿Será un accidente evolutivo o el resultado de una mutación
superadora? ¿Habrá otros u otras u otres ginandromorfos
sentimentales con quien encontrarse y calzar penas y alegrías?
Quién sabe, es
muy difícil palparle los genitales a una yarará para saber si se trata del
macho o la hembra. En todo caso, cuando el viento norte empuja el aire y
defrauda las ansias de refresco en los cuerpos sulfatados por el verano
agobiante, a nadie importa si está apaleando con el machete un él, o un ella.
Lo importante es
matarle, el género, su sexualidad, son cosas irrelevantes.
La ley de la supervivencia,
¿o no?