Una lectura de Chicas muertas, de Selva Almada, Buenos Aires, marzo de 2014,
publicado por Random House.
Después de leer Chicas muertas no puedo escribir una
reseña, necesito confesarme. Por alguna razón Selva Almada ha tocado en mi
sensibilidad teclas profundas, de esas que uno intuye organizan lo más
importante de su vida, pero que desconoce.
Llegué a este
libro buscando las claves secretas de la literatura en una escritora
contemporánea, conocida hace rato por cualquiera que pretenda saber algo de
este oficio. Mi Virgili@ en este camino de ser escritor me dijo, una noche de
primavera en las puertas de FM La Tribu,
antes de introducirme a esa misa particular que hacen Almada y Julián López en Carne Argentina, probablemente el ciclo
literario de mayor calidad de nuestra cultura, “estás por presenciar lo mejor
de la literatura argentina contemporánea”. O quizás yo, poseído por el papel de
Dante, creí escuchar esas palabras como si las hubiese leído mi Virgili@ a la
entrada del aquelarre esa noche.
Entonces, como es
verano y no puedo pagarme unas vacaciones, me propuse empezar a llenar ese
vacío que confesé por escrito en mi primer novela, el de no saber absolutamente
nada de la literatura contemporánea argentina.
Como cualquier
amateur que recién comienza, (y como escuché decir a Piglia en uno de los tantos
videítos de youtube que se viralizaron luego de su fallecimiento) quise leerla buscando las marcas del oficio que intento dominar para poner en mi propia
escritura.
Pero no pude. Y
después de intentar con ahínco reconocer el uso apropiado de las palabras, me
negué a seguir intentándolo. Me dejé llevar por este profundo viaje al interior
de mí mismo que leía en esas páginas.
Literatura pura y “no ficción”
Las solapas y
las voces que saben dicen que Selva Almada ha escrito aquí un libro de no ficción. No soy quién para ponerme a
rebatir solapas que seguramente han sido extractadas de reseñas más trabajadas y
estudiadas, aprobadas por editores con siglos de experiencia en el cerebro y
seguramente por la propia autora. Pero creo que esa etiqueta no le hace
justicia a lo que acabo de experimentar.
Como sé que
escribo para personas como yo, laburantes que no leemos Ñ ni frecuentamos circuitos literarios, pero que nos gusta
arrancarle tiempo a la alienación del bondi-tren-subte-cicleta, las quichicientas horas de laburo
y el magro sueldo para seguir maravillándonos con la lectura como cuando éramos
niños/as, necesito explicarnos esto de la no
ficción.
En el siglo pasado un periodista y escritor yanqui, Truman Capote,
decidió narrar una investigación fabulosa que había llevado adelante, casi como
un detective profesional, con los recursos de la novela policial, ahora
renombrada con justicia, novela negra.
El resultado fue una mutación
particular, en la que les lectores/as no terminamos de saber dónde opera la
fantasía y la licencia poética y dónde la estricta verdad fría de la prueba
verificada.
Entre nosotres,
quien mejor ejecutó este ejercicio fue Rodolfo Walsh, excelente periodista y
artesano de ficciones, amén de militante abnegado y, quizás por todo ello, ser
humano excepcional. Después de leer de corrido Operación Masacre, El caso
Satanowsky y sobre todo ¿Quién mató a
Rosendo? un espíritu adolescente no sabe bien si dedicarse al periodismo o
a la literatura. Estimo que muchos deben haber seguido uno u otro derrotero. Lo
más difícil, me imagino, es seguir ambos
en la misma obra.
Creo que la
misma etiqueta explica más una dificultad comprensiva de quien la usa que la
experiencia que provoca este tipo de obra. Definir algo con una negación ya
debería ser suficiente prueba para revisar la propiedad de la definición.
¿No es ficción y, por lo tanto, no es literatura, simplemente porque la materia prima de la obra
son casos reales y concretos, que Selva Almada ha investigado con rigurosidad,
visitando archivos, familiares, jueces e incluso una adivina? ¿Entonces
pretendemos que la "verdadera" literatura no se amasa con elementos de la vida
real y concreta?
¿Desde cuándo?
¿No se le puede
adjudicar el concepto de obra periodística simplemente porque en la narración
se abandona la objetividad, la cita exacta del periódico, la contrastación de
las pruebas? ¿O es porque la autora, al igual que sus predecesores, usa con una
maestría genial los recursos técnicos del policial, del relato faulkneriano,
incluso de cierta poesía íntima y onírica para que los “casos” narrados no
caigan en el olvido efímero de los libros “científicos”?
¿O es que queda vivo
alguien todavía que tenga fe ciega en la objetividad de la cita al pie y el
archivo?
Precisamente es
lo que ocurre aquí, se sostiene una contradicción de dos elementos
aparentemente opuestos que luchan entre sí y es esa lucha la que sostiene el
movimiento, el ritmo, la potencia de la verdad narrada por Selva Almada en este
libro. En lo personal, entiendo haber terminado de leer una apasionante novela que explica y describe la profunda verdad que sufren las mujeres en nuestra sociedad.
El Estado Femicida
Escuché de boca
de otra escritora considerada en el pináculo del oficio actual, Claudia
Piñeiro, la siguiente reflexión que considero correcta: en los crímenes se
puede ver la anatomía de la sociedad que los produce. O al menos en la
literatura policial se pueden leer las fantasías inconscientes, la seducción que
provoca ese tipo de crímenes en una sociedad que pasa horas de su vida
cautivada en su lectura o en la fascinación de las sagas de televisión o de
cine. Así, el capitalismo yanqui fascina a sus "ciudadanos" con los horribles y monstruosos asesinos individuales y "locos" que cachan la motosierra y masacran a jóvenes campistas indefensos, los suecos y noruegos flashean con el asesino inteligente y meticuloso, y al decir de la propia Piñeiro, en Argentina heredera del genocidio de los 70 no se puede menos que obsesionarse con los crímenes de Estado. ( http://santoscapobianco.blogspot.com.ar/2016/07/la-novela-negra-donde-literatura-y.html)
Ese, creo, es
el principal aporte de esta obra de Almada, que reconstruye los asesinatos de tres
mujeres, ocurridos “cuando todavía, en nuestro país, desconocíamos el término
femicidio”. Tres "casos" que en el verano de 2014, cuando Almada firma su
epílogo, eran conocidos sólo por los pueblos donde habían ocurrido,
incorporados a ese género también difuso y contradictorio de la leyenda
popular, nutrido de verdades y ficciones a cuál más increíble.
Tres mujeres, si
se me permite lo cruel del concepto, olvidadas. Como deben serlo todavía hoy, salvo para quienes militan en el campo de los derechos de las mujeres, las
nueve mujeres que fueron masacradas en una sola semana de abril del 2015,
haciendo explotar ese grito de esclavitud rebelde que fue el #niunamenos del 3
de junio, replicado gracias a la lucha femenina al año siguiente, dando un
salto de calidad en el paro de mujeres del miércoles negro del 19 de octubre
del año pasado, a raíz del asesinato despiadado de Lucía, una piba marplatense.
Sería una
terrible burrada decir que Selva Almada le “devuelve la vida” a estas tres
mujeres. Porque como ella asume en la obra, su trabajo ha sido juntar los huesos de estas mujeres asesinadas para devolverles la voz, o al menos la mirada, sabiendo que la memoria no devuelve la vida.
Lo que hizo de forma contundente Almada en mi consciencia, es
explicarme que esta sociedad, la nuestra, en la que vivimos todos los santos
días, masacra mujeres. Argentina, Latinoamérica y casi todo el globo están
regidas por sociedades que fabrican femicidios y femicidas. Es lo que somos.
Quizás lo más fascinante de Chicas muertas
es cómo hace Almada para señalar a los responsables de estos tres “casos” todavía no
resueltos desde 1983, 1986 y 1988.
En el primer
capítulo la autora describe la tarde del 16 de noviembre de 1986, cuando a sus
trece años escuchó en la radio, en su casa natal de Villa Elisa, en Entre Ríos,
la noticia del asesinato de una muchacha de su edad en un pueblo vecino. Se
trata de un encuentro tan íntimo, tan intensamente poético con ese instante,
que bien puede resumir todo lo narrado después.
En las imágenes precisas de una
morera hermosa en el patio de su casa, sentidas con la conciencia plena de su
belleza pero al mismo tiempo del pútrido olor y las inefables moscas que
devienen cuando la fruta revienta en su madurez, en ese terror que se intuye
íntimo en las costumbres de su padre y su madre en la cotidianeidad, en la sola
descripción de su padre macerando las cenizas del asado patriarcal, en las
gotas de sudor de su cuero curtido por la vida, cualquier espíritu medianamente
sensible se ve venir la angustia y el dolor que fluirán luego en el relato
pormenorizado de los “casos” y la investigación.
Se vuelve a
sentir lo mismo en esas interminables horas de espera y frustración en una
plaza y una peatonal de una ciudad pequeña de Chaco a la hora de la siesta con
40 grados de calor, esperando ya con paranoia a quien puede ser un testigo
clave o un sombrío protagonista.
Qué decir del relato desnudo de la imaginación
de Almada ante ese momento que la crónica no va a poder reflejar nunca con
objetividad pura, el segundo en que la víctima toma conciencia de su propia
muerte y sin más, muere.
Borges decía
haber descubierto en Dante Alighieri, en su Divina
Comedia sobre todo, una serie de recursos técnicos que para él resumían la
maestría del oficio de inventar ficciones. Entre ellos destacaba la particular
forma de las metáforas e imágenes del Dante. En el momento más sublime del
final del Inferno, Dante describe el
último círculo del Reino de Satán, el infierno más oscuro y tenebroso descrito
por la imaginación católica nunca, como un lugar congelado.
El frío, la
ausencia de otro color o matiz que no sea el del hielo azul y oscuro, fueron en
la imaginación del Dante la mejor forma de describir el terror y el mal
absolutos. No la potencia purificadora, móvil, vital del fuego, el calor y la
luz, no: la soledad del frío extremo.
En su recorrida
final por los lugares donde estas mujeres jóvenes fueron asesinadas o
encontrados sus cadáveres o depositados luego, en su visita a los cementerios
más íntimos de su propia infancia, Almada dice algo que la pinta de cuerpo
entero como una excelente constructora de arte literario:
“en algunos lugares,
la hora del mediodía me da más miedo que la pura noche”.
Otra vez,
cualquiera que se haya criado en las provincias más calurosas de nuestra
geografía, que haya conocido descampados y basurales o barrios inhóspitos e
incluso plazas céntricas y céntricas peatonales, en el cenit de la siesta,
puede dar fe, como yo lo hago aquí, de la enorme exactitud de Almada en esa
imagen.
Porque, otra
vez, el miedo no lo da la ausencia o no de luz, lo da la soledad, la sensación
de estar “regalado” como dicen los pibes de Villa Soldati.
Literatura provinciana y costumbrismo
En la solapa,
finalmente, Beatriz Sarlo parece condecorar a Almada con una verdad muy
ingeniosamente descubierta por la que hoy es, luego del fallecimiento de
Piglia, la mejor lectora viva:
“Es literatura
de provincia […] Regional frente a las culturas globales, pero no costumbrista.”
¿En qué sentido
es regional la literatura de Chicas
muertas? Claramente se trata de una descripción casi perfecta de las
sensaciones de cualquier mujer de clase media o laburante del litoral
argentino. Su Entre Ríos natal, el Chaco de su familia lejana son en su
esencia, es decir, como ambientes geográficos y sociales, idénticos en el
relato de Almada a las memorias de infancia y adolescencia de cualquier mujer
pobre en los 80 y me arriesgo a decir hoy también. En las descripciones de
Villa María se pierde esa fuerza magnética del Litoral, desnudando quizá una
literatura muy apegada al sentimiento individual de la autora.
Pero en todas
ellas destaca un aspecto absolutamente universal, el de las mujeres del
interior argentino, digo más, el de las mujeres obreras y pequeño burguesas de
todo el país, sea cual sea la geografía y la vida particular de cada una.
Uno tiene la tentación de decir que Almada describe con exactitud una crianza en los años 80 donde -mirados con ojos despiertos de hoy, después del #niunamenos-, nos obliga a asombrarnos de la capilaridad de la violencia contra las mujeres en nuestra vida íntima y cotidiana.
Pero no es del todo cierto. Si pudiésemos comprender que ese aspecto de nuestra infancia y adolescencia sigue igual de vigente hoy, con el mismo grado de barbarie y naturalidad que ayer, con la misma impunidad de siempre, entenderíamos el enorme aporte que textos como Chicas muertas pueden generar, no sólo en la conciencia de quienes ya aprendimos a ver y luchar contra ello, sino en la de las nuevas generaciones que pueden llegar a creer que se trata simplemente de una moda intelectual o una nueva impostura de las élites progresistas.
Permítame un par de anécdotas. Siendo ya un
militante más de varias luchas contra la violencia machista, en pareja con una
de las más conscientes y aguerridas luchadoras socialistas por los derechos de
las mujeres, la madre de mi hija, me sorprendió verla una noche en un ataque de
furia ante una publicidad, mientras esperábamos la reanudación de un noticiero o
una serie de terror. Mi compañera repetía indignada “no
nos dejan en paz ni en los comerciales”.
Volví a sentir
esa especie de conciencia de la ausencia cuando en un debate por feisbuk una
compañera de militancia muy joven y aguerrida se ensalzaba en una esgrima
verbal irredimible contra los conductores de autos que cedían el paso a las
mujeres en la calle para mirarles el culo.
Ambas anécdotas
fueron unos años antes del 3 de junio del 15. Las primeras reacciones de
varones incluso socialistas y luchadores concretos –no de chamuyo- contra la
violencia machista eran de un repudio automático a lo que considerábamos
exageraciones. Aunque no lo dijéramos, creo que a todos nos pasaba
lo mismo.
Recuerdo que
comencé a consultar a mi pareja, mis compañeras de militancia, amigas de otros
ámbitos e incluso a las adolescentes que cursaban en las escuelas donde trabajaba
sobre este tema de los que cedían el paso para verles el culo y me asombró la
unanimidad de la confirmación, a todas les había pasado lo mismo.
Ningún varón, por más consciente que sea, puede saber lo que siente una mujer desde su primera infancia y durante el resto
de su vida, criada por una sociedad hecha para dominarla, destruir su
autoconfianza, su autoestima, su iniciativa individual, su independencia emocional,
su intimidad, su placer, su propio cuerpo.
Y el varón que haya empatizado en
serio con un mínimo por ciento de todo eso, no puede seguirlo siendo más, no al
menos en el rol que la misma sociedad ha puesto en sus hombros como condición
de masculinidad.
Sin pretender la
soberbia imbécil de contradecir a Sarlo, me permito hacer una defensa positiva
del costumbrismo de Almada. El costumbrismo aburrido, deserotizante en la
literatura, es el que describe las costumbres cotidianas de una sociedad como un
paleontólogo las cantidades de patas que separan dos especies de artrópodos.
Ese no es el costumbrismo de Almada, claramente.
El de Almada es muy peculiar,
nos lleva a momentos exactos donde podemos ver con toda claridad lo que nos
cuenta, pero además nos hace notar detalles en los que no habíamos reparado y
que quizás sean tan reveladores como la mejor fotografía.
Pero sobre todo,
es de ese tipo de realismo costumbrista que reivindicaron dos almas tan
opuestas políticamente como Oscar Wilde o Karl Marx. Recontra sabido es que
Marx apreciaba la obra de Balzac porque pintaba de cuerpo entero la
putrefacción moral y material de la burguesía francesa. Probablemente si
hubiese leído el prefacio de El retrato
de Dorian Grey hubiese saltado de alegría, puesto que el mismo escritor que
se mofaba de la literatura con intenciones morales o éticas defiende su
monumental novela escribiendo que “el siglo XIX tiene aversión al realismo
porque siente rabia de ver reflejada en él su propia cara”.
Este
costumbrismo reivindico de Chicas muertas,
el que imprime en las sensibilidades una descripción que va más allá de la
superficie, una obra que impacta por el fresco que pinta de una sociedad
podrida, que masacra a sus mujeres desde los detalles más cotidianos, una
sociedad femicida.
Voces que deberían ser leídas
Almada ha asumido un desafío valorable en esta novela, mirar con sus ojos lo que miraron tres mujeres asesinadas y por lo tanto, mirarse a sí misma, su más íntima y temible verdad, sus propios miedos e infiernos, reconocerse como una más de las que sólo están vivas por mero azar.
Publicando este texto, que le valió incluso un intento de censura de una diputada chaqueña del FPV (http://www.clarin.com/cultura/selva_almada-chicas_muertas-pilatti_vergara_0_r1RuFXKwQe.html), se animó a desnudarse frente a los miles que hemos leído su obra aquí y en el extranjero.
Eso lo hacen las artistas verdaderas, las que vale la pena seguir de cerca.
Varias lectoras
de esta obra compartieron conmigo una lectura similar, lo doloroso que es leer Chicas muertas. Sin embargo, creo que se
trata de una lectura absolutamente necesaria, que puede contribuir a que un dolor
mayor, el del silencio de las jóvenes mujeres asesinadas, se termine.
Lamentablemente, el precio del
libro, que Pengüin Random House justifica con cierta hipocresía en el necesario “respaldo a los
autores”, y su consiguiente difusión restringida a esa élite
culta –cada vez más pequeña, exclusiva e inaccesible- no
contribuye a que esta obra imprescindible cumpla su necesario destino.
Sin
violar las sacrosantas leyes del copyright (no sea cosa que nos procesen como a
cierto escritor acusado de plagio por hacer lo mismo que hizo famoso al
escritor supuestamente plagiado) intentaremos difundir esta obra entre esas
amplias masas, para que logre en ellas, el mismo impacto emocional, combustible
esencial de la lucha consciente, para terminar con el machismo imperante en
nuestra putrefacta sociedad.
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