Una lectura de Una muchacha muy bella, de Julián López, publicada por Eterna
Cadencia Editora, Buenos Aires, 2013.
(Aclaración preliminar: para decidirse a comprar y leer este
libro es suficiente con saber que María Moreno, en la contratapa, dice la
verdad, se trata de un libro inolvidable, y por eso mismo es imposible atacar
en una sola reseña cada una de las capas que su lectura nos ha despertado.)
Me sentí estafado cuando me puse a leer las entrevistas en
los diarios donde confesaba que su madre no había sido militante del ERP ni
desaparecida. Y automáticamente me sorprendió no haber hallado ninguna reseña
donde lo putiaran en colores les hijos e hijas de desaparecidos por osar
profanar un espacio tan sagrado.
Volviendo en mis cabales, me di cuenta que estaba,
finalmente, ante una obra literaria excepcional.
López se propuso hacer de su
verdadero dolor de pibe huérfano a los diez años–que se puede sentir con pura y
cristalina claridad en todo el libro- un alegato que golpee mucho más allá de
su individualidad, del diálogo solitario con su propio dolor y nostalgia, para
oponer una voz diferente en un debate social que marcó a dos generaciones de
sobrevivientes al genocidio de los 70.
El verdadero artista se desnuda en su obra sin miedo al qué
dirán y al desnudarse de este modo desnuda a su pueblo, a su ser social y no al
artista, o algo parecido dijo Oscar Wilde en 1890. López honra esa máxima como
nadie hasta hoy en la literatura argentina contemporánea.
Aquéllas
banderas, de la Patria, de la primavera
López monta toda su obra en una operación de catarsis muy
personal. Nacido en 1965 (si la solapa no miente), perdió a su madre a los diez
años, para la época en que los camiones llenos de soldados y los tanques fluían
por la Perito Moreno desde Campo de Mayo hacia el sur, atravesando Nueva
Pompeya por el lado del Club Deportivo Riestra, para asistir rápidos a la
masacre de los restos de la malograda Unidad Viejo Bueno del ERP que asistía en
Monte Chingolo a su símbolo y cifra, a su canto de cisne.
Probablemente esta escena sea la única marca concreta que
permita anclar en la novela un momento preciso del flujo espacio-temporal donde
López quiere que juguemos esta dialéctica filosófico-poética y política que nos
propone.
También me pareció extraño que las reseñas vomitadas al azar
por google no citasen in extenso sesudas reflexiones sobre Marcel Proust y su
obra monumental En busca del tiempo
perdido, siendo tan clara la identidad de este escritor que porta bigotes a
la bohemia usanza parisina de la belle
epoque y que coincidiese la edición del primer volumen de su inmortal obra
justo cien años exactos antes de Una
muchacha muy bella.
No he leído nunca a Proust pero juraría que López ha logrado
un uso exquisito de ese concepto tantas veces elogiado por estudiantes de
Filosofía y Letras en las tertulias de los bares roñosos donde pude oírlos.
Porque el narrador de Una
muchacha… no recuerda como cualquier hijo de vecino: sin abandonar nunca su
conciencia de ser humano adulto y formado, sin embargo viaja en el tiempo de su
recuerdo y lucha con todas sus armas intelectuales para ubicarse en el pasado,
para volver a vivir con suma intensidad esos momentos breves en que sus sueños
y pesadillas de adulto lo llevan a sufrir por no poder disfrutar a su madre
hasta el día de su muerte.
Lejos de reconstruir una infancia ficticia, López rearma con
extrema lucidez de poeta fotografías, escenas donde el espectador ingenuo
termina de colocar los detalles que López no narra. Cuesta darse cuenta que actúa
como un buen pintor impresionista, evitando narrar con hiperrealismo el cuadro
completo, la arruga más mínima, la última de las hojitas del árbol. Con una
maestría abrumadora, da las pinceladas justas para recrear los gestos que
sintetizan al personaje y al ambiente.
Ambiente que también es un personaje muy particular, la Buenos
Aires de 1970 a 1975 que ya no existe más, literalmente como el derrumbe
contemporáneo de la Casa Suiza que López nos hace el enorme e impagable favor
de volver a traer a nuestra sensibilidad.
El recuerdo de López es honesto y cruel. Honesto porque nunca
quiere dejar de ser la descripción de un sueño, del recuerdo tal cual él lo
siente hoy, nel mezzo del camín, en
su crisis existencial, y no se engaña ni se deja tentar por una infancia
idealizada. La mirada de este adulto respeta esa sensación de crueldad ante
cada cachetazo que le dio la vida, por más mínimo y superfluo que pueda
parecer.
Como cuando uno le grita a su hija porque se demora
demasiado transformando un simple baño higiénico en una aventura espacial, obligándonos
a llegar tarde al jardín y retrasar fatídicamente toda la cadena de
responsabilidades y compromisos posteriores al reto cordial de la seño.
Probablemente mi hija no recuerde nunca ese reproche si llegase a escribir una
novela a los cuarenta y tantos, a menos claro, que la pérdida de su infancia
esté ligada a una pérdida más profunda en sus afectos más elementales.
Es el caso de López, que con total valentía mira de frente
las imágenes y sentimientos que ha perdido en ese momento donde no puede haber
nada más cruel que perder a tus seres amados. Por eso todos los recuerdos
parecen llevar el azul opalino de la tristeza y no la claridad de ese sol que
le baña los pies al escritor luchando por redimirse y volver a vivir.
A decirme que existe el olvido, esta noche han venido
López nos ha podido embaucar, porque la descripción poética
de sus recuerdos es tan íntima -tan desesperadamente íntima- que es imposible
no convencerse de la veracidad de cada aspecto de la novela. A mí me gusta esa
literatura, la que te convence, la que te creés hasta la última gota. Es
asombroso creer que López pudo haber “inventado” alguna línea de lo que
acabamos de saborear. He aquí, sin más, una inteligencia superior, admirable.
Porque mientras se trataba de un bellísimo ejercicio de
intimidad entre un hombre en crisis tratando de traer al presente a la madre que
pudo disfrutar tan breve tiempo, bajamos la guardia y nos limitamos a
participar o no de esta posibilidad de espiar en los sentimientos más íntimos
de un ser humano tan valiente. Pero al rescatarnos de la horrible
verdad no podemos más que poner a laburar la máquina cerebral y desprendernos –si
podemos- de ese útero de jazmines y dolorosos azahares donde nos emboscó y
ponernos a buscar las marcas textuales del engaño, emergiendo así más concientes de nuestras propias preguntas.
Allí están para probarlo sus reflexiones sobre la relación
entre el sueño y la voluntad y esa terrible pregunta que bien puede explicar
todo el ejercicio poético de este libro:
¿cómo
se obliga a una potencia a ser el cuerpo de la nada?
López nos propone una respuesta a uno de los dramas de los
sobrevivientes y descendientes de la dorada generación asesinada en los 70. La
nostalgia del pasado revolucionario que fue y el que "nunca jamás sucedió", es una cárcel tan
horrible como el mejor y más cuidado zoológico o la más cómoda de las vidas que
un varón de clase media de Palermo se pueda conseguir. Pero el más bello
intento por traer al presente ese pasado muerto no deja de ser una cadena que
se debe cortar para poder parir presente y futuro, ya que en última instancia de
eso se trata vivir.
Ya no podría asegurar que López lo sepa de primera mano o
haya sido parte de su meticulosa investigación, pero ha metido la llaga en un
lugar sagrado, el del balance de los protagonistas y sus herederos de la lucha
revolucionaria de los sesenta y setenta.
Sin el derecho legítimo de ser miembro del gueto se atreve a
rechazar la memoria de esos años limitada al bronce heroico
de los mártires. Imagina una militante revolucionaria en su angustia vital
entre la presión social que le impone una maternidad “normal” y “dedicada”
devotamente a su cría y las exigencias espartanas de una lucha feroz y
clandestina contra un enemigo que impone las reglas de juego y sus nefastas
consecuencias si no se lo combate.
Indaga poéticamente el sacrificio de una generación
maravillosa, capaz de todo sacrificio pero humana, consciente de las dudas y
presiones reales que ese sacrificio impone a su vida.
Bien decía Antonio Gramsci (el dirigente que construyó uno
de los primeros partidos leninistas en 1918 y que terminó sus días asesinado
por su ex camarada Mussolini, no el remedo centroizquierdista que pretenden
hacer de él) que correspondía a los cuadros dirigentes el
análisis de las fuerzas sociales en disputa en cada coyuntura histórica pero
que era trabajo del artista la preocupación por esos seres de carne y hueso
donde esas leyes de hierro vendrían a encarnarse inevitablemente.
López toma esa responsabilidad de manera sorprendente, con
una audacia rayana en el desparpajo, aunque con total respeto por el tema que
está dilucidando.
Esa
boina calada, al estilo del Che
Ahora que pude poner por escrito todas estas sensaciones
contradictorias puedo por fin comprender por qué a pesar de todo su esfuerzo
López no pudo lograr que mi empatía y lectura hedonista se mimetizara con el
dolor de ese huérfano, muy a pesar de haberme visto una y mil veces metido en
la piel de ese niño de diez años intentando recuperar aquella madre nada heroica y que sin embargo se transformaría, a mi debida crisis existencial
también, en la clave de relectura de todo mi presente y futuro, en mi diosa
personal, en mi muy bella muchacha.
Me identifiqué tempranamente con la madre del narrador por puro
azar, porque López le puso en su biblioteca, La
rama dorada de Frazer, avatar moderno y científico de Las mil y una noches, libro que me llevé al exilio en el momento más doloroso de mi vida; luego porque ante mi asombro esa madre fumaba
el mismo tipo de tabaco rubio y negro que me seduce fatalmente desde mi
adolescencia y finalmente porque en esa pared de recuerdos de viajes por un
país exótico y cercano, imposible, y en esa adopción del héroe
revolucionario por excelencia como un ser íntimo y querido, en esa breve
descripción, López terminó de explicarnos lo que siente un militante
revolucionario en los sesenta y ahora.
¿Cuántas veces uno/a mismo/a se ha arrodillado ante las
presiones del mundo normal y ha luchado contra sus demonios y los ajenos, los
propios y los heredados, para decidir ante cada aspecto estéril de la
cotidianeidad si quitarle tiempo a su deseo o al de los seres amados, para entregárselo a la rutina de la actividad, la reunión
semanal, la pintada, la movilización, el riesgo siempre presente de la
represión física o material del Estado?
Tenía un responsable político que nos explicaba
pacientemente, mil y una veces, que entregábamos tantas tardes de sol a cambio
de un mundo donde nuestras familias pudiesen disfrutarlas plenamente.
“La primer trinchera de la lucha de clases está en la propia
cabeza del militante”, “la familia actúa como un agente del Estado forzando al
militante a abandonar su lucha”, “quien se arrodilla ante el hecho consumado es
incapaz de enfrentar al provenir” son frases que se han atribuido a Trotsky y
que apuntalan como un mantra las pocas armas morales y éticas del/la militante de carne y
hueso que debe necesariamente encarar la duda y la presión social a cada paso
que da para, sostenerse en el camino elegido. Hablo de los militantes conscientes, que han elegido el lugar de la lucha de clases que transitan.
Las semblanzas heroicas de la generación maravillosa de los
60 y 70, escritas por el orgullo genuino de sus camaradas y sobrevivientes, no
nos han permitido a las generaciones militantes que nacimos en democracia
armarnos con suficiencia para ese reto tan íntimo y elusivo como en la novela
de López.
Quienes arribamos a la lucha contra el Estado como outsiders, hijos
de madres que no metían caño ni pasaban el periódico en la clandestinidad de
los atroces años de las tres dictaduras, quienes no heredamos el dolor
pedagógico de familiares sin tumba, tenemos que remontar este Purgatorio de
construirnos una ética militante de la nada misma.
Sin reproche alguno, podríamos
decir que la generación gloriosa de los setenta no se ha dedicado a educarnos
con paciencia y comprensión tolerante a sus hijos/as y nietos/as en este punto.
Y me refiero a las mejores expresiones de esa generación,
las que rechazaron de plano los mausoleos pagados con guita del “Estado
Democrático” para sacar los pies de la lucha de clases vigente y ponerlos en el
plato de la “inclusión” y las “políticas de DDHH”. Estos últimos han heredado un legado mucho peor, se han pasado de rosca
en la “autocrítica” y pretenden pararse del lado de un “no te metás” mucho más
pérfido, no basado en la amenaza de lo que te puede pasar si te metés, si no en
un lugar mucho más paralizante, donde la revolución es una utopía tan
inalcanzable que lo mejor que puede hacer un “socialista del siglo XXI” es
dedicarse a la negociar con la canalla la “construcción de lo posible”.
Te
morías por volver
López ha publicado una novela sacrílega, que tiene el tupé
de escupirle en la cara a los nostálgicos de los setenta una versión descarnada
de esos años, que se permite describir a Titanes
en el ring, desde la crueldad de un niño que sólo ve cuerpos gordos y
fláccidos sudando maquillaje en un ring destartalado, que descubre la única
verdad del tango en el esfuerzo de una señora mayor soltera por recuperar un
prestigio ya largo tiempo perdido.
Es un llamado a la valentía de un tipo que es capaz de
hacernos vivir en sus recuerdos como si fuesen propios pero que nos cachetea
para sacarnos de ahí, sin pensar ni siquiera si estamos vestidos o semidesnudos,
y empujarnos a la calle, a la realidad de niñas de catorce años que tiran de un
carro para sobrevivir. Que nunca ha dejado de saber que el té de finas hebras a
veces se puede comprar y otras no, y que en la descripción de las megatorres
construidas sobre las ruinas de las Bodegas Giol, elípticamente, sintetiza la
conciencia de una sociedad decadente como el capitalismo que moldea su barrio.
Porque si no sabemos superar el hastío existencialista y
decadente de la nostalgia “a la Proust”, como bien hace aquí López, usando con
genialidad las excelsas herramientas literarias de su “maestro”, no podremos
nunca evitar ese designio funesto que vio claramente Karl Marx en 1852, en su maravillosa
descripción de la lucha de clases en Francia:
“Los hombres hacen su propia
historia, pero no la hacen a su libre arbitrio, bajo circunstancias elegidas
por ellos mismos, sino bajo aquellas circunstancias con que se encuentran
directamente, que existen y transmite el pasado. La tradición de todas las
generaciones muertas oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos. Y
cuando éstos se disponen precisamente a revolucionarse y a revolucionar las
cosas, a crear algo nunca visto, en estas épocas de crisis revolucionaria es
precisamente cuando conjuran temerosos en su auxilio los espíritus del pasado,
toman prestados sus nombres, sus consignas de guerra, su ropaje, para, con este
disfraz de vejez venerable y este lenguaje prestado, representar la nueva
escena de la historia universal.”
Karl
Marx, El dieciocho Brumario de Luis
Bonparte, 1852
(siguiendo la traducción de Ediciones de la Comuna,
Montevideo, ROU, 1995)
Quienes todavía no nos hemos arrodillado ante las enormes
presiones del presente, agradecemos la valentía, la calidad técnica y la
indomable irreverencia sacrílega de Julián López para ayudarnos a reflexionar, en
medio de este duro camino de lucha contra las pesadillas del pasado que todavía
oprimen nuestro cerebro.
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