A los ciento veinte días de encierro obligatorio se le
ocurrió revisar las libretas que coleccionaba sin pensarlo mucho desde la
adolescencia. Creyó que estaba loco de nuevo. Repasaba una y otra leyendo con
incredulidad. Estaban llenas de letras y palabras. No sólo las coleccionaba
sino que las iba eligiendo por tamaño y confección. Parecían libritos. Siempre
le habían fascinado los libros, nivel fantasía infantil de esas cosas que
decimos a los seis años y los adultos nos festejan, tipo “los libros con
cajitas mágicas porque sus personajes están vivos”.
Estas libretas se habían convertido claramente en los libros
más íntimos, en los que se fue contando su historia a sí misma, mientras la iba
descifrando. Las primeras, escritas con el entusiasmo ingenuo de los doce o
catorce, plagadas de dualismos trágicos que creía haber comprendido gracias a
los existencialistas. Puro pesimismo. Después las ilusiones que había
encontrado en Marx y Engels le quitaron también casi todas las escamas de los
ojos y le fueron permitiendo entender que la historia de la humanidad (y lo que
era más importante para mí aunque nunca lo admitiría, de mí propia historia)
podían y debían interpretarse en otros sentidos. Optimismo de la voluntad.
En algún momento, en las libretas más bellas de los últimos
dos años, una violeta, la otra marrón, la otra colorada, había cambiado la
persona gramatical. Parecía un diario que alguien escribía con mucha ternura
para contarle su historia a una niña, niñe o niño. Con paciencia anotaba la
fecha, el movimiento de la luna, la cuenta de los días encuarentenades y
explicaba también con paciencia, como si la paciencia fuese el ingrediente más
preciado de la ternura con otro ser
vivo.
Me acuerdo perfecto ese día –leyó-. Vos llevabas seis meses
gobernando tu mundo desde afuera, arriba, no sé, en lo alto de vos. Te lo
imaginabas como en esas películas yanquis, vos une ser diminute sentade en los
controles adentro de tu cabeza, tu cuerpo todo como uno de esos robots enormes
de Robotech o Mazinger Z. Claro, tenés que acordarte, a los ocho o nueve añitos
esas imágenes te flasharon por algo. Una persona dirigiendo un cuerpo
indestructible con el mismo nivel de coraje que vos tardaste casi cuarenta años
en permitirte.
Te habías permitido liberarte de la cárcel donde aprendiste
a obedecer tu condena. El amor increíble de las dos personas que te aceptaron
así, recién salida de la celda, te animó a todo, a la conquista del mundo. Al
fin saliste. Fueron seis meses de absoluta felicidad y entusiasmo. Claro que
estabas aterrada. Afuera del encierro tu sensibilidad se hipermultiplicó por
millones de amperes. Notaste cada mirada desaprobatoria en la calle, parecía
que tu cuerpo notaba exactamente qué parte les parecía incorrecta, si la sombra
de barba con el rouge en los labios, si la marca del viejo bóxer bajo la calza,
las miradas pinchaban con el mismo frío de las gotitas de aguanieve en
invierno.
Me daba gusto verte sobreponerte. Putiando, decidiendo
cambios para protegerte, ibas encontrando ese valor –valía de coraje y de todo
lo que valés- que creíste te habían prohibido los genes y el destino a cada
paso, lo ibas practicando como quien ensaya para la obra de la escuela mientras
camina a la parada. De practicar ser valiente fuiste armándote de valentía.
Así de cursi eras, así de ingenua y ternurita. Yo aplaudía
toda orgullosa sentada en platea preferencial. Me mordía los labios pa no llamarte, pa no gritarte un adiós…
no, en serio, pa no molestarte en tu crecimiento. Me ataba las manos para no
decirte cómo evitar un error ni aconsejarte para eludir aquél dolor seguro que
venía galopando directo a vos para golpearte. Ya lo habíamos hablado mucho y
decidido que si vos ibas a salir a gobernar tu propia vida tenías todo el
derecho del mundo a aprender sola, sin más muletas ni atajos, porque las
muletas y los atajos se habían transformado en cadenas y rejas y de tanto
protegerte llegaste a encerrarte del dolor, aislarte de la posibilidad que te Da
estar viva, de doler y amar, de doler y
ser feliz.
Me sigo sintiendo orgullosa aunque tengo que hacer esto.
Tengo que ponerme a contarte la verdad en estas libretas libritos porque el
último golpe te noqueó; hay dolores que te muerden los nervios con un nivel de
intensidad que te mutan la psicología entera. Te electrocutan de vos misma.
Siento que si no intervengo de alguna forma no voy a cumplir mi verdadero rol
de compañera en tu crianza. Todo bien con no seguirte protegiendo y de esa
forma mantenerte encerrada, pero que no sea más una cárcel de seda no quiere
decir que no tenga ningún rol que cumplir. Tampoco vos me podés encerrar en
alguna prisión sin voz ni voto porque la verdad que yo siempre actué porque no
quería que te maten ni que te mates.
Entonces me dije que el mejor laburo de una buena madre es
ser la red de contención de tu hije trapeciste. La vida vivida en serio, detrás
del deseo verdadero, es insoportablemente imprevisible y angustiantemente
precaria siempre. Pero las amigas, les amantes, todes les seres de amor
servimos en serio, somos fundamentales, cuando podemos ayudar a que las caídas
no sean irreversibles. Entonces me dije, te voy a contar quién sos de verdad
para que cuando quieras dejar de mentirte, cuando al fin te cueste más el dolor
de mentirte y disfrazarte que todas las piñas que te dan por decidirte a ser
quien sos de verdad, puedas encontrarte en el camino, otra vez.
Me acuerdo ese día porque fue el día. Se venía tu cumple y te pareció que el mejor regalo era
contarle lo que estabas viviendo a tu mamá. Tu regalo era salir del clóset con
ella. Todas las millones de cosas que hiciste en medio año te habían llenado de
confianza en vos misma. Un cuatrimestre entero pasaste dando batalla cada hora
de tu día consciente para sostener tu trabajo con tu identidad autopercibida.
Desde el momento que decidías vestirte y maquillarte como poniéndote una
armadura, repasabas cómo ibas a reaccionar si te jodía alguien en la calle, en
el subte o el bondi, en el aula, la sala de profes o la oficinia de dirección.
Tus argumentos, tus insultos, tus salidas con humor. Desde que enfrentabas el
primer espejo en el baño o el living te ibas ensayando para la guerra. Toda tu
vida había sido una lucha así que era la manera más natural de enfrentarlo.
Y venciste. Porque lo
más importante era sentirte satisfecha que no ibas a perder el sustento tuyo y
de tu hija, que no ibas a dar ese argumento a ninguno de los que te cuestionaba
tu decisión de llevar tu identidad a la vista siempre.
-Mami, mamita, tengo algo re importante que contarte –así le
dijiste mientras le tomabas la mano en la cocinita de su departamento de vieja
solitaria en ese límite mágico que siempre fue la avenida Entre Ríos entre
Monserrat y Balvanera, entre el pasado y el presente.
-Volviste con Ella. Yo sabía. Es que el diablo sabe por viejo más que por diablo. Yo sabía. Esa chica es
lo mejor que te pasó, te dio lo más maravilloso que te puede dar la vida, hijo,
te hizo padre. Y a mí me dio una nieta, y eso se lo voy a agradecer toda la
vida hasta que me muera. Es el amor más grande que una madre puede tener. Y justo
a tiempo, cuando me había acostumbrado a pensar que ya no lo iba a poder
disfrutar ser abuela.
-No, pará, mami, no. Con Ella está todo bien pero no
pensamos volver a casarnos. La separación fue lo mejor que decidimos, nos hizo
muy bien a las tres. De dónde sacás esas cosas, mamá.
-Me lo dijeron las cartas. Y también lo soñé el año pasado.
¿Cómo? Tu hermana me mostró las fotos en ese coso de internet. Eso también te
digo, hijo, no publiques todo lo que te pasa en la vida. Hay que ser discretos,
guardarse las cosas para la intimidad.
-No publico toda mi intimidad, Hermana dice boludeces, no importa. Esas fotos es
porque estábamos celebrando que terminamos los papeles del divorcio, mamá.
Entiendo tu trauma con ese asunto pero fue nuestra mejor decisión juntas, hoy
somos una familia fuerte, unida, con mucho amor y respeto y sin ninguna
violencia.
-Las familias están juntas en la misma casa, yo siempre voy
a rezar para que tu hija vuelva a tener a sus padres juntos. Los chicos
necesitan de sus dos padres viviendo en la casa. Sobre todo cuando son más chicos,
después ya grandecitos se pueden arreglar. Pero antes no, el matrimonio es un
sacrificio que hay que hacer para tus hijos, que son lo más importante.
-Mamá, no discutamos de nuevo eso. Dejame contarte lo que te
quería contar. Estoy muy emocionada. Y muy cagada. Pero decidí que lo iba a
hacer y lo voy a hacer.
-Siempre me podés contar lo que sea. Aunque seas un criminal
tu madre siempre va a estar para vos, siempre.
-Bueno. Vos no sos boluda, ya me viste como me visto.
-Siempre fuiste un loco con la ropa. ¿Te acordás cuando
tenías dieciocho y andabas con un sombrero y botas? Ya se te va a pasar.
-No es una locura, mamá. Son tacos, calzas, polleras. Y el
maquillaje. Bueno, nada, que es obvio que ya lo descubriste pero no es lo mismo
si no te lo cuento, si no lo hablamos. Ahora soy quien quiero ser de verdad.
Quien siempre quise ser. Y vos tenés mucho que ver por eso te lo quería contar.
Te brillaban los ojitos –leía y recordaba cada parte casi
con las mismas palabras- estabas toda ilusionada. Tu mamá te quería mucho más
que sus prejuicios. Si ella misma había logrado vencer la fe religiosa y los
preceptos morales con los que la habían criado, para protegerles de ese ser
diabólico en el que se transformó su marido, su único amor de toda la vida, el
tipo ideal que había elegido para formar su familia. Cómo no te iba a aceptar.
No iba a ser exactamente como en la publicidad de Sprite, porque la vieja no
daba el arquetipo de clase media progre de la cabeza de los guionistas de
Palermo que la escribieron, pero iba a ser con final feliz seguro. Seguro,
seguro, te dabas ánimos cuando lo fantaseabas en el ascensor, cuando te ibas
imaginando cada escena de lo que iba a pasar.
A veces pienso que una de dos, o estamos en el paso previo
de una esquizofrenia congénita o tenemos un defecto profesional cuando
fantaseamos. Quizás sea solamente una estrategia de supervivencia medio rara que
fuimos armando de los cachos de realidad ficticia que fuimos encontrando tirados
en la basura del televisor y la radio desde siempre. No sé. Cuestión que
anticipabas la escena de alguna forma para conjurarla, resabio atávico de la
especie, la magia simpatética: si me imagino un final feliz ayudo a provocarlo.
Idealismo fetichista de tu formación universitaria, seguro.
Como sea, no fue así. No termino siendo así.
-Soy travesti, mamá. No soy varoncito. Nunca me sentí cómoda
siéndolo, siempre sentí que quería ser igual a vos. Hace poco empecé a quitarme
el poco bello de las piernas. ¿Sabés qué fue lo primero que pensé? En tus
piernas cuando yo tenía seis o siete. Yo te admiraba las piernas. No, ahora
entiendo que te las envidiaba. ¡Y resulta que ahora tengo tu edad y tenemos las
mismas piernas!
-Qué va, qué va, hijo. Tus piernas son más fornidas. ¿Por
qué te vistes así? ¿Por qué te haces esto a ti mismo?
-No me hago nada malo, mamá. Soy libre. Hago lo que me gusta
de verdad. Yo las veo iguales. Idénticas. Así me acuerdo que eran las tuyas.
-Tu siempre tuviste una memoria muy mala. Cambias todo lo
que pasó o no te acuerdas nada. Una imaginación muy fantasiosa, tienes. Siempre
fuiste así, desde pequeñito.
-Pequeñita, mamá, pequeñita. Yo entiendo que esto es muy
fuerte para vos, muy raro. Pero… ¿te acordás cuando jugaba con las chicas todo
el tiempo? ¿te acordás que me ponían tu ropa y hacíamos que yo era la mamá o
una de las hermanas más chicas?
-Eso eran cosas de chicos, hijito, juegos de niños. Estás muy
grande para jugar juegos de niños. Tienes responsabilidades. ¿En el trabajo qué
te han dicho? Mira que tienes que mantener una hija. Su madre puede quitarte
toda la tenencia. ¿Es eso lo que quieres? ¿Quedarte sin tu hija?
-No, mamá, pará. No es así. En el trabajo fue muy duro pero
en una escuela esty muy bien, me han aceptado, la directora hace cumplir la
ley. Tenemos una Ley Nacional que nos protege, mamá. Una Ley, no estoy jugando.
Nunca jugaría con el bienestar de Ella, nunca. En la otra escuela fue horrible,
pero me trasladaron las horas a ésta y las sigo cobrando.
-No entiendo por qué haces esto hijito, no entiendo.
-Si no hago nada malo, mamita. Al contrario, es muy bueno.
Ya no sufro de ataques de pánico, ni de cefaleas o cervicalgias. Estoy mucho
mejor conmigo misma. Empiezo a entender todas las cagadas que me mandé en la
vida y que no sabía por qué las hacía. ¿Qué tiene de malo que me vista con las
ropas que me gustan o que me maquille? ¿A quién jodo?
-¿Cómo? ¿Te maquillas? Diosanto.
-No vengo maquillada a verte porque no quería impresionarte
antes de que lo hablemos. Pero como vine con los tacos y las calzas la vez
pasada y no dijiste nada, imaginé que lo ibas asimilando.
-¿Por qué te haces esto, hijito? ¿Por qué te disfrazas así?
-No, mamá, no. Ya no me disfrazo. Antes me disfrazaba mamá.
Eso es lo que quería contarte. Que ya no me disfrazo más. Que ya no intento más
ser igual que papá para ser un gran hombre y cagarle la vida a las personas que
más amo. Que ya no soy más ese ogro violento y amargado en que me fui convirtiendo.
Soy feliz, quería que te pusieras contenta porque al fin encontré mi camino y
soy feliz. Y quería decirte eso, que vos tuviste todo que ver. Que me di cuenta
que era mentira lo que decía el viejo, que no había que darte pelota a vos
porque eras pésima haciendo negocios, que eras demasiado emocional y bonachona
en un mundo de hijos de puta. Que me dí cuenta que la plata y la comodidad no
sirven de nada si no hay amor. Que esas cosas vos nos las enseñaste desde que
éramos muy pequeñes, y yo nunca les di bola.
Que siempre me protegiste de ese sorete, que siempre quise
ser como vos, vestirme como vos, tener esa belleza, esa ternura. ¿Te acordás
todas las fiestas que nos poníamos a cantar boleros y bailar pasodobles? ¿Te
acordás que era como nuestro ritual? Yo me sentía una artista, una de las
majestuosas divas de vestido flamenco de las películas blanco y negro que vos
mirabas, una Lola Flores cantando y bailando con vos, éramos la misma, mamá,
vos ponías la belleza y yo el canto y el salero, ¿te acordás, mamá, mamita, mi
mamita querida?
Su cara le hubiera dejado claro a cualquiera menos a vos lo
que iba a decir. Te miraba como si estuvieran en la sala de visitas permitidas
a las familias en la clínica de salud mental. Había mucha confusión en la capa
de lágrimas que le brillaba sobre el globo ocular, una mezcla de terror con la
memoria física de sus siete décadas conscientes. Te miraba como si estuviera
repasando toda su vida hasta ese momento y vos hicieras saltar cada porción de
pasado con tus palabras activando una rocola que sentía la misma canción pero
desde un lugar totalmente distinto. Porque esa canción que volvemos a pasar una
y otra vez para volver a ese espacio hermoso sin palabras donde entendemos todo
aunque no entendamos nada, aunque no lo aceptemos en la otra persona, la que la
creó, la otra que lo escucha desde otro camino biográfico, le desencadena
sentimientos sin palabras que no son los mismos que los tuyos, porque aunque
sea la misma peli, cada una la vivió desde el otro lado del espejo.
A veces nos acercamos tanto a los espejos que los rompemos.
Eso es yeta.
Había lástima por vos en su mirada. Vos sólo mirabas lo que
querías, lo que sólo vos podías ver reflejado, el amor y la empatía de esa pena
gitana que gritaba desde el otro lado del iris de ella, no quisiste, no pudiste
verle la pena y el dolor. Otra vez la había cagado, quizás pensó detrás de esa
catarata contenida en la cortina licuada que se sostenía entre los párpados.
Vos te imaginaste aceptación y ella lloró una culpa trágica. Al final mirá cómo
y de qué manera venía a llevar razones el difunto esposo hace treinta y pico
años cuando empezó a recriminarle que estaba criando al hijo segundo como un
mariconcito, que lo estaba malcriando bajo su falda y con sus tonterías. Otra
vez ella culpable de haber arruinado la vida de uno de sus hijos.
Habrá vuelto a decirse que no era tarde todavía. Mientras le
quedase un hilo de sangre y vitalidad en ese cuerpo que se venía haciendo pasa
de uva, crisálida en abandono, ella iba a defender a sus hijos como la leona
que siempre había sido.
-Hijito, tenés que curarte, mirá las cosas que estás
diciendo. Mamá te va ayudar pero tenés que terminar con este disparate. Todavía
estás a tiempo.
-No, mamá, es al revés.
-Hijo, mira, yo te quiero más que a mi vida, por eso te lo
digo. Cada quien tiene sus gustos y está bien que los tenga. Pero son cosas de
la intimidad, hijo. No tienes por qué mostrarlas a todo el mundo.
-No me quiero esconder más, mamá, por favor, no.
-Es que no entiendo por qué se te han metido estas cosas en
la cabeza. Tu estabas bien. Estabas volviendo con Ella. Tienes una hija que es
un primor, una belleza, muy sana.
Y sí, en su confusión, enredada en la historia de su propia
vida, se puso violenta para protegerte.
-¿Es que no has pensado el dolor que le vas a causar a esa
criatura?
-Ella es la que mejor me entiende, mamá.
-¿Qué puede entender una nena de ocho años, hijo? Pero ¿es
que tú te has chalao o qué? Venga, vamos, que me estás haciendo daño, hijo, que
estas cosas no me las merezco, que soy una persona muy mayor, coño. ¿Cómo
puedes hacernos una cosa así? ¿Es que nunca piensas más que en ti mismo? ¿Cómo
pude haber criado un hijo tan egoísta?
Y te fuiste amargando con su dolor y el tuyo, un dulce de
leche de mierda líquida que intentabas no saliera como un grito o una palabra
de desprecio.
-Te voy a pedir que no me trates más en masculino, mamá. Vos
sabés que te quiero mucho. Carajo si te quiero mucho. Y siempre te voy a
perdonar cualquier cosa porque sé que nunca lo hiciste con maldad. Pero cada
vez que me hablás en masculino es como si me pegaras. Yo no soy más un machito.
Nunca quise serlo. Por favor, mamá.
-Tu siempre fuiste mi hijo.
-Tu hija, mamá,, por favor.
-Yo parí un hombrecito. Cuarenta y dos años tuve un hijo y
lo voy a seguir teniendo.
En tu escena perfecta e ideal, si pudieras ser la guionista
de tu vida antes de que las cosas pasen, hubieras tecleado: guión, mayúsculas, mi
identidad es mi derecho, mamá, no el tuyo, yo decido quién soy y cómo me
presento ante los demás, es mi derecho decidir que me llamen en femenino, yo
decido quién soy, no vos, ni nadie más, punto seguido, o aparte o punto y
comas, el remate, por mucho que ame a esa persona no le voy a ceder el derecho
de mi identidad.
Yo creo que fue ahí cuando empezaste a quebrarte un poco. Lo
dejaron ahí como pudieron y seis meses después, cuando querías celebrar tu
primera navidad siendo vos misma con tu familia y amigues, cuando te
acostumbraste a enmascararlo de nuevo, a ahogar los brindis de las fiestas con
alcohol para ocultarte el dolor del desprecio de tu familia, aunque ibas
vestida de puta orgullosa, de trava fea pero victoriosa, hasta que tu hermano
mayor ejerció su derecho relicto asegurado por la Constitución a la herencia
del patriarca muerto y te escupió toda su ignorancia y violencia contra el
género que te había enseñado a odiar, tu propio género. Y ella cuarenta años
después no aprendió, no avanzó, no te acompañó en el avance de tu camino y
decidió volver a proteger la cabecera de la mesa familiar, el orden constituido
que le había arruinado la vida y saltó a favor del primogénito empoderado
cuando tenía que haberse interpuesto al nuevo golpe de látigo de esa lengua
hiriente que siempre existió en la familia.
Te levantaste y te fuiste, furiosa. Te comiste la andanada
de trompadas que la justicia de clase y de género dicta para energúmenos como
estos pero defendiste tu dignidad recién asumida.
Te escribo estas cosas acá y cada vez que pueda lo voy a
hacer porque creo que después usaste el encierro obligado de la pandemia para
olvidarte de tu dolor. Es una recaída, amor. Sabías que ibas a tener recaídas,
lo hablaste en terapia, lo lloraste con amigas cien veces. No te frustres, es lógico,
o natural. Quiero decir que no te des con un caño, que no estás loca ni sos
mala. Mucho menos volviste a ser malo.
Nos vamos quedando pegadas a los recursos que usamos para
sobrevivir. No se tiene que culpar nunca nunca a una sobreviviente por sobrevivir.
La vida no te regala un manual de instrucciones para usar correctamente la
persona que fabricaron cuando nacemos. En la incubadora no te ponen un casette
con las recomendaciones específicas para el cuerpo o la sensibilidad que acaban
de dar a luz. Después en la escuela los manuales que usan son para personas
ideales que deberían corresponderse con tus genitales y el corte de pelo que
usás. Nunca hablan de vos. A vos te queda tener que usar lo que encuentres
tirado en tu camino, a ciegas amora, siempre a ciegas aunque creas que tenés la
visión más clara del mundo. Mucho más, siempre están inventando esquemas y
filosofías que parecen aclarar el universo y no paran de chingarle.
Estuve averiguando en los primeros meses de pandemia y tu
sicóloga nos dijo que podría ser pérdida de la memoria de corto plazo generada
por un trauma emocional demasiado fuerte. Que no es común –pero qué carajo
viene siendo común en nuestra vida, ¿no?- en personas que no han recibido un
golpe o una herida que afecte al cerebro pero que hipotéticamente un golpe
emocional muy fuerte en una persona muy sensible puede provocarlo. ¿Después te
acordás que leímos la última novela de la Piñeiro y te fascinaste con el
personaje de la mejor amiga de la pibita que matan? A vos siempre las verdades
se te aparecen en la literatura, como si estuvieras leyendo la verdad revelada
más científica del mundo, acordate. Los libros dicen la verdad. Supongo que lo
arrastramos de la crianza católica, el libro que dice la verdad, el libro
sagrado, la palabra revelada.
Amnesia Anterógrada se llama cuando tenés toda la memoria
como la tenías hasta el evento traumático y después de ahí no recordás nada y
reseteás la compu cada vez que te vas a dormir. Pero en nosotras no funciona
así, mi amor. Siempre sospechamos que teníamos cagada la capacidad de recordar
y eso nos llevó a estudiar Historia, acordate. Cuestión que nuestra amnesia no
era una amnesia común y corriente, que va, si nosotras no podemos ser comunes y
corrientes, my love. Yo creo que como lo nuestro no es producto de un trauma
neurológico, sino emocional, nos fuimos acostumbrando a clavar amnesia
anterógrada cada vez que nos desborda un golpe y cuando nos sentimos fuertes de
nuevo retomamos la claridad.
Ahí se me ocurrió hacer lo mismo que le aconsejan los
médicos a la personaje de la novela y ponerme a escribirte en las libretas,
libritos, libretos que venimos juntando, para que cuando te sientas muy sola y
desesperada te acuerdes de quién sos y recuperes el hilo.
Quizás elegimos que
las libretas sean cada vez más lindas y llamativas para que nos puedan
sorprender de la nada, como si fuera pura casualidad encontrarla aparentemente
fuera de su lugar, en la mesa del almuerzo, molestando entre las sábanas. Para
que nos recuerde todo sobre nosotras y este camino ya larguísimo que venimos
luchando para entendernos.
Si estás flashando porque creés que es la primera vez que te
pasa una cosa así fijate bien. Llevás muchos años escribiendo las cosas que te
pasan como si fueran una novela de ridiculeces que le pasan a otro. A otre,
bueno. Ponete a leerlas con paciencia. Acordate de controlar tu respiración y léete
a vos misma. La prueba más irrefutable de que no estás loca es que, vos lo sabés
muy bien, ésta es tu letra.
Mucha fuerza, boluda, vamos a salir de este laberinto, vas a
ver. De alguna forma vamos a ser felices. Todo va a salir bien. Te amo.
Cuidate, cuidanos. No dejes de escribirte, ni de leerte, es la única forma de tenernos
presentes, de recordarnos y no volver a matarnos.
Para corregir es menester
releer. Leer todo lo que escribiste de nuevo. Una y otra vez, hasta que salga
como vos deseás.