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lunes, 23 de mayo de 2016

Faulkner en Médanos (y un manifiesto sobre la belleza)

Reseña de Cáncer de máquina, documental de Alejandro Cohen Arazi y José Binetti, Biafra Films, 90 min., 2015. Durante mayo 13.40 hs. y 20 hs. en el Cine Gaumont.

Siempre que una obra de arte me emociona tanto como Cáncer de máquina me agarran unas ganas locas de contársela a todo el mundo, literalmente, y decirle que vaya a verla al Gaumont, que vale la pena hacer como hice yo, choriarle dos horas, sólo dos horas, al laburo, la militancia, las cosas de la vida separar 8 pesos miserables y pagar la entrada (a las 20hs o a las 13hs).

Mi primer arranque es contarle lo que he visto y sentido con máximo detalle, sentarme frente a la compu y buscar con todo esfuerzo los adjetivos adecuados, la gramática precisa que logre transmitir con perfección cada sentimiento abierto, cada idea promovida en mí por los directores. Por lo general choco automáticamente con la imposibilidad del lenguaje, mis severas limitaciones técnicas, producto de la falta de tiempo para cultivarlas, y una insoportable verborragia que reconozco casi imposible de comprimir en los espacios y caracteres justos para que no sea un bodoque insoportable de leer.

Con las pelis y el teatro el terror es convertirme en uno de esos abominables seres que te cuentan el final, que te anticipan la trama al punto de cagarte el incomparable y fundamental asombro necesario para que algo te maraville. Ahora incluso se le ha puesto nombre a la insultante actividad de deschavar las tramas: spoiler.

¿Cómo hacer para recomendarle ver esta peli sin relatarle lo que pasa en la peli? Sobre todo porque los propios directores, los más interesados en promover y difundir la visita al cine, han decidido no decir casi nada de la peli, han decidido que la promoción de la peli se haga manteniendo casi un insoportable e incómodo misterio hermético sobre lo que se va a ver.
El problema en este caso me lo ha resuelto uno de los chamanes que más me sorprenden y enseñan en este raro camino del conocimiento del arte. Eduardo Martín, “el Massi” -de Chas y Saavedra- resumió en un estado de feisbuk que la premier de Cáncer de máquina, en la que estuvimos el mismo día jueves 19 de mayo, le provocó “éxtasis visual y conceptual”.

Así que tomaremos por allí, trataremos de describir algo de ese éxtasis visual y conceptual.

¿Qué es el realismo?

En las primeras tres o cuatro décadas del siglo XX los artistas de todas las especialidades se trenzaron en un flor de debate sobre el realismo, sobre de qué forma estética se podía transmitir de mejor forma la verdad de la realidad que nos rodea.

Porque durante todo el siglo XIX genios como Balzac o Dickens escribían frescos monumentales que pintaban casi con exactitud las formas de ser, las características de las relaciones humanas y en particular de ciertos sectores de la población.

A fines del siglo, Oscar Wilde cuestionó un realismo basado únicamente en descripciones realistas de lo que pasaba, y empezó a plantear situaciones fantásticas en una perfecta realidad para mostrar que había debajo de las cosas que se podían ver y describir, sentimientos y filosofías individuales y colectivas ocultas bajo la alfombra social que explicaban a los seres humanos mucho más verídicamente que lo que ellos mismos querían reconocer.

Aquellos que se limitaban a contar lo que veían, aunque con maestría de artesano, se los llamó costumbristas o incluso naturalistas, porque no pasaban de descripciones de la realidad visible, de las costumbres conocidas o que pintaban la realidad como los investigadores de la naturaleza, donde los seres humanos son analizados como a cualquier especie natural dentro del ambiente.

No es sólo un problema estético-político, ya que muchos de los escritores que pretendían gritar a todo pulmón los crímenes que el capitalismo generaba en las clases sociales explotadas y oprimidas caían en el recurso naturalista o costumbrista y anarquistas irreconciliables o comunistas de primera hora escribían como Émile Zolá o el conde Tolstoi para denunciar la realidad social.

Después del encumbramiento de Bogdánov y el Proletkult como comisarios políticos de la estética del Estado Soviético, bajo la fórmula burocrática del realismo socialista generaciones enteras de artistas se debatieron en torno a este eje. Para la burocracia obrera de Stalin y sus sucesores el arte revolucionario debía sostener las técnicas formales de la descripción costumbrista y naturalista pero “con un argumento moral socialista”, con “salida”.

El resto, el abstractismo, el esteticismo, el surrealismo, la exploración formal-estética eran condenadas a la hoguera inquisitorial con la fuerza del aparato industrial más importante para un artista de izquierda. O sea, no te publicaban o te hacían mierda millones de críticos.
Uno de los artistas más grandes de la izquierda, Bertolt Brecht, a fuer de entregar su tiempo y su esfuerzo a la construcción del Estado Obrero –deformado- de la Alemania Federal, decidió poner bajo la alfombra y autocensurar su posición en ese debate, la que yo considero más acertada. Antes de que coagule el cánon zhdanovista en la segunda mitad de los treinta, Brecht se opuso al filósofo revolucionario húngaro Geörgy Lukacs, quien defendía el corpus formal del realismo del siglo XIX como quintaescencia del arte revolucionario, sobre todo en la novela.

Brecht escribió muchos apuntes y cartas sobre el realismo que no hizo conocidas para imponerse una disciplina marcial y verticalista ante la posición que se imponía mayoritariamente. En esas notas, que hoy podemos leer porque fueron publicadas póstumamente, Brecht defendía que el verdadero realismo es aquel que desnuda la verdad del funcionamiento de la sociedad: el capital explota el trabajo humano y toda la sociedad es una construcción humana hecha para encubrir esta verdad a los ojos ingenuos de sus habitantes.

El artista revolucionario tenía un solo objetivo: que su arte desnudara esa verdad no evidente. Para ello lo llamaba a abandonar el refugio de la “inspiración inconsciente” y abocarse al estudio científico de esa realidad, saber lo que pasaba, por qué pasaba, a quiénes les pasaba. Brecht llama a los artistas, como al resto de los mortales, a estudiar marxismo, a conocer el funcionamiento de la realidad. Algo más,los llamaba a organizarse y luchar contra el Estado para posibilitar la dictadura del proletariado y la construcción de una sociedad sin explotación, porque esa es la única forma verdadera de conocer cómo funciona la realidad: ciencia práctica, estudio y lucha.

Luego, cada artista individual y colectivamente debía buscar la forma, la técnica, para transmitir esa realidad. Si el artista es bueno, decía Brecht, importaba un comino sobre qué tema hablase o con qué técnica formal tejiese la trama de su obra, el mandato es contar la verdad oculta por el Capital a los ojos de sus explotados, la forma en que lo hiciere era de libre elección.

Esta posición, imposible de sostener en la URSS y todos los países cuyos Estados respondían al estalinismo, se colaba en las grietas de los artistas y críticos comunistas en países donde la burguesía dictaba contendidos. En Estados Unidos, por ejemplo, escritores de ciencia ficción de la envergadura de Philip Dick o realistas comunistas como Howard Fast (el de Espartaco) compartían un apego por el realismo costumbrista clásico muy interesante, porque lo mezclaban con temáticas no tradicionales para provocar esa denuncia social.
Entre los comunistas argentinos y sudamericanos hubo una obra de un escritor norteamericano, para nada de izquierdas, William Faulkner, que los ponía incómodos. Los escritores yanquis que denunciaban la pobreza endémica de la crisis del 30, los desastres de la desocupación, la miseria, la opresión contra los negros en el Sur, etc., etc. lo adoraban como a un padre fundador. Aquí eran los oligarcas de la cultura los que lo habían puesto en el Parnaso, el propio Borges tradujo para Sudamericana Las Palmeras Salvajes, a quien fuera uno de los íconos de la gran cultura de Sur y la Academia.

Héctor P. Agosti, miembro de la dirección estalinista recalcitrante del PCA, encargado de su línea cultural, necesitado de mantener puentes francos con la intelectualidad liberal democrática, constructor en el ámbito de la cultura de un exitoso entramado de Frente Popular gorila, reivindicaba a Faulkner digamos contra el cánon cerrado del zhdanovismo estalinista europeo.

Uno de sus acólitos, el joven escritor y delegado fabril textil comunista Andrés Rivera, publicó una novela fabulosa para defender un frente único entre peronistas y comunistas contra la Libertadora en 1956, El precio, donde desplegaba un fresco impresionante sobre la explotación que la burguesía de origen judío generaba en las fábricas y calles de Villa Lynch, nutrida de las mismas sensaciones que provocaba, por caso, Máximo Gorki en La Madre, cánon del Realismo Socialista, pero utilizando las dos herramientas formales más atacadas por los burócratas del Krémlin: la prosa atacada por individualista de Faulkner y James Joyce.

La novela destila un uso realista en el sentido de Brecht. Doy un solo ejemplo. Hay capítulos enteros donde el escritor se mete adentro de la cabeza y el mundo emocional del patrón de la fábrica textil donde era explotado el propio rivera, un soliloquio desagradable que muestra los momentos de profunda depresión del empresario, mostrando un mundo emocional putrefacto, excecrable, producto de su íntima conciencia de haberse convertido en explotador a partir de la traición a su clase y su etnia.

Un recurso que Rivera defendió a capa y espada y que en las coyunturas políticas en que el estalinismo se fue radicalizando en su faceta de opresor de las pulsiones revolucionarias de las masas, la represión de Hungría en el 56 o de Praga en el 68, lo decidieron a seguir su camino estético-político rompiendo con el PCA y siguiendo su camino por el lado del maoísmo y su Revolución Cultural para devenir en un esceptisimo desmoralizado en los 80 y la actualidad.

Faulkner en Médanos

El realismo de Cáncer de Máquina, dura descripción de la descomposición emotiva, moral y material que la explotación de los salares de la provincia de Buenos Aires provoca entre los trabajadores y profesionales que la sufren, no pasa por una descripción ingenua de la superficie de la vida de estos seres alrededor de la empresa que explota la sal y sus propias vidas. Y eso que se trata de un documental, por lo que uno debería esperar eso: fotos superficiales encadenadas en un mensaje periodístico.

Pero la peli va más allá de la superficie. Cohen Arazi –lo demuestra sobradamente en Córtenla, 2012- es un artista capaz de detectar y describir la angustia de la alienación capitalista en una forma quirúrgica y sutil. Y la encuentra en los lugares más increíbles. Cáncer de máquina está construída con el mismo método de Faulkner, aunque quizás el director no lo sepa: el ritmo de la película es exactamente el mismo que tiene la vida en Médanos o cualquiera de las casas donde habitan los seres ligados a la explotación del salar.
Como cuando uno lee cualquier descripción de los pueblos y pequeñas ciudades rurales del profundo sur norteamericano en la posguerra de la crisis del 30. La pobreza material se fusiona con la pobreza del mundo afectivo y la descomposición moral de las víctimas del proceso económico, la monotonía de las vidas, el sinsentido de seguir repitiendo costumbres delirantes para cualquiera que las mire de lejos, de seguir repitiendo mecánicamente las costumbres establecidas a pesar que la vida no tenga ningún sentido. La sensación del espectador es de un terrible vacío, de una dolorosa monotonía que los directores transmiten a partir de darle a la narración el mismo ritmo de la vida en esos pueblos y aldeas.

Dos compañeras con las que comentamos la peli al salir comprendieron esto cabalmente. Una de ellas recuperó sus recuerdos más íntimos de su infancia en los años 60 en un pueblo del interior de Santiago del Estero y la otra nos hablaba de sus vivencias en La Paz, Entre Ríos. Y así, profundamente emocionados, junto a este viejo habitante de la pequeña ciudad de Posadas, nos pasamos diciendo “es así, la vida en los pueblos chicos, es así” refiriéndonos obviamente a esa sensación increíble de tristeza y monotonía, de que el mundo es una eterna repetición de tardes y mañanas exactamente iguales a sí mismas que hace pensar todo el tiempo que el cambio es imposible, que hemos sufrido todos los que vivimos en familias explotadas y auto-explotadas en aglomeraciones urbanas o rurales muy pequeñas.

Es muy difícil que alguien no criado en este ritmo sea capaz no sólo de detectar que es quizás lo que mejor describe la forma particular de la angustia del explotado en esos ambientes, sino que además sea todo lo capaz de transmitírselo a gente que nunca en su vida lo sufrió. Ese, creo, es el primer éxito de Cáncer de Máquina y se logra narrando con el ritmo insufrible de la vida cotidiana en ciudades o pueblos que, aunque parezca que no, están sencillamente muertos.

Manifiesto sobre la belleza

El otro “concepto visual” que conmovió a Massi, mis compañeras y todos los que estuvimos allí, son las recurrentes imágenes poéticas de la película. Porque los directores supieron poner en primer plano como presentación de cada capítulo del documental, primeros planos de situaciones de la naturaleza de los salares y sus alrededores increíblemente maravillosas. Los insectos que viven en el salar ellos mismos recolectando milimétricos granos de sal, las propias formas alucinantes de ese universo blanco, cristalino, diamantesco, que modifica la luz solar en millones de formas y colores imposibles de ver en nuestro ambiente cotidiano de cemento, los insectos que viven de comer los cuerpos en descomposición de las cotorras muertas en los montes aledaños al salar, los alucinantes sapos típicos de las estepas bonaerenses que todos hemos conocido, pero enfocados de una forma que nos aparecen como por primera vez…

Los directores hacen dialogar con las costumbres de animales e insectos a las diferentes vivencias de los seres humanos en su lucha cotidiana por conseguir dinero en el salar: los camioneros que cosechan la sal para venderla a la empresa por debajo de un valor mínimo que les permita construir una vida digna, los miles de obreros y obreras que participan de las tareas de extracción, destilado y empaque de la sal, los personajes increíbles, viejos gauchos de la pampa devenidos tractoristas, puesteros del salar, cazadores de su propia comida en el monte para cumplimentar sueldos y jubilaciones insuficientes, el matrimonio surrealista de profesionales de clase media que organizan turnos y pagan sueldos.

Nos recuerda todo el tiempo la reflexión famosísima de Marx sobre los albañiles y las abejas. Dice Marx algo así como que aunque las abejas construyen panales mucho más bellos y perfectos en su arquitectura que cualquier casita en falsa escuadra construida por un albañil, la inteligencia del albañil es superior a la de la abeja ya que es producto de la capacidad exclusivamente humana de prefigurar en su cabeza, abstraer el concepto de la obra, planificar su construcción antes de que esta obra exista, mientras que por perfectos que sean, los panales existen porque los genes obligan a las abejas a actuar en esa forma, pero las abejas son incapaces de imaginarse su obra, de cuestionarla, de darle una forma diferente, mejor o peor.

En ese punto la vida de los seres humanos explotados por la empresa de sal y los insectos y animales del ambiente son idénticas: hacen lo que deben hacer para sobrevivir. Genéticamente seres que repiten el oficio de sus predecesores, recién llegados que se acostumbran a repetir las costumbres sociales del pueblo que los recibe, algunos aceptándolo conscientemente, otros autoengañándose. Todos sobreviven, porque eso es la vida para ellos y ellas, un eterno repetirse de las necesidades más elementales, y nada más. Uno no puede salir de la peli sin sentir que eso no es vida, o que precisamente eso es lo que provoca la explotación en su grado más profundo, nos quita la capacidad de soñar, de imaginar otros mundos, de preferir otras vidas, otros sueños, otros ritmos. Y es que eso es la vida de los animales, la repetición monótona de lo que la codificación biológica, el mandato genético de la herencia natural nos imprime. Como la abeja, no puede decidir ser otra cosa que una abeja, haya nacido reina o zángano, nunca podrá ser otra cosa, hasta que sea abono y nada más.

Pero Cohen Arazi y Binetti detectan que igualados con animales e insectos, son más bellos los animales y los insectos. Como ya dijo Massi la película provoca un embrujo de placer visual. La belleza más poética está en la naturaleza y no en los seres humanos que la habitan. Llevados por la explotación capitalista a alienarnos, a ser expropiados de nuestras condiciones humanas, igualados a los bichos, los bichos son más bellos que nosotros mismos embrutecidos.

Como me dijo Naná –otro ángel inexplicable- antes de entrar al cine, asediada por mi ansiedad de saber qué íbamos a ver, “un poema sobre la soledad”. Un poema doloroso, angustiante, sobre la profunda soledad que provoca este sistema inhumano sobre nosotros todos los días, poco importa si nos explota el Ministerio de Educación, algún holding metalúrgico, si nos explota en un barrio de cemento lleno de gente explotada o en un paisaje delirante y vacío lleno de belleza y poesía como los salares del sur.


El capital es un cáncer, nos come la vida, el alma, el amor, hasta que nos pasa del otro lado, a ser alimento de los gusanos, que por lo menos son más bellos en su vida cotidiana que nosotros en la nuestra.

domingo, 22 de mayo de 2016

Explicación del hrönir

Un ensayo sobre Literatura y un agradecimiento a Ariel Aguirre, Iván Moschner y todo Morena Cantero Jrs. por la presentación de El Retrato de Santos Capobianco en la última luna llena del otoño de 2016, el sábado 21 de mayo, a las 21.30hs, en el mítico local del Partido Obrero de Villa Ortúzar, en la esquina de Chorroarín y Charlone.

Dice Ricardo Piglia -y yo decido creerle- que Jorge Luis Borges inventó la literatura fantástica.

Dice Piglia -y le creo- que durante la segunda mitad del siglo XIX, al calor del avance del nuevo orden capitalista por Europa, los escritores de novelas de ficción abandonaron el reino mágico del misticismo religioso y buscaron los reinos mágicos de hadas, elfos, hobbits para pacentar su imaginación y la de su público o inventaron fantasías macabras de asesinos monstruosos, aristocráticos vampiros que se niegan a ser vencidos, locos que se transforman en Lobos al influjo de la luna o visiones de muertos que vienen a reclamarle a los vivos un lugar en el mundo.

Dice Piglia también que entre la pérdida de la fé religiosa y la aparición del psicoanálisis, la fantasía estuvo así, ligada a los fantasmas. Que cuando Borges publicó en 1941 TLÖN, UQBAR, ORBIS TERTIUS, inauguró no sólo un nuevo universo de temas para la fantasía literaria sino además un método para crear esas nuevas fantasías.

Me voy a reservar para otros lugares la anécdota absolutamente fantástica de cómo llegué a la necesidad de ver los cuatro capítulos que Piglia grabó para Canal 7 en el 2013 sobre Borges y de cómo ese azar me colocó de nuevo, un 6 de mayo de 2016, en el Subte de la Línea B, releyendo ese cuento que leí por primera vez en algún otoño de 1994 y que no sólo no logré entender –como lo hice ahora- sino incluso me hizo odiar tempranamente a Borges.

El invento de Borges  -lo digo así  porque le creo a Piglia- se basa solamente en plantear que un escritor puede construir un mundo imaginario y que ese mundo puede comerse al mundo real, modificarlo, invadirlo. Es lo que pasa en el cuento, una cofradía secreta de arquitectos, filósofos, historiadores, etc. deciden inventar un mundo ideal, perfecto, superador de este mundo imperfecto y humano que tenemos, y se dedican a describirlo científicamente en una Enciclopedia que detalle cada aspecto. Finalmente, la Enciclopedia sale a la luz, y en el mundo real la gente comienza a moverse bajo los preceptos y parámetros del mundo inventado, hasta que la realidad es ese mundo imaginario.

Piglia hace una breve reseña de los centenares de ejemplos más o menos famosos de artistas de todas las disciplinas que utilizaron este concepto borgiano y se convirtieron en íconos de la cultura de la segunda mitad del siglo XX: hay una famosa novela del gran Philip Dick inspirada en este criterio y también dijo Piglia algo sobre el cine de Goddart.
Uno de los inventos más fascinantes de Borges en ese cuento, es un objeto que se fabricaba en el imaginario reino de Tlön. Este reino no sólo era producto de una concepción idealista de la vida, sus protagonistas hacían del idealismo la única ley verdadera.

Me explico mejor, el idealismo en filosofía consiste en atribuirle a las ideas, al pensamiento, el poder absoluto de creación y modificación de la vida humana. Lo que nos distingue como especie es el pensamiento, de ahí que la virtud más importante es la inteligencia, la cultura, para los idealistas.

Primero vinieron las ideas y después las cosas. Encuentro que la monarquía es la mejor forma de gobierno y creo la monarquía, otro piensa en que la República es mejor y crea la República. Las determinaciones materiales son barridas de la explicación. Nada les importa que los propios idealistas son por lo general personas que tienen todas sus necesidades básicas satisfechas y no tienen que laburar para mantenerse vivos y pensando.

La filosofía mundial tuvo que esperar que el cerebro genial de Marx descubriera que para pensar los filósofos deben tener primero un cerebro funcionando, y por lo tanto deben alimentarlo con comida y agua, sostener un cuerpo vivo, abrigado en invierno y con una casa donde habitar y que para eso están obligados a relacionarse con otros seres humanos –ya sea explotándolos o dejándose explotar por ellos- para conseguir las cosas materiales necesarias para reproducir su vida otro día más.

En Tlön (que es como la fantasía de Lisa Simpson cuando gobiernan los nerds desde la Glorieta de Springfield) se fabricaba un objeto, el hrönir, que siguiendo la fonética nórdica o germánica que Borges admiraba tanto debería pronunciarse cerrando la boca, aspirando la “h” casi como “j” cerrada y gutural, sacando una “o” también cerrada, y liquidando rápidamente el asunto con la “n” tan pegada a la “r” como sea posible, casi sin pronunciar la vocal que las une.

Las personas de este lugar recordaban algún objeto que habían perdido y que, como todos los objetos, se identificaban con un momento particular de la vida de esa persona, sentimientos, experiencias, lugares del pasado que uno añoraba, quería volver a tener, ya que eso es recordar: rememorar, el intento de volver a ese lugar emotivo. Cuando recordaban el objeto, creaban inmediatamente el hrönir, que no era el mismo objeto deseado, sino una recreación modificada por el paso de los años y los propios sentimientos posteriores con el que el individuo lo había cargado.

“Siglos y siglos de idealismo no han dejado de influir en la realidad. No es infrecuente, en las regiones más antiguas de Tlön, la duplicación de objetos perdidos. Dos personas buscan un lápiz; la primera lo encuentra y no dice nada; la segunda encuentra un segundo lápiz no menos real, pero más ajustado a su expectativa. Esos objetos secundarios se llaman hrönir y son, aunque de forma desairada, un poco más largos. Hasta hace poco los hrönir fueron hijos casuales de la distracción y el olvido.”

O sea que la literatura, el arte, el psicoanálisis, la filosofía, en fin, toda producción intelectual humana podría entenderse, si creemos al Borges de 1941, como el intento de crear objetos que nos recuerdan cosas que ya sabíamos, o que otros seres humanos ya sintieron o pensaron en momentos previos, pero que fueron olvidados en la larga historia de nuestra especie.

Borges hace gala de una defensa de la filosofía de Shopenhauer, uno de los padres fundadores del existencialismo y del nazismo, aunque este último sin saberlo del todo. Para este tipo, el amor, la angustia, todos los sentimientos humanos existieron en su estado más esencial desde el primer ser humano que los experimentó y la larga historia de nuestra especie no es más que un retorno eterno a dos o tres estados esenciales a los que vamos deformando, corrigiendo, arreglando, o no, en cada nueva intervención pero que sencillamente siguen siendo lo mismo.

Una idea estática, anti-histórica, conservadora de la vida. Para qué preocuparse por luchar para construir otro mundo, diferente, sin explotados ni oprimidos, si en el fondo lo único que lograremos es construir un mundo esencialmente igual a sí mismo con alguna deformación superficial.

Una especie de filosofía del cambio para no cambiar, un esencialismo reaccionario.
Claro, Borges sufría porque el pasado aristocrático de su familia había desaparecido, su viejo muerto, las herencias de riqueza más simbólicas y culturales que reales, y el joven tuvo que levantarse temprano, tomarse el tranvía y descender de su aristocrático Barrio Norte (mezcla de Palermo y Recoleta) hacia el “mugriento” Almagro del sur arrabalero y bárbaro, a conchabarse como peón de una biblioteca municipal en Carlos Calvo y La Plata. Soñaba el sueño eterno del pasado de su familia y se consolaba pensando que por afuera parecía un pobre obrero pero que esencialmente su hidalguía de nobleza criolla seguía latiendo en sus ideas.

Es extraño cómo funciona el azar, y el propio pensamiento. Borges en ese mismo cuento hace una defensa el plagio. En su literatura siempre cita todas aquellas lecturas que lo conmovieron, las reversiona, las mete en historias nuevas casi con la excusa de re-escribirlas. Borges siente el placer de quien lee para dejarse llevar por la lectura, lo que él mismo llamaba una lectura hedonista: de alguien que lee por sentir el placer de dejarse llevar a otro mundo y no el placer intelectual de ser más culto.

Quien lee de forma hedonista y encuentra un libro una historia que lo maravilla –ahora se dice flasharla- no para de contársela a los amigos, a los amantes, y cada vez que lo cuenta lo revive, es su manera de seguir viviendo en ese universo que tanto le gustó, de que el fin de la lectura no reprima la existencia de ese sentimiento de placer. Por eso Borges re-escribe las historias que más lo llenaron de placer. Algo que como Piglia dice y todos ya sabíamos, se defiende magistralmente en otro cuento del mismo libro de 1941, Pierre Menard, autor del Quijote.

Así, en Tlön “En los hábitos literarios también es todopoderosa la idea de un sujeto único. Es raro que los libros estén firmados. No existe el concepto del plagio: se ha establecido que todas las obras son obra de un solo autor, que es intemporal y es anónimo. La crítica suele inventar autores: elige dos obras disímiles –el Tao Te King y Las mil y una noches, digamos-, las atribuye a un mismo escritor y luego determina con probidad la psicología de ese interesante homme de lettres…”. Sin saberlo o concientemente, cada escritor individual recrea en su invento los inventos de los escritores que leyó y lo conmovieron, y no hay nada nuevo bajo el sol.

El sábado 21 de mayo de 2016, sobre las tablas del escenario del local del Partido Obrero de Villa Ortúzar, el personaje llamado “El Locutor” de una performance teatral brechtiana que el grupo Morena Cantero montó para presentar mi primer libro de literatura fantástica y aguafuertes militantes, me regaló un hrönir muy especial: una pava de mate de aluminio, destartalada.

En ese objeto que crearon juntos Iván Moschner y Adrián Aguirre, la pava y la obra de teatro, me hicieron dar cuenta que mi relato “El reloj automático” era otro hrönir que yo había inventado para tratar de recordar quién había sido mi padre y quién era yo. Sin saberlo conscientemente, en ese cuento tomé la idea que había leído veinte años antes y que rechacé, no entendí o creí sepultar en el olvido.

En mi primer ejercicio serio de literatura estaba inventando el hrönir de Borges y pude darme cuenta de ese “plagio” dos años después de haberlo publicado.
(¿Lo habrán sabido en ese momento Alejandro Guerrero y Daniel Mecca, dos excelentes escritores fanáticos de Borges –aunque en una forma que no comparto- y por eso tuvieron el enorme gesto de publicarlo en su revista electrónica El Otro, lo que hizo que sintiera que la crítica me había otorgado el primer premio de mi carrera y que con eso bastaba para considerarme yo mismo un escritor?)

Ese regalo me hizo comprender cómo me fui construyendo escritor, inventor de hrönirs, y después de eso comprendí que cada pregunta que Iván Moschner puso en el guión de la obra de teatro sobre mi libro era la sugerencia de un artista de amplia trayectoria y experiencia para un tipo que está intentando construirse como artista, señalándome un camino para que entienda lo que me estaba pasando. Por eso "El Locutor", pesonificando una imagen visual posible del propio Santos Capobianco me preguntaba por Misiones y la Negra María Negro.

(¿Cómo hizo Iván para darse cuenta que durante 30 sobremesas eternas de madrugada y treinta amaneceres de mate y desayuno en el mismo barrio donde el niño que fue Julio Cortázar maceró su imaginación de escritor, dos de sus admiradores más fanáticos inventamos millones de hrönirs de mútiples formas? ¿Cómo pudo saber Iván que este escritor que soy no es ni más ni menos, de alguna forma, que un hrönir de la leyenda de Barrio UTA?)

En ese regalo que me hizo el personaje de ficción, el director y el protagonista me guiaron el ojo, me explicaron sin mucha vuelta que habían entendido el corazón de mi libro, su sustancia, que a ellos mismos les había hecho recrear miles de cosas de sus propias vidas y que sintiendo generosidad hacia mi libro querían hacer lo que hace toda persona agradecida con un obsequio, regalarme otro equivalente.

Por un pequeño puñado de segundos que bien pudieron ser doscientos mil años, Ariel Aguirre apareció detrás de la máscara del personaje que interpretaba –un producto de mi imaginación- sostuvo un puente con mi mirada, fijo, inconmovible, y me contó que esa pava se parecía a la pava que le regaló su abuela, a quien siente como su verdadera madre. En esa pava original Ariel recordaba toda su infancia, la dolorida y la alegre, y en esa pava revivía todas las tardes de profunda sabiduría y amor infantil pasadas con su abuela paraguaya, seguramente cargadas del calor y humedad típicos de la pequeña ciudad donde Ariel, Iván y yo nos criamos.

Por un momento Ariel y yo fuimos uno mismo, inventamos un espejo, y en el balcón de nuestros párpados logramos poner un dique y evitar que ese mar profundo de lágrimas de felicidad y dolor desbordaran el encuentro íntimo y dieran un salto hacia la conciencia de todos los espectadores.

Sólo espero tener algún día la chance de cenar una buena y abundante sucesión de borí borí, sopa paraguaya, chipá guazú, mandioca frita, mangos en almíbar de postre, fumarme unos habanitos con estos dos seres tan maravillosos y que tanto tiempo admiré, para inventar millones de hrönirs toda la madrugada, y volver los tres juntos a la Placita, la Bajada Vieja, a sentarnos en las barrancas del Alto Paraná, en silencio, a disfrutar del tereré y de la belleza inexplicable de este mundo tan triste.

Porque hasta que pueda conseguir la forma de sostener materialmente mi pasión de escribir y publicar, cosa que llevo intentando  hace dos años y en la que fracaso sistemáticamente; hasta que pueda vender todos los libros que me quedan y cobrarlos, hasta que alguna redacción o editorial se dignen a explotarme sistemáticamente para que yo pueda vivir ejercitando brazos, manos y cerebro escribiendo; hasta que eso pase, el único sostén de Santos Capobianco no es material, es emocional.

Sigo siendo escritor porque quienes me leen me alientan a seguir, porque me regalan todo su amor hedonista y me piden que siga inventando hrönirs para su disfrute.


A ellos y ellas, mis más agradecidas lágrimas de amor.