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lunes, 23 de mayo de 2016

Faulkner en Médanos (y un manifiesto sobre la belleza)

Reseña de Cáncer de máquina, documental de Alejandro Cohen Arazi y José Binetti, Biafra Films, 90 min., 2015. Durante mayo 13.40 hs. y 20 hs. en el Cine Gaumont.

Siempre que una obra de arte me emociona tanto como Cáncer de máquina me agarran unas ganas locas de contársela a todo el mundo, literalmente, y decirle que vaya a verla al Gaumont, que vale la pena hacer como hice yo, choriarle dos horas, sólo dos horas, al laburo, la militancia, las cosas de la vida separar 8 pesos miserables y pagar la entrada (a las 20hs o a las 13hs).

Mi primer arranque es contarle lo que he visto y sentido con máximo detalle, sentarme frente a la compu y buscar con todo esfuerzo los adjetivos adecuados, la gramática precisa que logre transmitir con perfección cada sentimiento abierto, cada idea promovida en mí por los directores. Por lo general choco automáticamente con la imposibilidad del lenguaje, mis severas limitaciones técnicas, producto de la falta de tiempo para cultivarlas, y una insoportable verborragia que reconozco casi imposible de comprimir en los espacios y caracteres justos para que no sea un bodoque insoportable de leer.

Con las pelis y el teatro el terror es convertirme en uno de esos abominables seres que te cuentan el final, que te anticipan la trama al punto de cagarte el incomparable y fundamental asombro necesario para que algo te maraville. Ahora incluso se le ha puesto nombre a la insultante actividad de deschavar las tramas: spoiler.

¿Cómo hacer para recomendarle ver esta peli sin relatarle lo que pasa en la peli? Sobre todo porque los propios directores, los más interesados en promover y difundir la visita al cine, han decidido no decir casi nada de la peli, han decidido que la promoción de la peli se haga manteniendo casi un insoportable e incómodo misterio hermético sobre lo que se va a ver.
El problema en este caso me lo ha resuelto uno de los chamanes que más me sorprenden y enseñan en este raro camino del conocimiento del arte. Eduardo Martín, “el Massi” -de Chas y Saavedra- resumió en un estado de feisbuk que la premier de Cáncer de máquina, en la que estuvimos el mismo día jueves 19 de mayo, le provocó “éxtasis visual y conceptual”.

Así que tomaremos por allí, trataremos de describir algo de ese éxtasis visual y conceptual.

¿Qué es el realismo?

En las primeras tres o cuatro décadas del siglo XX los artistas de todas las especialidades se trenzaron en un flor de debate sobre el realismo, sobre de qué forma estética se podía transmitir de mejor forma la verdad de la realidad que nos rodea.

Porque durante todo el siglo XIX genios como Balzac o Dickens escribían frescos monumentales que pintaban casi con exactitud las formas de ser, las características de las relaciones humanas y en particular de ciertos sectores de la población.

A fines del siglo, Oscar Wilde cuestionó un realismo basado únicamente en descripciones realistas de lo que pasaba, y empezó a plantear situaciones fantásticas en una perfecta realidad para mostrar que había debajo de las cosas que se podían ver y describir, sentimientos y filosofías individuales y colectivas ocultas bajo la alfombra social que explicaban a los seres humanos mucho más verídicamente que lo que ellos mismos querían reconocer.

Aquellos que se limitaban a contar lo que veían, aunque con maestría de artesano, se los llamó costumbristas o incluso naturalistas, porque no pasaban de descripciones de la realidad visible, de las costumbres conocidas o que pintaban la realidad como los investigadores de la naturaleza, donde los seres humanos son analizados como a cualquier especie natural dentro del ambiente.

No es sólo un problema estético-político, ya que muchos de los escritores que pretendían gritar a todo pulmón los crímenes que el capitalismo generaba en las clases sociales explotadas y oprimidas caían en el recurso naturalista o costumbrista y anarquistas irreconciliables o comunistas de primera hora escribían como Émile Zolá o el conde Tolstoi para denunciar la realidad social.

Después del encumbramiento de Bogdánov y el Proletkult como comisarios políticos de la estética del Estado Soviético, bajo la fórmula burocrática del realismo socialista generaciones enteras de artistas se debatieron en torno a este eje. Para la burocracia obrera de Stalin y sus sucesores el arte revolucionario debía sostener las técnicas formales de la descripción costumbrista y naturalista pero “con un argumento moral socialista”, con “salida”.

El resto, el abstractismo, el esteticismo, el surrealismo, la exploración formal-estética eran condenadas a la hoguera inquisitorial con la fuerza del aparato industrial más importante para un artista de izquierda. O sea, no te publicaban o te hacían mierda millones de críticos.
Uno de los artistas más grandes de la izquierda, Bertolt Brecht, a fuer de entregar su tiempo y su esfuerzo a la construcción del Estado Obrero –deformado- de la Alemania Federal, decidió poner bajo la alfombra y autocensurar su posición en ese debate, la que yo considero más acertada. Antes de que coagule el cánon zhdanovista en la segunda mitad de los treinta, Brecht se opuso al filósofo revolucionario húngaro Geörgy Lukacs, quien defendía el corpus formal del realismo del siglo XIX como quintaescencia del arte revolucionario, sobre todo en la novela.

Brecht escribió muchos apuntes y cartas sobre el realismo que no hizo conocidas para imponerse una disciplina marcial y verticalista ante la posición que se imponía mayoritariamente. En esas notas, que hoy podemos leer porque fueron publicadas póstumamente, Brecht defendía que el verdadero realismo es aquel que desnuda la verdad del funcionamiento de la sociedad: el capital explota el trabajo humano y toda la sociedad es una construcción humana hecha para encubrir esta verdad a los ojos ingenuos de sus habitantes.

El artista revolucionario tenía un solo objetivo: que su arte desnudara esa verdad no evidente. Para ello lo llamaba a abandonar el refugio de la “inspiración inconsciente” y abocarse al estudio científico de esa realidad, saber lo que pasaba, por qué pasaba, a quiénes les pasaba. Brecht llama a los artistas, como al resto de los mortales, a estudiar marxismo, a conocer el funcionamiento de la realidad. Algo más,los llamaba a organizarse y luchar contra el Estado para posibilitar la dictadura del proletariado y la construcción de una sociedad sin explotación, porque esa es la única forma verdadera de conocer cómo funciona la realidad: ciencia práctica, estudio y lucha.

Luego, cada artista individual y colectivamente debía buscar la forma, la técnica, para transmitir esa realidad. Si el artista es bueno, decía Brecht, importaba un comino sobre qué tema hablase o con qué técnica formal tejiese la trama de su obra, el mandato es contar la verdad oculta por el Capital a los ojos de sus explotados, la forma en que lo hiciere era de libre elección.

Esta posición, imposible de sostener en la URSS y todos los países cuyos Estados respondían al estalinismo, se colaba en las grietas de los artistas y críticos comunistas en países donde la burguesía dictaba contendidos. En Estados Unidos, por ejemplo, escritores de ciencia ficción de la envergadura de Philip Dick o realistas comunistas como Howard Fast (el de Espartaco) compartían un apego por el realismo costumbrista clásico muy interesante, porque lo mezclaban con temáticas no tradicionales para provocar esa denuncia social.
Entre los comunistas argentinos y sudamericanos hubo una obra de un escritor norteamericano, para nada de izquierdas, William Faulkner, que los ponía incómodos. Los escritores yanquis que denunciaban la pobreza endémica de la crisis del 30, los desastres de la desocupación, la miseria, la opresión contra los negros en el Sur, etc., etc. lo adoraban como a un padre fundador. Aquí eran los oligarcas de la cultura los que lo habían puesto en el Parnaso, el propio Borges tradujo para Sudamericana Las Palmeras Salvajes, a quien fuera uno de los íconos de la gran cultura de Sur y la Academia.

Héctor P. Agosti, miembro de la dirección estalinista recalcitrante del PCA, encargado de su línea cultural, necesitado de mantener puentes francos con la intelectualidad liberal democrática, constructor en el ámbito de la cultura de un exitoso entramado de Frente Popular gorila, reivindicaba a Faulkner digamos contra el cánon cerrado del zhdanovismo estalinista europeo.

Uno de sus acólitos, el joven escritor y delegado fabril textil comunista Andrés Rivera, publicó una novela fabulosa para defender un frente único entre peronistas y comunistas contra la Libertadora en 1956, El precio, donde desplegaba un fresco impresionante sobre la explotación que la burguesía de origen judío generaba en las fábricas y calles de Villa Lynch, nutrida de las mismas sensaciones que provocaba, por caso, Máximo Gorki en La Madre, cánon del Realismo Socialista, pero utilizando las dos herramientas formales más atacadas por los burócratas del Krémlin: la prosa atacada por individualista de Faulkner y James Joyce.

La novela destila un uso realista en el sentido de Brecht. Doy un solo ejemplo. Hay capítulos enteros donde el escritor se mete adentro de la cabeza y el mundo emocional del patrón de la fábrica textil donde era explotado el propio rivera, un soliloquio desagradable que muestra los momentos de profunda depresión del empresario, mostrando un mundo emocional putrefacto, excecrable, producto de su íntima conciencia de haberse convertido en explotador a partir de la traición a su clase y su etnia.

Un recurso que Rivera defendió a capa y espada y que en las coyunturas políticas en que el estalinismo se fue radicalizando en su faceta de opresor de las pulsiones revolucionarias de las masas, la represión de Hungría en el 56 o de Praga en el 68, lo decidieron a seguir su camino estético-político rompiendo con el PCA y siguiendo su camino por el lado del maoísmo y su Revolución Cultural para devenir en un esceptisimo desmoralizado en los 80 y la actualidad.

Faulkner en Médanos

El realismo de Cáncer de Máquina, dura descripción de la descomposición emotiva, moral y material que la explotación de los salares de la provincia de Buenos Aires provoca entre los trabajadores y profesionales que la sufren, no pasa por una descripción ingenua de la superficie de la vida de estos seres alrededor de la empresa que explota la sal y sus propias vidas. Y eso que se trata de un documental, por lo que uno debería esperar eso: fotos superficiales encadenadas en un mensaje periodístico.

Pero la peli va más allá de la superficie. Cohen Arazi –lo demuestra sobradamente en Córtenla, 2012- es un artista capaz de detectar y describir la angustia de la alienación capitalista en una forma quirúrgica y sutil. Y la encuentra en los lugares más increíbles. Cáncer de máquina está construída con el mismo método de Faulkner, aunque quizás el director no lo sepa: el ritmo de la película es exactamente el mismo que tiene la vida en Médanos o cualquiera de las casas donde habitan los seres ligados a la explotación del salar.
Como cuando uno lee cualquier descripción de los pueblos y pequeñas ciudades rurales del profundo sur norteamericano en la posguerra de la crisis del 30. La pobreza material se fusiona con la pobreza del mundo afectivo y la descomposición moral de las víctimas del proceso económico, la monotonía de las vidas, el sinsentido de seguir repitiendo costumbres delirantes para cualquiera que las mire de lejos, de seguir repitiendo mecánicamente las costumbres establecidas a pesar que la vida no tenga ningún sentido. La sensación del espectador es de un terrible vacío, de una dolorosa monotonía que los directores transmiten a partir de darle a la narración el mismo ritmo de la vida en esos pueblos y aldeas.

Dos compañeras con las que comentamos la peli al salir comprendieron esto cabalmente. Una de ellas recuperó sus recuerdos más íntimos de su infancia en los años 60 en un pueblo del interior de Santiago del Estero y la otra nos hablaba de sus vivencias en La Paz, Entre Ríos. Y así, profundamente emocionados, junto a este viejo habitante de la pequeña ciudad de Posadas, nos pasamos diciendo “es así, la vida en los pueblos chicos, es así” refiriéndonos obviamente a esa sensación increíble de tristeza y monotonía, de que el mundo es una eterna repetición de tardes y mañanas exactamente iguales a sí mismas que hace pensar todo el tiempo que el cambio es imposible, que hemos sufrido todos los que vivimos en familias explotadas y auto-explotadas en aglomeraciones urbanas o rurales muy pequeñas.

Es muy difícil que alguien no criado en este ritmo sea capaz no sólo de detectar que es quizás lo que mejor describe la forma particular de la angustia del explotado en esos ambientes, sino que además sea todo lo capaz de transmitírselo a gente que nunca en su vida lo sufrió. Ese, creo, es el primer éxito de Cáncer de Máquina y se logra narrando con el ritmo insufrible de la vida cotidiana en ciudades o pueblos que, aunque parezca que no, están sencillamente muertos.

Manifiesto sobre la belleza

El otro “concepto visual” que conmovió a Massi, mis compañeras y todos los que estuvimos allí, son las recurrentes imágenes poéticas de la película. Porque los directores supieron poner en primer plano como presentación de cada capítulo del documental, primeros planos de situaciones de la naturaleza de los salares y sus alrededores increíblemente maravillosas. Los insectos que viven en el salar ellos mismos recolectando milimétricos granos de sal, las propias formas alucinantes de ese universo blanco, cristalino, diamantesco, que modifica la luz solar en millones de formas y colores imposibles de ver en nuestro ambiente cotidiano de cemento, los insectos que viven de comer los cuerpos en descomposición de las cotorras muertas en los montes aledaños al salar, los alucinantes sapos típicos de las estepas bonaerenses que todos hemos conocido, pero enfocados de una forma que nos aparecen como por primera vez…

Los directores hacen dialogar con las costumbres de animales e insectos a las diferentes vivencias de los seres humanos en su lucha cotidiana por conseguir dinero en el salar: los camioneros que cosechan la sal para venderla a la empresa por debajo de un valor mínimo que les permita construir una vida digna, los miles de obreros y obreras que participan de las tareas de extracción, destilado y empaque de la sal, los personajes increíbles, viejos gauchos de la pampa devenidos tractoristas, puesteros del salar, cazadores de su propia comida en el monte para cumplimentar sueldos y jubilaciones insuficientes, el matrimonio surrealista de profesionales de clase media que organizan turnos y pagan sueldos.

Nos recuerda todo el tiempo la reflexión famosísima de Marx sobre los albañiles y las abejas. Dice Marx algo así como que aunque las abejas construyen panales mucho más bellos y perfectos en su arquitectura que cualquier casita en falsa escuadra construida por un albañil, la inteligencia del albañil es superior a la de la abeja ya que es producto de la capacidad exclusivamente humana de prefigurar en su cabeza, abstraer el concepto de la obra, planificar su construcción antes de que esta obra exista, mientras que por perfectos que sean, los panales existen porque los genes obligan a las abejas a actuar en esa forma, pero las abejas son incapaces de imaginarse su obra, de cuestionarla, de darle una forma diferente, mejor o peor.

En ese punto la vida de los seres humanos explotados por la empresa de sal y los insectos y animales del ambiente son idénticas: hacen lo que deben hacer para sobrevivir. Genéticamente seres que repiten el oficio de sus predecesores, recién llegados que se acostumbran a repetir las costumbres sociales del pueblo que los recibe, algunos aceptándolo conscientemente, otros autoengañándose. Todos sobreviven, porque eso es la vida para ellos y ellas, un eterno repetirse de las necesidades más elementales, y nada más. Uno no puede salir de la peli sin sentir que eso no es vida, o que precisamente eso es lo que provoca la explotación en su grado más profundo, nos quita la capacidad de soñar, de imaginar otros mundos, de preferir otras vidas, otros sueños, otros ritmos. Y es que eso es la vida de los animales, la repetición monótona de lo que la codificación biológica, el mandato genético de la herencia natural nos imprime. Como la abeja, no puede decidir ser otra cosa que una abeja, haya nacido reina o zángano, nunca podrá ser otra cosa, hasta que sea abono y nada más.

Pero Cohen Arazi y Binetti detectan que igualados con animales e insectos, son más bellos los animales y los insectos. Como ya dijo Massi la película provoca un embrujo de placer visual. La belleza más poética está en la naturaleza y no en los seres humanos que la habitan. Llevados por la explotación capitalista a alienarnos, a ser expropiados de nuestras condiciones humanas, igualados a los bichos, los bichos son más bellos que nosotros mismos embrutecidos.

Como me dijo Naná –otro ángel inexplicable- antes de entrar al cine, asediada por mi ansiedad de saber qué íbamos a ver, “un poema sobre la soledad”. Un poema doloroso, angustiante, sobre la profunda soledad que provoca este sistema inhumano sobre nosotros todos los días, poco importa si nos explota el Ministerio de Educación, algún holding metalúrgico, si nos explota en un barrio de cemento lleno de gente explotada o en un paisaje delirante y vacío lleno de belleza y poesía como los salares del sur.


El capital es un cáncer, nos come la vida, el alma, el amor, hasta que nos pasa del otro lado, a ser alimento de los gusanos, que por lo menos son más bellos en su vida cotidiana que nosotros en la nuestra.

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