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sábado, 20 de diciembre de 2014

“Todos los caminos conducen a Once”

Reseña de Leonardo J. Grande Cobián


Muestras de la calidad estética y política como la que está montando Francisco Borghini Pereyra en el local del Partido Obrero de Chacarita (Forest 425) en la semana del viernes 19 al viernes 26 de diciembre, requieren de una reseña de una calidad equivalente que, lamentablemente, no estamos en condiciones de aportar.


Sin embargo, aunque conciente de nuestros límites de formación en ambos campos, la emoción que nos generó la obra del Borga nos obliga a escribir.


Se trata de una veintena de obras, en su gran mayoría pinturas al óleo que muestran la punta del iceberg de una década de trabajo de este joven artista plástico. Una excelente puesta de parte de los compañeros y compañeras del local, prolija y cuidada, que demuestra la capacidad organizativa para eventos tan particulares, donde un detalle descuidado, una luz mal puesta, comprometerían el objetivo buscado.
Bien puesto el nombre de la muestra, ya que se destacan una serie de obras con temáticas diferentes: paisajismo urbano, postales de la vida cotidiana de los trabajadores y trabajadoras de la ciudad y escenas de la vida política de esos mismos sujetos. Estas tres temáticas son entrelazadas por dos tipos de ambientes que las atraviesan transversalmente, mañanas plenas de luz y cielos abiertos y soleados y ambientes oscuros, íntimos, nocturnos. Finalmente, están presentes al menos tres barrios, el Colegiales de la infancia, el Almagro del tránsito cotidiano y el Once de su destino final, barrio que el artista habitó en su primera juventud, la base de operaciones de su experiencia independiente, la proletarización y la militancia.

Por eso acierta el nombre de la muestra, ya que el espectador es invitado a recorrer diversos caminos estéticos, políticos y emocionales que confluyen en un destino mítico, en un centro que es en realidad, como el nombre del barrio, un lugar inventado por quienes allí viven y transitan, ya que en los papeles se trata de Balvanera pero nadie que haya sufrido y experimentado su estación y su gente puede identificarlo con otro nombre que no sea el que su pueblo le da, Once.

La exposición demuestra una capacidad técnica de parte del Borgha que no dudamos en caracterizar a la altura de los grandes maestros del arte plástico de la historia argentina. Cuadros de un hiperrealismo como los perfectos balcones en perspectiva de fuga de “Avenida Rivadavia domingo a la tarde (desde esquina La Rioja)” hasta perfectas obras de un impresionismo clásico como “Plaza Miserere de noche (desde Rivadavia y La Rioja)” o la panorámica nocturna de “Plaza Miserere de noche” que parece ser un ejemplo de lo que Van Gogh podría haber hecho subido a un balcón frente a la Plaza.

Es lo primero que destaca de la muestra: el vértigo de saber que uno está mirando una obra de una excelente calidad técnica en el uso del pincel, el color, el dibujo, la perspectiva y todas las leyes de construcción geométrica de la obra. Pero sobre todo fascina el dominio genial que hace el artista de la luz, probablemente el lugar donde los genios se separan de los excelentes artistas plásticos.

Temáticamente del mismo modo, el compañero pasa de un paisajismo urbano del siglo XIX a una mirada típica del realismo social de principios del siglo XX, que nos recuerda a las obras del Berni clásico. Aunque consideramos, como diremos adelante, que el Borgha supera políticamente esa mirada "social" de la clase obrera típica del realismo comunista y hace un aporte revolucionario.

Lo del paisajismo no es menor, Borgha pinta esquinas y edificios de la ciudad con el ojo de aquellos profesionales de la pintura que lo hacían en épocas donde no existía la fotografía, es decir, con la presión que implica al mismo tiempo la necesidad del registro emocional y también el registro documental, la obsesión por el detalle de aquél que sabe está documentando la existencia de ese paisaje, como se ve magistralemente, por ejemplo, en “Fruteria de Almagro” o “Iglesia Jesucristo es el Señor”.

Pero donde claramente el Borgha se destaca con creces, se supera así mismo, es en el trato de la figura y los rostros humanos. Las dos obras de mayor tamaño que concentran el peso específico de la muestra son “Subte Línea B” y el cuadro donde cinco tipos ranchan en la puerta de lo que era su hogar en Once.

Empezamos por el último, porque si bien podríamos considerarla la mejor obra de la muestra, la que más impacta a los espectadores y la que seguramente mejor describe la obra del Borga, en las otras se despunta una tercera línea que debemos dejar para el final.

En este cuadro, cinco varones, sentados en la puerta de un edificio escabiando (no hay mejor manera de describirlo) a la tarde o mediodía de Once, el artista muestra una sensibilidad técnica impresionante en el trabajo de los rostros, los escorzos y las texturas tanto de la ropa, como de las veredas, paredes y cortinas de hierro: la piel del barrio y de los seres que lo habitan. El tratamiento técnico es preciso, impecable, pero el Borgha decide romper el hiperrealismo cuando trata a los seres humanos, sus caras pierden la obsesión por el detalle y la veracidad, se ablandan, se recortan de esta forma del contexto general, como si el artista quisiera explicarnos un respeto mayor por el ser humano como objeto artístico, en este contrapunto con el fondo, el artista nos guiña un ojo, nos aclara que los seres vivos son más el producto de lo que él interpreta de ellos. Es como si nos dijera que es imposible retratar exactamente cómo es un ser vivo deteniéndose únicamente en la superficie observada, aunque sea perfecta en la ejecución.


Aquí empezamos a asombrarnos de otro aspecto de la obra del Borgha, la exquisita sensibilidad de su mirada para captar los gestos sencillos que caracterizan a los trabajadores y trabajadoras de esta ciudad. En la obra que comentamos, la de los cinco tipos ranchando en la puerta de su casa, los laureles se los lleva el gordo que saluda con una sonrisa mezcla de alegría, cansancio y horas de vino y paco, en contraste con la hostilidad evidente del hombre parado a su lado con los bolsillos en la campera como quien se mantiene alerta para defenderse o atacar. Pero la genialidad de la obra está en el detalle de la particular forma en que el “vecino” sentado en la calle, en el extremo inferior izquierdo del bastidor, empina su “vaso” fabricado con el culo de una botella de Coca de plástico, como sólo se puede ver en las calles de Buenos Aires y alrededores.

Cuando uno contempla esta obra tiene la sensación extraña de no estar observando un cuadro al óleo, ni siquiera una fotografía, tiene la sensación de estar contemplando la foto de una imagen mental, de un recuerdo, como si estuviese pasando en el colectivo  mirando hacia una puerta cualquiera de Once mientras espera, rutinariamente, en el semáforo que el chofer arranque.

Borgha describe paisajes y seres vivos reales, registra casi con exactitud lo que uno siente cuando recorre esos mismos lugares y observa esas mismas cosas. Hipótesis de lectura que el propio autor nos confirma cuando nos dice que “Vendedor de joyas” es producto de su imaginación, cuando hubiese jurado cinco minutos antes que reconocía el lugar exacto de ese cuarto de vereda con afiches de la vía pública (esos que están enrejaditos y que tanto molestan a militantes populares como nosotros, ya que dificultan la tarea de la pegatina electoral o sindical) mostrando minas en bolas que venden chuchería como el africano sentado, aburrido, al costado de su especie de atril paraguas lleno de anillos y bijouterí de oro o imitación. Ese lugar, que yo creí reconocer en una de las veredas de la estación de trenes, frente a las paradas de bondi, por Pueyrredón o Bartolomé Mitre, no existe.  Quiere decir que el Borgha, incluso cuando está describiendo un paisaje real, fotografiado, y personas reales, no se queda en los límites estrechos de la realidad superficial, sino que prende una mirada emocional, pinta lo que él siente al ver ese objeto y por lo tanto lo transforma para nosotros.

Lo interesante es que lo que pinta el Borgha es al mismo tiempo, lo que realmente existe en el mundo exterior pero describe casi con exactitud lo que nosotros sentimos al verlo, las imágenes, colores, y olores que en nuestra mente se recrean ante el detalle. Sino presten atención a “Línea B”, donde tres mujeres, un niño y un viejo son retratados viajando sentados en esos particulares asientos laterales alargados revestidos de esa alfombrita mullidita medio roja medio bordó típicos de la Línea B. Las dos mujeres más jóvenes del cuadro, una de rasgos norteños (jujeños, salteños, bolivianos o peruanos) y otra de complexión criolla, pelirroja de piel clara, evidentemente vestidas con ropa de trabajos que no requieren etiqueta, duermen, agarrada una de su mochila para no ser robada, de su celular con el que escucha música la otra. La otra mujer, más grande, de rasgos asiáticos, no sólo no duerme sino que es la única que rompe la estructura de la obra mirando fijamente al punto de vista del espectador, cuestionando que rompa su intimidad y privacidad observándola, en una pose que sólo quien haya viajado en subte puede reconocer en otro ser humano cuando se cruza la mirada de frente y descubre que era observado.

Pero además la señora carga a su hijo de 5 o 7 años en sus piernas de la forma que cargan las madres laburantes a sus hijos en el subte o el colectivo llendo o viniendo del laburo sin guardería, con el pibe desarmado, despatarrado sobre su cuerpo en una posición de fajir hindú pero que aparenta ser la postura más cómoda del universo.

Finalmente, el viejo no sabemos si duerme o directamente está comenzando a transitar el camino placentero de los difuntos. De conjunto, Borgha retrató la alienación cotidiana, la sensación de las millones de horas de nuestras vidas que pasamos yendo o vinivendo del laburo, destrozados/as, rotos del cansancio provocado por trabajos flexibilizados, precarios, turnos inagotables, salarios miserables. La ropa desgastada, deshilachada, sin planchar, con sus colores apagados por el lavado permanente con materiales baratos. Las pieles raídas, las piernas... las piernas de las mujeres explotadas de este país están siempre hinchadas, llenas de moretones aún a pesar de los evidentes esfuerzos por maquillar la situación.

Es momento de anticipar conclusiones: un artista plástico consagrado no sólo debe tener el mejor manejo técnico posible sino que además debe ser capaz de utilizar ese manejo de la forma en función de lo que quiere relatar. Debe haber no un simple “equilibrio” sino una relación dialéctica, una tensión, una lucha entre forma y contenido, pincelada y mensaje que logren superar ese dualismo, como aquello del todo como algo diferente de la simple suma de sus partes. Y el Borgha, a nuestro humilde criterio, lo logra.

Pero cuál es ese mensaje, cuál es el concepto político del pintor. Es evidente que hay una evolución en su mirada a lo largo de la obra. Sus cuadros más viejos están más influenciados por la contemplación romántica y fantástica de los paisajes cotidianos, una mirada propia de quien vive la ciudad no como un turista pero sí como un pequeño burgués (dicho en términos de caracterización sociológica, no de insulto infantil) que no sufre la ciudad como la sufre un trabajador. Y es que el Borgha es sincero, no oculta ni busca ocultar quién es, por eso en su obra no hay elementos efectistas, forzados, extrapolados innecesariamente.

Pero en su camino biográfico, el nieto de una artista plástica e hijo de padre y madre arquitectos, de la clase media acomodada de Colegiales, se independiza del ambiente cómodo familiar y busca su propio lugar en el mundo, se muda con un amigo a una pieza del populoso Once y comienza a descubrir con asombro de niño el nuevo y deslumbrante mundo de la vida cotidiana de laburantes y desclasados, de pobres y súper pobres. Al mismo tiempo lo hace con la ternura y el dolor de quien está comenzando a sufrir esa ciudad desde el mimso lugar. La mirada de los cuadros está en el mismo horizonte de las personas retratadas, como si saludara a los borrachos en uno, como si viajara en el asiento de enfrente del mismo vagón el otro.

El artista, que viene de otro palo, ha sido puesto por su realidad material a la misma altura de los trabajadores y no reniega tampoco de ese lugar, lo acepta, se hace cargo, se proletariza. Y lo hace con orgullo pero no olvida la denuncia. No reniega del aguante del explotado que sigue luchando para sobrevivir en las peores condiciones pero tampoco lo idealiza y se olvida de la mierda que vive, como quien decreta -miserable, hipócritamente-, “el día del orgullo villero”.

Esto se puede ver de forma magistral en “Tormenta en Villa Luján”, el retrato exquisito, impecable, genial, de una calle medio asfaltada medio de tierra, cubierta de charcos de barro y agua de lluvia, en el final de un día, en la penumbra del atarceder donde Borgha logra sugerir la presencia exacta de cada objeto, los autos, los palos de luz, las paredes, sólo con destellos casi imperceptibles de luz en el contexto de una penumbra casi total. ¿Cuántas miles de veces el laburante o la trabajadora han visto esta misma escena saliendo de su casa a la madrugada o volviendo destrozado/a del laburo? ¿Cuántas veces hemos sentido ese vacío, ese vértigo de la soledad del oprimido yendo a recibir voluntaiamete su cuota diaria de sufrimiento? Visto así este cuadro es al mismo tiempo, descripción realista del dolor, denuncia desgarrada y la tenue luz de la poesía de aquél que de todas formas no se deja aplastar y encara el día de trabajo y de lucha.

Los caminos del Borgha lo llevaron a organizarse en el Partido Obrero, a formarse en la práctica y la teoría de una organización de combate contra el Estado, por los derechos de los obreros, ligada a su clase y a la lucha por el socialismo. Por eso, si cuadros que describen la vida cotidiana como el de los borrachos y el del subte podrían ser enmarcados en la mirada del “realismo social” de pintores de izquerda como el comunista Antonio Berni, en su obra Borgha supera la candidez, la condescendencia del pequeño burgués de izquierda por una clase obrera idealizada. El Borgha mira como un revolucionario, no busca puños en alto, sino la mirada de odio de clase del magnífico viejo linyera de “Hombre con bolsas” o la tensión en los cuerpos, las manos y las miradas de una asamblea obrera como en “Reunión del Sitraic”.

Y arribamos a la segunda conclusión: que el artista revolucionario debe poder utilizar un manejo dialéctico de la técnica y el mensaje y en ese mensaje debe aportar elementos para desarrollar una conciencia política superadora para los espectadores de su obra. El pequeño cuadro donde una docena de trabajadores de la construcción discuten alrededor de una mesa llena de puchos, panfletos y botellas de agua mineral, tomados por una perspectiva aérea, parece señalar la salida para los demás personajes de los otros cuadros, los alienados, los descompuestos, los más golpeados. Porque los personajes de “reunión del Sitraic” son exactamente iguales en gestos, rostros, pieles y ropas a los demás, podrían confundirse con los que escabian en la puerta o las mujeres en el vagón de subte, pero desde el mismo planteamiento de la perspectiva forzada desde arriba, y aunque estén sentados, el cuadro tiene un movimiento explosivo, incómodo, anormal, no cotidiano, movimiento que técnicamente expresa la tensión ivisible de una reunión donde los desposeídos discuten, en el fondo, cómo enfrentarse a la clase social que los exprime, es decir, una reunión previa a la lucha física.

Todo lo dicho no resume ni un poco lo vivido. El Borgha, este artista excepcional aquí rudimentariamente descripto, nunca pisó una escuela de artes. El Borgha es autodidacta y reivindica esa ausencia de academia en la formación de su particular mirada. Así como Quinquela Martín, que aprendió a dibujar y pintar en los ratos libres de su infancia en la carbonería de su viejo en La Boca, el Borgha nos confiesa no haber abandonado nunca el método sistemático de divertirse dibujando y pintando como cuando era niño, a diferencia de Quinquela, en el estudio de arquitectura de su hogar materno. Es interesante la referencia, porque si bien el xeneize y el hijo de Colegiales difieren del ambiente social de donde se nutrieron, son exactamente iguales en el punto de haber suplantado la disciplina de la formación académica con su propia inquebrantable disciplina y voluntad y en ambos casos ninguno renuncia a la pretensión de alcanzar el más alto nivel técnico posible. En otro aspecto más se igualan, en su honestidad brutal, ya que los paisajes portuarios de Quinquela están llenos de la íntima mirada del portuario y en su pintura se nota sin vergüenza el origen de su formación, lo mismo pasa en el caso del Borgha, quien en ningún momento renuncia a su identidad, a su clase de origen, ni a la clase social que adoptó por elección. También llama l atención con la coincidencia con el gran artista gráfico M. C. Escher, arquitecto de profesión, quien a partir de la fascinación que le provocaron los paisajes descubiertos en sus viajes de juventud volcó la particular mirada del arquitecto a una construcción estética muy singular. En las perspectivas y la obsesión por el detalle de su obra, el Borgha hace homenaje a la forma de mirar el mundo de sus progenitores.

Nos tocó asistir a la muestra de Borghini en el decimotercer aniversario del Argentinazo, lo que nos llevó por casualidad a releer la entrevista brindada por Jorge Altamira, dirigente del PO, a la revista Acheronta 15 y a uno de sus sostenedores, el renombrado psicólogo Michel Sauval en julio de 2002. Entre las decenas de conceptos vertidos por Altamira, siempre nos llamó la atención su análisis de la relación entre los militantes revolucionarios, la clase obrera y la transformación de la realidad.
Allí Altamira explica que el trabajo del militante revolucionario consiste, individual y colectivamente, en aportar al metabolismo político de su clase. Mientras el trabajador o trabajadora es consciente de su experiencia de sujeto alienado, explotado y oprimido, el individuo organizado, más consciente de las causas últimas de esa explotación, aporta su mirada, un programa de salida, un método de organización y de lucha, que desde el volante, la consigna y la intervención en la realidad termina modificando el ambiente, la realidad en la que actuan ambos, cambiando finalmente tanto la realidad como la conciencia que la clase obrera tiene de la misma.

Este metabolismo está presente en la obra del Borgha en dos sentidos, dos caminos. El camino de ida, su inicio como artista no profesional, no explotado, de la clase media acomodada porteña hacia la independencia de la familia, la proletarización y el descubrimiento de la militancia. Y un segundo camino, desde la formación política, en la teoría y la lucha práctica hacia su clase adoptiva, para transmitirle un nuevo concepto que permita una evolución conjunta, un proceso común de decantamiento de conclusiones. El Borgha ha sabido sintetizar y resumir en su vida, en su obra, un siglo de debates en torno al rol del artista en la revolución. Su experiencia como militante revolucionario a transformado su conciencia al mismo tiempo como ser humano, como militante y como artista. Es el mismo cerebro, no está escindido, el Borgha no se cuestiona ni pinta como artista mientras interviene en la reunión de círculo como militante: es él mismo en cada caso.
Podemos decir que el ascenso de la conciencia política de la clase obrera en Argentina atrajo con poderosa fuerza a los hijos de la clase media educada y con recursos materiales y culturales privilegiados hacia su horizonte, hacia sus intereses como única forma de salvar a ambos. La clase obrera en Argentina, por medio de su lucha conciente y organizada, ha parido un artista revolucionario de una fuerza estética a la altura de cualquier artista consagrado por la burguesía de hoy o del pasado.

En la lucha por la toma del poder la clase obrera va librando batallas conciente o inconsientemente, planificadamente o no, en diversos campos de la vida social. En la disputa de las conciencias a través del arte también. Y la existencia del Borgha es una prueba de la fuerza política del proletariado revolucionario en nuestro país.

Y lo mejor de todo es que el Borgha es un tipo macanudo, que no se subió a ningún barco. Daba gusto presenciar sus charlas con los amigotes del barrio o el laburo que fueron de la mejor gala que pudieron a ver la obra de su amigo “el pintor” y sin muchos conocimientos técnicos le describían entre risas y muecas de asombro cómo los habían impactado los cuadros de los pibes jugando al fútbol en el potrero del barrio o el del chabón tratando de sintonizar la tele y la radio para ver y oír el clásico. Porque lo más lindo del Borgha es que no sólo pinta al pueblo, sus dolores y esperanzas, el Borgha es un muchacho de pueblo, y por eso, creemos, todos los caminos lo llevan a ser, en la próxima etapa de la lucha de clases en nuestro país, el artista –obrero y socialista- del pueblo.

domingo, 13 de julio de 2014

Ayer y mañana, ahora


“Por otro lado, en lo concerniente a la relación entre literatura y política, es necesario tener presente este criterio: el literato debe tener necesariamente perspectivas menos precisas y definidas que el político, debe ser menos “sectario”, si así puede decirse, pero de una manera contradictoria. Para el político toda imagen fijada a priori es reaccionaria; el político considera todo el movimiento en su devenir. El artista, en cambio, debe tener imágenes fijadas y solidificadas en su forma definitiva. El político imagina al hombre como es, y, al mismo tiempo, cómo debe ser para alcanzar un fin determinado; su labor consiste precisamente en impulsar a los hombres [y mujeres] a moverse, a salir de su ser actual y “conformarse” a dicho fin.

El artista representa necesariamente, de una manera realista, “lo que hay” en determinado momento personal, de no-conformista, etc. Por este motivo, desde su punto de vista, el político no estará jamás satisfecho del artista, ni llegará a estarlo nunca. Siempre lo encontrará retrasado respecto al tiempo, anacrónico y superado por el movimiento real. Si la Historia es unn continuo proceso de liberación y  autoconsciencia, es evidente que cada etapa, como Historia y, en este caso, como Cultura, será inmediatamente superado y no interesará más.”

 

Antonio Gramsci, dirigente el Partido Comunista Italiano, en su período leninista, encarcelado por el fascismo de Benito Mussolini, en la página 30 de la edición de Juan Pablos Editor,publicado en México D.F. en 1976, de la recopilación de apuntes hecha por el PCI llamada Cuadernos de la cárcel, particularmente Literatura y vida nacional.

 

“El tiempo de un escritor: diacronía que basta por sí misma para desajustar toda sumisión al tiempo de la ciudad. Tiempo de más adentro o de más abajo: encuentros en el pasado, citas del futuro con el presente, sondas verbales que penetran simultáneamente el antes y el ahora y los anulan.”

 

Julio Cortázar, Encuentros a deshora, en La vuelta al día en 80 mundos¸ Siglo XXI editores, México D. F., tercera edición, junio 1968 (primera diciembre 1967), página 67.

 

Una final de la Copa del Mundo no es una situación común, cotidiana. Lo sabemos quienes esperamos 24 años para volver a ver una. Todo evento que rompe la cotidianeidad marca una discontinuidad con el orden establecido, aunque más no sea en cuestiones como calibrar los horarios de toda tu vida, te guste el fútbol o no, por el mundial.

Encima tengo la sensación que el padecimiento de esta generación que viene del ajuste de los 90, la crisis del 2001 y la nueva crisis que tenemos encima lo vivió con la ilusión enorme de poder descomprimir tanta angustia con una alegria concreta.

Esos dos factores nos empujaron a todos a concentrarnos al máximo durante 120 minutos en lo mismo.

Cuando pasamos a Suiza entendí que llegábamos a la final con Alemania. Que se iba a repetir. Me pareció entender que el técnico había encontrado el equipo, que el equipo había encontrado el caudillo y ganado la confianza para llegar.

Desde el partido con Suiza que me vengo dando manija con esa idea: vuelvo a julio de 1990.

Vos fijate, el sólo hecho disruptivo de volver a vivir una final de la Copa del Mundo pero, además, contra el mismo rival, con las mismas camisetas, la azul y la blanca.

A mi me puso de nuevo en julio de 1990. Yo terminaba de transcurrir los últimos días de mis doce años y comenzaba el decimotercero. Fue el último año de los doce que viví mi infancia y pubertad en Posadas, la experiencia vital que más me marcó en la vida. Sin saberlo dos años después comenzaría la peor etapa de mi vida y la de mi familia.

Pensé que volvía a julio de 1990 para tener la satisfacción impensada, improbable, genial y maravillosa, -borgeana, cortazariana y fontanarroseana-, de revertir el resultado, esta vez campeones, esta vez ganábamos nosotros: a los 36 años el pibito de 12 cerraba una vieja herida, como para avanzar más firme y con una deuda menos encima.

Pero me equivoqué. Finalmente volví al mismo exacto lugar, para recibir la misma frustración de hace 24 años, con el mismo idéntico resultado.

La madurez emocional tiene este fenómeno interesante, cuando uno va acumulando experiencia consciente en el recorrido de su vida, empieza a tener nuevas herramientas para caracterizar el mundo, conocerlo y conocerse. Las experiencias vitales van aportando ejemplos, comparaciones, elementos de análisis que antes no estaban.

El primero es reconocer esta idea de la crisis, de la transición, del fin de un momento determinado, con sus leyes, su orden, su continuidad y atravesar todo un período liminar, fronterizo, indefinido, donde no se vislumbra todavia claramente a dónde se va. Como la luz de un atardecer, esa hora antes de que se ponga y la media hora siguiente, hasta que se cierra la noche. Como el punto exacto del horizonte donde la tierra y el cielo no son ni la una ni lo otro, o la cúspide de una montaña en donde quien está erguido es parte al mismo tiempo del cielo y de la tierra sin estar completamente en uno u otro, como viajar en el río, en ese lugar que no es nunca ningún lugar y sin embargo es el puente entre uno y otro, como viajar en tren o pasarse las horas en una estación, como la orilla del lago, donde no es lago ni es orilla.

En esos momentos críticos, liminares, mágicos quedan dos posibles formas de reacción consciente. Uno puede cagarse ante el fin de lo conocido y la invisibilidad del orden futuro. Uno puede quebrarse, deprimirse, retroceder paralizado. Uno puede ser volteado sin compasión por una crisis mal encarada.

Pero también puede encararla desde el firme convencimiento de que todo lo que nos oprimía el pecho del orden constituido anterior a la crisis está ahora absolutamente debilitado y que la forma en que uno decida afrontar la transición es clave para definir la posibilidad de que en el nuevo escenario aquello que lo oprimía haya sido eliminado o al menos reducido a su menor expresión.

La primer alternativa no sólo es nefasta desde todo punto de vista sino que es la que menor grado de energía, audacia y exigencia personal requiere. Es la más cómoda: con todo lo angustiante y deprimente que pueda llegar a ser, esa persona está haciendo un esfuerzo mental y físico increíblemente menor comparado con el esfuerzo que requiere enfrentar la crisis abrazando la segunda alternativa.

A los 12 años me era imposible participar activa y consienntemente de mi crisis personal y la de mi familia de una forma en que pudiera ser productiva para lograr un mejor futuro. Y sin tomar una decisión voluntaria me introduje en una grieta muy fina, muy gris, desde la que cada tanto podía contemplar imágenes bellas de la vida y hasta algunas las he podido vivir y disfrutar. Pero recorría todo el tiempo el borde de un abismo. Fue una depresión que duró décadas y que entiendo terminó de cerrarse recién veintidós años después.

Como todo proceso individual de esa duración en esa etapa de la vida de un individuo, tuvo un movimiento sinuoso, con avances y retrocesos, con etapas.

Yo estoy de nuevo parado en el mismo lugar esencial más verdadero de todo individuo, en la más absoluta soledad, en el avance irrefrenable de una crisis que es profundamente personal e íntimamente fusionada con la crisis de una sociedad entera de miles de millones de personas en todo el mundo.

El nivel de profundidad de esta crisis es muchísimo mayor al de aquella. La tormenta que se avecina será con mucha seguridad muchó más fuerte que el temporal del pasado.

Nada ni nadie en este universo puede asegurar como va a terminar. Nada ni nadie pueden determinar que saldremos mejor o peor de esta crisis. Sólo sabemos que vamos a salir de otra forma, mejor o peor. Mucho mejor o mucho peor.

Termina el partido. Corto relación consiente con todo ser humano con quien de alguna forma viví conjuntamente este momento. Vuelvo a la realidad.

Estoy en julio de 2014. Es el primer año que vivo en un barrio totalmente desconocido con anterioridad. Mi novena mudanza, el eterno retorno a recomenzar, a desarrollar otra vez el desconocido camino del nómade, del emigrante, del caminante.

Estoy viviendo la última semana de mis treinta y seis años y a minutos de comenzar el trigésimo séptimo. Estoy a dos años de duplicar el tiempo que llevo viviendo en Buenos Aires del tiempo que viví en Posadas. Hay el doble de experiencias vitales profundamente trascendentes en mi vida. Ha sedimentado en mi estructura emocional más básica, en lo profundo de mi ser inconsciente una forma de ser y de actuar que son suficientes para acceder a esa programación elemental de la infancia y la pubertad y transformarla, re-elaborarla en otra cosa, en otra materia, e la base de otra conducta.

Hoy cuento con los elementos suficientes para tomar una decisión y escoger una de las dos alternativas. Invertiré toda mi energía en elegir y sostener hasta donde me sea humanamente posible la estrategia de encarar la crisis con determinación, coraje, sistematicidad para golpear todo lo posible al debilitado sistema que me oprimía y hacer todo lo que esté a mi modesto alcance para que salgamos de esta enorme crisis mucho mejor, sin un montón de mierda en nuestros cerebros y en nuestra vida.

Saldré a luchar con valor para liquidar lo viejo. No me importa, porque no depende de mí, si lograré la victoria o no, como no dependía de mí sino de un equipo de jugadores y técnicos el ganar hoy, o hace 24 años.

Sólo me importa la actitud que voy a tomar para encarar esta etapa.

Todas mis esperanzas están en la posibilidad de que seamos muchos más los que tomemos esta decisión no sólo al mismo tiempo, sino organizados de la mejor manera posible para tener las más altas chances de vencer.

 

Alea iacta est.

martes, 1 de julio de 2014

Sin adjetivos


Me dicen que escribo con muchos adjetivos. Que escribo desde las vísceras. Que muestro la hilacha, que eso no es escribir.


Pues bien.

Él tiene menos de treinta años. Recorre dos cuadras de Martínez Castro, entre Fernández de Cruz y Chilavert.

Siempre.

Con frío de escarcha, con lluvia, de día, de noche.

Siempre.

Un metro ochenta, espalda, hombros y manos de laburante. Cuerpo de hombre. Con un buzo de color que alguna vez fue azul-marino, con el logo de Carrefour en el ángulo superior izquierdo, como los que usan los compañeros en el depósito, no como los de los repositores.

Mira con ojos de niño. Siempre se lamenta.

No habla. No grita. Tampoco llora.

Un largo lamento, como un cuchillo. Perfora tus oídos. Perfora tu sensibilidad.

“Me pegan”, “me pegan”. Arrastra la “a” durante un minuto, minuto y medio. Cuando parece que termina con el llanto, cierra con la “n”, respira, vuelve a lamentarse.

Una docente (en estas dos cuadras hay seis escuelas) lo para. Lo toca. De su boca sale la pregunta que todos nos hacemos desde que arrancó el otoño “pibe ¿quién te pega?”

Sólo señala. Hace un movimiento con la mano izquierda, como quitándose una mosca de detrás de la oreja. Lo repite. Con angustia en los ojos, mira al vacío, hacia abajo. Sólo su cabeza, hacia abajo. El resto de la montaña de músculos, firme.

Todos esperamos, con angustia, la respuesta.

La seño le sigue hablando, pero no la escuchamos. Seguro intenta explicar lo que todos explicaríamos: “no podés seguir así, pibe, con el frío, la lluvia, en la calle... ¿quién te pega?”

Pero él no responde. No dice nada.

Ahora agrega otro movimiento. Después de abanicarse la mosca que no existe, mira hacia el norte, señala con su brazote y el índice extendido.

El pelo enrulado, corto al ras. Ninguna muestra de suciedad en la ropa ni el cuerpo.

¿Quién le pega?

¿Quién lo dejó así?

¿Por qué el lamento?

¿Importa?

Yo me imaginé que quedó así por el trauma que le generó el mismo que le regaló el buzo y lo obligó a usarlo.

Los auxiliares de la escuela, los vecinos, las vecinas, desarrollan teorías sobre madres que golpean y padres que abandonan.

No importa.

En Villa Soldati, el “loco que llora” es solamente una probabilidad para el futuro de toda la juventud que trabaja. De todas las probabilidades es la que más acontece, el quiebre, la frustración, la locura en alguna de sus formas, desde el lamento en la calle hasta el asesinato, de otro ser, de sí mismo.

Su soledad es mía. Su llanto vive en cada momento de mi vida, resuena, rebota como un eco, como disparos de escopeta. Dentro mío. Dentro mío hay un cañón, una quebrada, donde su lamento resuena, rebota, no cesa.

Con vísceras, sin vísceras, importa un carajo.

Porque la vida, lo que escribo, no es literatura. No requiere adjetivos para dolerrme.

De ahí, desde ese fondo, amaso el lamento del “loco que llora”.

No lo dejo escapar. No le impido la entrada.

Lo amaso. Con paciencia. Lo amaso, lo pulo. Le pongo levadura, recuerdo su mirada, la de Fernando, volviendo del infierno.

Le pongo levadura, la mirada de Natii, su hermano roba al por menor, su hermanito se da con paco, su hermanito no roba para la 36, tampoco para Gendarmería, su hermano en el Piñero con el pulmón alojando una bala de FAL. Su marido, el de Natii, el papá de sus tres hijitos, sale a chorear para buscar la comida que diez años de trabajo responsable en la panadería ya no le dan más porque osó pedir la limosna del blanqueo y le pusieron una patada en el orto. El esposo de Natii, que para no matar a nadie, ni por error, salió a chorear después de una dékada rescatado y le vaciaron un cargador de reglamentaria.

Le pongo especias, lo condimento con la imágen del papá del Chino, quemado vivo, en su cama, entregado por sus “compañeros” de la obra, para chorearle la indemización del despido de la obra de la UOCRA... Imágen del propio Chino, estudia, trabaja, atajaba en Sacachispas, con el rostro desfigurado, respirando todavía, no sé por qué... y tampoco importa.

Amaso, levo, sazono el lamento que transformo en mi grito de libertad. Grito de guerra. Odio de clase. Para ellos, para los policías, gendarmes, curas, obispos, funcionarios, punteros, milicos, burócratas sindicales, burgueses, patrones, terratenientes, banqueros, sojeros, mineros, Monsanto. A ellos, les devolveré toda esta muerte sin adjetivos, sin humedad, sin poesía que amaso, levo y sazono.

Con paciencia, con odio.
Con toda mi vida.

sábado, 28 de junio de 2014

La muerte viaja en el Roca (y a su lado va la vida)


Uno se toma el tren, bah, esta cosa que nos acostumbramos a decirle tren. Pero esto no tiene nada que ver con el transiberiano, con un transporte que te cruza desde lo conocido a lo desconocido, una alfombra mágica de fierro que te lleva a volar por nuevos mundos. Ni siquiera son esos coches limpios y humanos donde viajás sentado para llegar más rápido a tu destino.

Uno se toma el Roca, para hablar con propiedad, desde cualquier lado, ponele Monte Grande, Glew o Temperley, y ya tenés la nariz y el alma llenos de mugre, la mugre es todo, te infecta, te mancha, te ensucia.

Las cinco de la mañana, mañana fría y húmeda de Buenos Aires, como hace mil años, este clima de mierda que se te mete en los pies y en los huesos aunque te hayas tirado camiseta, camisa, blusa, pulover, campera, bufanda, guantes, jeans, borcegos rotos y medias gruesas mal lavadas, no importa, el frío se te mete, como un intruso, te cala. Vos vas agarrado de la nada, te sostienen otros cuerpos enfundados en tantos abrigos, de colores grises, marrones, beiges, negros azul marino, ni en la ropa sentís aire fresco o vida limpia.

Todos apelotonados, apelmazados, compactados, tufos, olor a meo, alientos de trasnoche, barbas de tercer día, perfumes baratos en cantidades industriales. Culos, piernas, zapatos, hombros, espaldas, bultos, tetas, panzas, todo amasado, empujado, violado.

 

Lo peor sin embargo son las caras. Entre los brazos que cuelgan como crucifixiones se pueden ver las caras.

Caras sin vida. Peces muertos. Todavía respiran, los músculos relajados, las pieles color papel, arrugadas, todos duermen. Nadie sabe si vamos en un vagón o en un enorme ataúd de gente que no sabe todavia que ya se murió.

 

No importa el traqueteo, la poesía de las barriadas y el rocío o la escarcha sobre los pastizales malevos que crecen sin pedir permiso por cualquier grieta o boquete de cemento o ladrillo que haya. Nadie puede ver la perspectiva irse y venir, alejarse si mirás la ventanilla para atrás, acercarse mucho más lento si mirás para adelante. Trac trac trac trac. Somos parte del fierro, del alumnio que empuja el espacio como un toro, que se coge el aire, el viento, que galopa el riel, que salta, se bambolea, la sacudida no es poesía cuando se te mete en el músculo mal dormido, mal sentado, mal parado, mal cogido, mal comido. Toda la energía del tren, del tiempo, de su velocidad, de su freno en tus contracturas, tus nudos, tus callos, tu juanetes, tu cuello rectificado, tu acidez estomacal, tus víceras ahí, amortajadas por tu carne vieja y rota, seca, y los trapos que fuiste comprando como pudiste o te regalaron o el buzo que encontraste tirado.

 

Y la gente duerme parada, flotando entre los cuerpos que van a Constitución. La gente duerme parada. Las viejas, las jóvenes, los altos, los petisos, los feos, los lindos, los limpios y los sucios, todos duermen. Bah, o lo que nos acostumbramos a decir dormir. Dormir, no es una cama de sábanas blancas con perfumito con un sol radiante detrás de las persianas que ponen una penumbra de alcoba, el olor exquisito de la madera de quebracho o roble de la cama. Qué mierda si tu cama siempre tiene la sábana áspera, el colchon vencido de los mil años de tirarle el cuerpo encima y soñar, soñar despierto con el día de suerte en que lo vas a poder cambiar, la frazada corta que no es metáfora de periodista sino que es tu puta realidad de pies fríos o pecho congestionado.

Y así vamos, porque lo nuestro es un mero ir y venir. Nada más. Somos unos forros si llegamos a decir que viajamos a Constitución, que como ya estamos muy cansados hasta para hablar solo es Consti.

 

Las estaciones de tren deberían ser lugares mágicos, encrucijadas donde millones de almas se cruzan y encuentran entre los milenios. Lugares que a pesar de las guías y los mapas son todo lo contrario, no lugares. Sitios donde empiezan los caminos y recorridos de unos y terminan los de otros. El mismo lugar, pero puro esperar y ansiedad para el que arranca, puro destino final, alegría y fin del cansancio para otro. Una mancha difusa para el que pasa sin detenerse en ella.

Cuántas historias se han tejido en las estaciones de los trenes, como puertos de ríos de hierro y tosca.

 

Sin embargo, en las estaciones del Roca la muerte tiene ojos de niño y mirada de perro golpeado, abusado, vejado, que pide limosna o la roba. Los baños son miserables cuevas vomitadas que trabajan de wiskería de menores, prostíbulos al paso regenteados por la mierda humana.

 

Y bajarse a los empujones, codazos, zancadillas y patadas, y correr por el anden, sí, correr caminando o caminar corriendo por el andén lleno de mugre, de costras grises de mugre, de papeles sucios, de restos de panchos, chipa o lo que mierda sea que se me pega al zapato y a los ojos, me jode en los ojos, me quita el placer de mirar, ya no miro. Porque en el Roca no se mira, no se mira a nadie a los ojos, porque es un código, porque la franqueza y la sinceridad no son hipótesis necesarias, se puede prescindir de la humanidad de la mirada. El mirado reacciona como el perro macho, se espanta, se planta de manos, ladra con la mueca, con el torcer de la nariz, baja la mirada.

 

(Pero todo esto es pura literatura. Los que saben la verdad, saben que la cadena de ataúdes que empujan el riel se mueven sobre una historia negra de muerte mafiosa desde que masacraron a los primeros habitantes de la pampa hace 500 años y vinieron a rematar a los últimos rebeldes con el sable de Rauch al Rémington de Julio Argentino, pasando por toda la caterva de estancieros hijos de una gran puta que desde Rod´riguez y Rivadavia hasta Alsina y Mitre pasando por el mazorquero Rosas transformaron verde pasto en leguas y hectáreas, en hipoteca garantía de deuda externa, en negociado para el capital financiero britanico y sus hermosos trenes y estaciones bucólicas. Pero también a los millones de polícías y milicos que gasearon y apalearon a los millones de obreros ferroviarios que enfrentaron conscientemente, de cuerpo y alma, este trasnporte de mugres, guita y explotación. El Roca, además de elevar al prócer asesino de indios y gauchos, lleva en sus entrañas la sangre de tres mártires del pueblo argentino, Darío, Maxi y Mariano.)

 

Lo peor no es cuando el tren no sale o demora, como siempre, lo peor no es cuando las miles de personas te hacen imposible ahorrarte dos minutos más en esta corrida infernal para fichar. Lo peor es cuando llega a tiempo, cuando te deja en el lugar a horario. Porque nos sentimos felices, tenemos la sensación cálida de que hoy llegamos temprano, se nos levanta el ánimo, nos animamos a mirar para arriba y disfrutar de una nube, del rojo amanecer en el horizonte de cemento de la ciudad mugrienta, sonreímos como boludos o boludas por el cantar del pájaro. Estamos felices. Felices. Felices de que esa máquina infernal nos hizo llegar a tiempo para ser triturados por el laburo a tiempo, para dejar nuestra sangre, energía, vida, amor, ternura, paz, bondad y todo lo que nos hace humanos en cuatro paredes de durlok mal pintadas y un par de hios de puta que se preocupan de hacernos sentir una mierda. Cuando inventaron el metrobús nos alegramos de poder dormir quince o veinte minutos más...

 

Somos eso, músculo y neurona, sangre, caca y moco, huesos y piel, para alimentar la máquina de la economía. Somos vacas llendo al matadero, sólo que nuestro marrón es invisible, nadie siente que le dan un mazazo en la nuca cuando ficha o se sienta a laburar. Pero te lo dan, te hacen mierda el sistema nervioso, te van amasando, haciéndote sólo eso, solo carne, hamburguesa, bofe.

 

Sin embargo, objetivamente, entre esos millones de pares de zapatos y zapatillas caminan seres humanos. Esa piba de cabeza gacha, de cartera grande de señora, de campera de frío o sacos de lana rojos y calzas abrigadas, con el pelo chato pero con las puntas semiteñidas, con su misteriosa cara siempre oculta, esa piba esconde una pasión inconmensurable que no entra en todo el galpón de esa enorme estación de modelo parisino con hierro forjado a la vista y viejos ventanales sucios ya con el tiempo.

Esa piba hace el amor con una pasión y ternura que sólo conocen los amantes sensibles que pudieron estar bajo sus piernas, dentro de sus piernas, abrazados a su pecho con su lengua por todo el cuerpo y que sobrevivieron al placer. Esa piba lucha todos los días con una fuerza que ni ella reconoce para aguantar el laburo, sus jefes, el abuso naturalizado del piropo, la humillación permanente, las tres hijas que siempre alimenta, viste, educa, divierte como si fuesen las mismísimas reinas de inglaterra, esa piba usa su tiempo libre para luchar por las otras pibas y mujeres gandes del barrio, para que no se las chupen las redes de trata, los narcos, los transas, los intendentes, la policía, la mierda humana vestida de traje, uniforme, sotana o espor. Esa piba tiene el cuerpo lleno de poesía, de música, de Carl Sagan y Stephen Jay Gould, de Los Simpsons y las películas que más le gustaron, el Río Paraná que nunca conoció lo tiene metido en el suspiro. Esa piba sabe más de economía y política que el forro de barba afeitada en la peluquería de moda que se llena los bolsillos con los libros que en dos años llenan los anaqueles de usados en oferta porque sus análisis sirvieron nada más que para completar el 2 por 10 o 3 por 15.

Y vos, alienado, te la cruzaste y no la viste. Te perdiste su magia, su amor, su inconmensurable ternura imposible de medir, cuantificar, completar, atrapar, asir, retener. Te perdiste su risa cuando es feliz y el cielo más cerado de plomo y lluvia no tiene otra opción que rendirse y dejar paso a la nube rosada, tornasolada o blanca y que la luz ilumine, limpie, tu alma.

Yo, que la conocí, me siento un afortunado. En las horas más amargas en que me siento, como ahora mismo, a repasar cada piedra recogida en este largo y doloroso viaje que llamamos la vida, me pongo a juntar en mi mesa los recuerdos de las bellas personas que me crucé en el azaroso puente del destino y añoro su calor, sus suspiros, sus gemidos y su canto que nunca escuché como hubiese deseado.

Yo, que la conocí, y su magia me supo llenar las horas, me arrancó del tedio, de la inhumana alienación del trabajo, que fui convencido por su amor de dos noches y el wasap sé que soy otro gracias a ella. No sé su nombre real ni su dirección exacta. No podría encontrarla si allanara todas las casas el extremo conurbano donde vive. Sólo sé que todas las mañanas, tipo 5 o 6, se toma el tren de la muerte y viaja a su lado, defendiendo la vida con cada suspiro.

Sé que si me tomo el Roca al revés, un sábado cualquiera, en cualquiera de las plazas y estaciones la veré piqueteando un periódico de letras sin imágenes, convenciendo al mundo de la salida para su sufrimiento eterno y cotidiano o regalándome, generosa y desprendida, un mísero volante de papel gris para que encuentre con él, como un hilo de Ariadna, mi propio camino para salir de este laberinto sin paredes.

Sé que si el Roca al fin está muerto, paralizado por el corte, la huelga, ella estará en los pies de los que marchan y en las manos que sujetan las cañas que rompen el cotidiano cielo en banderas rojas y oro y, si todo es bello y perfecto, en las piedras y las que vengan después de las gomeras que, como dijo el poeta urbano, no siempre serán.

 

Lenin solía decir que el socialismo se verificará cuando los trenes lleguen a horario.

 

Vale camarada,

siempre y cuando,

en la última estación del recorrido,

la encuentre de nuevo

a ella,

feliz

y gobernando.

viernes, 27 de junio de 2014

El baile eterno de los electrones

Los antiguos persas, milenariamente amigos de la confección de alfombras, habían imaginado una metáfora poético-textil para explicarse la mágica conexión entre los millones de seres que habitamos este planeta y compartimos este viaje: según ellos, la vida no era más que la gran y perfecta alfombra diseñada por ahura mazda, su dios, y cada ser vivo no era más que uno de sus infinitos hilos, con un bordado específico e irrepetible, entrelazado su destino particular con los millones de destinos del resto de los hilos.
Miles de años de observaciones científicas llevaron a la humanidad a la comprensión de que los persas se habían acercado mucho a la verdad. Una vez descartado el comprensible error de asumir un diseñador inteligente para un diseño tan increíble, descubrimos que todos los seres que habitamos el mundo provenimos del mismo sitio, somos materia y energía, átomos, polvo estelar navegando las galaxias, entreverados y combinados en formas particulares y únicas. 
Y gracias a la genialidad o locura de Newton sabemos que todos esos seres y cuerpos inanimados que formamos el universo estamos unidos (sí, unidos), por una fuerza maravillosa y simple, la gravedad.
Este es un relato inventado, aunque eso tampoco es exactamente cierto. Pero lo importante a tener en cuenta es que es un relato para tratar de entender las fuerzas que nos atraen y nos unen.
Arranca con dos personas, dos motas de polvo interestelar devenidas seres humanos. También puede ser que sean partes de miles o millones de otros seres, o simplemente el resultado de combinar varias ellas y diferentes él.
El lugar donde se encontrarían 30 años después distaba mil doscientos kilómetros exactos de los lugares donde se ella y él se criaron, pero en direcciones opuestas a ese futuro centro.
No tengo permitido –tampoco es el sentido de este relato- retrasarme demasiado en cada detalle, porque los tiempos del relato lo impiden pero también porque el sentido de lo que queremos explicar hace que los detalles sean, cómo decir, contraproducentes...
Puedo decir, sin embargo, que la vista de estos niños era muy similar. A través de sus retinas en sus pequeños cerebros se grabaron para siempre los distintos matices de verde que albergan esos otros seres maravillosos del cosmos, los árboles. En su patagónica crianza ella absorbió colores y olores, cielos y estrellas del bosque húmedo con nombres mapuches; mientras que a miles de kilómetros él también bebía con ansias, todo olfato y gusto, los verdes más brillantes quizá y con nombres guaraníes del litoral. Valga decir también –sólo porque este relato los involucra- que tuvieron como primos a los ríos, cristalinos y de lecho pedregoso los de ella, caudalosos y bravíos ambos, más anchos y oscuros, puro lodo y espalda dorada los de él. Sólo los climas de sus tiernas infancias fueron tan rotundamente contrapuestos como los kilómetros entre ellos, aunque bien mirados en su extrema radicalidad se igualaban, frío de montaña ella, calor húmedo de selva, él.
Sus historias infantiles no podían presagiar bajo ningún punto de vista un destino común. No sólo la distancia geográfica los separaba, sus biografías los empujaban a mundos divergentes.
Él había sido criado bajo las leyes del “no te metás”, “por algo los habrán matado” y “los milicos habrán hecho cagadas pero hicieron obras”. Mientras el patriarca agradecía las bondades de la dictadura de Onganía, a quien le debía en parte su progreso individual, en el punto cardinal opuesto,  el padre de ella era detenido por actividades ligadas al comunismo criollo, en las cárceles del mismo dictador.
A la edad donde las mujeres comienzan a desarrollar una inteligencia y sensibilidad superiores al resto de sus congéneres, con siete años, ella encaraba a su padre para discutirle que su amiga mapuche era capaz de llegar a las mismas conclusiones y descubrimientos utilizando sus habilidades naturales aunque no contase con los mismos recursos cultuales que su medianamente favorecida familia. Él llegaría a esa conclusión a la edad en que los varones tienen una remota chance de alcanzar cierto grado de inteligencia, treinta años más tarde, y debería estar agradecido, ya que esta sabiduría pasajera le permitiría protagonizar el fin de esta historia. En su defensa, digamos que luchó denodadamente contra su entorno social y logró casi al final establecer alguna forma disipada de amistad con los gurises guaraníes que tanto admiraba.
Ya en su juventud comienzan a funcionar los mecanismos invisibles de la gravedad y estos dos insignificantes hilos se acercan a la ciudad que oficiaría de escenario. Aunque no todavía al lugar del definitivo encuentro. En un barrio cheto, lejos de ambos, pero donde ambos vivieron historias de universitarios, estudiasen o no.
 Pero no fue la militancia en la izquierda, que ella desarrollaba con mayor compromiso y conciencia –y mucho antes- y que él comenzaba a desandar, en sus primeros histeriqueos, la que los unió, ya que, aunque del mismo lado de la trinchera, ella cavaba codo a codo con amplios sectores mientras que él decidía soldarse a una sola clase.
Aquí cabe la pregunta, la interrupción, ya que entendemos que ella haya llegado a militar en la izquierda, esponsoreada quizás por el edipo de un padre zurdo y perseguido, pero ¿por qué raro camino llegó el hijo del “por algo será”? Aquí aparece otra fuerza, que descubrieron otros como Newton, aunque más mundanos, que vieron en las relaciones económicas, en la organización social para obtener alimentos y explotar recursos comunes, el fino e invisible hilo que entrelaza los destinos de la gente. En esos años 90, la economía comenzó a cortar los hilos de muchas familias atadas al orden establecido y sus jóvenes reaccionaron con angustia pero también con bronca.
Algo mucho más fuerte que sus elecciones políticas hizo que se vieran las caras por primera vez: el argentinazo. Porque la rebelión popular más profunda de los segundos cien años del país provocó una movilización de energías tan grande que con sólo haber decidido pararse en un lugar específico fueron empujados hacia sí mismos por el pueblo enardecido. Una asamblea popular los vio batirse juntos contra los enemigos de la vida y les dio la satisfacción inconmensurable de bajarse a cinco de sus representantes en pocos meses.
Ambos sintieron en silencio, sin compartirlo, una atracción irrefrenable por el otro. El adjetivo no es totalmente justo, aunque no se ha inventado todavía un lenguaje para esto que describimos, deberíamos adosarle, por lo menos otro, inexplicable, como para acercarnos un poco.
La razón pudo más y el reflujo de las bravías mareas del pueblo argentino, con su bajamar, acompañando la gravedad de la Luna y los astros, también lograron separarlos y durante 6 años más sus historias siguieron caminos distantes.
A la vuelta del lustro ampliado un nuevo empuje de millones de hilos contra el poder y la muerte los volvieron a juntar. En el camino quedaron exilios internos y frustraciones dolorosas, pero ellos se volvieron a encontrar, y lo maravilloso aquí fue que parecieron retomar desde el mismo punto geográfico, porque la primer asamblea docente donde se vieron las caras se hizo en unas escalinatas a escasos metros del playón y el monumento al general norteño donde se reunía la asamblea popular seis años antes. Pero no convocaba la misma gente, sino un sector particular de esa enorme masa que había derrocado a los gerentes de la muerte en el pasado. Ahora su clase los convocaba.
Porque en esos años algunas cosas se habían consolidado y ambos terminaron abrazando la misma profesión y se destacaron casi en paralelo en la organización política y sindical de sus compañeros y compañeras de trabajo y de lucha –aunque ella seguía estando varios pasos más adelante-. En esta unión hubo una muerte que actuó como un imán. No una muerte indolora o insípida, no una muerte significativa como cualquier otra, un asesinato –el primero de este relato- de un hermano de lucha de ella, en su patagónico y verde y frío nido maternal, el Estado escupía su odio contra la nuca de los docentes que cortaban rutas. Esa muerte fue un imán, el vacío de su ausencia repentina funcionó como un agujero negro superpoderoso que acercó a miles a ocupar el lugar en la fila. Entre ellos a él.
En esas asambleas ya empezaron a preocuparse. Porque es sabido para cualquier persona, no importa su capacidad intelectual o de asombro, que la regularidad deja ver una ley oculta. Ya intuían con mucho temor que algo más pasaba porque volvían a verse y a sentir las mismas extrañas vibraciones que los llevaban a mirarse de reojo, saludarse con un plus de afecto y todo a pesar de que ambos sostenían una autodisciplina rayana con el monacato en lo referente a desconocer los acuerdos que sus cuerpos y mentes sostenían en esos momentos –como seis años antes- con otras personas, con las que la misma energía los había unido, aunque de otra forma y en otros momentos.
Él comenzaba, por esos años, a juntar el coraje y optimismo necesarios para transitar la aventura de mezclar su energía y su materia con una compañera y alumbrar una nueva e irrepetible combinación de átomos.
También en eso se diferenciaban, porque ella había sido madre mucho antes, quizás en algún momento más cercano al comienzo de este recorrido. Y probablemente ese hecho fantástico de la elaboración consciente de otro ser había sido importante en el origen de esta historia y seguramente lo fue en el final.
Porque los hijos y las hijas son como planetas, estrellas o asteroides que desencadenan fuerzas extrañas que transmutan las órbitas naturales de sus procreadores, más allá de compromisos afectivos diversos.
Y otra vez se separaron. Ayudó que su clase volviera a replegarse después de un estallido furioso pero también valieron sus crisis paralelas con las organizaciones donde militaban. Algo podría haberse inclinado por primera vez en contra de ella, que fue la que más lejos de su vida pasada terminó, podríamos decir que un cortocircuito, un chispazo la sacudió muy lejos de ella misma. Mientras que él, por primera vez en esta carrera paralela logró mantener una órbita lo suficientemente inclinada para no perder el último gramo que lo conectaba a una parte de su vida y de los miles más con quienes había decidido encarar este viaje.
Otro hecho fortuito los volvió a acercar. Esta vez no fueron las masas embravecidas ni la fuerza organizada de su clase en lucha, esta vez el más puro y desconocido azar hizo que trabajaran juntos, compartieran recreos y horas muertas.  Esta vez fue la geografía quien los unió, contradictoriamente y en contra del pasado, en que los había separado, o finalmente gracias a que las imágenes de esas naturalezas violentas se inscribieron en lo más profundo de sus cerebros infantiles fue que ella tomó horas de Geografía en la escuela donde él las dictaba hace ya un tiempo. (¿Podemos darnos el lujo irracional de creer que su mutua e independiente pasión fanática por los mapas –que ella colecciona y crea de rompecabezas de cinco mil piezas y que él recrea fanáticamente cada vez que puede en aulas y juegos- es acaso “casual” y no tiene nada que ver con un destino fijado a fuego vivo?)
La geografía que los encontró esta vez merecería un extenso paréntesis que justifica otra narración, pero baste decir que se encontraron en esa particular barriada obrera de Buenos Aires donde el proletariado, desunido y envenenado por la miseria más acérrima, se encuentra ideológicamente en las antípodas de las ideas que ella y él consagraron su vida a transmitirle.
Y aunque tres décadas de viaje ya hacían estragos en su energía vital -que se marcarían irremediable y definitivamente en sus cuerpos-, volvieron a identificar ese sentimiento inidentificable que los había asombrado dos veces antes. Disciplinados y especialistas en la represión del propio deseo cuando éste contradice los deseos previamente establecidos, ni siquiera se comunicaron estas impresiones. Y después de haber sido adversarios acérrimos dentro de una misma lucha lograron conocerse como seres de carne y hueso luchando contra la misma barbarie, el mismo sistema y hasta el mismo ministerio.
Sólo una vez se permitieron el contacto. Fue producto de otra muerte, otro asesinato, otro vomito estatal de miedo y clasismo. Él llegó una tarde de octubre a la escuela devastado por el asesinato de uno de sus hermanos más queridos, a quien nunca conoció personalmente, y que podría haber sido él mismo o cualquiera como él, y cuya desaparición fue un verdadero terremoto emocional para los millones de seres que sufren y transforman este país todos los días. En ese nefasto día, en esa escuela rodeada de barbarie y dirigida por los esbirros de guante blanco (y celeste) del mismo sistema que había arrancado el cuerpo de su hermano de su lugar en el cordón, sólo ella podía recibirlo y brindarle un refugio de carne y hueso, un valle donde podía permitir que la lluvia de su alma y su dolor corrieran libremente y dejaran de presionar sobre todo aquello que lo sostenía vivo.  En sus brazos pudo llorar y liberar parte de esa energía dolorosa.
Pero no pasaron de allí. Estoicos. Respetuosos de los demás antes de ellos mismos. Manejaban como podían esa energía, esa particular tensión que se había apoderado de ambos, obligándolos a acercarse y alejarse al compás de un extraño movimiento en el que se sentían títeres involuntarios, objetos empujados por la inercia del barco donde se movían.
Hacia el final de este recorrido ella pareció alejarse definitivamente de todo lo que la había movilizado en su corta existencia bajo esta particular forma y combinación de materia. Las frustraciones, profundas, responsables de desgarros internos, parecían no remediarse. Su vínculo con la vida misma se distendió de tal forma que llegó a acercarse demasiado al final de esta forma particularmente mezclada para desatar la entropía que la llevaría a convertirse en otro tipo de combinaciones y dejar, definitivamente, de ser ella misma.
Pero esta historia no merecería ser contada si el encuentro final no se hubiese dado. Eliminado ya el misterio artificial y literario que antecede al desenlace, digamos que lo maravilloso radicó en la particular combinación de fuerzas que lograron unirlos.
Aunque él lo intuye semiconscientemente y ella todavía lo recela, otra vez la fuerza contenida de las masas rebeldes del argentinazo, combinada con la fuerza más concreta de la clase social que cuida la esperanza y las semillas del cerezo, parecen haber confluido en el mismo cauce para desenvolver la fuerza de un río poderoso y encaminado a desplegar una energía social mucho más poderosa y efectiva que quince años atrás. Esa fuerza lo encuentra a él intentando aportar claridad y dirección al afluente que pasa por el lugar de la ciudad donde se eleva la esquina del mástil proletario, barrio mágico que le devolvió la fe en sí mismo y en la humanidad. Y ella intenta volver a beber en ese desborde desenfrenado, en esa crecida devastadora, un poco del agua de la eterna juventud que la lleve de nuevo a la esencia más bella de su propia vida, la de la permanente actitud de orgullo y desafío, lucha y provocación hacia el mal que a todos mata.
 Y en medio de ese río de tiempo y espacio se han vuelto a encontrar.
Pero esta vez ellos nadan en medio de la corriente para verse. Uno y otra se intentan ayudar en aspectos diferentes de la correntada. Ya veteranos, parecen comenzar a comprender mejor de qué se trata este baile, parecen identificar el ritmo y algunas notas, continuidades... y como si fuesen niños autodidactas comparten entre ellos con una ingenuidad y una ternura indescriptibles los pocos avances que van balbuceando tímidamente o con confiada altivez y audacia.
Finalmente, las cadenas que los ataban a deseos comprometidos con otras parejas de este baile ya no están más, no digamos cómo ni porqué para no aburrir de más al lector entretenido pero sufrido que hasta aquí nos acompañó. Baste decir que la misma fuerza sísmica que rompió los diques de contención para ese río humano que encuentra poco a poco su cauce buscando el centro del poder en su país, valió también para barrer con las bases que los unían a sus compromisos previos y en el mismo momento se vieron liberados de algo más que sus parejas constituidas, liberados de las anteojeras y los límites autoimpuestos.
Y esta vez sí los monjes decidieron caminar los pasos que había entre sus celdas y encontrarse.
 Todavía queda por decir que algo más asombroso ocurrió. Necesitaban también un contexto, un barrio. Se reencontraron en el lugar ya transitado, esta vez no había trescientos vecinos de diferentes clases sociales a la sombra del libertador del norte ni los 150 compañeros y compañeras de trabajo debatiendo el plan de lucha y el pliego de reivindicaciones, había una modesta urna excesivamente disputada por dos fuerzas contradictorias.
Desde allí, desde el puerto donde siempre volvían a encontrarse, comenzaron a desandar un camino totalmente novedoso y en este viaje, después de tres décadas y tres mil kilómetros, encontraron juntos un centro, un lugar concreto, un puente que unía el barrio de la primera infancia de ella –hacia el sudeste- y el barrio de esta primera vejez de él –al noroeste-, un barrio transitado en otras épocas mucho más lejanas por uno de los pocos seres de este mismo país que tuvo la sensibilidad suficiente para descubrir que en las cotidianas estructuras inventadas por los hombres y mujeres reside una belleza y una magia maravillosa, una serie de espíritus que pueden ser descubiertos y que deben ser traídos a la conciencia para poder alcanzar el dominio de sí mismos y la felicidad. Ese puente hoy lleva su nombre y ese barrio donde las almas se pierden y los gps no saben guiar a nadie, ellos se encontraron.
Una vez en la cama, entre la fusión confusa de pieles, aromas, jugos corporales y alientos, ella lo supo y más que una iniciativa para transmitirle a él su descubrimiento, exhaló un suspiro articulado y racional, producto de ese momento de extrema lucidez inmediatamente previo al orgasmo y dijo: “nuestros cuerpos finalmente se tocaron”.
Porque no se trata, como se puede apreciar, de una historia de amor. No es ése el nombre de esta fuerza particular que pareció unirlos. Nadie sabe a ciencia cierta qué es realmente el amor pero ellos saben que no es la fuerza que los atrajo. Él y ella relacionan el amor con otra cosa, con la epopeya bifrontal de la construcción común de un presente y un futuro inciertos contra todos y todo. No es esa decisión tan sutil la que los unió.
Tampoco se puede reducir a la química elemental de las hormonas y las fantasías visuales que introducen la obsesión sexual por el otro. Esta atracción se parece más a la gravedad de los electrones que giran en órbitas elípticas atrayéndose y distanciándose rítmicamente dentro del átomo. Y como las metáforas sirven para muchas cosas pero no para todo, como la literatura, déjenme acotar que estos microscópicos seres con sus pequeñas intervenciones conscientes han transformado este girar automático e impersonal en algo más parecido a un baile en el que los bailarines aceptan dejarse llevar y asumen en sus cuerpos y decisiones encarnar con convicción las fuerzas inmateriales que los mueven.
Como millones de electrones, bailan juntos en este enorme encuentro universal de átomos, cuerpos, planetas, estrellas y astros que se expanden bailando hacia el horizonte de su propio futuro.
Cuerpos fabricados de la misma materia, atravesados por la misma energía, que se atraen sin saberlo durante millones de años y que cuando se tocan, ah cuando se tocan, generan las explosiones de energía más maravillosas que el ojo humano pueda apreciar, supernovas, reacciones atómicas en cadena…
Gravedad, economía, geografía, tiempo y distancia, lucha y muerte, materia y energía al fin y al cabo, danzando juntas, hacia el final de los tiempos, cuando ya no seamos nada, pero sigamos existiendo como parte del todo.  
Historias como éstas se cuentan de a miles, bienvenidas sean. No muchos tienen la dicha de darse cuenta del baile en que están metidos ni son capaces de intervenir conscientemente, aunque más no sea dejando de resistirse a las insondables fuerzas centrípetas que nos acercan y nos repelen unos de otras y otros de unas.

Usted no sabe -ni tiene por qué saber- si estas dos historias existieron y lograron resolver la ecuación y el enigma. Valga pues este relato, al menos, para que empiece a prestar atención a la música estelar que susurra en su oído cósmico.