Muestras de la calidad estética y política como la que está
montando Francisco Borghini Pereyra en el local del Partido Obrero de Chacarita
(Forest 425) en la semana del viernes 19 al viernes 26 de diciembre, requieren
de una reseña de una calidad equivalente que, lamentablemente, no estamos en
condiciones de aportar.
Sin embargo, aunque conciente de nuestros límites de formación en
ambos campos, la emoción que nos generó la obra del Borga nos obliga a
escribir.
Se trata de una veintena de obras, en su gran mayoría pinturas al
óleo que muestran la punta del iceberg de una década de trabajo de este joven
artista plástico. Una excelente puesta de parte de los compañeros y compañeras del local, prolija y cuidada, que demuestra la capacidad organizativa para eventos tan particulares, donde un detalle descuidado, una luz mal puesta, comprometerían el objetivo buscado.
Bien puesto el nombre de la muestra, ya que se destacan una
serie de obras con temáticas diferentes: paisajismo urbano, postales de la vida
cotidiana de los trabajadores y trabajadoras de la ciudad y escenas de la vida
política de esos mismos sujetos. Estas tres temáticas son entrelazadas por dos
tipos de ambientes que las atraviesan transversalmente, mañanas plenas de luz y
cielos abiertos y soleados y ambientes oscuros, íntimos, nocturnos. Finalmente,
están presentes al menos tres barrios, el Colegiales de la infancia, el Almagro
del tránsito cotidiano y el Once de su destino final, barrio que el artista
habitó en su primera juventud, la base de operaciones de su experiencia
independiente, la proletarización y la militancia.
Por eso acierta el nombre de la muestra, ya que el espectador es invitado a recorrer diversos caminos estéticos, políticos y emocionales que confluyen en un destino mítico, en un centro que es en realidad, como el nombre del barrio, un lugar inventado por quienes allí viven y transitan, ya que en los papeles se trata de Balvanera pero nadie que haya sufrido y experimentado su estación y su gente puede identificarlo con otro nombre que no sea el que su pueblo le da, Once.
La exposición demuestra una capacidad técnica de parte del Borgha
que no dudamos en caracterizar a la altura de los grandes maestros del arte
plástico de la historia argentina. Cuadros de un hiperrealismo como los
perfectos balcones en perspectiva de fuga de “Avenida Rivadavia domingo a la
tarde (desde esquina La Rioja)” hasta perfectas obras de un impresionismo
clásico como “Plaza Miserere de noche (desde Rivadavia y La Rioja)” o la
panorámica nocturna de “Plaza Miserere de noche” que parece ser un ejemplo de
lo que Van Gogh podría haber hecho subido a un balcón frente a la Plaza.
Es lo primero que destaca de la muestra: el vértigo de saber que
uno está mirando una obra de una excelente calidad técnica en el uso del
pincel, el color, el dibujo, la perspectiva y todas las leyes de construcción
geométrica de la obra. Pero sobre todo fascina el dominio genial que hace el artista de la luz, probablemente el lugar donde los genios se separan de los excelentes artistas plásticos.
Lo del paisajismo no es menor, Borgha pinta esquinas y edificios de
la ciudad con el ojo de aquellos profesionales de la pintura que lo hacían en
épocas donde no existía la fotografía, es decir, con la presión que implica al
mismo tiempo la necesidad del registro emocional y también el registro
documental, la obsesión por el detalle de aquél que sabe está documentando la
existencia de ese paisaje, como se ve magistralemente, por ejemplo, en “Fruteria
de Almagro” o “Iglesia Jesucristo es el Señor”.
En este cuadro, cinco varones, sentados en la puerta de un
edificio escabiando (no hay mejor manera de describirlo) a la tarde o mediodía
de Once, el artista muestra una sensibilidad técnica impresionante en el
trabajo de los rostros, los escorzos y las texturas tanto de la ropa, como de
las veredas, paredes y cortinas de hierro: la piel del barrio y de los seres que
lo habitan. El tratamiento técnico es preciso, impecable, pero el Borgha decide
romper el hiperrealismo cuando trata a los seres humanos, sus caras pierden la
obsesión por el detalle y la veracidad, se ablandan, se recortan de esta forma
del contexto general, como si el artista quisiera explicarnos un respeto mayor
por el ser humano como objeto artístico, en este contrapunto con el fondo, el
artista nos guiña un ojo, nos aclara que los seres vivos son más el producto de
lo que él interpreta de ellos. Es como si nos dijera que es imposible retratar exactamente cómo es un
ser vivo deteniéndose únicamente en la superficie observada, aunque sea perfecta en la ejecución.
Aquí empezamos a asombrarnos de otro aspecto de la obra del
Borgha, la exquisita sensibilidad de su mirada para captar los gestos sencillos
que caracterizan a los trabajadores y trabajadoras de esta ciudad. En la obra
que comentamos, la de los cinco tipos ranchando en la puerta de su casa, los
laureles se los lleva el gordo que saluda con una sonrisa mezcla de alegría,
cansancio y horas de vino y paco, en contraste con la hostilidad evidente del
hombre parado a su lado con los bolsillos en la campera como quien se mantiene
alerta para defenderse o atacar. Pero la genialidad de la obra está en el
detalle de la particular forma en que el “vecino” sentado en la calle, en el
extremo inferior izquierdo del bastidor, empina su “vaso” fabricado con el culo
de una botella de Coca de plástico, como sólo se puede ver en las calles de
Buenos Aires y alrededores.
Cuando uno contempla esta obra tiene la sensación extraña de no
estar observando un cuadro al óleo, ni siquiera una fotografía, tiene la
sensación de estar contemplando la foto de una imagen mental, de un recuerdo,
como si estuviese pasando en el colectivo
mirando hacia una puerta cualquiera de Once mientras espera, rutinariamente,
en el semáforo que el chofer arranque.
Borgha describe paisajes y seres vivos reales, registra casi con
exactitud lo que uno siente cuando recorre esos mismos lugares y observa esas
mismas cosas. Hipótesis de lectura que el propio autor nos confirma cuando nos
dice que “Vendedor de joyas” es producto de su imaginación, cuando hubiese
jurado cinco minutos antes que reconocía el lugar exacto de ese cuarto de
vereda con afiches de la vía pública (esos que están enrejaditos y que tanto
molestan a militantes populares como nosotros, ya que dificultan la tarea de la
pegatina electoral o sindical) mostrando minas en bolas que venden chuchería
como el africano sentado, aburrido, al costado de su especie de atril paraguas
lleno de anillos y bijouterí de oro o imitación. Ese lugar, que yo creí reconocer
en una de las veredas de la estación de trenes, frente a las paradas de bondi,
por Pueyrredón o Bartolomé Mitre, no existe. Quiere decir que el Borgha, incluso cuando
está describiendo un paisaje real, fotografiado, y personas reales, no se queda
en los límites estrechos de la realidad superficial, sino que prende una mirada
emocional, pinta lo que él siente al ver ese objeto y por lo tanto lo
transforma para nosotros.
Lo interesante es que lo que pinta el Borgha es al mismo tiempo,
lo que realmente existe en el mundo exterior pero describe casi con exactitud
lo que nosotros sentimos al verlo, las imágenes, colores, y olores que en
nuestra mente se recrean ante el detalle. Sino presten atención a “Línea B”,
donde tres mujeres, un niño y un viejo son retratados viajando sentados en esos
particulares asientos laterales alargados revestidos de esa alfombrita mullidita
medio roja medio bordó típicos de la Línea B. Las dos mujeres más jóvenes del
cuadro, una de rasgos norteños (jujeños, salteños, bolivianos o peruanos) y
otra de complexión criolla, pelirroja de piel clara, evidentemente vestidas con
ropa de trabajos que no requieren etiqueta, duermen, agarrada una de su mochila
para no ser robada, de su celular con el que escucha música la otra. La otra
mujer, más grande, de rasgos asiáticos, no sólo no duerme sino que es la única
que rompe la estructura de la obra mirando fijamente al punto de vista del
espectador, cuestionando que rompa su intimidad y privacidad observándola, en
una pose que sólo quien haya viajado en subte puede reconocer en otro ser
humano cuando se cruza la mirada de frente y descubre que era observado.
Pero además la señora carga a su hijo de 5 o 7 años en sus piernas
de la forma que cargan las madres laburantes a sus hijos en el subte o el
colectivo llendo o viniendo del laburo sin guardería, con el pibe desarmado,
despatarrado sobre su cuerpo en una posición de fajir hindú pero que aparenta
ser la postura más cómoda del universo.
Finalmente, el viejo no sabemos si duerme o directamente está
comenzando a transitar el camino placentero de los difuntos. De conjunto,
Borgha retrató la alienación cotidiana, la sensación de las millones de horas
de nuestras vidas que pasamos yendo o vinivendo del laburo, destrozados/as,
rotos del cansancio provocado por trabajos flexibilizados, precarios, turnos
inagotables, salarios miserables. La ropa desgastada, deshilachada, sin
planchar, con sus colores apagados por el lavado permanente con materiales
baratos. Las pieles raídas, las piernas... las piernas de las mujeres
explotadas de este país están siempre hinchadas, llenas de moretones aún a
pesar de los evidentes esfuerzos por maquillar la situación.
Es momento de anticipar conclusiones: un artista plástico consagrado
no sólo debe tener el mejor manejo técnico posible sino que además debe ser
capaz de utilizar ese manejo de la forma en función de lo que quiere relatar.
Debe haber no un simple “equilibrio” sino una relación dialéctica, una tensión,
una lucha entre forma y contenido, pincelada y mensaje que logren superar ese
dualismo, como aquello del todo como algo diferente de la simple suma de sus
partes. Y el Borgha, a nuestro humilde criterio, lo logra.
Pero cuál es ese mensaje, cuál es el concepto político del pintor.
Es evidente que hay una evolución en su mirada a lo largo de la obra. Sus
cuadros más viejos están más influenciados por la contemplación romántica y
fantástica de los paisajes cotidianos, una mirada propia de quien vive la
ciudad no como un turista pero sí como un pequeño burgués (dicho en términos de
caracterización sociológica, no de insulto infantil) que no sufre la ciudad
como la sufre un trabajador. Y es que el Borgha es sincero, no oculta ni busca
ocultar quién es, por eso en su obra no hay elementos efectistas, forzados,
extrapolados innecesariamente.
Pero en su camino biográfico, el nieto de una artista plástica e hijo de padre y madre arquitectos, de la clase media acomodada de Colegiales, se independiza del
ambiente cómodo familiar y busca su propio lugar en el mundo, se muda con un
amigo a una pieza del populoso Once y comienza a descubrir con asombro de niño
el nuevo y deslumbrante mundo de la vida cotidiana de laburantes y desclasados,
de pobres y súper pobres. Al mismo tiempo lo hace con la ternura y el dolor de
quien está comenzando a sufrir esa ciudad desde el mimso lugar. La mirada de
los cuadros está en el mismo horizonte de las personas retratadas, como si
saludara a los borrachos en uno, como si viajara en el asiento de enfrente del
mismo vagón el otro.
El artista, que viene de otro palo, ha sido puesto por su realidad
material a la misma altura de los trabajadores y no reniega tampoco de ese
lugar, lo acepta, se hace cargo, se proletariza. Y lo hace con orgullo pero no
olvida la denuncia. No reniega del aguante del explotado que sigue luchando
para sobrevivir en las peores condiciones pero tampoco lo idealiza y se olvida
de la mierda que vive, como quien decreta -miserable, hipócritamente-, “el día
del orgullo villero”.
Esto se puede ver de forma magistral en “Tormenta en Villa Luján”,
el retrato exquisito, impecable, genial, de una calle medio asfaltada medio de
tierra, cubierta de charcos de barro y agua de lluvia, en el final de un día,
en la penumbra del atarceder donde Borgha logra sugerir la presencia exacta de
cada objeto, los autos, los palos de luz, las paredes, sólo con destellos casi
imperceptibles de luz en el contexto de una penumbra casi total. ¿Cuántas miles
de veces el laburante o la trabajadora han visto esta misma escena saliendo de
su casa a la madrugada o volviendo destrozado/a del laburo? ¿Cuántas veces
hemos sentido ese vacío, ese vértigo de la soledad del oprimido yendo a recibir
voluntaiamete su cuota diaria de sufrimiento? Visto así este cuadro es al mismo
tiempo, descripción realista del dolor, denuncia desgarrada y la tenue luz de
la poesía de aquél que de todas formas no se deja aplastar y encara el día de
trabajo y de lucha.
Los caminos del Borgha lo llevaron a organizarse en el Partido
Obrero, a formarse en la práctica y la teoría de una organización de combate
contra el Estado, por los derechos de los obreros, ligada a su clase y a la
lucha por el socialismo. Por eso, si cuadros que describen la vida cotidiana
como el de los borrachos y el del subte podrían ser enmarcados en la mirada
del “realismo social” de pintores de izquerda como el comunista Antonio Berni,
en su obra Borgha supera la candidez, la condescendencia del pequeño burgués de
izquierda por una clase obrera idealizada. El Borgha mira como un
revolucionario, no busca puños en alto, sino la mirada de odio de clase del magnífico
viejo linyera de “Hombre con bolsas” o la tensión en los cuerpos, las manos y
las miradas de una asamblea obrera como en “Reunión del Sitraic”.
Y arribamos a la segunda conclusión: que el artista revolucionario
debe poder utilizar un manejo dialéctico de la técnica y el mensaje y en ese
mensaje debe aportar elementos para desarrollar una conciencia política
superadora para los espectadores de su obra. El pequeño cuadro donde una docena
de trabajadores de la construcción discuten alrededor de una mesa llena de
puchos, panfletos y botellas de agua mineral, tomados por una perspectiva
aérea, parece señalar la salida para los demás personajes de los otros cuadros,
los alienados, los descompuestos, los más golpeados. Porque los personajes de “reunión
del Sitraic” son exactamente iguales en gestos, rostros, pieles y ropas a los
demás, podrían confundirse con los que escabian en la puerta o las mujeres en el
vagón de subte, pero desde el mismo planteamiento de la perspectiva forzada
desde arriba, y aunque estén sentados, el cuadro tiene un movimiento explosivo,
incómodo, anormal, no cotidiano, movimiento que técnicamente expresa la tensión
ivisible de una reunión donde los desposeídos discuten, en el fondo, cómo
enfrentarse a la clase social que los exprime, es decir, una reunión previa a
la lucha física.
Todo lo dicho no resume ni un poco lo vivido. El Borgha, este
artista excepcional aquí rudimentariamente descripto, nunca pisó una escuela de
artes. El Borgha es autodidacta y reivindica esa ausencia de academia en la
formación de su particular mirada. Así como Quinquela Martín, que aprendió a
dibujar y pintar en los ratos libres de su infancia en la carbonería de su
viejo en La Boca, el Borgha nos confiesa no haber abandonado nunca el método
sistemático de divertirse dibujando y pintando como cuando era niño, a
diferencia de Quinquela, en el estudio de arquitectura de su hogar materno. Es interesante la referencia, porque si bien el
xeneize y el hijo de Colegiales difieren del ambiente social de donde se
nutrieron, son exactamente iguales en el punto de haber suplantado la
disciplina de la formación académica con su propia inquebrantable disciplina y
voluntad y en ambos casos ninguno renuncia a la pretensión de alcanzar el más
alto nivel técnico posible. En otro aspecto más se igualan, en su honestidad
brutal, ya que los paisajes portuarios de Quinquela están llenos de la íntima
mirada del portuario y en su pintura se nota sin vergüenza el origen de su
formación, lo mismo pasa en el caso del Borgha, quien en ningún momento
renuncia a su identidad, a su clase de origen, ni a la clase social que adoptó
por elección. También llama l atención con la coincidencia con el gran artista gráfico M. C. Escher, arquitecto de profesión, quien a partir de la fascinación que le provocaron los paisajes descubiertos en sus viajes de juventud volcó la particular mirada del arquitecto a una construcción estética muy singular. En las perspectivas y la obsesión por el detalle de su obra, el Borgha hace homenaje a la forma de mirar el mundo de sus progenitores.
Nos tocó asistir a
la muestra de Borghini en el decimotercer aniversario del Argentinazo, lo que
nos llevó por casualidad a releer la entrevista brindada por Jorge Altamira,
dirigente del PO, a la revista Acheronta 15 y a uno de sus sostenedores, el renombrado
psicólogo Michel Sauval en julio de 2002. Entre las decenas de conceptos
vertidos por Altamira, siempre nos llamó la atención su análisis de la relación
entre los militantes revolucionarios, la clase obrera y la transformación de la
realidad.
Allí Altamira explica que el trabajo del militante revolucionario
consiste, individual y colectivamente, en aportar al metabolismo político de su
clase. Mientras el trabajador o trabajadora es consciente de su experiencia de
sujeto alienado, explotado y oprimido, el individuo organizado, más consciente
de las causas últimas de esa explotación, aporta su mirada, un programa de
salida, un método de organización y de lucha, que desde el volante, la consigna
y la intervención en la realidad termina modificando el ambiente, la realidad
en la que actuan ambos, cambiando finalmente tanto la realidad como la
conciencia que la clase obrera tiene de la misma.
Este metabolismo está presente en la obra del Borgha en dos
sentidos, dos caminos. El camino de ida, su inicio como artista no profesional,
no explotado, de la clase media acomodada porteña hacia la independencia de la
familia, la proletarización y el descubrimiento de la militancia. Y un segundo
camino, desde la formación política, en la teoría y la lucha práctica hacia su
clase adoptiva, para transmitirle un nuevo concepto que permita una evolución
conjunta, un proceso común de decantamiento de conclusiones. El Borgha ha
sabido sintetizar y resumir en su vida, en su obra, un siglo de debates en
torno al rol del artista en la revolución. Su experiencia como militante
revolucionario a transformado su conciencia al mismo tiempo como ser humano,
como militante y como artista. Es el mismo cerebro, no está escindido, el
Borgha no se cuestiona ni pinta como artista mientras interviene en la reunión
de círculo como militante: es él mismo en cada caso.
Podemos decir que el
ascenso de la conciencia política de la clase obrera en Argentina atrajo con
poderosa fuerza a los hijos de la clase media educada y con recursos materiales
y culturales privilegiados hacia su horizonte, hacia sus intereses como única
forma de salvar a ambos. La clase obrera en Argentina, por medio de su lucha
conciente y organizada, ha parido un artista revolucionario de una fuerza
estética a la altura de cualquier artista consagrado por la burguesía de hoy o
del pasado.
En la lucha por la toma del poder la clase obrera va librando
batallas conciente o inconsientemente, planificadamente o no, en diversos campos
de la vida social. En la disputa de las conciencias a través del arte también.
Y la existencia del Borgha es una prueba de la fuerza política del proletariado
revolucionario en nuestro país.
Y lo mejor de todo es que el Borgha es un tipo
macanudo, que no se subió a ningún barco. Daba gusto presenciar sus charlas con
los amigotes del barrio o el laburo que fueron de la mejor gala que pudieron a
ver la obra de su amigo “el pintor” y sin muchos conocimientos técnicos le
describían entre risas y muecas de asombro cómo los habían impactado los
cuadros de los pibes jugando al fútbol en el potrero del barrio o el del chabón
tratando de sintonizar la tele y la radio para ver y oír el clásico. Porque lo
más lindo del Borgha es que no sólo pinta al pueblo, sus dolores y esperanzas,
el Borgha es un muchacho de pueblo, y por eso, creemos, todos los caminos lo
llevan a ser, en la próxima etapa de la lucha de clases en nuestro país, el artista –obrero y socialista- del
pueblo.
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