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jueves, 28 de mayo de 2015

El Enroque

Habían estado toda una vida juntos. Pensó que no era mucho para decir como balance de un matrimonio de seis décadas, dos hijos y unas tantas úlceras, quistes y contracturas. Los hijos y las enfermedades le daban un poco más de color pero todavía no estaba satisfecho.

El alzheimer fue la peor de las enfermedades sobre las que avisó la jueza civil, el día ese del “tanto en la enfermedad como en la bonanza”, las palmaditas en la espalda y el arroz del protocolo. Después de tantos años y vivencias compartidas –ahí tenés, siempre fuimos buenos compañeros, casi amigos te diría- era muy duro sentarse a ver como ella iba perdiendo poco a poco la lucidez, cosa que pasados los 80 años no dañaba tanto como la pérdida paulatina de la memoria.

Los recuerdos son nuestras únicas riquezas, frase que podrá sonar a refrán meloso de Narosky para la gente que tiene alguna cosa que heredar, pero que sin embargo es furiosamente literal para dos que se desangraron un tercio de siglo frente al aula, laburando de sicólogos, asistentes sociales, familia postiza y cada tanto de docentes.

De a poco uno se va acostumbrando, hasta después de unos meses le empezó a agarrar la mano al asunto y ya empezaba a superar la angustia. Sencillamente había un cierto orden en la forma que ella iba perdiendo la memoria.

Su memoria jugaba al juego de intercambiar los referentes, entonces, en las largas horas de relatos confusos empezó a detectar que las personas se enrocaban con otras similares siguiendo un determinado patrón. Su vieja por ejemplo, con la que tuvo una relación de guerra desde la pubertad, empezó a cambiar de nombre hasta que lo suplantó definitivamente por el de su querida abuela –esa sí que era una mujer con ovarios- llegando al instante en que eran una sola. Los médicos le explicaron que era un recurso defensivo de su psique, él creía que ella también practicaba el deporte preferido de los viejos, hacer balances todo el tiempo sobre lo vivido. 

Porque si se llega a viejo uno se transforma en su propio Osiris, esperando en las interminables horas muertas del ocio cotidiano, con balanza y pluma y todo, pesando y repesando cada tramo de su vida pasada. Siempre decía en las reuniones familiares que recién cuando Osiris terminara el papeleo con la pluma se iba a poder morir.

Pensó que ella hacía su balance así, quedándose con lo mejor y reemplazando automáticamente las malas personas con unas mejores. Así se tranquilizaba. Pensó que era una forma de perdonar y perdonarse tan buena como cualquier otra.

Se llegó a sentir parte de un culto secreto, compinche una vez más de su querida mujer en el juego de darse cuenta a quién borraba de su historia y por quién lo suplantaba.

Hasta que le tocó a él.

Entre Jorge y José digamos que no hay una gran distancia, ni religiosa ni fonética. Al principio pensó –se ilusionó digamos- con que se tratase de un simple error, una falla neuronal de menor intensidad en medio del apagón generalizado de su cerebro. Pero después de varios días, como en el resto de los casos, su compañera de toda la vida comenzó a tratarlo de Jorge y pronto adivinó que el bautismo tardío iba a ser definitivo.

Ahora era Jorge esto, Jorge lo otro, jorgito me alcanzás tal cosa y gracias jorgito por tal otra... Lo peor del asunto era la entonación, mucho más cariñosa ahora en vez del tono monocorde acostumbrado y rutinario con el que lo supo llamar hasta hacía poco.

Digamos que no fue tan difícil recordar que Jorge había sido uno de sus compañeros de trabajo en aquella primaria de Soldati, en esos años posteriores al segundo hijo, cuando se hizo más rechinante la relación, se retardaron los besos matinales y los esporádicos encuentros sexuales de la noche cesaron para siempre. Siempre sospechó de que ahí había pasado algo más, pero como siempre superaron -¿seguro?- esa crisis y fortalecieron la relación.

 No tenía que ser un científico nuclear para darse cuenta que en su memoria, su -¿suya?- mujer y compañera de toda una vida lo había enrocado por el hombre, el amor que más felicidad le dió y que había elegido pasar el resto de sus días abrazada al amor, defendiéndose de la angustia de morira su lado.

El día que se dió cuenta sintió que el muerto era él. Tan lejos no estaba de la realidad, al menos en lo que quedaba de energía vital en el cerebro y la sensibilidad afectiva de ella, de alguna forma el viejo José había muerto. Pasó por todas las fases que los manuales psiquiátricos ennumeran para estos casos y sólo encontró sosiego cuando dejó de aferrarse a lo que debía ser y recuperó del fondo de sí mismo, como lo hizo toda la vida, una enseñanza de esas que contó mil veces a los niños y niñas que lo tuvieron de docente.

Pensó que los esquimales, como los lobos, tenían más sabiduría en sus costumbres de las que los científicos europeos y civilizados les habían concedido en sus narraciones. Pensó que quizás la costumbre inuit de “abandonar” a los ancianos a su suerte para que no entorpezcan la lucha por sobrevivir de la tribu no necesariamente tenía esa única y miserable interpretación. 

Por un momento pensó que quizás el anciano, consciente de la cercanía del fin, sintiendo que sus brazos y piernas ya no respondían al entusiasmo de la cabeza como antes, que si bien tenía una reserva no alcanzaba para sostener el ritmo draconiano que la pobreza le imponía a la tribu, sabía que se iba a tornar un peso muerto. Pensó que quizá era al revés, que el anciano pedía una reunión a los jefes de familias y solicitaba le dieran una vianda, ropa y armas para valerse por sí mismo un tiempo y les pedía que lo dejaran vivir sus últimos días solo, quitarle la culpa de ser una carga mortal para sus seres más queridos. Pensó que seguramente la tribu haría una celebración de despedida y que el anciano podría haberse despedido uno por uno de toda la gente que lo llenó de afecto. Pensó que eso era mucho mejor que un velorio.

Los antropólogos y naturalistas del género humano deben estar equivocados. No anduvimos tres millones y medio de años vagando por el planeta, luchando coco a codo, igualados en nuestra eterna lucha contra la miseria y el medio ambiente para terminar echando a nuestros seres queridos a una muerte cierta como antídoto para administrar mejor nuestros recursos. No es lógico, no suena a nosotros. Es un razonamiento propio de banqueros, no de caminantes, cazadores y recolectores, amantes, padres, madres e hijos.

No somos lobos en un sentido metafórico, pensó, somos como los lobos de verdad, esos seres hermosos que viven toda su vida en una manada igualitaria hasta que nos convertimos en un problema y solitos solitos salimos al bosque a seguirla hasta el final sin joder a nadie.

Y entonces, decidió aceptar el balance de su compañera de vida y ser Jorge, decidió que no iba a contradecir más reivindicando no sé qué superfluo derecho de identidad y grantías constitucionales. Se hizo cargo de sus errores, de sus defectos, en suma, se dió cuenta que su balance nunca cerraba porque había “estado” toda una vida con ella y que no podía agregarle “amor” a ninguna de las remanidas veces que se refería a su pareja sin que alguna extraña incomodidad en su cerebro le indicase que no estaba siendo del todo honesto.

Y comprendió que si la había amado debía ser el mejor Jorge que pudiera ser, aceptar el enroque sin falsas hipocresías ni titubeos.

Y dicen los vecinos de la clínica que los conocieron que no hubo pareja más feliz ni enamorada hasta el día que ella falleció.


Después, a Jorge, como todos lo conocían, nadie lo volvió a ver.

1 comentario:

  1. De a poco uno se va acostumbrando... a ese amor tan falto de amor y consecuencia.

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