Habían estado toda una vida juntos. Pensó que no era mucho
para decir como balance de un matrimonio de seis décadas, dos hijos y unas
tantas úlceras, quistes y contracturas. Los hijos y las enfermedades le daban
un poco más de color pero todavía no estaba satisfecho.
El alzheimer fue la peor de las enfermedades sobre las que
avisó la jueza civil, el día ese del “tanto en la enfermedad como en la
bonanza”, las palmaditas en la espalda y el arroz del protocolo. Después de tantos años y
vivencias compartidas –ahí tenés, siempre fuimos buenos compañeros, casi amigos
te diría- era muy duro sentarse a ver como ella iba perdiendo poco a poco la
lucidez, cosa que pasados los 80 años no dañaba tanto como la pérdida paulatina
de la memoria.
Los recuerdos son nuestras únicas riquezas, frase que podrá sonar a refrán meloso de Narosky para la gente que tiene alguna cosa que
heredar, pero que sin embargo es furiosamente literal para dos que se
desangraron un tercio de siglo frente al aula, laburando de sicólogos, asistentes sociales, familia postiza y cada tanto de docentes.
De a poco uno se va acostumbrando, hasta después de
unos meses le empezó a agarrar la mano al asunto y ya empezaba a superar la
angustia. Sencillamente había un cierto orden en la forma que ella iba
perdiendo la memoria.
Su
memoria jugaba al juego de intercambiar los referentes, entonces, en las largas
horas de relatos confusos empezó a detectar que las personas se enrocaban con
otras similares siguiendo un determinado patrón. Su vieja por ejemplo, con la
que tuvo una relación de guerra desde la pubertad, empezó a cambiar de nombre
hasta que lo suplantó definitivamente por el de su querida abuela –esa sí que era una mujer con
ovarios- llegando al instante en que eran una sola. Los médicos le explicaron que era un recurso defensivo de su psique, él creía que ella también practicaba el deporte preferido de los viejos, hacer balances todo el tiempo sobre lo vivido.
Porque si se llega a viejo uno se transforma en su propio Osiris, esperando en las interminables horas muertas del ocio cotidiano, con balanza y pluma y todo, pesando y repesando cada tramo de su vida pasada. Siempre decía en las reuniones familiares que recién cuando Osiris terminara el papeleo con la pluma se iba a poder morir.
Se llegó a sentir parte de un culto secreto, compinche una
vez más de su querida mujer en el juego de darse cuenta a quién borraba de su
historia y por quién lo suplantaba.
Hasta que le tocó a él.
Entre Jorge y José digamos que no hay una gran distancia, ni
religiosa ni fonética. Al principio pensó –se ilusionó digamos- con que se
tratase de un simple error, una falla neuronal de menor intensidad en medio del
apagón generalizado de su cerebro. Pero después de varios días, como en el
resto de los casos, su compañera de toda la vida comenzó a tratarlo de Jorge y
pronto adivinó que el bautismo tardío iba a ser definitivo.
Ahora era Jorge esto, Jorge lo otro, jorgito me alcanzás tal
cosa y gracias jorgito por tal otra... Lo peor del asunto era la entonación, mucho más cariñosa ahora en vez del tono monocorde acostumbrado y
rutinario con el que lo supo llamar hasta hacía poco.
Digamos que no fue tan difícil recordar que Jorge había sido
uno de sus compañeros de trabajo en aquella primaria de Soldati, en esos años posteriores
al segundo hijo, cuando se hizo más rechinante la relación, se retardaron los
besos matinales y los esporádicos encuentros sexuales de la noche cesaron para
siempre. Siempre sospechó de que ahí había pasado algo más, pero como siempre superaron -¿seguro?- esa crisis y fortalecieron la relación.
No tenía que ser un científico nuclear para darse cuenta que en su
memoria, su -¿suya?- mujer y compañera de toda una vida lo había enrocado por
el hombre, el amor que más felicidad le dió y que había elegido pasar el resto
de sus días abrazada al amor, defendiéndose de la angustia de morira su lado.
El día que se dió cuenta sintió que el muerto era él. Tan
lejos no estaba de la realidad, al menos en lo que quedaba de energía vital en
el cerebro y la sensibilidad afectiva de ella, de alguna forma el viejo José había muerto. Pasó por
todas las fases que los manuales psiquiátricos ennumeran para estos casos y
sólo encontró sosiego cuando dejó de aferrarse a lo que debía ser y recuperó
del fondo de sí mismo, como lo hizo toda la vida, una enseñanza de esas que contó
mil veces a los niños y niñas que lo tuvieron de docente.
Pensó que los esquimales, como los lobos, tenían más
sabiduría en sus costumbres de las que los científicos europeos y civilizados
les habían concedido en sus narraciones. Pensó que quizás la costumbre inuit de
“abandonar” a los ancianos a su suerte para que no entorpezcan la lucha por
sobrevivir de la tribu no necesariamente tenía esa única y miserable
interpretación.
Los antropólogos y naturalistas del género humano deben
estar equivocados. No anduvimos tres millones y medio de años vagando por el
planeta, luchando coco a codo, igualados en nuestra eterna lucha contra la
miseria y el medio ambiente para terminar echando a nuestros seres queridos a
una muerte cierta como antídoto para administrar mejor nuestros recursos. No es
lógico, no suena a nosotros. Es un razonamiento propio de banqueros, no de
caminantes, cazadores y recolectores, amantes, padres, madres e hijos.
No somos lobos en un sentido metafórico, pensó, somos como los lobos de verdad, esos seres hermosos que viven toda su vida en una manada igualitaria hasta que nos convertimos en un problema y solitos solitos salimos al bosque a seguirla hasta el final sin joder a nadie.
Y entonces, decidió aceptar el balance de su compañera de vida y ser Jorge, decidió que no iba a
contradecir más reivindicando no sé qué superfluo derecho de identidad y grantías constitucionales. Se hizo cargo de sus errores, de sus
defectos, en suma, se dió cuenta que su balance nunca cerraba porque había
“estado” toda una vida con ella y que no podía agregarle “amor” a ninguna de
las remanidas veces que se refería a su pareja sin que alguna extraña
incomodidad en su cerebro le indicase que no estaba siendo del todo honesto.
Y comprendió que si la había amado debía ser el mejor
Jorge que pudiera ser, aceptar el enroque sin falsas hipocresías ni titubeos.
Y dicen los vecinos de la clínica que los conocieron que no
hubo pareja más feliz ni enamorada hasta el día que ella falleció.
Después, a Jorge, como todos lo conocían, nadie lo volvió a
ver.
De a poco uno se va acostumbrando... a ese amor tan falto de amor y consecuencia.
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