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martes, 19 de mayo de 2015

El hilo conductor

[Crónica libre del acto de homenaje a Cristóbal "Gogó" Russo, sábado 16 de mayo de 2015, 15.30hs., Balvanera. La Fotografía que ilustra esta nota pertenece a Dionisio Dennis]

Hasta el mismo sábado 16 de mayo, día en que la asociación Barrios X la Memoria instaló la baldosa en homenaje a Cristóbal "Gogó" Russo, secuestrado y desaparecido por las Fuerzas Armadas en 1978, yo no tenía idea de quién había sido. No sería un dato importante, al fin y al cabo no es obligatorio conocer la historia de cada desaparecido, si no fuese porque se trataba de un militante de Política Obrera, organización política antecesora del Partido Obrero, con quien simpatizo desde 1999 y milito desde abril del 2007.

Fue un evento fortuito el que me obligó a conocer su historia, uno de esos eventos que accidentalmente rompen la agenda cotidiana y provocan un desvío que desordena otros tantos desvíos para llevarte al final a un lugar inesperado, pero revelador.

Mi mejor amigo, mi camarada de armas, mi hermano de la vida, me convocó al homenaje el mismo día debido a que uno de sus mejores amigos era el hijo de Cristóbal y había viajado de Brasil especialmente para la ocasión. Yo me manyaba algo más en la sensibilidad de mi amigo porque además de lo de Russo, su propio viejo llevaba una semana hospitalizado.

Acudí de inmediato, como corresponde cuando alguien muy querido te chifla de urgencia y enseguida comprendí que allí iba a ocurrir algo revelador, porque el lugar donde se colocó la baldosa era precisamente el domicilio del hogar de Russo. Una metodología de alto calibre político y poético es esta de las agrupaciones de familiares y sobrevivientes en los barrios que desde los '90, a la par de los escraches a genocidas de HIJOS, decide reinstalar el nombre, la militancia y la experiencia de vida de aquellos que la dictadura quiso borrar de la conciencia colectiva en el mismo lugar de donde fueron llevados: su casa, su lugar de trabajo o de militancia.

Resulta que la dirección era Pichincha y Rivadavia, en Balvanera. Me llamó la atención porque en marzo de 1978, cuando fue secuestrado, yo tenía 8 meses de vida y mi familia vivía muy cerca de allí, en Matheu casi Alsina, frente al Spinetto.

Había sido convocado a una cita con una parte de mí mismo y no entendía por qué.

Mientras intentaba descifrar el mensaje que me tiraba el azar en la cara, contemplaba esa nutrida representación de familiares, amigos y de cuatro o cinco generaciones de militantes de Política Obrera-Partido Obrero que se habían dado cita en el lugar. Un hecho notable que los miembros de Barrios x la Memoria, duchos en miles de colocaciones como ésta también notaron: se encontraban allí desde los fundadores del PO en 1962 hasta las y los jóvenes militantes del PO Balvanera, de 18 y 20 años y muchos que militamos en todas las décadas entre ambos extremos.

Recorrí uno por uno de los rostros de esos hombres y mujeres, inundados de lágrimas que se negaban a rodar. Es impactante ver a un hombre recio llorar. Criados en una cultura de machos y emociones reprimidas pero además porque uno sabe lo que esta gente soportó en toda su vida para llegar hasta acá. Ver llorar a un hombre duro te convoca a la reflexión. 

Allí estaban los que habían entregado su vida entera a la lucha por el socialismo, los que enfrentaron intelectual y físicamente los ataques de patrones y su Estado durante 50 años sin bajar los brazos: la generación que luchó contra la Libertadora de 1955 y la gloriosa juventud que viajó del Cordobazo del '69 a las Coordinadoras y la Huelga General del '75 y que en 6 años nos arrimó lo más cerquita que estuvimos en nuestra historia de un gobierno de trabajadores.

Rostros duros, curtidos no por el sol de las mañanas y tardes alegres en familia, sino por las heridas de mil y un batallas.

En particular me emocionaron los rostros de los dirigentes, que no vamos a nombrar obedeciendo al prurito en contra del culto a la personalidad que mamamos de chiquitos pero que nos emocionaron igual. Porque esa "vieja guardia" nos enseñó lo que sabemos y nos guió en combate. A estos tipos los leímos y estudiamos para entender por qué carajo este país nos condenaba sistemáticamente a la muerte y la tristeza a los millones que nos rompemos el lomo para conseguirle un plato de comida a nuestros pollitos; esos rostros los busqué en decenas de piquetes y cortes de ruta, para encontrar la señal que indique si debíamos avanzar, retroceder o descargar el arsenal sobre el enemigo. Yo los ví luchar porque ellos lucharon conmigo. Nos guiaron en cada lucha en esos años maravillosos en que contra palazos y balazos nos abrimos camino junto al pueblo argentino y universal para derribar a los herederos democratizantes de ese mismo régimen asesino de los 70.

Pensar que ahora son atacados por una izquierda mezquina y chiquitita con el ángulo de la "renovación generacional de la izquierda", argumento que es como los bonitos de la lotería, les rascás la cobertura plateada o dorada y sólo queda un montón de mierda electoralera.

Veía los rostros más jóvenes, quizá con más tardes de sol pero también cargados de sus propias imborrables heridas por luchar. Todos ellos alrededor de las fotos de Russo, de su propio rostro confundido entre las banderas, su rostro combustible para la lucha presente contra el mismo enemigo de clase y no pude dejar de pensar que todos esos rostros dibujaban uno solo, el de Mariano Ferreyra ahí, junto a nosotros.

Fue Francisco, el hijo de Russo, quien terminó de develar el sentido de las coincidencias que golpeaban mi conciencia. En su intervención relató con mucha ternura y dolor que el único recuerdo directo que tenía de su viejo era el del día que lo secuestraron. Porque a Cristóbal Russo, de 31 años, biólogo salido de la UBA, empleado de la municipalidad y estudiante de Historia en Fylo, los uniformados al servicio de la muerte nos lo arrancaron un domingo soleado, del corazón de un poblado Zoológico porteño, mientras paseaba a su hijito de tres años.

De casualidad escuchaba el relato con Leyla Isis sobre mis hombros. No podía dejar de recordar ese mismo paseo realizado tantas veces en estos últimos cuatro años y medio, recordar su carita de asombro y fascinación ante el descubrimiento de cada animalito y sus preguntitas incisivas demostrando un instintivo repudio contra su cautiverio.

Francisco Russo -sus amigos le dicen Fran- recuerda que cuatro tipos enormes con botas (los niños resienten las botas instintivamente) aparecieron de la nada y forzaron a su papá y a él mismo a entrar al asiento trasero de un auto muy grande. Y que mientras miraba a los cuatro abominables de las botas y a su papá con los ojos vendados y la manos atadas a la espalda, él gritaba y lloraba como cualquier hijo asustado, preguntando qué pasa papá, tengo miedo papá y que recuerda muy bien ese tono sereno y lleno de confianza con que nos hablan los padres cuando nos quieren calmar, respondiéndole: "quedate tranquilo, no pasa nada, son unos amigos, estamos jugando a las escondidas".

La madre de Fran, presente en el acto, reivindicó la maravillosa acción de ese padre, ese combatiente, que sabiendo que marchaba al matadero no se desespera, no se entrega al arrebato del pánico o la angustia del hecho consumado y tiene la altura moral, el convencimiento político, la claridad supina y la ternura necesarias para proteger a su hijo de tres añitos del terror que lo rodeaba.

Todos los presentes recordamos el argumento central de La Vita é Bella, escrita, dirigida y protagonizada por Roberto Begnini en 1997, el drama de un padre que había sido confinado a un campo de concentración nazi con su pequeño hijo y se pasaba la película actuando una realidad paralela para su niño, enmascarando la barbarie con juegos y diversiones infantiles, mientras su compañeros de tortura lo desaprobaban o se resignaban.

Ahora que me pongo a escribir me recuerdo de otra expresión emocionante, propia de nuestra tradición, el hermoso poema que Miguel Hernández le dedica a su hijo recién nacido. El poeta extremeño se encontraba a punto de morir en una de las mazmorras donde el franquismo lo había enterrado y le llegaban las cartas de su mujer en la aldea, contándole sobre el crecimiento de su niño que había nacido en la retaguardia mientras él combatía al fascismo. La muchacha, una joven campesina, le decía que no se preocupe, que la cosa estaba fulera pero que ella le daba de comer cebollas al bebé y que con eso sobrevivían.

El poeta, el combatiente, en medio de la cárcel, masticando la derrota reciente de los sueños de socialismo de todo un pueblo (y de todo el mundo), destrozado por el dolor y la conciencia del futuro de hambre y persecusión que enfrentaba su pequeño heredero le dedicó estos versos en Nanas de la Cebolla:

Una mujer morena,
resuelta en luna,
se derrama hilo a hilo
sobre la cuna.
Ríete, niño,
que te tragas la luna
cuando es preciso.

Alondra de mi casa,
ríete mucho.
Es tu risa en los ojos
la luz del mundo.
Ríete tanto
que en el alma al oírte,
bata el espacio.

Tu risa me hace libre,
me pone alas.
Soledades me quita,
cárcel me arranca.
Boca que vuela,
corazón que en tus labios
relampaguea.

Es tu risa la espada
más victoriosa.
Vencedor de las flores
y las alondras.
Rival del sol.
Porvenir de mis huesos
y de mi amor.

[...]

Desperté de ser niño.
Nunca despiertes.
Triste llevo la boca.
Ríete siempre.
Siempre en la cuna,
defendiendo la risa
pluma por pluma.

[...]

Vuela niño en la doble
luna del pecho.
Él, triste de cebolla.
Tú, satisfecho.
No te derrumbes.
No sepas lo que pasa
ni lo que ocurre.

De esa madera estaban hechos los compañeros y compañeras que lucharon por acabar con el régimen de miseria, opresión y muerte que significa el capitalismo en cualquiera de sus caras, desde la más descompuesta dictadura asesina hasta esta dictadura con guante de seda que llaman democracia y que sufrimos todos los días sobre la espalda.

Y allí comprendí el mensaje, entendí el por qué del desvío. Encontré el hilo que conectaba las historias. Supe por qué había sido citado allí.

Sabido es por los vecinos de esa parte de Balvanera que la plaza donde se lleva a jugar a los niños y niñas pequeñitos/as es la Primero de Mayo, en la manzana de Alsina, Pasco, Hipólito Yrigoyen y Pichincha. La plaza en sí misma tiene una interesante historia que contar, ya que se construyó en los años `20 del siglo pasado sobre los restos del viejo cementerio que había inaugurado Rosas, el mazorquero, para que los "disidentes religiosos" protestantes no enterrasen a sus familiares al lado de los huesos de los buenos católicos. El nombre Primero de Mayo le fue impuesto al intendente de la oligarquía "progresista" de ese entonces, Marcelo T. Alvear, por la abrumadora mayoría de vecinos militantes socialistas y anarquistas del barrio. Incluso uno de los mástiles que da sobre Yrigoyen homenajea la que fuese la primer sede de la mutual de los trabajadores de origen judío en Buenos Aires, la AMIA.

Estoy seguro que debe ser fácil de calcular la enorme probabilidad de que en algún momento entre julio de 1977 cuando nací y marzo del 78, cuando se llevaron a Russo, Francisco y yo hayamos coincidido en la misma plaza, acompañados de nuestras madres... más pienso que si pudiese meterme en una máquina para hurgar en mi cerebro las imágenes registradas en esos meses hasta quizá descubro los ojos saltones y la sonrisa de actor de cine de Gogó Russo allí, al costado de la calesita o al pie de las hamacas...

Mis padres en esos años eran parte de la masa silenciosa y hasta cierto punto inocente que justificaba lo poco o mucho que conocía del genocidio. Durante años escuché a mi viejo sostener que Onganía y Videla habrían hecho barbaridades pero que el país nunca había estado mejor, la variante más sangrienta del popular "roban pero hacen". Pasé toda la infancia escuchando el martillo del mantra derechista "por algo será"...

Entre mi familia y la de Russo no había tres cuadras de distancia, todo un océano nos separaba.

Pero la lucha inclaudicable del pueblo argentino, y en particular de sus hijos e hijas que se organizaron en torno a programas revolucionarios, que no bajaron las banderas y que continuaron ante los peores ataques luchando contra el régimen salvaje, removieron todas las lápidas de bronce y cemento que los asesinos nos quisieron imponer, como un destino final.

Veinte años más tarde mi vieja se movilizaba con sus hijos reclamando Verdad y Justicia para María Soledad Morales y para los asesinados por la bomba de la AMIA de la calle Pasteur y con ese gesto, me llevaba de la mano a la lucha de calles, a encontrar el camino más honorable que un ser humano puede recorrer, el de la entrega total para terminar con este régimen asesino y construir un mundo digno de ser vivido.

Tengo que escribir este texto porque el pudor me cohibió de darle la mano a Francisco y decirle: "flaco, tu viejo no murió en vano, la convicción política y el coraje que tuvo para con vos cuando tenías 3 años perduró en la organización que ayudó a construir y como un hilo invisible me condujo a mí, su vecino, muchos años después, sin saber siquiera quién era, a militar en la misma organización, la que me sacó del oscurantismo, el egoísmo pequeñoburgués y la porquería religiosa y derechista en la que me crió la dictadura y la democracia hipócrita que intentó borrar las huellas de sus crímenes. El partido de tu viejo me arrancó de la muerte en vida y me puso en las filas de los miles y miles que derrocamos 6 presidentes entre diciembre de 2001 y junio de 2002 y que hoy defendemos la esperanza más concreta de un gobierno de trabajadores y el socialismo."

El pudor no me dejó, pero mi amigo, su amigo, sin mucha palabras le regaló una de las banderas del local donde militamos y sintetizó la misma idea.

Así que me volvía caminando por Pichincha remontando las calles hasta el lugar donde había tirado el auto, al costado de la Primero de Mayo, a meterme otra vez en la amansadora de las obligaciones y la agenda, masticando en la cabeza mil cosas, cuando Leyla Isis, que tenía dos meses de vida el 20 de octubre de 2010, me tironeó de la mano, señaló con su dedito el enorme y hermoso mural que pintaron los compañeros y compañeras del local del PO de Alsina frente a la plaza explicándome:

"mirá papá, es Mariano, que lo mataron los patrones, como al señor del acto"

Si Leyla, sí Fran, el futuro es nuestro. 

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