Martes 19 de febrero de 2019, un día sin destino especial,
uno más en medio de una rutina de semana laboral. Me despierto a las 5.30 de la
mañana, fresca, sin gota de cansancio. Raro. Despabilada, busco indicios que
expliquen el fenómeno.
Ayer a la noche no usé drogas para dormirme. No fue
necesario churrito digestivo ni clona de emergencia, los 35 km en bici para
ahorrarme la SUBE surtieron un efecto concluyente, el mismo de un boxeador
entrenado fatigándome el cuerpo… el nokáu cayó maduro, por su propio peso.
El estómago no reclamaba por los malos tratos de las harinas
industriales de resaca que el Estado entrega a estudiantes como vianda y que yo
vengo usando como suplemento dietario o subsidio a mi magro sueldo desde Kicciloff
para acá, tampoco el reflujo gástrico raspó mi garganta toda la noche para
despertarme.
Me levanto confiada, como una pluma, dispuesta a disfrutar
del silencio matutino sin radio, sin tele, sin feisbuk: optimista. Sin embargo
me persigue la duda ¿acaso alguna de las malas sombras atadas a mi camino
anduvieron toda la noche pensando con cizaña en mi destrucción definitiva o,
peor, en volver al lecho conyugal?
En la cocina, los primeros rayos del Sol, cálidos,
acogedores, saltan por azulejos, molduras, persianas y zócalos, secando o
renovando de vitaminas los cuerpos que tocan, haciendo del ventanal un
obstáculo ridículo. Me surge una sonrisa traviesa en una de las comisuras,
gardeliana, mientras saludo a la madre lejana y señorial de estos rayos solares
juguetones allá, sobre la punta del edificio alto más viejo del barrio, el de
los balcones truncos de formas extrañas que dan sobre un contrafrente que vengo
a ser yo, mi cuadra.
Noto que en este último tramo del verano que no para de
irse, veo al Sol un poco tirado sobre el este-sudeste a las mañanas cuando ayer
a la noche orientamos los cuarcitos del Ambato y la Cigalí hacia el
este-noreste por donde amaneció esa lunaza embarazada.
¿De qué me rio con travesura? ¿De este conocimiento
superficial y anodino, que no contribuye en nada al desarrollo de una
conciencia socialista, de esta inutilidad mía que no sirve para desarrollar al
partido? ¿Me río porque he notado por primera vez en esta cárcel arriba de la
torre donde vivo hace catorcemilaños los juegos cotidianos que espeja el
planeta en su constante hamacarse sobre el universo? ¿Me burlo acaso de quienes
me llaman hippie descompuesto y travesti nihilista?
Y mientras ando perdido en nimiedades, justo abajo del viejo
edificio blanco sucio, siguiendo el tintineo de los primeros rayos fabricando
verdes amarillentos en las plumas del fresno de la cuadra, que ya me llega
hasta el techo, noto el detalle más pequeño del universo, cuatro pequeñísimos
brotecitos verde vida, verde claro, verde savia, abrirse un tajito en un largo
tallo que creía seco de muerte seca para siempre.
Ella, que anda estudiando y
encontrando una escritora allá por donde aparece el solcito, allá del otro lado
del Este y del estuario, me pidió Dale tiempo al Burrito. Palabras banales,
destinadas al olvido, hojarasca con la que se rellenan los espacios vacíos del
chat para mantener abierta la comunicación. Pero ella, toda diosa jaaukanigás, supo
insistir a las dos semanas cuando el Burrito no prendía y el brote de Menta que
vino junto a él desde la Isla Hundida, desde la Casa de la Ceiba en el Anillo
de Agua, el brote de Menta prendía, pero el Burrito no. Ella pidió clemencia,
que se demore el destino de la tierra abonada y la maceta para otros deseos
verdes y sueños azulados, alargó la condena de la pala y frenó las topadoras de
las manos.
¿Tan fundido estoy que cuatro brotes de Burrito después de
tres semanas pueden golpear las puertas de la sensibilidad inconsciente de mi
cuerpo lo suficientemente a los portazazos para que me despierte a las cinco y
media de la mañana?
Claro que no. No es eso. No se puede oir el latido de cuatro
botecios tan pequeños. La verdadera razón es que hoy cumplen su primer semana
de vida mis nietites, les tres gatites que nacieron con mi ayuda del útero de
mi gatihija Cata: Perla y los gemelos Mistique y Fántasy, así bautizados por el
hada de los animales, Leyla Isis, de ocho y medio. Después de siete horas de
dilatación vaginal, exactamente a las 5.30 del amanecer del martes 12 de
febrero próximo pasado, vi surgir del vientre de Cata tres embriones envueltos
en material placentario y presencié el milagro de la vida como quien tiene
platea preferencial para un eclipse lunar o el nacimiento de una supernova. Mi
reloj biológico quedó abrumado por ese evento, uno de los que más sacudieron mi
constitución psíquica y emocional en los últimos cinco años, porque cuando
creía haber perdido mi fuerza creadora, volví a ser capaz de ayudar a la vida a
abrirse paso. Y les revolucionaries somos mejores cuando somos capaces de
crear. Porque para combatir al Estado burgués hay que estar vives.
Ahora que finalmente entiendo por qué me desperté tan
temprano, unos matecitos con yuyos (hoy paico y burrito) y a escribir. Besis.