“Por otro lado, en lo concerniente a la relación entre
literatura y política, es necesario tener presente este criterio: el literato
debe tener necesariamente perspectivas menos precisas y definidas que el
político, debe ser menos “sectario”, si así puede decirse, pero de una manera
contradictoria. Para el político toda imagen fijada a priori es reaccionaria;
el político considera todo el movimiento en su devenir. El artista, en cambio,
debe tener imágenes fijadas y solidificadas en su forma definitiva. El político
imagina al hombre como es, y, al mismo tiempo, cómo debe ser para alcanzar un
fin determinado; su labor consiste precisamente en impulsar a los hombres [y
mujeres] a moverse, a salir de su ser actual y “conformarse” a dicho fin.
El artista representa necesariamente, de una manera
realista, “lo que hay” en determinado momento personal, de no-conformista, etc.
Por este motivo, desde su punto de vista, el político no estará jamás
satisfecho del artista, ni llegará a estarlo nunca. Siempre lo encontrará
retrasado respecto al tiempo, anacrónico y superado por el movimiento real. Si
la Historia es unn continuo proceso de liberación y autoconsciencia, es evidente que cada etapa,
como Historia y, en este caso, como Cultura, será inmediatamente superado y no
interesará más.”
Antonio Gramsci, dirigente el
Partido Comunista Italiano, en su período leninista, encarcelado por el
fascismo de Benito Mussolini, en la página 30 de la edición de Juan Pablos
Editor,publicado en México D.F. en 1976, de la recopilación de apuntes hecha
por el PCI llamada Cuadernos de la cárcel,
particularmente Literatura y vida
nacional.
“El tiempo de un escritor: diacronía que basta por sí
misma para desajustar toda sumisión al tiempo de la ciudad. Tiempo de más
adentro o de más abajo: encuentros en el pasado, citas del futuro con el presente,
sondas verbales que penetran simultáneamente el antes y el ahora y los anulan.”
Julio Cortázar, Encuentros a deshora, en La vuelta al día en 80 mundos¸ Siglo XXI
editores, México D. F., tercera edición, junio 1968 (primera diciembre 1967),
página 67.
Una final de la Copa del Mundo no es una
situación común, cotidiana. Lo sabemos quienes esperamos 24 años para volver a
ver una. Todo evento que rompe la cotidianeidad marca una discontinuidad con el
orden establecido, aunque más no sea en cuestiones como calibrar los horarios
de toda tu vida, te guste el fútbol o no, por el mundial.
Encima tengo la sensación que el padecimiento
de esta generación que viene del ajuste de los 90, la crisis del 2001 y la
nueva crisis que tenemos encima lo vivió con la ilusión enorme de poder
descomprimir tanta angustia con una alegria concreta.
Esos dos factores nos empujaron a todos a
concentrarnos al máximo durante 120 minutos en lo mismo.
Cuando pasamos a Suiza entendí que llegábamos
a la final con Alemania. Que se iba a repetir. Me pareció entender que el
técnico había encontrado el equipo, que el equipo había encontrado el caudillo
y ganado la confianza para llegar.
Desde el partido con Suiza que me vengo dando
manija con esa idea: vuelvo a julio de 1990.
Vos fijate, el sólo hecho disruptivo de volver
a vivir una final de la Copa del Mundo pero, además, contra el mismo rival, con
las mismas camisetas, la azul y la blanca.
A mi me puso de nuevo en julio de 1990. Yo
terminaba de transcurrir los últimos días de mis doce años y comenzaba el
decimotercero. Fue el último año de los doce que viví mi infancia y pubertad en
Posadas, la experiencia vital que más me marcó en la vida. Sin saberlo dos años después comenzaría la peor etapa de mi vida y la de mi familia.
Pensé que volvía a julio de 1990 para tener la
satisfacción impensada, improbable, genial y maravillosa, -borgeana, cortazariana
y fontanarroseana-, de revertir el resultado, esta vez campeones, esta vez
ganábamos nosotros: a los 36 años el pibito de 12 cerraba una vieja herida,
como para avanzar más firme y con una deuda menos encima.
Pero me equivoqué. Finalmente volví al mismo
exacto lugar, para recibir la misma frustración de hace 24 años, con el mismo
idéntico resultado.
La madurez emocional tiene este fenómeno
interesante, cuando uno va acumulando experiencia consciente en el recorrido de
su vida, empieza a tener nuevas herramientas para caracterizar el mundo,
conocerlo y conocerse. Las experiencias vitales van aportando ejemplos,
comparaciones, elementos de análisis que antes no estaban.
El primero es reconocer esta idea de la
crisis, de la transición, del fin de un momento determinado, con sus leyes, su
orden, su continuidad y atravesar todo un período liminar, fronterizo,
indefinido, donde no se vislumbra todavia claramente a dónde se va. Como la luz
de un atardecer, esa hora antes de que se ponga y la media hora siguiente,
hasta que se cierra la noche. Como el punto exacto del horizonte donde la
tierra y el cielo no son ni la una ni lo otro, o la cúspide de una montaña en
donde quien está erguido es parte al mismo tiempo del cielo y de la tierra sin
estar completamente en uno u otro, como viajar en el río, en ese lugar que no
es nunca ningún lugar y sin embargo es el puente entre uno y otro, como viajar
en tren o pasarse las horas en una estación, como la orilla del lago, donde no
es lago ni es orilla.
En esos momentos críticos, liminares, mágicos
quedan dos posibles formas de reacción consciente. Uno puede cagarse ante el
fin de lo conocido y la invisibilidad del orden futuro. Uno puede quebrarse,
deprimirse, retroceder paralizado. Uno puede ser volteado sin compasión por una
crisis mal encarada.
Pero también puede encararla desde el firme
convencimiento de que todo lo que nos oprimía el pecho del orden constituido
anterior a la crisis está ahora absolutamente debilitado y que la forma en que
uno decida afrontar la transición es clave para definir la posibilidad de que
en el nuevo escenario aquello que lo oprimía haya sido eliminado o al menos
reducido a su menor expresión.
La primer alternativa no sólo es nefasta desde
todo punto de vista sino que es la que menor grado de energía, audacia y
exigencia personal requiere. Es la más cómoda: con todo lo angustiante y
deprimente que pueda llegar a ser, esa persona está haciendo un esfuerzo mental
y físico increíblemente menor comparado con el esfuerzo que requiere enfrentar
la crisis abrazando la segunda alternativa.
A los 12 años me era imposible participar
activa y consienntemente de mi crisis personal y la de mi familia de una forma
en que pudiera ser productiva para lograr un mejor futuro. Y sin tomar una
decisión voluntaria me introduje en una grieta muy fina, muy gris, desde la que
cada tanto podía contemplar imágenes bellas de la vida y hasta algunas las he
podido vivir y disfrutar. Pero recorría todo el tiempo el borde de un abismo.
Fue una depresión que duró décadas y que entiendo terminó de cerrarse recién
veintidós años después.
Como todo proceso individual de esa duración
en esa etapa de la vida de un individuo, tuvo un movimiento sinuoso, con
avances y retrocesos, con etapas.
Yo estoy de nuevo parado en el mismo lugar
esencial más verdadero de todo individuo, en la más absoluta soledad, en el
avance irrefrenable de una crisis que es profundamente personal e íntimamente
fusionada con la crisis de una sociedad entera de miles de millones de personas
en todo el mundo.
El nivel de profundidad de esta crisis es
muchísimo mayor al de aquella. La tormenta que se avecina será con mucha
seguridad muchó más fuerte que el temporal del pasado.
Nada ni nadie en este universo puede asegurar
como va a terminar. Nada ni nadie pueden determinar que saldremos mejor o peor
de esta crisis. Sólo sabemos que vamos a salir de otra forma, mejor o peor.
Mucho mejor o mucho peor.
Termina el partido. Corto relación consiente
con todo ser humano con quien de alguna forma viví conjuntamente este momento.
Vuelvo a la realidad.
Estoy en julio de 2014. Es el primer año que
vivo en un barrio totalmente desconocido con anterioridad. Mi novena mudanza,
el eterno retorno a recomenzar, a desarrollar otra vez el desconocido camino
del nómade, del emigrante, del caminante.
Estoy viviendo la última semana de mis treinta
y seis años y a minutos de comenzar el trigésimo séptimo. Estoy a dos años de
duplicar el tiempo que llevo viviendo en Buenos Aires del tiempo que viví en
Posadas. Hay el doble de experiencias vitales profundamente trascendentes en mi
vida. Ha sedimentado en mi estructura emocional más básica, en lo profundo de
mi ser inconsciente una forma de ser y de actuar que son suficientes para
acceder a esa programación elemental de la infancia y la pubertad y
transformarla, re-elaborarla en otra cosa, en otra materia, e la base de otra
conducta.
Hoy cuento con los elementos suficientes para
tomar una decisión y escoger una de las dos alternativas. Invertiré toda mi
energía en elegir y sostener hasta donde me sea humanamente posible la
estrategia de encarar la crisis con determinación, coraje, sistematicidad para
golpear todo lo posible al debilitado sistema que me oprimía y hacer todo lo
que esté a mi modesto alcance para que salgamos de esta enorme crisis mucho
mejor, sin un montón de mierda en nuestros cerebros y en nuestra vida.
Saldré a luchar con valor para liquidar lo viejo.
No me importa, porque no depende de mí, si lograré la victoria o no, como no
dependía de mí sino de un equipo de jugadores y técnicos el ganar hoy, o hace
24 años.
Sólo me importa la actitud que voy a tomar
para encarar esta etapa.
Todas mis esperanzas están en la posibilidad
de que seamos muchos más los que tomemos esta decisión no sólo al mismo tiempo,
sino organizados de la mejor manera posible para tener las más altas chances de
vencer.
Alea iacta est.