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viernes, 3 de abril de 2020

La nostalgia peor

A treinta años de la novela que desnudó al alfonsinismo

Zárate y el viejo tano invaden un viejo pueblo de la provincia de Buenos Aires persiguiendo las promesas de un tesoro guardado por tres estafadores que se disfrazan de sacerdotes católicos. El pueblo está abandonado y los protagonistas se dispersan de su misión para tomarse una caña en la pulpería desierta. 

Aquí una genialidad: el pueblo habría sido abandonado de inmediato, por eso todo ha quedado en el lugar que estuvo siendo usado por sus habitantes en el minuto previo al éxodo. Así se explica que Zárate y el tano, además de los alcoholes, encuentren las mesas empolvadas con un juego de cartas de truco sin terminar. Haciendo lo que vienen haciendo durante toda la historia que los trajo hasta aquí después de cien páginas, estos dos desesperados deciden aceptar el convite de sus extraños destinos, se sientan a la mesa y terminan la partida.

Divertidos por la ocurrencia se mienten la falta y descubren después que no tienen nada más para apostar –porque en el truco pampeano se apuesta o no hay juego- y deciden apostar lo único que les queda, ilusiones. Como tampoco tienen, apuestan sus mejores recuerdos.
En medio de una confinación solitaria muy parecida a una cárcel, este último verano -anticipando sin saberlo la confinación obligatoria que dictaría el Estado argentino para toda su población tres meses después- la imagen de los personajes con los rostros de Miguel Ángel Solá y Pepe Soriano en la escena de la película de Héctor Olivera de 1994 se me vino, inmediata también.

Como estaba por reconocer el afano del recurso para el capítulo clave de la novela que estaba intentando terminar, la referencia de la peli me sonaba insuficiente. Entendí que debía citar el texto original y reconocer a su autor. Era de madrugada y encontré en la biblioteca el ejemplar de Una sombra ya pronto serás editado por Norma en 1996, un año antes del fallecimiento de su autor, Osvaldo Soriano, busca devenido en periodista y escritor que marcó a fuego a varias generaciones de habitantes de Argentina. 

La suya, la que apostó lo mejor de su juventud en la lucha por el socialismo –nacional o comunista- y pagó con la derrota en cualquiera de sus traumáticas variantes, secuestro seguido de tortura y asesinato, o exilio seguido de olvido como le tocó al autor de esta novela. Pero también la nuestra, demasiado joven para tener que decidir participar o no de esas batallas y que tomamos como legado y mandato su derrota. O la otra, la que entendió al 83 como victoria revolucionaria que asupiciaba un reformismo democrático que nos llevaría a todes, finalmente al socialismo y que se chocaría de frente con la Semana Santa del 87, el arrugue de Alfonsín y todo el sistema de partidos políticos del régimen –incluida la Izquierda Unida de esos tiempos, la del MAS y el PC con Luis Zamora a la cabeza- frente a la presión de los milicos con Aldo Rico a la cabeza, “la Casa está en orden” y las leyes de “Punto Final” y “Obediencia Debida” que garantizaron la impunidad para los genocidas –exceptuando sólo a la Junta- y abrieron el camino para la represión clandestina del levantamiento de La Tablada y la terrible crisis humanitaria que significó para la población el fracaso del Plan Austral con la hiperinflación de 1988-89.

Encontré mi ejemplar casi impoluto, lo que me hizo sospechar que nunca había terminado de leerlo. Efectivamente, el viejo señalador estaba ahí todavía, esperando para reprocharme exactos veinte años. Lo supe porque se trata de un recorte rápido, a mano, del ángulo inferior izquierdo de la sección espectáculos del diario Página/12 del jueves 10 de febrero del año 2000. Claro que me sorprendió –como a usted que lee esto ahora- que estaba frente a la chance de terminar una lectura abandonada exactamente en otro verano, dos décadas antes. Una de esas citas con une misme que el universo siempre nos ofrece y que sólo ciertas almas sabemos apreciar. Muches menos tenemos el coraje de aceptarlas. Así que decidí terminar el juego que empecé con Soriano y lo hice.

La road movie de un linyera 

Acompañé al protagonista de la novela en un camino que recién al terminarlo descubrí se trataba simplemente del sueño que tuvo en esa primera noche que le tocó dormir en el puente de la bajada de la ruta donde lo tiró su reciente desempleo y el agotamiento de sus últimos pesos. Toda la novela despliega un nivel de surrealismo tan realista, basado en una prosa típica de cronista de periodista de la segunda mitad del siglo veinte: llana, contundente, objetiva. La prosa, el léxico, las imágenes y sobre todo el ritmo paulatino y monocorde de la novela impiden que le lectere sospeche nunca que está metide en un sueño delirante, en una procesión increíble de metáforas subconscientes que se nos presentan, sin embargo, como absolutamente verosímiles.

¿Qué puede soñar un cuarentón que ha sido empujado a la miseria llana por la peor crisis económica y social de su vida, incluso después de sufrir el exilio obligado por el último genocidio de un país construido a fuerza de genocidios durante quinientos años? Surgen encadenados con lógica de hierro las imágenes devastadoras del país que recorrió su creador en la última mitad de los ochenta, poblaciones deshabitadas, sobrevivientes de una bomba atómica rebuscándoselas como pueden, seres de una solidaridad a fuerza de todo como los curitas tercermundistas y los entrenadores de clubes de barrio que sostienen comedores populares sin preguntar los datos particulares de quienes se sientan a tomar el guiso y pasar la noche; miserables pequeños comerciantes que aún arruinados se suman al buchonaje oficial establecido por los poderosos de la comunidad; una gitana made in La Plata que recorre los pueblos chicos de la provincia cobrando en especie las falsas ilusiones que vende a todas las clases sociales que necesitan matar la angustia de la incertidumbre de un país que ha borrado el futuro como posibilidad concreta para sus habitantes.

Los protagonistas principales y secundarios de la novela se van cruzando una y otra vez, en una noria existencialista que Soriano identifica con los insectos de distintas formas y tamaños que van quedando atrapados en una omnipresente telaraña invisible, pero que recuerda a ese río donde se espeja Diego de Zama (producto de la imaginación de otro gran periodista y escritor del interior argentino, Antonio Di Benedetto, quien viviera un infierno de persecución política, exilio y olvido paralelo al de Soriano), donde los peces luchan contra la corriente por ganar el centro mientras el río, implacable e impiadoso, les sigue empujando hacia las orillas, expulsándolos a una muerte segura.

Soriano en toda su obra estuvo marcado a fuego como toda su generación por las metáforas de las corrientes literarias y cinematográficas inauguradas por Camus y Sartre, el cine negro francés y el neorrealismo italiano, entre los 50 y 70, que le daban vueltas a esa nada esencial que todo individuo parece estar destinado a vivir en nuestra sociedad, engañado debajo de las falsas expectativas de progreso ilimitado y éxito que proponían las publicidades de una sociedad occidental en permanente desarrollo e innovación.

Sin perder la ternura jamás 

Pero las novelas de Soriano siempre se destacaron por agregar un matiz de ternura incontenible al vacío existencial de sus personajes. Fracasados, desesperados, cínicos o ingenuos, los protagonistas que va cruzándose Zárate –que no se llama Zárate pero acepta el bautismo que preserva su intimidad- no elijen nunca la violencia contra sus semejantes para imponerse y zafar de su miseria. Incluso cuando lo intentan, su fracaso demuestra que no nacieron para hacer daño a otro ser humano. 

Quizás sea esa característica, la de una ternura que inhabilita a triunfar imponiendo su interés por la vía de anular la voluntad de otro en las mismas condiciones, la que define a todos los entrañables personajes que nos vamos encontrando, desde los mencionados protagónicos, el tano Coluccini y la astróloga Nadia, y el gentleman ludópata Lem que completa el trípode donde se apoya el protagonista, hasta esos aparentes insignificantes, el fletero de sandías abandonado a la entrada del pueblo con el viejo camión de los años cincuenta ya muerto, el gordo vendedor de duchas portátiles para que se bañen peones rurales, la parejita de jóvenes que viaja en auto para cumplir su sueño de progreso en los United States, la amante de Lem y su esposo, el cuidador de la YPF atrincherado contra el asedio de su esposa a quien ha abandonado, la banda itinerante de músicos de circo que regala Mozart en amaneceres bucólicos. 

Todes elles simbolizan un sector social de esa Argentina que se fue al carajo entre Martínez de Hoz y Videla y Sourrouille y Alfonsín, con Cavallo y Machinea como continuidades explicativas.

Zárate les va conociendo y aceptando ser incluido en sus biografías porque no le queda opción, sin juzgarles las disparatadas estrategias que escogieron para sobrevivir a la hecatombe social, sabiendo quizás que no hay salida de la tela de araña. Resignado, sí, y torturado por los fantasmas de su propia vida: el amor de la hija que ha abandonado dos veces, una forzada por el exilio y la segunda por su fracaso como padre proveedor. Tanto que ya no soporta vivir con él mismo, como le adivinan quienes mejor logran conocerlo.

Sin embargo, como esos personajes del cine de Charles Chaplin y Laurel y Hardy que Soriano conservó intactos en su producción adulta de sus primeras impresiones infantiles y juveniles, mantienen un destello tierno de ilusión que en última instancia justifican que sigan vivos y no abandonen de un tiro en el final. Como el delirante destacamento olvidado de soldados que sigue acuartelado en la pampa a la espera de vencer la invasión inglesa una década después de perdida la guerra.

Esa ternura de Soriano para leer a los seres humanos de su clase y condición se sostienen aún treinta años después de publicada la novela, incluso si se la examina con la conciencia avanzada por la marea feminista de los últimos cinco. Porque nadie puede escaparse tanto a la hora de escribir ficciones como para despegarse de los prejuicios que lo soldaron. Osvaldo Soriano, el que realmente existió, porteñazo típico de esos forjados por imitación de un pibe del interior que se esfuerza por pertenecer a la sociedad que decidió adoptar para triunfar, que intentó dedicarse al fútbol de manera profesional e idealiza todas esas formas que adopta la cultura popular de la masculinidad argenta del siglo veinte: fútbol, box, carreras, automovilismo y pasión por los fierros, tango y truco. 

Sin embargo, cuando su protagonista se enfrenta a la única posibilidad de felicidad sexual en medio de su desamparo, en el interior de un Citröen destartalado con una mujer a la que describe con cierto desprecio gordofóbico porque no la incluye dentro de los parámetros hegemónicos de la belleza asignados a las mujeres, por sus curvas y su edad, termina descubriendo que es capaz de enamorarse a pesar de toda esa basura cultural que tiene en la cabeza, impactado por la audacia de esa mujer intrépida que sabe bien donde terminan las mentiras que inventa para desplumar ingenuos y dónde comienza su arte para comprender el confuso mundo donde se abre paso, apelando a las armas de fuego si fuera necesario.

La otra mujer que Zárate idealiza como buen macho, la joven hermosa que acompaña a su novio medio marmota en la aventura imposible de llegar a Estados Unidos atravesando un país donde escasea la nafta, que es carísima y donde todas las noches se decretan toques de queda al consumo de luz eléctrica debido a la recesión. Esa joven que primero intuye como la típica noviecita boba que se aprovecha de su belleza sexual consagrada para manipular pobres víctimas masculinas como él, también le cambia la cabeza cuando logra verla con la ternura  de un padre no patriarcal, de un padre que ama y extraña porque ha perdido su condición de padre patriarcal.

Eso es lo que leo, los personajes masculinos de Una sombra ya pronto serás pueden salvarse de la crítica póstuma porque han sido despojados, no por su autor, sino por la dura realidad material, por los dueños del poder económico y social, de sus poderes como machos. Una de las condiciones claves de su ternura es esa, que no pueden ser machos y en esa expropiación, que primero interpretaron como un rotundo fracaso de su mandato de género, ahora los abraza y los preserva como seres humanos con próstata e identidad de género masculina. Expropiados de sus potencias materiales para ejercer la obligación de imponer su voluntad sobre mujeres y géneros disidentes, toda su formación cultural queda colgada de un pincel, dejando toda esa sociabilidad masculina tradicional como una simple superficie de museo, un objeto vintage que puede ser admirado y añorado sin el veneno para el que fue construido.

Desnudando al Rey

Finalmente, lejos de ganarse el derecho al recuerdo por su emotividad naif, Una sombra ya pronto serás cumple con otra de las decisiones vitales, políticas y artísticas, que Soriano ejerció durante su vida adulta: denuncia a los responsables de la tragedia que desenvuelve. Zárate, Lem, Nadia y Colucci, incluso los falsos curas, sobreviven de dedicarse a diseñar estafas con lo que tienen a mano para captar el único objeto valioso y todopoderoso de la Argentina en 1989, dólares. Y los únicos poseedores de dólares en ese paisaje surrealista e hiperrealista que magistralmente describe Soriano en el interior de la provincia más importante del país son los terratenientes parasitarios, los socios de los Rotary Clubs, los únicos que mandan sobre policías ridiculizados y jueces o políticos corruptos.

En el clímax de la trama, Colucci y Zárate intentan su mayor hazaña, desplumar a los terratenientes dueños de dos pueblos vecinos, para descubrir que esta aristocracia también obtenía sus ganancias de la estafa más miserable, de un engaño que desnuda también la situación raquítica y parasitaria de la burguesía argentina de los años setenta y ochenta. Soriano parece ingenuo pero se pone a la altura de lo mejor que puede legar cualquier artista al pueblo que lo completa en el esfuerzo de leerle, nos deja una reflexión iluminadora de la debilidad de la clase social responsable de nuestra miseria, los tejedores de la tela de araña invisible. Soriano, como Chaplin, usa su magia bella y tierna para desnudar al Rey.

Terminé mi deuda con Soriano un verano dos décadas después de haber empezado a leerlo. Cuando inicié esa lectura, mi compromiso tácito con su autor de fidelidad hasta completar un sentido posible de lo que él había comenzado al lanzar su novela al mundo, Soriano llevaba tres años fallecido. Más allá del reconocimiento del código entre escriteres que dictamina que toda obra de ficción es un invento, que el narrador no es para nada igualable al autor, que a pesar de nutrirse únicamente de las experiencias vitales de una persona concreta, todo narrador en la ficción es un enunciador distinto que el autor construye consciente o inconscientemente, no pude dejar de notar que a pesar de no tener nunca un peso en el bosillo, Zárate se las rebusca para recorrer 200 páginas fumando como un escuerzo.

Soriano murió en 1997, cincuenta y cuatro años después de haber respirado por primera vez el aire marino de Mar del Plata, debido al cáncer de pulmón que se construyó aceptando e integrando otro aspecto de la sociabilidad masculina impuesta en el siglo veinte a los varones. Es imposible leer Una sombra ya pronto serás, publicada en 1990 -se cumplen en este apocalíptico 2020 treinta años- sin pensar un segundo que se trata del ejercicio ficcional del propio Soriano sobre el mundo que intentó vivir, en esos últimos años cuando ya hemos obtenido la experiencia traumática necesaria para asumir nuestra propia finitud, entre los cuarenta y los cincuenta. 

En este ejercicio de sublimar en literatura el balance de una biografía, Soriano ha logrado legarnos una metáfora genial y cruel de la derrota de su generación, que observaba con patetismo cómo moría para siempre la vieja ilusión de sus padres en “el peronismo del 45”, que muere pobre y abandonado en una ruta como el gordo de la ducha portátil, a quien sostenía vivo el producto de su trabajo y nada más, el esfuerzo inútil para mandar guita a su familia en Berazategui perdido en la recorrida trashumante por los pueblos fantasmas de una provincia arrasada.

Alberto Churchill, el nuevo mito

Pasaron treinta años y la piedad del tiempo ha venido a organizar una nueva ficción creada y recreada sistemáticamente desde las usinas del Estado, sus medios de comunicación, sus manuales de educación oficiales, las líneas interpretativas que bajan sus principales mandatarios en sus discursos, y se nos viene a presentar a Raúl Alfonsín como un líder magnánimo merecedor del homenaje y la imitación reverencial como el prócer de la democracia que supimos conseguir.

Para quienes así sueñan hoy, con un pasado idílico que nunca existió, fundando en sus ilusiones un país futuro utópico e irrealizable, una democracia conservadora pero progresista que garantice la justicia social que no pudieron consolidar ni el desarrollismo de Frondizi ni el neoliberalismo peronista de Ménen, Alsogaray, ni sus herederos más fieles, como el actual presidente, Una sombra ya pronto serás viene a sacudirles la modorra y actualizarles el sentimiento de angustia que nos inundaba a todes quienes dependíamos de un sueldo en los 80.

La Argentina entera se parecía a ese pueblo fantasma que había sido abandonado en un chispazo, con las partidas de truco abandonadas sobre las mesas a medio empezar, con las ilusiones perdidas en centenares de apuestas vitales frustradas por un Estado que se llenó mil veces la boca de falsas promesas y mil veces mostró su incapacidad para concretarlas. Sobre la derrota en los cuarteles que sufrió esa generación maravillosa en los setenta se montó luego una de las pobrezas materiales más bestiales que pudimos atestiguar en nuestra historia. Una imagen que bien pudimos volver a sentir con el fracaso de otro mito nacional, la democracia conservadora y progresista de la Alianza entre De la Rúa y el peronismo de izquierda del Chacho Álvarez o Ibarra, o bajo el derrumbe de las ilusiones más berretas del socialismo capitalista de los Kirchner, que habilitaron esta tragedia descomunal de los cuatro años macristas.

No hay nostalgia peor que añorar lo que nunca jamás sucedió cantaba Joaquín Sabina también en 1990 en su propia elaboración ficcional de las frustraciones políticas de las generaciones revolucionarias de los setenta después de la tormenta bien entrados los años 80 en “Con la frente marchita”. Sabina se refiere al socialismo mundial con el que soñaba su amante nacida en el Río de la Plata mientras él intentaba seducirla con agüita del mar andaluz en los puestos de artesanos del parque de El Retiro en Madrid. 

Lo que nunca jamás sucedió, sin embargo, en el caso de los protagonistas de la tragedia de Soriano, es ese Estado de Bienestar sin revolución proletaria que la burguesía nacionalista en sus distintas variantes prometieron una y otra vez a las generaciones de honestes luchaderes que dieron lo mejor de su vida –sus ilusiones y recuerdos- a cambio de construir.

Hay una novela bellamente triste alojada en los anaqueles de las bibliotecas populares cerca de tu barrio, que sigue latiendo treinta años después para recordarte, si todavía tenés energía y ganas de construir un país justo para las grandes mayorías, que no le apuestes más a las cartas equivocadas. Que no te dejes estafar de nuevo por proyectos políticos que intentan “presionar” a los poderosos para conseguir arrancarle derechos ciudadanos para quienes son excluidos de ellos. 

Gracias a obras de arte tan hermosamente construidas, por artistas tan generosos como para hacer público su balance de vida, mostrarnos sus llagas y dolores, tenemos una chance de comprender, aprender, superarnos y evitar encontrarnos dentro de treinta años, nostalgiando nuevas derrotas y desilusiones, cantando las mismas canciones en los fogones, llorando los mismos lamentos sobre las mesas de vino.

Gracias Osvaldo eterno, los tantos sobre la mesa, pago mi deuda y sigo. 

Cuaresma inversa obligatoria

(día catorce)

Me enseñó la Caro, chamana del hurin, en Choya, al pie del Ambato, en la vera del valle bajo de la Cigalí, que les antigües kakán construían sus casas de adobe todas enteritas. Luego esperaban una temporada de varias lunas habitándola hasta que sentían por dónde circulaban los vientos. Recién allí hacían las aberturas, de distintos tamaños y formas, en lugares aparentemente extraños, descolocados, para que se hagan los puentes de las corrientes de aire cálido en invierno y del fresquito en verano.

Distinto hicieron sus asesinos. Cuando llegaron nos dieron garrote, waska y acero hasta quebrarnos cuarenta mil años de raíces en estas tierras. En esa, edificaron su mundo sin siquiera preguntarle al sol qué camino prefería hacer en cada estación. Transplantaron de prepo su forma de medir y acompañar el tiempo cósmico, su pacha. Así nos va.

Ellos ayunan los últimos 40 días del invierno, cuando ya no quedó nada de la cosecha anterior -ni animal que masacrar- para salir a celebrar en las cosechas de primavera. Se meten en la cueva con su sol para empujarlo el último tramo. Y celebrarlo al final.

Le llaman pascua, antes le llamaban pésaj: y también phatos. Ellos ven la muerte como un camino necesario de sufrir para que nos arrancar el cuerpo y dejar que el espíritu salga a volar suelto, con los otros.

Raro gusto por sufrir tienen los genocidas.

Cuestión que por estas lunas, al sudeste del Kollasuyu, noreste del Wallmapu, que es lo que conozco, esos mismos son los cuarenta días en los que el viejo año empieza a descomponerse, el Inti se va acostando perezosamente sobre el norte, cayendo de refilón y bajando su poder sobre plantas y animales, relajando la tensión de la vida.

Un pasaje hacia la muerte es lo que nos obligan a caminar los dioses blancos aquí. Celebran la muerte del sol, no su renacimiento. Nuestros carnavales no apuran afuera los demonios de la tierra para ayudar a renacer la vida, les alientan a volver de su exilio primaveral para gobernarnos.

Triste destino el nuestro, encerrarnos cuarenta días para reflexionar y hacer dádivas y regalos a los dioses de la muerte, invitándolos con mansedumbre a poseernos durante medio año.

Ya llevamos más de quinientos años así. ¿Cuántos más necesitaremos para orientar nuestros espíritus con el tiempo de nuestros vientos? ¿Cuántos para volver al origen y decidir nosotros dónde, cuándo y cómo construir los hogares de nuestras familias?

¿Cuánto más de esta irracionalidad?

jueves, 2 de abril de 2020

Bajo el sino de Saussure

Publicado origibalmente en Evaristo Cultural: http://evaristocultural.com.ar/2020/04/01/ariadna-sergio-caletti/?fbclid=IwAR1HYmPtArnYEZMNNaDtwBXZ3-_ohdr_R9i9x7dzzfhWTIm6-MZf0mXD1ls


Mucho más que un buen manual

La Universidad Nacional de Quilmes (UNQ) de nuevo ha publicado un trabajo de enorme valor para el campo intelectual. Ariadna. Para una teoría de de la comunicación es la primera elaboración del legado de Sergio Caletti (1947-2015) por parte del equipo de investigadores y docentes que trabajaron junto a él en las diferentes cátedras que dirigió, como Teoría de la Comunicación III en la UBA o Teorías de la Comunicación en la propia UNQ.

Se trata de un manual introductorio a los principales temas que debe abordar tode estudiante de Ciencias de la Comunicación o disciplinas relacionadas, producto de la elaboración de varias décadas de uno de los principales profesores universitarios dedicado con exclusividad a ellos. Construido con una prosa equilibrada, que permite la comprensión llana de los conceptos más abstractos al mismo tiempo que seduce con giros y comentarios que evitan se caiga en un pozo aburrido y denso. De lo contrario, hubiese sido imposible hincarle el diente a estas más de 300 páginas sobre la historia contemporánea de la comunicación humana.

Primer acierto, un manual escrito por un profesor que se ha dedicado a elaborar estos problemas en clase, moliendo una y otra vez las analogías, los ejemplos y las formas de presentar los mismos problemas a públicos que no les conocían.

Además, Sergio Caletti fue uno de los principales constructores de la disciplina en nuestro país y Latinoamérica. Exiliado en México junto a centenares de militantes de la juventud peronista en los 70, Caletti fue parte de esa camada de intelectuales jóvenes que se terminó de formar al doble golpe de fragua de las corrientes intelectuales y los problemas teóricos más importantes de su hora observados para metabolizar las heridas de la derrota revolucionaria y el nuevo mundo de sentidos que abrió el fin del siglo pasado. En su retorno al país democrático inaugurado por el alfonsinismo, Caletti colaboró en la refundación del campo intelectual argentino, con raíces firmes en la universidad.

Todas las disciplinas universitarias se reformatearon después de 1983, pero algunas como Ciencias de la Comunicación o Ciencias Políticas tuvieron que ser fundadas desde cero. Y Caletti llegó muy alto en esa función de intelectual orgánico, destacándose al máximo bajo el gobierno del kirchnerismo, porque expresaba el programa político en el que sentía más identificado, llegando a ser protagonista del debate sobre la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual, la 26.522, promulgada en 2009 y ratificada por la Corte Suprema en 2013 y coronando su larga carrera en uno de los más altos cargos a los que puede aspirar un intelectual orgánico, el decanato de la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA en 2010.

Esta triple adscripción de Caletti a su propio campo de trabajo -como docente de aula, como constructor de su propia academia y como actor político al servicio del Estado en su especialidad-, hacen que este libro supere con creces el objetivo de todo manual introductorio de una disciplina, y pueda transmutarse en un aporte genuino para pensar los problemas principales del campo al que analiza, un aporte teórico.

El equipo de trabajo e investigación que colaboró con Sergio Caletti ha logrado estar a la altura del legado de su maestro, confeccionando con su obra escrita inédita, un legado del que cualquier intelectual estaría orgulloso.

Así, este libro de Caletti comparte las virtudes y límites que le caben a otros intelectuales de su tradición, como el fundador de la Semiología, Ferdinand de Saussure, cuya obra vio la luz en 1916, también post-mortem gracias al trabajo de sus discípulos más cercanos. No se trata sólo de señalar los límites técnicos de edición colectiva de un trabajo con una fuerte impronta de razonamiento original de un individuo singular (el cuarto capítulo parece una colección accesoria de apuntes sobre temas ya tratados en los tres primeros acápites, al punto que repiten en la página 307 una cita textual de Todorov sobre los formalistas rusos de la página 91)  sino que, como el suizo, Caletti se enfrenta al mismo drama esencial de las Ciencias de la Comunicación, su eterna incapacidad para consolidar un campo intelectual sólido, consensuando objetos de estudio, observables, métodos y jurados que la permitan distinguirse con total claridad en el universo de las Ciencias Humanas.

Comunicología o transdisciplina de la Comunicación

La lectura de Ariadna nos muestra a Sergio Caletti obsesionado con un interés teórico: poder encontrar el hilo que otorgue sentido y unidad a una disciplina que parece marcada por la tragedia de no encontrarlo nunca. En todos los cursos introductorios de las disciplinas ligadas a la comunicación, se repiten los obstáculos de les docentes más lúcides para explicar si la disciplina nace con Saussure o Bajtín, si debe ser abordada desde los aportes de la Escuela de Frankfurt o de las investigaciones de las universidades estadounidenses sobre los mass media. Caletti toma el guante también y ofrece dos tesis en la búsqueda de organizar, sino un campo de estudios homogéneo, al menos uno coherente y bien delimitado.

La primera es su hipótesis de que las Ciencias de la Comunicación deben ser comprendidas como una transdisciplina. Aceptando por la fuerza de los hechos que no se puede estudiar una comunicología, es decir, una sola disciplina sobre la comunicación humana, Caletti supera una estrategia común en la universidad argentina, la cómoda idea de que se trata de la intervención de múltiples disciplinas combinadas o de un trabajo que comulga disciplinas diversas entre sí.

Porque estas dos acepciones, la comunicación como producto multidisciplinario o interdiscipliario, son las que Caletti detecta como las marcas que han llevado al campo donde trabaja a una especie de pantano conservador, que permite sostener a los especialistas en sueldos universitarios, cátedras y academias pero no promueve la superación de los límites que Caletti subraya. En la introducción del libro les editeres han colocado con mucho tino una conferencia del autor en 2006 en una mesa en la que dialogaba con el conjunto de sus pares de todas las Facultades de Ciencias de la Comunicación de las universidades argentinas. Allí con sutileza Caletti fustiga una incapacidad de la academia para darse una coherencia que reconozca voces autorizadas, objetos de estudio comunes, metodologías aceptadas, etc. En rigor, todo aquello que delimita un campo intelectual definido en el universo de las ciencias humanas.

Caletti constata que el deseo de Saussure no se ha completado casi cien años después de su muerte. Caletti llama a organizar, entonces, una misma comunidad para las disciplinas de ciencias de la comunicación que unifique en un debate común la heterogeneidad de enfoques, rompiendo la fragmentación del campo, que explicaría su infertilidad.

En todo el libro se puede leer este hilo comunicante que intenta consolidar esta hipótesis de Caletti. Porque si los estudios de la comunicación se tratasen simplemente del aporte de distintas disciplinas científicas a objetos de estudio similares, entonces el campo estaría condenado a no serlo nunca, o haciendo como los programas de las facultades que denuncia incorporan seminarios y talleres de forma acumulativa y acrítica sobre todas las disciplinas que se han encargado de tocar algún problema de la comunicación.

Un empirismo que reduce el problema de la construcción de un campo a su nivel más miserable (esto lo digo yo) el de la distribución de sueldos y ayudantías. Pero que no necesariamente permite superar el aporte intelectual en forma coralina, papers que se van acumulando sin criticarse entre ellos, sin negarse, por lo tanto, sin superarse.

Caletti -como en su momento hiciera Halperín Donghi contra la carrera de Historia de la UBA-, reniega de la ausencia de los acalorados debates teóricos, filosóficos y políticos abandonados después de los 80 como piezas de museo o excentricidades juveniles y promueve dejar de lado sólo los fanatismos de esas épocas, pero recuperar la necesidad del debate como forma de superar permanentemente el campo de estudios.

Sus editeres organizaron los apuntes de Caletti de forma tal que esta tesis se puede ir comprobando en la medida que se avanza sobre el manual. Dividido en cuatro partes, las tres primeras abordan la historia de los estudios sobre la comunicación humana desde su historia teórica, la historia de los medios masivos de comunicación y los principales modelos comunicacionales paridos por esos teóricos intentando explicar esa evolución práctica de los medios y la comunicación.

Allí podemos constatar esta idea de Caletti sobre una transdisciplina, es decir, una disciplina formada por estudiosos de los fenómenos comunicativos de la especie humana que obtienen las herramientas conceptuales y metodológicas de otras disciplinas para explicárselos. Una disciplina que atraviesa otras disciplinas para armarse frente a su objeto de estudio un campo propio, esa es la propuesta más audaz que ofrece Caletti. Aunque, si jugamos con el significado de las palabras, como señalan sus teóricos preferidos, también podría tratarse de una disciplina que mantiene una identidad trans, es decir, que se niega a aceptar con candidez la identidad impuesta por el modo de producción académico en el siglo XIX, el positivismo, y se planta en una búsqueda permanente de su propia identidad.

Como sea, si Caletti tiene razón, el desafío de las Ciencias de la Comunicación es abrumador, ya que requiere de un esfuerzo filosófico-teórico supremo por parte de sus estudiosos. Caletti parece preferir la propuesta filosófica de Peirce para leer el signo desde el noúmeno kantiano y une podría decir que por el camino de Hegel y Marx la cosa debería ser mucho más interesante, pero lo seguro es que para encarar un debate fructífero, quienes pretendan formarse y especializarse en los estudios de la comunicación desde esta perspectiva, deberían estudiar a fondo, además de cien años de prolíficos estudios sobre la comunicación humana, a les principales aportantes de la historia de la filosofía.

Por eso –suponemos nosotres- es que termina sucediendo lo que Caletti denuncia, un desprecio por el estudio teórico epistémico – que termina atrincherándose en las academias- de parte de les profesionales prácticos (periodismo, otros). Caletti demuestra haber batallado contra esa distinción profesión vs. ciencia en el despliegue de ideas que nos presenta su Ariadna. Y entendemos que lo logra.

¿Comunicarnos es compartir informaciones o significaciones?

La segunda tesis original y audaz de Caletti, es que la comunicación humana debe ser considerada una actividad en la que se comparte algo más que pura información de una persona o grupo de personas a otra u otro grupo social, una acción social en la que se comparten significaciones. De esta manera, Caletti pretende encontrar una clave epistemológica que obliga a tomar todas las aproximaciones intelectuales del campo como válidas, incluso aquéllas que se parten en la dualidad información-significados de forma excluyente. En un aporte sagaz, Caletti descubre en Aristóteles y Platón, una preocupación que le permite encontrar el hilo que busca. Hay una diferencia entre las palabras y las cosas, entre la forma que nos explicamos el mundo y la realidad. Esa distancia obliga a la humanidad a compartir distintas y divergentes formas de darle significado al mundo real. En esta relación, la de significar, dar sentido, es donde Caletti propone fijar los problemas de los estudios de la comunicación, incorporando aquellos aportes intelectuales que la ven sólo como transmisión de información como los de aquellos que la restringen al mundo de los significados.

Por eso es tan importante para Caletti prestar atención en detalle a la producción de la escuela norteamericana ligada al conductismo y los estudios sobre los efectos de la comunicación en las masas, aunque repudie su origen y supervivencia ligadas a los intereses del Estado norteamericano por ganar la Segunda Guerra Mundial, o de las gigantescas empresas de broadcasting (cine, música, radio y televisión) por imponer sus productos y puntos de vista a las grandes masas de consumidores o, con mayor banalidad aún, a los grandes partidos políticos del régimen en su ansiedad por forzar elecciones a su favor. Estos estudios se alejaron de las pretensiones teóricas y filosóficas, redujeron la comunicación a un esquema de medios técnicos reificados, donde el emisor y el mensaje suelen ser concebidos como omnipotentes y omniscientes y los sujetos receptores concebidos como masas inertes a ser moldeadas a piaccere.

Sin embargo, esos estudios han avanzado millones de kilómetros en el aporte al conocimiento de las formas concretas en que se produce el hecho social de la comunicación humana moderna. Mientras, como Caletti reconoce, quienes pretenden descubrir las formas en que los sujetos sociales que recibimos los mensajes de los grandes medios participamos activamente en esa lucha por imponerle un sentido a la realidad compartida, no han consolidado todavía un modelo teórico a la misma altura.

Por eso entendemos que Caletti le otorga carta de ciudadanía en el campo en que pretende adscribirse, además de las tradiciones abiertas por Saussure, los Mass Media Research y la Escuela de Frankfurt, también a la escuela semiótica de Peirce en la Universidad de Chicago y su pragmática como a los estudios derivados del análisis del grupo de Bajtín y escuelas como la de Birningham, con Hall y Raymond Williams a la cabeza.

Lejos de pretender limitarse a una exposición ordenada y pedagógica de los antecedentes canónicos de su transdisciplina, el manual que nos ofrece la UNQ pretende una toma de posición epistémica y política, donde la subjetividad de les receptores de mensajes cobre toda la dimensión teórica necesaria para equipararse a los fundadores.

Así mirado, el típico recorrido que podría asumir cualquier buen manual de ciencias de la comunicación cobra otra dimensión, se supera en una propuesta de enfoque epistemológico novedosa.

Caletti nos ofrece una caracterización, basado sobre todo en la lectura de Michel Pêcheux contra Saussure en 1969, en sus mejores conclusiones, de los límites del enfoque tradicional de la lingüística como un campo cerrado al sistema de signos que no permite explicar la realidad de la comunicación humana, que comparte con aquellos sistemas o modelos que restringen la actividad humana de comunicarse a un mero compartir información, como si de describir una maquinaria perfecta se tratase todo, pero rescata para la propuesta que esgrime esa pretensión de cientificidad que Saussure y los suyos aportaron al campo.

“Si la conceptualización de la comunicación como transmisión de información resulta entonces reductiva e insuficiente, pensamos que conceptualizarla como producción social de significaciones permite incluir en sus términos tanto las componentes “informativas” que, como caso particular, forman parte de ella, como abarcar también la mayor parte de los “restos” y procesos de variación y transformación que se producen con ella y en ella.” (p.237)

Una y otra vez: la crisis intelectual de occidente

Es comprensible la preocupación de un intelectual orgánico que ha dedicado su vida a construir su propio campo de actividad la preocupación ante una disciplina que tiene tantas fundaciones como la ciudad de San Fernando del Valle de Catamarca. Aunque la analogía es mala porque las ciencias de la comunicación no han fracasado tantas veces como para ser vueltas a fundar en otro sitio distinto, cabe detenerse en que la ciudad nombrada no pudo echar raíces hasta que la clase social que la necesitaba, los terratenientes feudales españoles/criollos, pudo derrotar para siempre la lucha de las poblaciones campesinas libres y serviles de pueblos originarios que necesitaban explotar.

Quizás en los dilemas que obsesionaron a Caletti siga jugado una clave explicativa la lucha de clases

Porque ¿no es el problema que Caletti señala para los estudios sobre la comunicación humana, el mismo que atestiguan todas las ciencias humanas después de la segunda guerra mundial? ¿No se da en todas las disciplinas el mismo quiebre del paradigma fundador de la ciencia occidental entre la presión por el estudio empírico, que garantiza una profesión fuera de los claustros mejor paga y aplaudida por la sociedad, y el enclaustramiento de les científiques a discutir teoría entre elles, protegidos por cátedras titulares y contratos de publicación en revistas y editoriales de renombre?

Creemos que los problemas que con toda sinceridad ataca Caletti sobre su propio campo son propios de la crisis intelectual de la sociedad capitalista desde que se hiciera claro en el horizonte su doble potencia, la superación revolucionaria en otra forma de organización social -el socialismo triunfante en Rusia o China-, o un proceso de descomposición social inaudito, la barbarie que vivimos cotidianamente. La clase social que financió durante el siglo XVIII y XIX a las universidades y academias para encontrar las soluciones a los desafíos que le presentaba construir una sociedad a su imagen y semejanza, se desangra en una competencia genocida por conservar sus ganancias a costa de las masacres humanitarias y del ambiente más apocalípticas.

La burguesía ha perdido hace rato todo interés en invertir enormes presupuestos en resolver los nuevos y eternos problemas de la humanidad, y entre las ciencias sociales se encuentra financiando como mucho a les intelectuales que le proporcionen eruditos y sesudos fundamentos propagandísticos para su lugar en el poder, no verdades. No extraña entonces que el giro discursivo de fines de los 70 haya caído tan bien en un arco tan amplio de disciplinas. Si la única realidad que podemos conocer es la que creamos con nuestros discursos –relativamente estables- aprobados por nuestro grupo social de referencia, todo poder es válido o repudiable y vale lo mismo la violencia del Estado contra las masas obreras y desposeídas que la verticalidad de un individuo usando verbos imperativos para expresarse por megáfono en una asamblea. Y si vale lo mismo, por ende, nada vale nada. Y queda un lugar para cada discurso en cada cátedra o facultad, siempre y cuando no violente este código común.

Para que la propuesta transdisciplinar que propone Caletti pueda ver sus frutos, sería necesario que les especialistas en comunicación se formasen al mismo tiempo en conocimientos tan vastos y sutiles que le llevarían mucho más tiempo de estudio, tiempo que debería ser sustraído de las preocupaciones por sostenerse materialmente de docentes universitarios y profesionales de la comunicación sometidos a la hiperexplotación de esta fase del capitalismo. Otra universidad debería concebirse a tales fines, con el triple de presupuesto con el que cuenta hoy, otra sociedad organizada con criterios opuestos por el vértice a la que tenemos debería ser construida. Una que vuelva a plantearse la ciencia como una unidad por encima de las necesidades fragmentarias de los campos profesionales y los nichos de succión de presupuesto estatal o empresarial, una formación teórica común que luego se diversifique en los distintos observables posibles que ofrece la vida en nuestro universo.

Pero las universidades y academias, así como las profesiones, hoy están acicateadas por el interés concreto de la competencia capitalista, entre empresas y naciones, y sus respectivos Estados, tanto en el campo de los medios de comunicación de masas –pensemos sólo en la publicidad o la propaganda política- como en el de la medicina o la física nuclear.

Y podemos agregar una hipótesis todavía más audaz, aunque no novedosa. Hace más de cien años el dirigente bolchevique que rompiera con Lenin en 1908, Alexándr Bogdánov, planteaba la necesidad de algo más que una común unión entre científiques para consolidar una nueva ciencia: la organización consciente de toda una nueva clase social, el proletariado industrial moderno, bajo un programa/estrategia de poder social. Una propuesta repudiada -hasta cierto punto- por Lenin como idealista o por Trotsky como imposible para una clase social que se define por su expropiación de toda cultura o identidad positiva por el capital y retomada –sólo en la formalidad- por el Estado estalinista aunque no con el alcance liberador de su concepción original.

Quizás una reflexión concreta sobre los límites alcanzados por la Ley de Medios de Sabatella en la que Caletti jugó todo su poder teórico y profesional, un debate sobre el poder real de los grandes medios de comunicación y las clases sociales a quienes representan, un debate sobre el carácter social del Estado como instrumento de la dictadura de una clase sobre el resto antes que una “arena donde se disputan significados” nos permita comprender hasta dónde los límites que este libro pretende buscar en la lucha de ideas se encontrarían con mayor eficacia explicativa en la lucha de intereses materiales de las clases sociales que construyen la realidad. Quizás se trate de volver a poner las energías en la comprensión de esa realidad, antes que en el debate de sus significaciones o relatos, para encontrar un camino, un sentido superador.

Quedará a quienes se especializan en este campo de la conciencia humana el determinar con su trabajo futuro si Caletti ha acertado o no en sus intuiciones y aportes. Nosotres, quienes no nos dedicamos con exclusividad a ello, nos quedamos con un entretenido y potente material que explica con suma pedagogía y oficio de aula contenidos que se ofrecen generalmente como enigmas/filtros en los cursos introductorios de las más diversas disciplinas universitarias. Lo que es mucho decir a favor de este libro y corresponde, desde ya, agradecer.  Sobre todo viniendo de alguien que quizás comparta también con Saussure el sino de convertirse en una autoridad intelectual en el campo de estudios que intentó construir durante toda su vida adulta, después de fallecido.

Hace falta algo más que chamuyo para el socialismo (incluso el berreta)

Comentario sobre el amague socializante de Alberto y Ginés frente a los pulpos de la salud privada con el audaz decreto del 1ro de abril que le voltearon el 2: 
https://www.clarin.com/politica/coronavirus-argentina-gobierno-prepara-dnu-declarar-interes-publico-recursos-sanitarios_0_YY_TStpbg.html?fbclid=IwAR2gpyefXBslAC9XaEA9VvGKlbsEQpljAmgGgYD4rkqk4CiHCbthCGo6hY8


Siempre que se defiende un derecho humano de unos se ataca el de otres. Al menos dentro de los límites políticos de este sistema social. El mismo derecho individual que ahora se aplaude cuando el Estado decide suprimirle -el derecho liberal de la libre circulación de mercancías y seres humanos- era defendido como intocable cuando obreres ocupades y desocupades le interrumpían a algunes -nunca al total de la población, ni siquiera en las históricas jornadas de cierre de todos los accesos a Capital- por la mismas clases sociales que ahora celebran se lo expropien.

Otros derechos humanos, como el del acceso a una atención del sistema sanitario que le permita defender su propia vida, hace más de cuatro décadas ya que ha sido expropiado sistemáticamente -y de forma exponencial, como este condenado virus- a la gran mayoría de la población, sobre todo la que está obligada a conchabarse al capital en un trabajo miserable y precario para sobrevivir.

Como en su momento frente a la resolución 125, o un año después en la toreada del 7D por la Ley de Medios, el kircherismo endiosado y endiablado por lo mismo, como cubano o socialista a la Evo y Maduro, clavó las trompas contra el suelo, humillándose al poder social de las patronales más grandes, de la tierra y el comercio de cereales primero, de los medios de comunicación, luego y siempre (¿es muy sorete recordarles justo aquí a favor de quién hacía lobby por esos años nuestro actual Churchill de Paternal?).

Poder mata relato, se supone que supimos aprender hace doce años atrás. El único derecho que se coloca por encima de todos los demás, en nuestro mundo, es el de unos pocos parásitos a tener la propiedad privada y exclusiva de todos los recursos naturales del planeta, incluidos aquellos culturales, surgidos del trabajo de una de sus especies, la nuestra. Aunque decidan dilapidarlos a costa de todo lo que está vivo en el maldito planeta.

Hoy, el gobierno que cuenta con el poder social suficiente para expropiar a toda la población -aunque a muches más que a otros pocos- de uno de sus derechos ciudadanos más sagrados durante casi todo un mes, reventando la máquina financiera del Estado en el proceso, no puede ni amagar a centralizar el sistema de salud privada para garantizar la salud de esa misma población a la que necesita, sin embargo, seguir explotando.

Como decía Lafargue -cientos de años ha- a cuento de los derechos de los obreros franceses y los derechos de los caballos de carrera purasangre de los hipódromos de París, deberíamos estar exigiendo al Estado, no ya el derecho a respirar sin escupir los pulmones mientras nos explotan, al menos el derecho de los afiliados a OSDE a morirnos con la misma atención sanitaria.

Triste coincidencia que el mismo Ministro de Salud "socialista" de aquel entonces sea quien tenga que agachar cabeza ante los pulpos de las prepagas, que lo son de los pulpos financieros, no jodamos. Alberto revivió el espíritu del peor Alfonsín y del peor Néstor, el de los que les toca hocicar cuando el verdadero poder trona su verdad desnuda.

Para lamento de toda la izquierda reformista y gradualista, que se ha incrementado feo en los últimos años de derrota parlamentarista frente al macrismo, la vida nos viene a recordar una nueva vez que no alcanza con la cháchara para ganarle el campeonato de truco a estos soretes. Es necesario que todo el pueblo organizado se movilice para imponer con corte de ruta, piquetes y asambleas populares otro tipo de criterio a la hora de organizar cuáles derechos, y de quiénes, van a ser defendidos y cuáles, y de quiénes, negados.

No va a ser siempre una gomera.
Rancho impermeable al COVID 19 ubicado en Chile y Rincón
Buenos Aires, jueves 2 de abril de 2020
día 13 de la cuaresma obligatoria

El Estado Maternal se gato en mi barrio

Todas las noches mi barrio se desnuda en media hora. A las 21hs, la hipocresía unifica balcones y ventanales, patios y terrazas en un solo aplauso patriótico. A las 21.30 quienes antes juntaban vivas ahora se vomitan gritos de odio alto voltaje, vozarrones de machos como falos enormes esgrimando los espacios vacíos de ruido del barrio. Se muestran dientes y pechos, se baten el tórax como si fuese un cuero de bombo a puro malambo de insultos que intentan humillar al otro apelando a su feminización forzada, ya sea por su propia fuerza sexual superior, metiéndole algo por el orto, o bien enviándolo de nuevo a la vulva original, cuando todo remate remite a la profesión mal vista socialmente de su madre obrera sub ocupada o desocupada o a la sospechable condición de puto del agredido.

Machotes dis(putá)ndose el sentido del Estado, si Macri o Alberto, ya no importa, ahora disputan el territorio de veredas y restoranes, se amenazan para cuando abra el chino y se vuelvan a cruzar en alguna cola...

A uno no lo llego a ver. El otro -no les miento- grita a través de un balcón de esos de rejitas grillé. Grita enjaulado. Juro que lo he visto, todavía lo estoy viendo, cada noche repiten el ritual.

Eso sí, diez minutos después este barrio dominado por machos que veneran la explotación de seres humanos línea Adam Smith o la versión Keynes, muestra que es pura cobardía cuando pasa el patrullero tocando pito por la avenida.

Recluidos por órdenes del Estado, que adoran por igual, a lo macho, agachan la cabeza cuando aparece su patrullero -a quien aplaudieron juntos hace cuarenta minutos- y vuelven a sus cubiles, con el rabo entre las patas, pero de un modo nada placentero.

Mamones del Estado, gatitos que le chupan la leche. No debería haber insulto más hostil y humillante -en mi barrio desnudo- que "macho del Estado".

Cuánto habrá que luchar para que algún día sea así.

Así sea.