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sábado, 26 de septiembre de 2015

El orgasmo fatal

"El anciano vio al indio por primera vez,
no era del lugar pero conocía la lengua.
Le preguntó con suavidad
"¿Quién eres? ¿Dónde está tu pueblo?"
El extranjero respondió con dureza
"Los he abandonado porque se rindieron
a los invasores blancos y yo no me rindo"
Al poco tiempo el extraño desapareció 
como había llegado.
Pero un insecto de cuerpo largo y fornido,
con las patas delanteras cortas pero robustas,
afiladas y juntas
apareció por primera vez en la selva
y se apoyó sobre el hombro del anciano
quien lo llamó
mamboretá"

Leyenda guaraní anónima



Nunca entendí por qué los franceses dicen que el orgasmo es una pequeña muerte. Sin embargo, ¿se detuvo usted a pensar qué siente el macho del mamboretá cuando, una vez perdida la batalla, la hembra lo derrota, y mientras está desarrollándose el clímax orgásmico ella lo devora apasionadamente pero con método, evitando hasta el final comer el aparato nervioso y reproductivo para que el orgasmo active la señal a las células reproductoras para acoplarse y fecundar las suyas y una vez cumplido el mandato de la perpetuación de la especie, ella termine de saciar su hambre voraz?

¿Es feliz? ¿Acaso el placer del orgasmo alcanza para anular el terror al fin definitivo de la muerte? Algunos estudiosos de la Universidad de Buenos Aires consideran que en su irracionalidad, el macho del mamboretá (o mantis religiosa) sabe que la hembra hambrienta intentará comérselo, ha sido testigo incluso del asesinato en otras temporadas, con otras víctimas. No obstante, el mamboretá acude al llamado de sus feromonas. Los mismos investigadores aseguran que un porcentaje de ellos logra satisfacer el deseo sexual evitando las contraindicaciones fatales.

No es el caso de esta historia.

Durante muchos años tuve que radicarme en un pueblito cercano a Aristóbulo del Valle, en uno de los pocos lugares donde la selva misionera, que los portugueses bautizaron Amazonas y que los guaraníes llaman Chaco, resiste salvajemente la invasión de la urbanización y desforestación europea y criolla.

Me está vedado dar más detalles por razones de seguridad, ya que me vi obligado a elegir ese pueblito para escapar de la persecución política inaugurada por el presidente constitucional Arturo Frondizi y su plan Conintes. Sabía que una célula comunista mantenía el trabajo sobre los peones rurales y mensús de los yerbatales y algodonales de la región cercana al Alto Paraná majestuoso y pensaba que la virginidad de la selva iba a cubrir mi auto-exilio del largo brazo del Estado porteño.

No me equivoqué.

De todos esos años, de la cantidad innumerable de aprendizajes que me quedaron pegados a la cabeza igual que se pega la tierra colorada a las medias blancas, esta es la historia que más me impactó.

Había un rancherío típico de la zona en uno de los pocos claros de la selva. Se llegaba por una picada muy angosta que atravesaba un tacural tupido. Pasaba tan poca gente que había que ir con machete para reabrir la picada en cada paseo. Valía la pena el esfuerzo porque uno de los ranchos de madera y chapa, el más largo del conjunto, de noche perdía su función de salita sanitaria y adoptaba los visos de una pulpería pampeana. El mismo tipo que oficiaba de enfermero, médico y farmacéutico mientras había sol, se transformaba bajo el influjo de la luna y servía unos tragos que revivían a los muertos, mucho más efectivos que su diurna sabiduría científica.

Esa noche las sillas y los cajones de cerveza estaban todos ocupados, era la luna llena del primero de agosto, que los guaraníes aprovechan para escabiar su caña con ruda, resabio de un ancestral ritual mágico para espantar a los últimos espíritus del invierno, evitando así sumarse al malón que la parca había cosechado para el otro lado en la temporada vieja.
"Julio los prepara, Agosto se los lleva" recitaban en español, portuñol o guaraní los baquianos y apuraban el codo hasta el fondo. Eran todos varones. El machismo patriarcal había vencido las milenarias tradiciones matriarcales de la selva a puro machetazo y misa, desde que los primeros jesuitas llegaron a "civilizar" a los indios una vez que determinaron que tenían alma y servían para reemplazar a las bestias de carga en los agotadores trabajos de la cosecha, la carpintería y la construcción.

Habrá sido la enorme luna llena que esa noche alumbraba la alfombra verdeazulada de las millares de copas de árboles, que iluminaba la caza nocturna del caburé y desvelaba al hermoso yaguareté, habrá sido la inquietud de los espíritus espantados por la ruda y el alcohol, pero lo cierto es que esa noche los paisanos sólo hablaban de mujeres, y entre las anécdotas, el más viejo de los guaraníes presentes, un hombre flaco y fibroso, con la piel tan cetrina que parecía verduzca, de ese verde tirando a amarillento de la piel vieja de la tacuara florecida o casi seca, la cabeza blanca difícil de encontrar por estos lugares donde la muerte llega antes que la experiencia, sea por el desamparo ante los peligros de una naturaleza agresiva y voraz, sea por la voracidad todavía más productiva y eficiente de los ritmos que el capanga impone en los yerbatales para saciar el hambre de las nuevas máquinas de molienda de los empresarios yerbateros de Apóstoles y Virasoro.

En esa mezcla de lenguas propia de la zona, el viejo cabeza blanca narró con el encanto del chamán una historia que juraba había sido real pero que no puedo asegurar no se trate de una vieja leyenda regurgitada, conociendo como conozco el gusto de los guaraníes por reelaborar eternamente sus mitos en odres nuevos. Contaba el viejo que cuando él comenzaba a interesarse en los asuntos de la sexualidad, a la edad que el sexo se le ponía duro como la tacuara (o el tacurú, decía para que los contertulios largaran la carcajada cómplice), el pueblo estaba mucho más habitado, los molinos mecánicos no tenían tanta hambre de yerba mate y la reserva de selva era mucho más grande y ellos seguían viviendo de la caza y la pesca como toda la vida.

La presencia de la civilización urbana, aunque lejana, era suficiente para atraer a los jóvenes calientes de hormonas y cansados de la paja furtiva en el tacural a intentar desvirgarse en la ciudad con alguna gurisa que recaudaba vendiendo su intimidad a desconocidos los pocos pesos para sostener a la familia en las épocas donde la plata portuguesa, argentina o paraguaya no abundaba. Pero los más valientes se animaban con una hembra muy particular que habitaba una casa al costado de un salto encantado de agua en el interior profundo de la selva.

La descripción del paisano de cabeza blanca era suficiente para colocarlo entre los genios absolutos de la literatura universal, pero lamentablemente es irreproducible en su exactitud mística y poética. Sencillamente porque la experiencia vital que la constituía era y es intransferible. La mujer en cuestión era india como ellos pero había llegado de pagos muy lejanos, deduje sin decírselo que venía de Santiago del Estero porque se hacía llamar La Mailín, como la conocida virgen católica sincretizada sobre alguna diosa quíchwa o aymara ancestral ya olvidada.

Era pura hembra, de músculos fibrosos y flexibles, tanto en sus muslos como en sus generosas nalgas, torneados como el ébano y llamaba la atención un torso desproporcionado, una espalda ancha y larga, una caja toráxica amplia y generosa como los enormes y firmes pechos que atraían al borde de la locura a quienes tenían la ocasión de disfrutarlos. Pero lo que más atraía a los gurises alzados, sin embargo, eran sus brazos, rematados en unas manos pequeñas pero para nada delicadas, y unos antebrazos afilados y evidentemente fuertes. Contaba el viejo chamán de pelo plateado que solían verla en los atardeceres fuera de su rancho, sentada tomando el mate dulzón de sus pagos con la mirada fija en el recodo que se abría al Paraná, en una pose casi mística, con los antebrazos recogidos en un escorzo antinatural, sosteniendo el mate por largos minutos, como rezando, o contemplando el futuro.

Era conocida porque cada tanto bajaba al rancherío a buscar un hombre para cogerse sin ningún tapujo, falso pudor o formalidad social. Lo hacía por hambre pero no por plata. Era un hambre de sexo, ni siquiera de amor o compañía. Todos sabían que se dedicaba al contrabando para conseguir su alimento y que cuando escaseaban los negocios turbios que habilitaba la triple frontera era capaz de salir al monte y traerse la comida o la leña sin envidiar al mejor de los viejos cazadores.

Ella venía porque necesitaba coger y necesitaba coger como quien necesita agua en medio del desierto. Llegaba al caer la tarde, encaraba la pulpería, se pedía su licor Mariposa y esperaba pacientemente la llegada de los varones hasta que alguno fijaba su mirada en sus enormes ojos negros y caía en un embrujo imposible de capear. Todos habían visto la imagen decenas de veces, con un rápido movimiento de su brazo izquierdo corría el telón de su larga cabellera azabache y con un gesto característico se acomodaba el pelo detrás de la oreja, como si el pabellón auditivo fuese una pinza de pelo y con un flechazo de sus pestañas enganchaba al elegido a la conversa, y de la conversa al monte, y del monte a su catrera.
Pero toda leyenda tiene su costado maravilloso y difícil de creer. Y la historia que contaba el viejo guaraní no podía ser menos. Se decía que La Mailín cogía con tanta pasión y salvajismo que perdía todo control racional y humano sobre su cuerpo y en un ataque de locura mataba a sus amantes. Es cierto que más de uno no volvió a aparecer por la pulpería después de irse a la cama con ella, aunque las reservas de pueblos tan desperdigados en la selva, mezcladas con la triste costumbre centenaria de los varones tragados por los yerbatales que sólo volvían a la deriva por el Paraná, boca abajo y con el cuerpo llagado de muerte de los latigazos y machetazos de los capangas, nunca permitían saber si desaparecían por efecto de la voracidad animal de la Mailín o por razones más mundanas y cotidianas de la explotación bestial que adoptaba el capitalismo por estas tierras.

Lo cierto es que el viejo una vez, atraído por la idea de cumplir un ritual de iniciación a la altura de sus ancestros más honorables, fue escondiéndose hasta el salto encantado, esperó la noche cerrada sin luna de un 31 de octubre, noche mágica a mitad de la primavera, cuando del profundo corazón de la selva empieza a martillar el abrasador y pujante calor del verano misionero, a la espera de que la Mailín volviera a su casa con la presa. Quería saber si el mito era cierto para proponerse debutar con ese terrible cacho de diosa.

Una vez que vió llegar a los amantes, se encaramó en la rama más alta de una tipa centenaria que le permitía una panorámica de la cama de dos plazas donde la Mailín propiciaba el ritual sagrado. Pudo soportar con mucho esfuerzo la visión de su cuerpo moreno desnudo sólo por el asombro que le produjeron sus movimientos felinos a la hora de coger. El relato del viejo era todo lo vivo e impactante que puede ser la reconstrucción de una fantasía sexual grabada en la adolescencia que resurge en la mente seca de un viejo.

Contó que la Mailín tuvo al tipo como dos horas en un verdadero combate, montándoselo salvajemente, mordiéndolo, abrazándolo para inmovilizarle los brazos, refregándole el clítoris contra el abdomen o el rostro como si quisiera devorarlo con la concha, tragárselo entero como una boa del río a una cría de nutria.

El varón de ocasión no era ningún timorato y si la tenida duró tantas horas es porque el tipo aguantó a la par los embates insaciables de la Mailín a puro guapo. Cada tanto forcejeaba con los brazos curtidos por la cosecha y lograba zafar para alejarse a la cocina y servirse un trago de caña. La Mailín lo esperaba quieta como una estatua en posición de loto, paciente, hasta que el rudo macho se mandaba a la cama otra vez, intentando cogérsela de frente, o montársela usando la larga cabellera como rienda. Pero la Mailín decidía cuándo le permitía creerse en el dominio de la situación sabiendo que era necesario que su virilidad no fuese achicharrada por la noción de saberse absolutamente sin control de lo que pasaba.

Lo que decidió definitivamente al joven chamán a elegir a las putas de la Bajada Vieja como primer amor y no a la Mailín, fue la forma en que terminó esa noche.

La Mailín sudaba al punto de encandilar con el brillo de su lomo a la media luz de la lámpara de kerosene, su rostro estaba desencajado y había perdido cualquier complexión humana. Sacada, furiosa, su cabeza se movía espasmódicamente en ráfagas de 180 grados hacia los dos costados, corcoveaba sobre el macho tirándole dentelladas sobre los hombros, el pecho y el cuello, las mordidas dejaban marcas, moretones. Hasta llegó a correr la sangre, no a borbotones, no lo suficiente para matarlo, pero corrió la sangre de todos modos.
Cuando la Mailín se arqueó con el rostro estirado en el éxtasis final del orgasmo, mirando fijo al techo del rancho y se oyó el alarido gutural y demoníaco del placer, también sonó clarito clarito el crack seco de la espina dorsal del varón, como las ramitas quebradas por pasos furtivos que se escuchan en medio de la selva no importa cuánto ruido hagan las chicharras en las tardes de verano.

El viejo no supo contestarnos qué pasó con el amante de la Mailín después del orgasmo. La escena le provocó tanto miedo que un espasmo de horror lo arrojó del árbol hacia el suelo y lo único que atinó a hacer fue emprender una enajenada corrida de vuelta al caserío buscando refugio en la conocida catrera donde después de varios días de una fiebre que nadie supo diagnosticar, recuperó la cordura.

Lo que sí pudo responder fue qué había visto en el rostro del amante desafortunado en el segundo mismo del orgasmo fatal.

Su cuerpo estaba inmóvil desde el cuello hacia abajo. En una fracción de segundo brazos y 
piernas habían abandonado el vigor de la lucha erótica contra el torso enorme y salvaje de la Mailín y cayeron sobre el colchón, inermes, muertos.


Pero en su cara se dibujaba una sonrisa tallada, el aullido orgásmico del último gemido había mutado en una carcajada rayana en el sapucay y su mirada era, sin ninguna duda, la de un amante agradecido y enamorado fatalmente, a pesar de todo.