"El anciano vio al indio por primera
vez,
no era del lugar pero conocía la lengua.
Le preguntó con suavidad
"¿Quién eres? ¿Dónde está tu pueblo?"
El extranjero respondió con dureza
"Los he abandonado porque se rindieron
a los invasores blancos y yo no me rindo"
Al poco tiempo el extraño desapareció
no era del lugar pero conocía la lengua.
Le preguntó con suavidad
"¿Quién eres? ¿Dónde está tu pueblo?"
El extranjero respondió con dureza
"Los he abandonado porque se rindieron
a los invasores blancos y yo no me rindo"
Al poco tiempo el extraño desapareció
como había llegado.
Pero un insecto de cuerpo largo y fornido,
con las patas delanteras cortas pero robustas,
afiladas y juntas
apareció por primera vez en la selva
y se apoyó sobre el hombro del anciano
quien lo llamó
mamboretá"
Pero un insecto de cuerpo largo y fornido,
con las patas delanteras cortas pero robustas,
afiladas y juntas
apareció por primera vez en la selva
y se apoyó sobre el hombro del anciano
quien lo llamó
mamboretá"
Leyenda guaraní anónima
Nunca entendí por qué los franceses dicen que el orgasmo es
una pequeña muerte. Sin embargo, ¿se detuvo usted a pensar qué siente el macho
del mamboretá cuando, una vez perdida la batalla, la hembra lo derrota, y
mientras está desarrollándose el clímax orgásmico ella lo devora
apasionadamente pero con método, evitando hasta el final comer el aparato
nervioso y reproductivo para que el orgasmo active la señal a las células
reproductoras para acoplarse y fecundar las suyas y una vez cumplido el mandato
de la perpetuación de la especie, ella termine de saciar su hambre voraz?
¿Es feliz? ¿Acaso el placer del orgasmo alcanza para anular
el terror al fin definitivo de la muerte? Algunos estudiosos de la Universidad
de Buenos Aires consideran que en su irracionalidad, el macho del mamboretá (o
mantis religiosa) sabe que la hembra hambrienta intentará comérselo, ha sido
testigo incluso del asesinato en otras temporadas, con otras víctimas. No
obstante, el mamboretá acude al llamado de sus feromonas. Los mismos investigadores
aseguran que un porcentaje de ellos logra satisfacer el deseo sexual evitando
las contraindicaciones fatales.
No es el caso de esta historia.
Durante muchos años tuve que radicarme en un pueblito
cercano a Aristóbulo del Valle, en uno de los pocos lugares donde la selva
misionera, que los portugueses bautizaron Amazonas y que los guaraníes llaman
Chaco, resiste salvajemente la invasión de la urbanización y desforestación
europea y criolla.
Me está vedado dar más detalles por razones de seguridad, ya
que me vi obligado a elegir ese pueblito para escapar de la persecución
política inaugurada por el presidente constitucional Arturo Frondizi y su plan
Conintes. Sabía que una célula comunista mantenía el trabajo sobre los peones
rurales y mensús de los yerbatales y algodonales de la región cercana al Alto
Paraná majestuoso y pensaba que la virginidad de la selva iba a cubrir mi auto-exilio
del largo brazo del Estado porteño.
No me equivoqué.
De todos esos años, de la cantidad innumerable de
aprendizajes que me quedaron pegados a la cabeza igual que se pega la tierra
colorada a las medias blancas, esta es la historia que más me impactó.
Había un rancherío típico de la zona en uno de los pocos
claros de la selva. Se llegaba por una picada muy angosta que atravesaba un
tacural tupido. Pasaba tan poca gente que había que ir con machete para reabrir
la picada en cada paseo. Valía la pena el esfuerzo porque uno de los ranchos de
madera y chapa, el más largo del conjunto, de noche perdía su función de salita
sanitaria y adoptaba los visos de una pulpería pampeana. El mismo tipo que
oficiaba de enfermero, médico y farmacéutico mientras había sol, se
transformaba bajo el influjo de la luna y servía unos tragos que revivían a los
muertos, mucho más efectivos que su diurna sabiduría científica.
Esa noche las sillas y los cajones de cerveza estaban todos
ocupados, era la luna llena del primero de agosto, que los guaraníes aprovechan
para escabiar su caña con ruda, resabio de un ancestral ritual mágico para
espantar a los últimos espíritus del invierno, evitando así sumarse al malón
que la parca había cosechado para el otro lado en la temporada vieja.
"Julio los prepara, Agosto se los lleva" recitaban
en español, portuñol o guaraní los baquianos y apuraban el codo hasta el fondo.
Eran todos varones. El machismo patriarcal había vencido las milenarias
tradiciones matriarcales de la selva a puro machetazo y misa, desde que los
primeros jesuitas llegaron a "civilizar" a los indios una vez que
determinaron que tenían alma y servían para reemplazar a las bestias de carga
en los agotadores trabajos de la cosecha, la carpintería y la construcción.
Habrá sido la enorme luna llena que esa noche alumbraba la
alfombra verdeazulada de las millares de copas de árboles, que iluminaba la caza
nocturna del caburé y desvelaba al hermoso yaguareté, habrá sido la inquietud
de los espíritus espantados por la ruda y el alcohol, pero lo cierto es que esa
noche los paisanos sólo hablaban de mujeres, y entre las anécdotas, el más
viejo de los guaraníes presentes, un hombre flaco y fibroso, con la piel tan
cetrina que parecía verduzca, de ese verde tirando a amarillento de la piel
vieja de la tacuara florecida o casi seca, la cabeza blanca difícil de
encontrar por estos lugares donde la muerte llega antes que la experiencia, sea
por el desamparo ante los peligros de una naturaleza agresiva y voraz, sea por
la voracidad todavía más productiva y eficiente de los ritmos que el capanga
impone en los yerbatales para saciar el hambre de las nuevas máquinas de molienda
de los empresarios yerbateros de Apóstoles y Virasoro.
En esa mezcla de lenguas propia de la zona, el viejo cabeza
blanca narró con el encanto del chamán una historia que juraba había sido real
pero que no puedo asegurar no se trate de una vieja leyenda regurgitada,
conociendo como conozco el gusto de los guaraníes por reelaborar eternamente
sus mitos en odres nuevos. Contaba el viejo que cuando él comenzaba a
interesarse en los asuntos de la sexualidad, a la edad que el sexo se le ponía
duro como la tacuara (o el tacurú, decía para que los contertulios largaran la
carcajada cómplice), el pueblo estaba mucho más habitado, los molinos mecánicos
no tenían tanta hambre de yerba mate y la reserva de selva era mucho más grande
y ellos seguían viviendo de la caza y la pesca como toda la vida.
La presencia de la civilización urbana, aunque lejana, era
suficiente para atraer a los jóvenes calientes de hormonas y cansados de la
paja furtiva en el tacural a intentar desvirgarse en la ciudad con alguna
gurisa que recaudaba vendiendo su intimidad a desconocidos los pocos pesos para
sostener a la familia en las épocas donde la plata portuguesa, argentina o
paraguaya no abundaba. Pero los más valientes se animaban con una hembra muy
particular que habitaba una casa al costado de un salto encantado de agua en el
interior profundo de la selva.
La descripción del paisano de cabeza blanca era suficiente
para colocarlo entre los genios absolutos de la literatura universal, pero
lamentablemente es irreproducible en su exactitud mística y poética.
Sencillamente porque la experiencia vital que la constituía era y es
intransferible. La mujer en cuestión era india como ellos pero había llegado de
pagos muy lejanos, deduje sin decírselo que venía de Santiago del Estero porque
se hacía llamar La Mailín, como la conocida virgen católica sincretizada sobre
alguna diosa quíchwa o aymara ancestral ya olvidada.
Era pura hembra, de músculos fibrosos y flexibles, tanto en
sus muslos como en sus generosas nalgas, torneados como el ébano y llamaba la
atención un torso desproporcionado, una espalda ancha y larga, una caja
toráxica amplia y generosa como los enormes y firmes pechos que atraían al
borde de la locura a quienes tenían la ocasión de disfrutarlos. Pero lo que más
atraía a los gurises alzados, sin embargo, eran sus brazos, rematados en unas
manos pequeñas pero para nada delicadas, y unos antebrazos afilados y
evidentemente fuertes. Contaba el viejo chamán de pelo plateado que solían
verla en los atardeceres fuera de su rancho, sentada tomando el mate dulzón de
sus pagos con la mirada fija en el recodo que se abría al Paraná, en una pose
casi mística, con los antebrazos recogidos en un escorzo antinatural,
sosteniendo el mate por largos minutos, como rezando, o contemplando el futuro.
Era conocida porque cada tanto bajaba al rancherío a buscar
un hombre para cogerse sin ningún tapujo, falso pudor o formalidad social. Lo
hacía por hambre pero no por plata. Era un hambre de sexo, ni siquiera de amor
o compañía. Todos sabían que se dedicaba al contrabando para conseguir su
alimento y que cuando escaseaban los negocios turbios que habilitaba la triple
frontera era capaz de salir al monte y traerse la comida o la leña sin envidiar
al mejor de los viejos cazadores.
Ella venía porque necesitaba coger y necesitaba coger como
quien necesita agua en medio del desierto. Llegaba al caer la tarde, encaraba
la pulpería, se pedía su licor Mariposa y esperaba pacientemente la llegada de
los varones hasta que alguno fijaba su mirada en sus enormes ojos negros y caía
en un embrujo imposible de capear. Todos habían visto la imagen decenas de
veces, con un rápido movimiento de su brazo izquierdo corría el telón de su
larga cabellera azabache y con un gesto característico se acomodaba el pelo detrás
de la oreja, como si el pabellón auditivo fuese una pinza de pelo y con un
flechazo de sus pestañas enganchaba al elegido a la conversa, y de la conversa
al monte, y del monte a su catrera.
Pero toda leyenda tiene su costado maravilloso y difícil de
creer. Y la historia que contaba el viejo guaraní no podía ser menos. Se decía
que La Mailín cogía con tanta pasión y salvajismo que perdía todo control
racional y humano sobre su cuerpo y en un ataque de locura mataba a sus
amantes. Es cierto que más de uno no volvió a aparecer por la pulpería después
de irse a la cama con ella, aunque las reservas de pueblos tan desperdigados en
la selva, mezcladas con la triste costumbre centenaria de los varones tragados
por los yerbatales que sólo volvían a la deriva por el Paraná, boca abajo y con
el cuerpo llagado de muerte de los latigazos y machetazos de los capangas,
nunca permitían saber si desaparecían por efecto de la voracidad animal de la
Mailín o por razones más mundanas y cotidianas de la explotación bestial que
adoptaba el capitalismo por estas tierras.
Lo cierto es que el viejo una vez, atraído por la idea de
cumplir un ritual de iniciación a la altura de sus ancestros más honorables,
fue escondiéndose hasta el salto encantado, esperó la noche cerrada sin luna de
un 31 de octubre, noche mágica a mitad de la primavera, cuando del profundo
corazón de la selva empieza a martillar el abrasador y pujante calor del verano
misionero, a la espera de que la Mailín volviera a su casa con la presa. Quería
saber si el mito era cierto para proponerse debutar con ese terrible cacho de
diosa.
Una vez que vió llegar a los amantes, se encaramó en la rama
más alta de una tipa centenaria que le permitía una panorámica de la cama de
dos plazas donde la Mailín propiciaba el ritual sagrado. Pudo soportar con
mucho esfuerzo la visión de su cuerpo moreno desnudo sólo por el asombro que le
produjeron sus movimientos felinos a la hora de coger. El relato del viejo era
todo lo vivo e impactante que puede ser la reconstrucción de una fantasía
sexual grabada en la adolescencia que resurge en la mente seca de un viejo.
Contó que la Mailín tuvo al tipo como dos horas en un
verdadero combate, montándoselo salvajemente, mordiéndolo, abrazándolo para
inmovilizarle los brazos, refregándole el clítoris contra el abdomen o el
rostro como si quisiera devorarlo con la concha, tragárselo entero como una boa
del río a una cría de nutria.
El varón de ocasión no era ningún timorato y si la tenida
duró tantas horas es porque el tipo aguantó a la par los embates insaciables de
la Mailín a puro guapo. Cada tanto forcejeaba con los brazos curtidos por la
cosecha y lograba zafar para alejarse a la cocina y servirse un trago de caña.
La Mailín lo esperaba quieta como una estatua en posición de loto, paciente, hasta
que el rudo macho se mandaba a la cama otra vez, intentando cogérsela de
frente, o montársela usando la larga cabellera como rienda. Pero la Mailín
decidía cuándo le permitía creerse en el dominio de la situación sabiendo que
era necesario que su virilidad no fuese achicharrada por la noción de saberse
absolutamente sin control de lo que pasaba.
Lo que decidió definitivamente al joven chamán a elegir a
las putas de la Bajada Vieja como primer amor y no a la Mailín, fue la forma en
que terminó esa noche.
La Mailín sudaba al punto de encandilar con el brillo de su
lomo a la media luz de la lámpara de kerosene, su rostro estaba desencajado y
había perdido cualquier complexión humana. Sacada, furiosa, su cabeza se movía
espasmódicamente en ráfagas de 180 grados hacia los dos costados, corcoveaba
sobre el macho tirándole dentelladas sobre los hombros, el pecho y el cuello,
las mordidas dejaban marcas, moretones. Hasta llegó a correr la sangre, no a
borbotones, no lo suficiente para matarlo, pero corrió la sangre de todos
modos.
Cuando la Mailín se arqueó con el rostro estirado en el
éxtasis final del orgasmo, mirando fijo al techo del rancho y se oyó el alarido
gutural y demoníaco del placer, también sonó clarito clarito el crack seco de
la espina dorsal del varón, como las ramitas quebradas por pasos furtivos que
se escuchan en medio de la selva no importa cuánto ruido hagan las chicharras
en las tardes de verano.
El viejo no supo contestarnos qué pasó con el amante de la
Mailín después del orgasmo. La escena le provocó tanto miedo que un espasmo de
horror lo arrojó del árbol hacia el suelo y lo único que atinó a hacer fue
emprender una enajenada corrida de vuelta al caserío buscando refugio en la
conocida catrera donde después de varios días de una fiebre que nadie supo
diagnosticar, recuperó la cordura.
Lo que sí pudo responder fue qué había visto en el rostro
del amante desafortunado en el segundo mismo del orgasmo fatal.
Su cuerpo estaba inmóvil desde el cuello hacia abajo. En una
fracción de segundo brazos y
piernas habían abandonado el vigor de la lucha
erótica contra el torso enorme y salvaje de la Mailín y cayeron sobre el
colchón, inermes, muertos.
Pero en su cara se dibujaba una sonrisa tallada, el aullido
orgásmico del último gemido había mutado en una carcajada rayana en el sapucay
y su mirada era, sin ninguna duda, la de un amante agradecido y enamorado
fatalmente, a pesar de todo.