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domingo, 25 de septiembre de 2016

Homenaje para un mural

Pienso por qué razón, dura, objetiva, sólida, me gusta un mural. Murales en homenaje a Mariano Ferreyra hay miles en todo lo largo y ancho del país. No hay día que viaje por la enorme ciudad de Buenos Aires sin encontrarme uno. Paredes callejeras, aulas, locales partidarios. Donde vaya.

¿Entonces por qué extraña razón me atrae tanto el del corazón del salón superior del local del Partido Obrero de Zapiola y Perú, frente a la Plaza de los Periodistas, en San Justo, Partido de La Matanza?

¿Es que se necesitan conocer las razones del gusto con algún motivo? ¿Se pueden conocer?
Soy de los que practican un arte especial, el de encontrar las razones del placer para volver a la sensación primitiva del asombro, del descubrimiento de un conocimiento nuevo, esta vez sobre mí mismo, y al mismo tiempo, sobre el objeto que provoca placer. Es un arte que permite duplicar el placer. Un placer consciente, un placer que se puede recrear, producir, multiplicar.

Entonces me detengo en la obra y trato de entender, no la intención de artistas que desconozco, creando esa obra, no; intento detectar eso que me obsesiona, que me hace volver con cualquier excusa para verlo en vivo, sin la mediación del recuerdo fotográfico.
Sobre el nombre de Mariano, en la parte superior de la pared, me llaman la atención las flores. Ahora me llaman la atención, ahora que me detuve a preguntarme qué me gusta del mural. Porque antes pasaron bajo los ojos como simples adornos. Pero estas pequeñas flores tienen algo particular, su diseño y su color me recuerdan las flores que pintaban a mano las madres pobres en los baberos de tela barata de sus hijitas o en esos que iban a regalar, modestamente, a las nuevas madres de la familia o el vecindario.

Quien pintó esa flor recuerda inconscientemente su infancia en una familia así, ha visto tantas veces el adorno que decora a mano su regalo preciado con un símbolo recortado de su infancia. Son flores de una alegría infantil.

Hay otra flor, jugando un rol de mayor importancia en la arquitectura que sostiene cada objeto de la composición. La flor que se encuentra acompañando el perfil derecho del rostro de Mariano, hacia la izquierda del mural. Doble peso lleva esta flor, porque no es como las otras, no adorna los marcos de la imagen o las esquinas, junto a sus primas del fileteado que subraya la pared junto a los zócalos. Además viene a contrapesar la bella poesía que ocupa todo el flanco opuesto de la pared, al otro lado del rostro. Finalmente, es la flor que reposa bajo el horizonte donde se dirige la mirada de Mariano.

Esta particular flor no es infantil. Esta henchida, turgente, rebosante, a punto de estallar en un crescendo anaranjado que sin ninguna duda contagia un amanecer rabioso. Quien pintó esa flor ya no vive con alegría los recuerdos de la niñez, bulle de impulso vital hacia la gloria de la madurez, de la explosión sexual adolescente, del momento más esperanzador de quien cree con toda su biología porque su biología le dicta esperanza, optimismo, confianza en la salida pronta del sol, la alborada que va a parir la era nueva, la luz que renace, la claridad que alimenta de calor.

Esta flor es de colores y formas tropicales, la he visto solamente parecida en los bordados de ciertos clanes de pueblos que habitan hace doce mil años las selvas mayas entre los altos de Chiapas y los bajos de la vieja Guatemala. (Si no quiere googlear recuerde simplemente los vestidos de la Menchú, famosos como famosa ella). De fondos azules claros y eléctricos, cruzados de hilos de rojo, blanco, amarillo y otras tonalidades que -sin saberlo el pobre ojo forastero- representan con exactitud linajes y demarcaciones temporales y territoriales de las diferentes tribus que los visten. Esas flores, fíjese usted qué dato asombroso, no son adornos, sino banderas.

El fileteado de los ángulos inferiores ahora toma otro cariz, se destacan las flores que parecían superfluas, haciendo juego con aquellas infantiles arriba en el centro. Sin embargo éstas flores del rincón, más mudas, menos expresivas como si al alejarse del rostro no reinara más vida que la figurada. En el estilo de la caligrafía del poema como en el fileteado aparecen dos deseos de las manos que pintaron el mural, el marco honorable que el pobre desea para su modesto cartel, como el que dieron a luz los artistas anónimos del filete porteño, arte bien obrero, arte mayor de letrista que labura a encargo para vidrieras de comercios y claro que sí, espejos, trompa, culo y costados de camiones, bondis y chatas de todo tipo y color.

Pero no hay una ambición de orfebre del fileteado sino más bien un redescubrimiento de la esencia del filete, que no es más que la copia intentada de la hoja de canto con que la aristocracia viene adornando sus arquitecturas más bellas desde que Roma se hinchó de las riquezas que robó a hierro y sangre alrededor del Mediterráneo. Ese modesto fileteador de origen tano quiso darle el mismo lujo a las chatas carreras del 900 que se cansó de ver en los frontispicios de milenios de ricos en su tierra natal.

Y esa hoja de canto no es otra que la hoja sagrada que griegos y etruscos veneraron cuando antes que las riquezas y los esclavos las plantas eran tan sagradas que aseguraban la vida o la muerte de la horda, del clan y la tribu.

Esa hoja vuelve a renacer en este fileteado desprovisto de ambiciones y lujos, de boato calcado, de espejismo del poder noble o burgués. Las manos que pintaron este mural revivieron el verdadero poder de la hoja en el fileteado.

Finalmente me detengo en el verdadero objeto del mural. Todo lo demás vive únicamente en tanto que juega con ese particular rostro de Mariano Ferreyra.

Cuando en la flor de su vida de joven luchador del mañana Mariano Ferreyra fue brutal y cobardemente asesinado por un excremento de los dueños de esta sociedad, las técnicas que permitían al muralista copiar fielmente en cualquier tipo de pared una imagen digital con precisión hiperrealista no sólo existían sino que eran relativamente accesibles.

El primer mural, el que ilumina un poco esa terriblemente oscura esquina de Barracas donde se apagó el mundo el 20 de octubre de 2010, se hizo con esa técnica.
He visto, repito, decenas de rostros de Mariano en estos 6 años dibujados sin esa técnica y hasta me pude enfrascar en falsos debates sobre la validez de dibujar un rostro con tanta libertad poética que alguno no se parezca siquiera un poco al original.

Este rostro en este mural no es perfecto. Es un dibujo a mano alzada. A ver si nos entendemos, el coraje que se debe tener para dibujar en una pared de tres metros un rostro valiéndose exclusivamente de la percepción del/a artista en cuanto a proporciones, geometrías y demás. Obviamente no se trata de un retrato exacto del rostro retratado pero de los que he podido observar, a mano alzada, creo que es el que más se acerca al original.

Pero no es esa audacia la que me atrapa. Es que al usar esta técnica el/la artista ha creado una aproximación al rostro de Mariano que tiene en su memoria, en ese lapso en que se pasa de la foto a la pared y viceversa, queda más del/a artista que de la foto.

Para explicarme de otro modo, o mejor: en ese muro no vemos el reflejo del Mariano que vivió sino lo más parecido al rostro de Mariano que el/la artista sintió o intuyó. Y esto sí es atrapante, porque descubro que en ese desapego al hiperrealismo, en esa decisión de apoyarse en la intuición, en el pulso, en esa racionalidad no lineal ni esquemática de quien busca la reproducción perfecta del detalle, el/la artista ha dado su opinión más firme: éste de aquí es el rostro que vive dentro mío, en mi propia sensibilidad.

Y es que pasa eso con Mariano, siempre se dijo, quienes no lo conocimos directamente, quienes tenemos ese sentimiento de profundo dolor y rabia pudoroso y respetuoso porque no somos familiares, amigos o compañeros/as cotidianos de militancia, lo vemos así, sin detalles, no recordamos sus gestos habituales porque no los vimos repetirse frente a nosotros/as todos los días, no sabremos nunca como su madre o sus compañeros de círculo la mueca exacta que hacían las comisuras de sus labios cuando bromeaba, no podemos ni imaginarnos el matiz particular que tomaba la piel de los pómulos al ruborizarse.

Sin embargo lo sentimos tan nuestro, tan hondo, tan hermano.

Ese que está ahí pintado, en el mural central del local del Partido Obrero de San Justo, frente a la Plaza de los Periodistas, a la sombra de viejas y enormes fábricas y depósitos tubulares, a la vera de un arbolado cruce de vías en Zapiola y Perú, corazón del barrio obrero de Matanza, es el rostro de Mariano que llevamos dentro quienes nos sentimos sus familiares lejanos.

Y por eso me gusta tanto. Ahora lo sé, y ahora que lo sé soy mucho más feliz que antes, y eso que mirarlo ya me hacía muy feliz.

Un detalle a la despedida, como en los desenlaces del gran Collumbo. Coronando el mural, en la cúspide de la pared y por encima de las flores infantiles, una guarda roja, pintada evidentemente para portar una consigna, una fecha, algo, está en blanco, sin llenar. Los/as artistas que pintaron el mural no llegaron a tiempo a llenarla y por alguna razón nunca más se vieron en la necesidad urgente de completar la obra. ¿Desidia? ¿Negligencia?

Cualquiera que haya militado en una organización obrera de lucha, es decir, de miles y millones de tareas prácticas cotidianas, sabrá entender que ese mural fue pintado con la prisa y la urgencia de la inauguración. Eso explica todo, que los fileteados no sean precisos y exigentes, la falta de hiperrealismo en el retrato central. No sabemos nada de las manos y cerebros que trabajaron allí salvo que se trataba de militantes. Pero de militantes que urgidos por los tiempos reales y concretos de la lucha de clases confiaron en todo el poder de su conocimiento artesanal y la intuición para lograr el mejor mural posible.

Hay una cualidad en ese gesto de quien cumple las resoluciones colectivas, se dedica primero a lo importante, construye sobre la firme y gris realidad pero se afana el tiempo necesario para hacerlo con un gesto de amor. Porque grita un manifiesto claro que da verdadero sentido a su militancia: lucha y se obliga porque lucha por un mundo bello, busca conquistar el sueño de una humanidad libre, igual, fraterna. 

Entiendo que no pueden ser tan distintos/as quienes pusieron sus manos en este concepto de quienes militan junto a ellos/as cotidianamente. Entiendo lógicamente que este concepto se respira en cada círculo, secretariado, plenario y asamblea del Partido Obrero de La Matanza. Entiendo que este mural refleja el hermoso concepto que guía a esta militancia. 

Este mural bien podría ser su bandera, su estandarte.

Mariano no hubiese deseado mejor homenaje. 

Quienes nos enorgullecemos de su lucha, tampoco. 

sábado, 24 de septiembre de 2016

Primavera trunca

El jacarandá rosado de la entrada cerrada al noroeste del Parque está en flor pero, nota curiosa, ninguna de sus hojas ha nacido. Hace tiempo ya que la danza eterna del planeta lo mece en mejor ángulo y la savia empuja desde la humedad profunda. Los muñoncitos en las horquetas diminutas y las puntas de rama que sobrevivieron se fueron poniendo húmedos por dentro, luego ese musguito mocoso y al fin el brote verde más amarillo de la hoja recién nacida.

Pero las dos o tres tormentas frías que escupió todavía el cercano sur sobre nuestras hijas las eliminó todas. También el lugar exacto del parque por donde pasaron los vientos, la falta de protección de otros árboles, justo la entrada abierta de Bravard encima suyo, vaya a saber cuántas razones se fueron juntando para que ni una sola de las hojas verdes de este jacarandá hayan llegado nacidas para recibir a sus hermanitas flores, a esas campanitas rosadas tan pero tan bellas, emocionantes, esperanzadoras y efímeras flores de primavera.

No hay un velorio de árboles. No se juntan las personas curiosas a llorar la ausencia de toda una generación de hojitas verdes, tantas hay que sobran en el mundo. Las arboledas mustias, como en poesía altanera, estoicas, no lloran por las hojas que no están, acostumbradas ya a tantos dolorosos otoños.
Saben. ¿Qué saben? Saben en el cuerpo que la próxima primavera los tiempos de la rotación del planeta y los caprichos del viento sureño tirarán otros dados para este jacarandá rosado del noroeste del Parque y habremos flores y hojitas sin problema. Ya ha pasado, ya volverá a pasar.

-No creo, mire, me animé a discutirle a la asamblea vegetal. Sentado en los diceque bancos pintados de feo verde bajo sus copas.

-También puede ser peor, no siempre rota de aquí para allá y la cosa vuelve. Alguien puede venir y podar, o dejar de mantener el Parque, o tirar todo a la mierda con una bomba y a otra cosa...

Noté que los árboles más jóvenes temblaron un poco pero los más viejos guardaban paciencia. No respondieron, claro.

Seguí camino acariciado por la calidez solar de la tardecita después de una semana entera metido entre las sábanas de un virus porteñazo que me instaló un ring en medio de la catrera y me tuvo sacudiéndome trompadas de moco, trabajándome la cabeza desde adentro, toda la semana.

En la puerta del edificio compartido, María me actualiza la vida de su familia.
Once años que nos conocemos. Aquél invierno llegué a este departamento de la mano de la primer esperanza de amor y éxito profesional, Silvina se llamaba o quizás se sigue llamando.
María hacía mucho más tiempo que ya venía escogiendo este semáforo para mendigar monedita a monedita su ingreso mensual y el de sus cinco retoños.

Dos varones, tres nenas. El más grande, muerto a tiros, por la espalda, a traición, en un descampado. Por el mismo rati que lo cruzó de casualidad en un operativo al boleo al que no le pasó cabida.

-Negrito de mierda a ver si tenés más respeto. –le escupía el pelotudo a un cuerpo muerto que él mismo había agujereado.

Hace dos años que no hablamos. Llevo dos años en otro barrio, distante, alejado de mí mismo, como enfermo. Esta tarde es la conjunción de mil tardes, de muchos despertares.
María no me entiende. Tenemos siempre el mismo debate. Todas las veces que vuelvo con el mundo pesando en la espalda contracturada o salgo liviano de esperanza en el futuro, María me hace un piquete con su “buen día” rengueando de la gota y el brazo que casi no puede mover levantado y la mano abierta; o son las dos hijas más chicas de María tirándoseme encima con besos de mocos para zafar de la carita triste recorriendo los autos. Y antes fueron los besos y preguntas de su hermanito y hermana mayores, el Facu y la Jesi.

Con María once años discutiendo lo mismo. Me hace acordar las discusiones con mi vieja, porque los viejos desestimamos las conclusiones de los más jóvenes. La experiencia siempre nos va a parecer argumento más sólido, piedra firme donde agarrarse antes que cualquier teoría seductora y juguetona, atractiva y vibrante.

Me explicaba que el Facu anda rescatado, a pesar de todo.

-El Facu, dice, así, todas sus arrugas hechas por el paso de la angustia más que por el paso del tiempo se le acumulan alrededor de la mueca imperceptible que hacen los ojos y la boca. 
Se le agolpan las lágrimas ahí atrás de la mirada, las arrugas le contienen la risa que brotaba.

Al Facu lo conocí con diez u once añitos. Eran él y la Jesi que venían desde Moreno por el Sarmiento y a pata desde Estación Caballito para mendigar en este semáforo con la mamá. Las dos más chuiquitas, eso, eran demasiado chiquitas para el viaje y la carga. Porque María se venía con banquito, la comida para el día entero y las cosas de los chicos para estudiar. Se instalaban en la cuadra. El Facu y la Jesi tomaban como cualquier niño el barrio ajeno como patio de aventuras y así se conocieron todo lo bueno y lo miserable de dueños de comercios, encargados de edificios y vecinos y vecinas de este angulito de pequeña burguesía acomodada de Cabashito Norte o Villa Crespo sudeste, como usted prefiera.

Cuando el marido de María se fue pal otro lado de la vida con todo lo que tenía para ayudar a mantener la casilla y los críos, o sea con sus huesos nomás, después de una larga y agónica enfermedad causada por un accidente de laburo que nunca pagaron las leyes de nadie, ahí mismo se vino la María vaya a saber quién por qué justo a este semáforo de tantos y millones de esta enorme alfombra de cemento.

Nunca le di un peso de limosna porque le dije, el primer día que la conocí

-No te confundas, María, yo laburo de docente, en el Estado, el departamento y el barrio a mí no me cambian.

Será por eso que los críos y ella se me tiraban en patota para hablar de cualquier cosa. Les gustaba mucho ponerse a sacarle ficha a los vecinos y sus miserias. También sabían que tenían un aliado de hierro contra la vecina del primero D que les llamaba a la gorra cada vez que se le cantaba, maltratando a las nenas, porque le habían instalado una villa en la puerta de su edificio, vieja cogotuda.

También es cierto que le dí un préstamo “yunnus” a cobrar tipo “anses” cuando intentó ponerse un kiosco en la casilla arreglada, después que finalmente consiguiera que le pagasen la pensión por el marido y un par de subsidios que le correspondían. Resulta que tuvo la buena suerte de encontrarse una asistente social en la municipalidad que la ayudó generosamente con toda la burocracia de papeles que María no entiende y se niega a entender porque le hablan en un idioma técnico de gente de carne y hueso que ella simplemente ama o sufre. Y yo la entiendo porque me pasa lo mismo. El cerebro se niega a claudicar, a aceptar que podemos ser convertidos en números y cifras, y punto.

Pero al kiosco se lo robó el Facu a los doce o trece, para hacerlo plata por merca o paco, para la bandita que lo adoptó “fraternalmente” no sé si en Caballito o Liniers. Negra oscuridad que se chupó al Facu más o menos para la época en que su hermano, volviendo del infierno de la merca y el choreo, de tantas jaulas y comisarías besaba la tierra por última vez en un descampado rastrero del conurbano.

Y María que habla de sus hijos varones y llora. Será por eso que le gusta hacerme piquete y hablar conmigo. Porque discutimos sobre el clima que va a hacer. Debo ser el único porteño que anda cavilando nubes y cambios de viento en el cielo y el aire de la radio para organizarme el día y la semana. Para María un aviso de lluvia es lo mismo que el desplome de la bolsa en New York para el yuppie de traje caro que compra y vende allá en el centro del cemento.

Pero no, debe ser eso, que conmigo habla de sus hijos y llora. Se permite llorar. Despacito. 
Con moco y lágrima. Se hace agua toda, catarata. Pero porque nunca le aflojé tampoco.

-No sos vos María. No es tu culpa, María. Vos hacés lo que se puede. Es este sistema sorete el que te pudre los hijitos María.

Siempre prefirió el argumento sólido a la teoría juvenil. Siempre fue su culpa. Tengo una maldición, pensaba en lo que decía.

Cuestión que vengo de debatir con la asamblea de árboles y María me cruza para decirme que las más chiquitas no vienen más a acompañarla. Lo dice con tristeza porque se sabe sola otra vez toda la primavera y el verano en la esquina yendo y viniendo sin nadie con quien hablar, sin sus pollitos contándole lo que hicieron en la escuela o trayéndole noticias del tipo que arregla muebles de la esquina o la señora hermosa de las lámparas de Ángel Gallardo, la mamá del Oliverio, perro hermoso y de eterna sonrisa que ilumina las calles del barrio.

Entreveo una razón trágica para la ausencia y me atajo de la tristeza de María pero me reconforta saber que no, que no pasó nada Leíto, que empezaron a jugar al fútbol en un clú nuevo de allá de Moreno, que no sé ni cómo se llama, que les pagan viáticos y el uniforme, y les dan atención médica y mi hermana las lleva y las trae.

-Mirá vos, qué buena noticia. Saludo, festejo, salto en una pata y pura emoción le pregunto si también va la Jessi.

Qué va a ir la Jessi si la Jessi lleva ocho meses en el penal de Ezeiza, hecha un trapo, una sombra, un recuerdo descarnado de lo que fue una nena de sonrisa traviesa y cachetes con mocos secos. A la Jessi se la llevó una banda de transas y cafiolos, ochocuarenta, aprovechando alguna rabieta de esas de adolescencia y mamá culpógena que tan mal hacen a las mujeres, allá por once la tuvieron prostutuída por dos mangos y a puro paco y churro. 

Le vaciaron el alma. Ahora algún cana hijo de puta le hizo una causa por narcotráfico andá a saber para cagar a quién que le saca una mula, una putita más o menos en su contabilidad cerrada del negocio que reemplazó a la industria metalúrgica en cantidad de ganancias.
Y entonces me habla del Facu.

Y la cara se le avejenta alrededor de los ojitos de madre pobre y cansada de vivir y morirse con sus hijitos. El Facu está rescatado, me actualiza María, después de un par de años en el otro infierno que esta sociedad porteña depara a la juventud obrera pobre, el infierno para masculinos de Marcos Paz.

-Está en casa, hace changuitas, no se mete más la porquería en el cuerpo. No anda en nada malo –repite María ya sin esperanza porque la experiencia le recuerda esas charlas hace once años ya cuando decía lo mismo de su hijo mayor, que también se había rescatado a tiempo y toda la ilusión.

-El infierno que debe haber pasado el pibe para rescatarse sólo. –pienso en voz alta, le cuento de Fernando, del piberío de Soldati, sabemos lo que hablamos.

-Sí –me dice- se tajeó todo el brazo, pobrecito, no sé si se quiso matar y no pudo o sólo para hacerse doler… el recuerdo del hermano, viste, tanto sufrió…

Y no puede seguir. Las madres no pueden seguir hablando del dolor de sus hijos, nunca. Se les inunda la boca de dolor, de agua, se ahogan. La palabra se muere lisa y llanamente.
Me cuenta que la primavera anterior el Facu acababa de volver del penal con la condena cumplida, todo “felicidad”, digamos y ella tuvo un “presentimiento de madre”, una puntada en algún lado, un mal sueño, algo que le hizo pedirle que se vaya a pasar unos días de su tía. 
Al otro día le cayeron de una brigada especial de la bonaerense y le rompieron toda la casilla, toda.

-Buscaban al Facu, Leo, podés creer?

-Claro que puedo creer, María, lo hacen siempre.

-Qué cosa, Leo, si mi Facu no estaba metido en nada, hacía rato…

Y me contó que le dijeron que le allanaban la casa porque su hijo era sospechoso de haber pinchado un policía en un enfrentamiento y que se había choreado 20 mil pesos. La dejaron en paz porque se fue hasta los tribunales de Moreno a denunciarlos y porque no le encontraron al Facu, porque si no lo ponían a “laburar” para conseguirles los veinte mil.

-¿Vos creés? –me pregunta todavía María con una ingenuidad que no consigo entender.

Y le cuento de cómo la 36 merodea los pasillos de los Monoblocks por las noches frescas de primavera, cuando todavía no hace tanto calor para que el olor pútrido de los basurales ofenda la alegría, y los pibitos ranchan en las ochavas ficticias, para llevarse perejiles que pasan la noche en el calabozo, todos cagados en las patas.

Y el comisario, que sabe largo que el pibe no anda en nada, como lo sabe todo el barrio y quien lo tenga que saber, lo cita al padre, obrero albañil, de mano hinchada por la cal y las sogas y el bruto esfuerzo cotidiano del fratachos, batideras, paletas, picos, palas y martillos, también todo cagado después de quince años con el orto fruncido cuidando que las “malas juntas” no le chupen el hijo para el paco y el choreo, ahora metido en una comisaría a la madrugada, con la vida derrumbada en los pies, sin saber qué mierda hacer otra vez esa sensación de vértigo como cuando lo bardeaban en el Premetro recién llegado de Oruro, mano atrás y otra adelante y no sabía dónde meterse o para qué lado salir pegando trompadas.

-Quédese tranquilo, Don, sabemos que su pibe no hizo nada. Pero andaba con el otro, el de la motito, ¿y cómo le explicamos al señor fiscal que su hijo es bueno y no se mete en nada, eh?

Y los cinco mil pesitos uno encima del otro para el bueno del señor comisario que irá a repartírselos a los dos ortivas que levantaron a los pibes.

Y María no termina de creerme, y le cuento de Luciano Arruga, y de que a su Facu lo fueron a buscar para que se siguiera “ganando” el derecho de estar libre “colaborando” con la Fuerza. Y que por eso el Facu se debe tajear el brazo, por esa sensación de estar en un túnel, que todo su mundo es una cloaca sin fin, donde no hay escapatoria alguna, donde sos un peoncito, un títere de trapo, una pelotita de mierda que alguien gatilla con la punta de los dedos, jugando a la bolita. Que no importa lo que hagas, la cloaca te devora.

-¿Quién le va a dar un laburo con ese brazo todo tajeado, Leo?

-¿Pero lo puede mover?

-Sí, tiene fuerza, pero se le notan mucho. –y acompañaba la descripción con muecas de asco y compasión que hacían imaginar el peor escenario.

Recordé que todas mis charlas con María terminaban igual. Durante los primeros años de la relación intenté convencerla de reunirse con los compañeros del Polo Obrero o en su defecto de cualquiera de las organizaciones de desocupados del barrio. Siempre se negó. Buscó la salida que vendía el sistema, la que fuese. Porque siempre organizarse es más difícil que luchar.  

Pero a ella le gusta hablar conmigo, vaya a saber por qué.

-Decile que se meta tatuajes en las cicatrices, le dije, y nos saludamos hablando del clima.


Porque a veces las primaveras vienen con flores pero sin hojas. Y no queda más remedio que buscar el camino para que la próxima vengan con hojas y flores, o que al menos alguna vez volvamos a tener primaveras. O por lo menos encontremos al ladrón de primaveras y lo hagamos cagar de una vez y para siempre.

jueves, 8 de septiembre de 2016

Leyla veterinaria

-A Leyla le gustan mucho los animalitos.

-Sí. Tanto que desde que es chiquita dice que va a ser veterinaria.

-Todos los chicos decimos eso cuando somos chiquitos, después se nos pasa.

-Una lástima. Es la mejor época para soñar. El papá de Leyla dice que va a escribir todo lo que ella sueña ahora para que después se acuerde y lo haga.

-¿Pero ella sabe qué es ser veterinaria?

-Claro que lo sabe. Cuando su papá y su mamá se separaron su papá se fue a vivir cerca de la Facultad de Veterinaria y Leyla pasó muchas tardes y mañanas en el Parque de Agronomía y en esa facultad. Además muchas de sus tías estudiaban ahí.

-Ah, por eso quiere ser veterinaria.

-Ella dice que quiere ser veterinaria por dos cosas. Una para cuidar y curar animalitos, pero no para venderlos.

-¿Y la otra?

-Para ser estudiante de la UBA y luchar, como hacen sus tías.

-¿Tantas tías tiene?

-Pasa que su papá y su mamá son militantes de izquierda.

-¿Y eso qué tiene que ver?

-Que los militantes de izquierda se preocupan por los hijos y las hijas de los otros militantes y los cuidan con el mismo amor que si fueran suyos.

-¿Por eso les dicen tías? ¿No porque sean hermanas de la mamá?

-Claro, por eso mismo.

-Mis papás tienen pocos hermanos y hermanas, y cada tanto andan peleados. Es raro eso de tener tantas tías y tíos. ¿No se pelean?

-Y no. Porque es una familia elegida, no por obligación. Quieren ser hermanos y hermanas.

-Ah… confraternizan.

-Jeje. Aprendés rápido.

-Ojalá todos pudiéramos elegir nuestras tías y tíos como los militantes de izquierda.

-Algún día será, soñar no cuesta nada.

-Espero acordarme de esto, así lo intento cuando sea más grande que ahora.

-Para eso lo estamos escribiendo. 

Dinosaurios en Parque Centenario

-Leyla y su papá se la pasan mirando a los patos.

-Sí, ¿qué tiene?

-Nada. Pero ¿no pasan otras cosas en el Parque?

-Si claro. Ahora con la primavera vienen otros animales. Me contaba Leyla que ayer vieron un aguilucho.

-Eso no existe.

-Sí, bueno, no sé cómo se llama. Me dijo que era un pájaro con alas grandes y un pico como de un águila, que llegó volando de afuera del Parque. Lo vieron metido en la Isla de los Patos y les pareció raro.

-¿Por qué? ¿Qué hacía?

-Los Cararroja lo dejaron meterse en medio de la isla. Se puso a arrancar ramas largas que colgaban de los árboles más chiquitos de la isla.

-Qué aguilucho loco, ¿por qué haría una cosa así?

-Eso mismo se preguntaron Leyla y su papá. Así que lo siguieron un tiempo. El aguilucho se mandó a construirse un nido con la rama larga, en una araucaria al sur del lago.

-¿Qué es una araucaria?

-Ah… uno de los pocos árboles que el papá de Leyla sabe como se llaman. Están las araucarias, las tipas y los ficus. Leyla se la pasa caminando por la calle diciendo “ahí hay un ficus”.

-¿Cómo son las araucarias?

-Son árboles fascinantes. Nadie sabe bien por qué, pero el papá de Leyla dice que eran los árboles más raros y lindos de la selva misionera, donde se crió.

-¿Se crió en la selva? ¿Cómo Mowgli?

-El papá de Leyla dice que sí, pero en realidad se crió en una ciudad de cemento muy cerca de la selva. Y después las volvió a ver en el sur, en Neuquén, cerca de los lagos, en las montañas de los Andes.

-¿Y por qué dice que son raros?

-Porque tienen ramas enormes y gordas, sus hojas son duras, como escamas de reptiles, y hacen un dibujo muy raro, como una menoráh.

-¿Cómo una qué?

-Menorah, un candelabro de siete brazos que usan los judíos para sus rituales religiosos. Con los brazos así, mirá, ves?

-Ah… en serio que es un árbol muy raro.

-Y en el sur la gente de Neuquén dice que son los mismos árboles que estaban cuando existían los dinosaurios, que se comían sus ramas y piñones como si fuesen brócoli gigante para dinosaurios.

-Mi mamá me obliga a comer brócoli pero no me gusta.

-A Leyla le pasa lo mismo. Cuestión que el Parque tiene muchas araucarias, y tipas.

-¿Y el aguilucho se hacía su nido en una de esas ramas enormes?

-Sí. Y dice Leyla que se pudrió todo con las cotorras. Las cotorras siempre hacen nidos enormes, gigantes, en las araucarias. Y parece que se encabronaron con el aguilucho.

-Las cotorras hacen un ruido insoportable en verano.

-Posta. El papá de Leyla dice que si la selva misionera tuviese una banda sonora sería el canto permanente de las cotorras y de las chicharras.

-Mi seño dice que los pájaros descienden de los dinosaurios.

-Si, bueno, de los dinosaurios y de los reptiles. ¿Sabías que las plumas son las escamas de los reptiles que mutaron con el paso de millones de años?

-¿Qué quiere decir “mutaron”?

-Que cambiaron, se transformaron de escamas duras en pelitos suaves. Pero siguen cuidando a los pájaros del frío y de la lluvia, como hacían las escamas.

-Qué loca la naturaleza.

-Sin embargo es bastante lógico lo de las escamas y las plumas.

-Lo decía por otra cosa. Fijate que los dinosaurios se murieron hace un montón de tiempo pero los pájaros siguen haciendo nidos en los árboles que antes se comían.


-Ah, sí, claro. Y Leyla y su papá se siguen fascinando con todos ellos como los primeros seres humanos.

La dignidad de los Cararroja

-Contame más del pato Cararroja.

-De los Cararroja, querrás decir, son una familia de cuatro patos.

-¿Todos tienen la cresta roja en la cara?

-Todos. Leyla dice que el otro día los vieron bien, son cuatro y son dueños de la punta este de la Isla de los Patos.

-¿Y cómo saben eso?

-Porque Leyla y su papá ya son investigadores de la Isla de los Patos. Van una mañana por semana al Parque y averiguan cosas nuevas.

-¿Cómo cuáles?

-Bueno, parece que no todos son patos en la Isla de los Patos.

-¿Ah no?

-No. Parece que los más grandotes, de largo cuello y plumas blancas o pardas son gansos, en vez. Y los más retacones serían patos posta. También parece que los gansos son menos dignos que los patos, al menos que los Cararroja.

-¿Qué es “dignidad”?

-Esa es difícil. Es como la Coca Cola, para cada persona significa algo diferente. Pero se supone que la dignidad es no hacer cosas que no te gustan a cambio de que te den cosas que necesitás mucho.

-¿Y por qué decís que los gansos no son dignos?

-Porque me contó Leyla que el otro día unas personas le daban de comer pan viejo a las palomas y los gansos se mandaron a mendigarles.

-¿Y eso está mal?

-No sé… depende. Seguro que es un menor esfuerzo para comer que si tuviesen que perseguir lumbrices o andar cazando mosquitos.

-¿Y los Cararroja qué hacían?

-Leyla dice que se quedaban en su punta de la Isla porque no estaban de acuerdo en ir a comer pan y mendigarle a la gente como las palomas.

-El otro día me retaron en la escuela porque dije que las palomas eran ratis como me dijiste vos.

-¿A mí qué me hacés quilombo, nena? Yo no te dije nada.

-Sí, vos me dijiste que a Leyla no le gustaban las palomas porque se parecían a la policía.

-Se parecen, son azuladitas.

-¿Ves?

-Pero no lo digo yo, lo dice Leyla.

-¿Y a Leyla por qué no le gustan los policías? En la escuela me dijeron que están para ayudar a las personas para que no nos pasen cosas malas.

-Claro, pero el papá de Leyla dice que en realidad participan de los negociados ilegales que deberían enfrentar.

-¿El papá de Leyla es subversivo?

-No lo sé. Pero lee los diarios. Fijate que todos los días andan cambiando las cúpulas policiales porque estaban metidos en el secuestro de nenas o la venta de falopa.

-¿Qué es la falopa?

-Cocaína, paco, drogas que revientan la cabeza de la gente que las consume.

-¿Y cúpulas?

-Son los jefes policiales que organizan el delito.

-¿Entonces los Cararroja qué vendrían a ser? ¿Piqueteros?

-No sabría decirte. Leyla dice que son luchadores, porque consiguen su comida con dignidad, como su papá y su mamá. Y no andan mendigando ni mucho menos confraternizando con las palomas. Ya sé, ya sé, confraternizar es tratarse con amor de hermanos o hermanas.

-No te iba a preguntar eso, tonto.

-Me pareció que tenías preparada la pregunta.

-Te iba a decir que me parecen muy buenos los Cararroja, pero que los veo un poquito solos.

-No te creas, Leyla dice que si hacen asambleas es porque están tratando de organizar a los otros patos…

-… y a los gansos…

-… y a los gansos.

-¿Vos creés que los van a convencer?


-Ni la menor de las ideas. Pero por lo menos lo intentan ¿no? En eso también son dignos.