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domingo, 25 de septiembre de 2016

Homenaje para un mural

Pienso por qué razón, dura, objetiva, sólida, me gusta un mural. Murales en homenaje a Mariano Ferreyra hay miles en todo lo largo y ancho del país. No hay día que viaje por la enorme ciudad de Buenos Aires sin encontrarme uno. Paredes callejeras, aulas, locales partidarios. Donde vaya.

¿Entonces por qué extraña razón me atrae tanto el del corazón del salón superior del local del Partido Obrero de Zapiola y Perú, frente a la Plaza de los Periodistas, en San Justo, Partido de La Matanza?

¿Es que se necesitan conocer las razones del gusto con algún motivo? ¿Se pueden conocer?
Soy de los que practican un arte especial, el de encontrar las razones del placer para volver a la sensación primitiva del asombro, del descubrimiento de un conocimiento nuevo, esta vez sobre mí mismo, y al mismo tiempo, sobre el objeto que provoca placer. Es un arte que permite duplicar el placer. Un placer consciente, un placer que se puede recrear, producir, multiplicar.

Entonces me detengo en la obra y trato de entender, no la intención de artistas que desconozco, creando esa obra, no; intento detectar eso que me obsesiona, que me hace volver con cualquier excusa para verlo en vivo, sin la mediación del recuerdo fotográfico.
Sobre el nombre de Mariano, en la parte superior de la pared, me llaman la atención las flores. Ahora me llaman la atención, ahora que me detuve a preguntarme qué me gusta del mural. Porque antes pasaron bajo los ojos como simples adornos. Pero estas pequeñas flores tienen algo particular, su diseño y su color me recuerdan las flores que pintaban a mano las madres pobres en los baberos de tela barata de sus hijitas o en esos que iban a regalar, modestamente, a las nuevas madres de la familia o el vecindario.

Quien pintó esa flor recuerda inconscientemente su infancia en una familia así, ha visto tantas veces el adorno que decora a mano su regalo preciado con un símbolo recortado de su infancia. Son flores de una alegría infantil.

Hay otra flor, jugando un rol de mayor importancia en la arquitectura que sostiene cada objeto de la composición. La flor que se encuentra acompañando el perfil derecho del rostro de Mariano, hacia la izquierda del mural. Doble peso lleva esta flor, porque no es como las otras, no adorna los marcos de la imagen o las esquinas, junto a sus primas del fileteado que subraya la pared junto a los zócalos. Además viene a contrapesar la bella poesía que ocupa todo el flanco opuesto de la pared, al otro lado del rostro. Finalmente, es la flor que reposa bajo el horizonte donde se dirige la mirada de Mariano.

Esta particular flor no es infantil. Esta henchida, turgente, rebosante, a punto de estallar en un crescendo anaranjado que sin ninguna duda contagia un amanecer rabioso. Quien pintó esa flor ya no vive con alegría los recuerdos de la niñez, bulle de impulso vital hacia la gloria de la madurez, de la explosión sexual adolescente, del momento más esperanzador de quien cree con toda su biología porque su biología le dicta esperanza, optimismo, confianza en la salida pronta del sol, la alborada que va a parir la era nueva, la luz que renace, la claridad que alimenta de calor.

Esta flor es de colores y formas tropicales, la he visto solamente parecida en los bordados de ciertos clanes de pueblos que habitan hace doce mil años las selvas mayas entre los altos de Chiapas y los bajos de la vieja Guatemala. (Si no quiere googlear recuerde simplemente los vestidos de la Menchú, famosos como famosa ella). De fondos azules claros y eléctricos, cruzados de hilos de rojo, blanco, amarillo y otras tonalidades que -sin saberlo el pobre ojo forastero- representan con exactitud linajes y demarcaciones temporales y territoriales de las diferentes tribus que los visten. Esas flores, fíjese usted qué dato asombroso, no son adornos, sino banderas.

El fileteado de los ángulos inferiores ahora toma otro cariz, se destacan las flores que parecían superfluas, haciendo juego con aquellas infantiles arriba en el centro. Sin embargo éstas flores del rincón, más mudas, menos expresivas como si al alejarse del rostro no reinara más vida que la figurada. En el estilo de la caligrafía del poema como en el fileteado aparecen dos deseos de las manos que pintaron el mural, el marco honorable que el pobre desea para su modesto cartel, como el que dieron a luz los artistas anónimos del filete porteño, arte bien obrero, arte mayor de letrista que labura a encargo para vidrieras de comercios y claro que sí, espejos, trompa, culo y costados de camiones, bondis y chatas de todo tipo y color.

Pero no hay una ambición de orfebre del fileteado sino más bien un redescubrimiento de la esencia del filete, que no es más que la copia intentada de la hoja de canto con que la aristocracia viene adornando sus arquitecturas más bellas desde que Roma se hinchó de las riquezas que robó a hierro y sangre alrededor del Mediterráneo. Ese modesto fileteador de origen tano quiso darle el mismo lujo a las chatas carreras del 900 que se cansó de ver en los frontispicios de milenios de ricos en su tierra natal.

Y esa hoja de canto no es otra que la hoja sagrada que griegos y etruscos veneraron cuando antes que las riquezas y los esclavos las plantas eran tan sagradas que aseguraban la vida o la muerte de la horda, del clan y la tribu.

Esa hoja vuelve a renacer en este fileteado desprovisto de ambiciones y lujos, de boato calcado, de espejismo del poder noble o burgués. Las manos que pintaron este mural revivieron el verdadero poder de la hoja en el fileteado.

Finalmente me detengo en el verdadero objeto del mural. Todo lo demás vive únicamente en tanto que juega con ese particular rostro de Mariano Ferreyra.

Cuando en la flor de su vida de joven luchador del mañana Mariano Ferreyra fue brutal y cobardemente asesinado por un excremento de los dueños de esta sociedad, las técnicas que permitían al muralista copiar fielmente en cualquier tipo de pared una imagen digital con precisión hiperrealista no sólo existían sino que eran relativamente accesibles.

El primer mural, el que ilumina un poco esa terriblemente oscura esquina de Barracas donde se apagó el mundo el 20 de octubre de 2010, se hizo con esa técnica.
He visto, repito, decenas de rostros de Mariano en estos 6 años dibujados sin esa técnica y hasta me pude enfrascar en falsos debates sobre la validez de dibujar un rostro con tanta libertad poética que alguno no se parezca siquiera un poco al original.

Este rostro en este mural no es perfecto. Es un dibujo a mano alzada. A ver si nos entendemos, el coraje que se debe tener para dibujar en una pared de tres metros un rostro valiéndose exclusivamente de la percepción del/a artista en cuanto a proporciones, geometrías y demás. Obviamente no se trata de un retrato exacto del rostro retratado pero de los que he podido observar, a mano alzada, creo que es el que más se acerca al original.

Pero no es esa audacia la que me atrapa. Es que al usar esta técnica el/la artista ha creado una aproximación al rostro de Mariano que tiene en su memoria, en ese lapso en que se pasa de la foto a la pared y viceversa, queda más del/a artista que de la foto.

Para explicarme de otro modo, o mejor: en ese muro no vemos el reflejo del Mariano que vivió sino lo más parecido al rostro de Mariano que el/la artista sintió o intuyó. Y esto sí es atrapante, porque descubro que en ese desapego al hiperrealismo, en esa decisión de apoyarse en la intuición, en el pulso, en esa racionalidad no lineal ni esquemática de quien busca la reproducción perfecta del detalle, el/la artista ha dado su opinión más firme: éste de aquí es el rostro que vive dentro mío, en mi propia sensibilidad.

Y es que pasa eso con Mariano, siempre se dijo, quienes no lo conocimos directamente, quienes tenemos ese sentimiento de profundo dolor y rabia pudoroso y respetuoso porque no somos familiares, amigos o compañeros/as cotidianos de militancia, lo vemos así, sin detalles, no recordamos sus gestos habituales porque no los vimos repetirse frente a nosotros/as todos los días, no sabremos nunca como su madre o sus compañeros de círculo la mueca exacta que hacían las comisuras de sus labios cuando bromeaba, no podemos ni imaginarnos el matiz particular que tomaba la piel de los pómulos al ruborizarse.

Sin embargo lo sentimos tan nuestro, tan hondo, tan hermano.

Ese que está ahí pintado, en el mural central del local del Partido Obrero de San Justo, frente a la Plaza de los Periodistas, a la sombra de viejas y enormes fábricas y depósitos tubulares, a la vera de un arbolado cruce de vías en Zapiola y Perú, corazón del barrio obrero de Matanza, es el rostro de Mariano que llevamos dentro quienes nos sentimos sus familiares lejanos.

Y por eso me gusta tanto. Ahora lo sé, y ahora que lo sé soy mucho más feliz que antes, y eso que mirarlo ya me hacía muy feliz.

Un detalle a la despedida, como en los desenlaces del gran Collumbo. Coronando el mural, en la cúspide de la pared y por encima de las flores infantiles, una guarda roja, pintada evidentemente para portar una consigna, una fecha, algo, está en blanco, sin llenar. Los/as artistas que pintaron el mural no llegaron a tiempo a llenarla y por alguna razón nunca más se vieron en la necesidad urgente de completar la obra. ¿Desidia? ¿Negligencia?

Cualquiera que haya militado en una organización obrera de lucha, es decir, de miles y millones de tareas prácticas cotidianas, sabrá entender que ese mural fue pintado con la prisa y la urgencia de la inauguración. Eso explica todo, que los fileteados no sean precisos y exigentes, la falta de hiperrealismo en el retrato central. No sabemos nada de las manos y cerebros que trabajaron allí salvo que se trataba de militantes. Pero de militantes que urgidos por los tiempos reales y concretos de la lucha de clases confiaron en todo el poder de su conocimiento artesanal y la intuición para lograr el mejor mural posible.

Hay una cualidad en ese gesto de quien cumple las resoluciones colectivas, se dedica primero a lo importante, construye sobre la firme y gris realidad pero se afana el tiempo necesario para hacerlo con un gesto de amor. Porque grita un manifiesto claro que da verdadero sentido a su militancia: lucha y se obliga porque lucha por un mundo bello, busca conquistar el sueño de una humanidad libre, igual, fraterna. 

Entiendo que no pueden ser tan distintos/as quienes pusieron sus manos en este concepto de quienes militan junto a ellos/as cotidianamente. Entiendo lógicamente que este concepto se respira en cada círculo, secretariado, plenario y asamblea del Partido Obrero de La Matanza. Entiendo que este mural refleja el hermoso concepto que guía a esta militancia. 

Este mural bien podría ser su bandera, su estandarte.

Mariano no hubiese deseado mejor homenaje. 

Quienes nos enorgullecemos de su lucha, tampoco. 

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