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sábado, 24 de septiembre de 2016

Primavera trunca

El jacarandá rosado de la entrada cerrada al noroeste del Parque está en flor pero, nota curiosa, ninguna de sus hojas ha nacido. Hace tiempo ya que la danza eterna del planeta lo mece en mejor ángulo y la savia empuja desde la humedad profunda. Los muñoncitos en las horquetas diminutas y las puntas de rama que sobrevivieron se fueron poniendo húmedos por dentro, luego ese musguito mocoso y al fin el brote verde más amarillo de la hoja recién nacida.

Pero las dos o tres tormentas frías que escupió todavía el cercano sur sobre nuestras hijas las eliminó todas. También el lugar exacto del parque por donde pasaron los vientos, la falta de protección de otros árboles, justo la entrada abierta de Bravard encima suyo, vaya a saber cuántas razones se fueron juntando para que ni una sola de las hojas verdes de este jacarandá hayan llegado nacidas para recibir a sus hermanitas flores, a esas campanitas rosadas tan pero tan bellas, emocionantes, esperanzadoras y efímeras flores de primavera.

No hay un velorio de árboles. No se juntan las personas curiosas a llorar la ausencia de toda una generación de hojitas verdes, tantas hay que sobran en el mundo. Las arboledas mustias, como en poesía altanera, estoicas, no lloran por las hojas que no están, acostumbradas ya a tantos dolorosos otoños.
Saben. ¿Qué saben? Saben en el cuerpo que la próxima primavera los tiempos de la rotación del planeta y los caprichos del viento sureño tirarán otros dados para este jacarandá rosado del noroeste del Parque y habremos flores y hojitas sin problema. Ya ha pasado, ya volverá a pasar.

-No creo, mire, me animé a discutirle a la asamblea vegetal. Sentado en los diceque bancos pintados de feo verde bajo sus copas.

-También puede ser peor, no siempre rota de aquí para allá y la cosa vuelve. Alguien puede venir y podar, o dejar de mantener el Parque, o tirar todo a la mierda con una bomba y a otra cosa...

Noté que los árboles más jóvenes temblaron un poco pero los más viejos guardaban paciencia. No respondieron, claro.

Seguí camino acariciado por la calidez solar de la tardecita después de una semana entera metido entre las sábanas de un virus porteñazo que me instaló un ring en medio de la catrera y me tuvo sacudiéndome trompadas de moco, trabajándome la cabeza desde adentro, toda la semana.

En la puerta del edificio compartido, María me actualiza la vida de su familia.
Once años que nos conocemos. Aquél invierno llegué a este departamento de la mano de la primer esperanza de amor y éxito profesional, Silvina se llamaba o quizás se sigue llamando.
María hacía mucho más tiempo que ya venía escogiendo este semáforo para mendigar monedita a monedita su ingreso mensual y el de sus cinco retoños.

Dos varones, tres nenas. El más grande, muerto a tiros, por la espalda, a traición, en un descampado. Por el mismo rati que lo cruzó de casualidad en un operativo al boleo al que no le pasó cabida.

-Negrito de mierda a ver si tenés más respeto. –le escupía el pelotudo a un cuerpo muerto que él mismo había agujereado.

Hace dos años que no hablamos. Llevo dos años en otro barrio, distante, alejado de mí mismo, como enfermo. Esta tarde es la conjunción de mil tardes, de muchos despertares.
María no me entiende. Tenemos siempre el mismo debate. Todas las veces que vuelvo con el mundo pesando en la espalda contracturada o salgo liviano de esperanza en el futuro, María me hace un piquete con su “buen día” rengueando de la gota y el brazo que casi no puede mover levantado y la mano abierta; o son las dos hijas más chicas de María tirándoseme encima con besos de mocos para zafar de la carita triste recorriendo los autos. Y antes fueron los besos y preguntas de su hermanito y hermana mayores, el Facu y la Jesi.

Con María once años discutiendo lo mismo. Me hace acordar las discusiones con mi vieja, porque los viejos desestimamos las conclusiones de los más jóvenes. La experiencia siempre nos va a parecer argumento más sólido, piedra firme donde agarrarse antes que cualquier teoría seductora y juguetona, atractiva y vibrante.

Me explicaba que el Facu anda rescatado, a pesar de todo.

-El Facu, dice, así, todas sus arrugas hechas por el paso de la angustia más que por el paso del tiempo se le acumulan alrededor de la mueca imperceptible que hacen los ojos y la boca. 
Se le agolpan las lágrimas ahí atrás de la mirada, las arrugas le contienen la risa que brotaba.

Al Facu lo conocí con diez u once añitos. Eran él y la Jesi que venían desde Moreno por el Sarmiento y a pata desde Estación Caballito para mendigar en este semáforo con la mamá. Las dos más chuiquitas, eso, eran demasiado chiquitas para el viaje y la carga. Porque María se venía con banquito, la comida para el día entero y las cosas de los chicos para estudiar. Se instalaban en la cuadra. El Facu y la Jesi tomaban como cualquier niño el barrio ajeno como patio de aventuras y así se conocieron todo lo bueno y lo miserable de dueños de comercios, encargados de edificios y vecinos y vecinas de este angulito de pequeña burguesía acomodada de Cabashito Norte o Villa Crespo sudeste, como usted prefiera.

Cuando el marido de María se fue pal otro lado de la vida con todo lo que tenía para ayudar a mantener la casilla y los críos, o sea con sus huesos nomás, después de una larga y agónica enfermedad causada por un accidente de laburo que nunca pagaron las leyes de nadie, ahí mismo se vino la María vaya a saber quién por qué justo a este semáforo de tantos y millones de esta enorme alfombra de cemento.

Nunca le di un peso de limosna porque le dije, el primer día que la conocí

-No te confundas, María, yo laburo de docente, en el Estado, el departamento y el barrio a mí no me cambian.

Será por eso que los críos y ella se me tiraban en patota para hablar de cualquier cosa. Les gustaba mucho ponerse a sacarle ficha a los vecinos y sus miserias. También sabían que tenían un aliado de hierro contra la vecina del primero D que les llamaba a la gorra cada vez que se le cantaba, maltratando a las nenas, porque le habían instalado una villa en la puerta de su edificio, vieja cogotuda.

También es cierto que le dí un préstamo “yunnus” a cobrar tipo “anses” cuando intentó ponerse un kiosco en la casilla arreglada, después que finalmente consiguiera que le pagasen la pensión por el marido y un par de subsidios que le correspondían. Resulta que tuvo la buena suerte de encontrarse una asistente social en la municipalidad que la ayudó generosamente con toda la burocracia de papeles que María no entiende y se niega a entender porque le hablan en un idioma técnico de gente de carne y hueso que ella simplemente ama o sufre. Y yo la entiendo porque me pasa lo mismo. El cerebro se niega a claudicar, a aceptar que podemos ser convertidos en números y cifras, y punto.

Pero al kiosco se lo robó el Facu a los doce o trece, para hacerlo plata por merca o paco, para la bandita que lo adoptó “fraternalmente” no sé si en Caballito o Liniers. Negra oscuridad que se chupó al Facu más o menos para la época en que su hermano, volviendo del infierno de la merca y el choreo, de tantas jaulas y comisarías besaba la tierra por última vez en un descampado rastrero del conurbano.

Y María que habla de sus hijos varones y llora. Será por eso que le gusta hacerme piquete y hablar conmigo. Porque discutimos sobre el clima que va a hacer. Debo ser el único porteño que anda cavilando nubes y cambios de viento en el cielo y el aire de la radio para organizarme el día y la semana. Para María un aviso de lluvia es lo mismo que el desplome de la bolsa en New York para el yuppie de traje caro que compra y vende allá en el centro del cemento.

Pero no, debe ser eso, que conmigo habla de sus hijos y llora. Se permite llorar. Despacito. 
Con moco y lágrima. Se hace agua toda, catarata. Pero porque nunca le aflojé tampoco.

-No sos vos María. No es tu culpa, María. Vos hacés lo que se puede. Es este sistema sorete el que te pudre los hijitos María.

Siempre prefirió el argumento sólido a la teoría juvenil. Siempre fue su culpa. Tengo una maldición, pensaba en lo que decía.

Cuestión que vengo de debatir con la asamblea de árboles y María me cruza para decirme que las más chiquitas no vienen más a acompañarla. Lo dice con tristeza porque se sabe sola otra vez toda la primavera y el verano en la esquina yendo y viniendo sin nadie con quien hablar, sin sus pollitos contándole lo que hicieron en la escuela o trayéndole noticias del tipo que arregla muebles de la esquina o la señora hermosa de las lámparas de Ángel Gallardo, la mamá del Oliverio, perro hermoso y de eterna sonrisa que ilumina las calles del barrio.

Entreveo una razón trágica para la ausencia y me atajo de la tristeza de María pero me reconforta saber que no, que no pasó nada Leíto, que empezaron a jugar al fútbol en un clú nuevo de allá de Moreno, que no sé ni cómo se llama, que les pagan viáticos y el uniforme, y les dan atención médica y mi hermana las lleva y las trae.

-Mirá vos, qué buena noticia. Saludo, festejo, salto en una pata y pura emoción le pregunto si también va la Jessi.

Qué va a ir la Jessi si la Jessi lleva ocho meses en el penal de Ezeiza, hecha un trapo, una sombra, un recuerdo descarnado de lo que fue una nena de sonrisa traviesa y cachetes con mocos secos. A la Jessi se la llevó una banda de transas y cafiolos, ochocuarenta, aprovechando alguna rabieta de esas de adolescencia y mamá culpógena que tan mal hacen a las mujeres, allá por once la tuvieron prostutuída por dos mangos y a puro paco y churro. 

Le vaciaron el alma. Ahora algún cana hijo de puta le hizo una causa por narcotráfico andá a saber para cagar a quién que le saca una mula, una putita más o menos en su contabilidad cerrada del negocio que reemplazó a la industria metalúrgica en cantidad de ganancias.
Y entonces me habla del Facu.

Y la cara se le avejenta alrededor de los ojitos de madre pobre y cansada de vivir y morirse con sus hijitos. El Facu está rescatado, me actualiza María, después de un par de años en el otro infierno que esta sociedad porteña depara a la juventud obrera pobre, el infierno para masculinos de Marcos Paz.

-Está en casa, hace changuitas, no se mete más la porquería en el cuerpo. No anda en nada malo –repite María ya sin esperanza porque la experiencia le recuerda esas charlas hace once años ya cuando decía lo mismo de su hijo mayor, que también se había rescatado a tiempo y toda la ilusión.

-El infierno que debe haber pasado el pibe para rescatarse sólo. –pienso en voz alta, le cuento de Fernando, del piberío de Soldati, sabemos lo que hablamos.

-Sí –me dice- se tajeó todo el brazo, pobrecito, no sé si se quiso matar y no pudo o sólo para hacerse doler… el recuerdo del hermano, viste, tanto sufrió…

Y no puede seguir. Las madres no pueden seguir hablando del dolor de sus hijos, nunca. Se les inunda la boca de dolor, de agua, se ahogan. La palabra se muere lisa y llanamente.
Me cuenta que la primavera anterior el Facu acababa de volver del penal con la condena cumplida, todo “felicidad”, digamos y ella tuvo un “presentimiento de madre”, una puntada en algún lado, un mal sueño, algo que le hizo pedirle que se vaya a pasar unos días de su tía. 
Al otro día le cayeron de una brigada especial de la bonaerense y le rompieron toda la casilla, toda.

-Buscaban al Facu, Leo, podés creer?

-Claro que puedo creer, María, lo hacen siempre.

-Qué cosa, Leo, si mi Facu no estaba metido en nada, hacía rato…

Y me contó que le dijeron que le allanaban la casa porque su hijo era sospechoso de haber pinchado un policía en un enfrentamiento y que se había choreado 20 mil pesos. La dejaron en paz porque se fue hasta los tribunales de Moreno a denunciarlos y porque no le encontraron al Facu, porque si no lo ponían a “laburar” para conseguirles los veinte mil.

-¿Vos creés? –me pregunta todavía María con una ingenuidad que no consigo entender.

Y le cuento de cómo la 36 merodea los pasillos de los Monoblocks por las noches frescas de primavera, cuando todavía no hace tanto calor para que el olor pútrido de los basurales ofenda la alegría, y los pibitos ranchan en las ochavas ficticias, para llevarse perejiles que pasan la noche en el calabozo, todos cagados en las patas.

Y el comisario, que sabe largo que el pibe no anda en nada, como lo sabe todo el barrio y quien lo tenga que saber, lo cita al padre, obrero albañil, de mano hinchada por la cal y las sogas y el bruto esfuerzo cotidiano del fratachos, batideras, paletas, picos, palas y martillos, también todo cagado después de quince años con el orto fruncido cuidando que las “malas juntas” no le chupen el hijo para el paco y el choreo, ahora metido en una comisaría a la madrugada, con la vida derrumbada en los pies, sin saber qué mierda hacer otra vez esa sensación de vértigo como cuando lo bardeaban en el Premetro recién llegado de Oruro, mano atrás y otra adelante y no sabía dónde meterse o para qué lado salir pegando trompadas.

-Quédese tranquilo, Don, sabemos que su pibe no hizo nada. Pero andaba con el otro, el de la motito, ¿y cómo le explicamos al señor fiscal que su hijo es bueno y no se mete en nada, eh?

Y los cinco mil pesitos uno encima del otro para el bueno del señor comisario que irá a repartírselos a los dos ortivas que levantaron a los pibes.

Y María no termina de creerme, y le cuento de Luciano Arruga, y de que a su Facu lo fueron a buscar para que se siguiera “ganando” el derecho de estar libre “colaborando” con la Fuerza. Y que por eso el Facu se debe tajear el brazo, por esa sensación de estar en un túnel, que todo su mundo es una cloaca sin fin, donde no hay escapatoria alguna, donde sos un peoncito, un títere de trapo, una pelotita de mierda que alguien gatilla con la punta de los dedos, jugando a la bolita. Que no importa lo que hagas, la cloaca te devora.

-¿Quién le va a dar un laburo con ese brazo todo tajeado, Leo?

-¿Pero lo puede mover?

-Sí, tiene fuerza, pero se le notan mucho. –y acompañaba la descripción con muecas de asco y compasión que hacían imaginar el peor escenario.

Recordé que todas mis charlas con María terminaban igual. Durante los primeros años de la relación intenté convencerla de reunirse con los compañeros del Polo Obrero o en su defecto de cualquiera de las organizaciones de desocupados del barrio. Siempre se negó. Buscó la salida que vendía el sistema, la que fuese. Porque siempre organizarse es más difícil que luchar.  

Pero a ella le gusta hablar conmigo, vaya a saber por qué.

-Decile que se meta tatuajes en las cicatrices, le dije, y nos saludamos hablando del clima.


Porque a veces las primaveras vienen con flores pero sin hojas. Y no queda más remedio que buscar el camino para que la próxima vengan con hojas y flores, o que al menos alguna vez volvamos a tener primaveras. O por lo menos encontremos al ladrón de primaveras y lo hagamos cagar de una vez y para siempre.

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