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lunes, 27 de junio de 2022

Un trámite

 



No sé si pasa en el resto del planeta, pero acá, en las Provincias Unidas, cuando se dice “es un trámite” se suelen referir a que se trata de algo sencillo de superar, una boludez y no un obstáculo importante.

Usted, con toda seguridad, dirá que es un absurdo ponerse así por un trámite. Por engorroso que pueda ser, por más vueltas que le obliguen a dar para encontrar el turno, o la oficina, se trata de llenar un papel y listo, a otra cosa mariposa.

Pero yo tenía sobradas razones para desconfiar del Estado.

Por lo demás, ¿acaso es un trámite llenar el formulario de defunción de un familiar? Ese sencillo papel, con espacios en blanco que se ofrecen para ser completados con nombres y situaciones perfectamente conocidas, de repente se manifiesta como una prueba irrefutable de un hecho que une preferiría no haber experimentado nunca, evidencia ineludible de lo que sabemos debía pasar pero intentamos negar desde que nos contaron que la muerte era parte esencial de nuestro destino como especie.

(Mi abuela Nieves, tosca como la piedra que debían remover en su aldea para poder sembrar, pero con algo de astucia muy gitana, me dijo una vez a los siete años “¿ves la M dibujada en la palma de tu mano? Es porque todos llevamos la Muerte marcada en el cuerpo, es lo único seguro en nuestro destino.”.)

Usted dirá que también hay trámites que actualizan lo contrario, la felicidad indescriptible del nacimiento de la nueva vida, el encuentro de dos almas que se juran amor incondicional, qué se yo, la escritura tan buscada de un hogar, la patente de un vehículo bello que te llevará a conocer paisajes de sueño...

Certificar ante la sociedad toda, cumpliendo con los lenguajes formales de la legalidad ante las autoridades correspondientes, que se ha nacido, que se ha fallecido, que se ha amado.

No le pido fe o confianza ciegas en la veracidad de lo que le voy a contar. Le pido, sin embargo, que ahora mismo, sin darle mucha vuelta, me asegure que de existir la posibilidad de un certificado al mismo tiempo de triple defunción y doble nacimiento, garantizado y firmado por el escalafón correspondiente del Registro Civil de las Personas, sería capaz de solidarizarse un poquis al menos con el sentimiento de terror metafísico experimentado por la abajo firmante.

Así como lo lee, la posible existencia de un documento legal que certifique con los sellos correspondientes, el fallecimiento de tres individuos distintos, unidos por lazos de sangre, y el re-nacimiento de une de elles, todo en el mismo minuto.

Hágame de escribane de este flash, déle.

 

Cuestión que el encierro popular y obligatorio por el COVID a mí me hizo re mierda. Aca, como dicen mis amigues tucumanes. Llegué a perfeccionar mi rubro preferido de fantasías: la ideación suicida. Y en esa lucha conmigo misma por seguir respirando, tomé una decisión que venía postergando hace rato, la de hacer el cambio registral.

Puede que para la inmensa mayoría sea un trámite para celebrar, y no le niego una coma de respeto al derecho conquistado con tanta sangre y sudor por las compañeras que vinieron antes, que no. Pero aunque llevaba dos años y medio (trans)itando la identidad autopercibida, yo seguía siendo trotska. Como puse por algún lado, mi transición de género fue el acto más fiel al Programa de (Trans)ición del Viejo Trotsky, por aquello de si la revolución no es permanente entonces se manca y se pudre a sí misma; y por aquéllo de que les militantes debemos comenzar la lucha de clases primero en nuestra propia cabeza, en nuestra propia vida. Entonces, eso de darle tanta pelota a un trámite como el del DNI, para mí, constituía un acto de verdadera traición a mí misma, a los ideales a los que les puse el cuerpo toda mi vida adulta.

A mi favor y para que no me tome por loca –aunque, aguante mi locura-  debo decir que la famosa huelga del 1ro de mayo de 1909 fue convocada para luchar contra el primer intento de constituir un Documento de Identidad moderno.  La huelga no pasó desapercibida, como las que convocan los sindicatos kirchneristas por wasap. Llamada por la crónica de Semana Roja, por el tiempo que mantuvo en vilo a los poderes económicos y políticos, y también por los 38 charcos de sangre coagulada que el nefasto Ramón Falcón dejó tiñendo los adoquines de piedra sobre Avenida de Mayo y Luis Sáenz Peña (que todavía no se llamaría así porque el coso ese todavía vivía).

Fue un anticipo casi calcado de la huelga general del 8 de enero de 1919, la Semana Trágica, diez años más tarde, que hizo flashar a la alta aristocracia argentina la inminencia de los soviets en Buenos Aires (verbigracia, los portuarios de La Boca llegaron a tomar por las armas un par de comisarías). Y se repitió por última vez en nuestra historia en enero de 1936 (sumando ya a los comunistas y trotskistas en la huelga que dio nacimiento al sindicato de la construcción, como la de 1919 dio origen al antepasado de la UOM). La huelga general del 17 de octubre de 1945, aunque continuaba en esa tradición, por sus resultados -el encumbramiento del peronismo en el Estado-, haría que las futuras huelgas generales, como las del 69 hasta el 75 tuvieran otro carácter.

Cuestión que en 1909 mis ancestres polítiques autopercibides rajaron las paredes de Buenos Aires contra el primer intento de la Policía Federal por obligar a los choferes de camiones de transporte de mercancías a portar una tarjeta con sus datos personales y su huella dactilar. El movimiento obrero organizado rechazó ese intento de volver a tratar a los trabajadores como delincuentes potenciales, igual que habían hecho Rivadavia y después Rosas con la libreta de conchabo, que Mitre y Sarmiento elevaron al Código Rural. Para perseguir a los gauchos independientes y obligarles a facturar para un estanciero, o a laburar como esclavos del Estado en la guerra contra los pueblos originarios de la pampa, el gobierno de Figueroa Alcorta pretendía encauzar la agitación política de un proletariado reo que daba combate contra la miseria más indigna de la pujante economía rioplatense.

De la derrota de nuestros principios éticos en la lucha de clases y de la asimilación permanente de la clase obrera al Estado es que vinieron la Cédula de Identidad, primero, y el DNI después, que dicen los especialistas en estos issues, se trata de uno de los mayores registros de información individual por parte del Estado en el mundo. En Estados Unidos y la Comunidad Europea, parece, las personas “de bien” aborrecen que sus Estados compilen tanta info personal en sus registros públicos. Aunque inventaron las redes sociales… vosfi.

Como verá, estimade escribane, antes que travesti, soy una persona con una autopercepción de clase muy aguda. Es que me gustó siempre saber por qué razones y a qué tradiciones le pongo la cuerpa. Y también pasa que vengo siendo travesti, como dice la machi Marlene Wayar y el DNI sólo te acepta “F” o “X” y yo, ni H2O ni XXY como dice la poeta Susy Shock, entonces otra mufa para hacerme el cambio registral.

Pero, como suele pasar también, a los principios éticos se los llevaron puestos necesidades más concretas. La decisión de rectificar mi DNI la tomé por el lado más sencillo. En esta lucha contra una misma que es la depresión clínica, una apuesta por las cosas que “justifican” seguir aguantando la angustia de la vida. Y yo siempre que pienso en las cosas por las que vale la pena seguir respirando, pienso en viajar. Y si alguna vez volvíamos a tener la posibilidad de movernos “libremente” por el vasto territorio nacional, yo iba a querer visitar a mis amigues y amantes en Neuquén y Catamarca, seguro iba a querer llevarla a la Leyla adolescente a conocer la tierra colorada donde me crié, y me quedan pendientes de conocer la Ruta de la Seda hacia Carhué, el Parque Nacional de Lihuel Calel y el de Mburucuyá.

Me imaginaba apeándome del micro en la estación de ómnibus de Posadas con una expresión de género distinta a la del DNI y me veía siguiendo la suerte de todas mis compañeras de género, encarceladas y maltratadas por la policía. Por eso me dije basta de gilada, por lo menos que si la yuta me agarra en un renuncio no tenga la excusa legal del DNI que “no coincide” para llevarme adentro por averiguación de antecedentes.

Así que le pedí a mi ángela de la guarda que labura en la Defensoría LGTB de Belgrano y Perú, La Magui Sosa, que me ayude a hacerla corta y me consiguieron el contacto de una empleada del Registro Civil de la calle Uruguay, a la vuelta de Tribunales, para que me ayudara con el chiste en medio de las restricciones de la pandemia. Lo que toca, toca y tocó que el 10 de junio tuviera turno para el cambio registral de la Partida de Nacimiento, trámite esencial para cambiar el nombre y el “sexo” en el DNI.

Y acá empieza, recién, la historia que te quiero contar desde el principio.

Fue un junio como casi todos los que recuerdo en los últimos treinta años de esta ciudad, frío y húmedo, obligada al enorme pullover lanudo y el camperón, medibachas de escolar bajo las calzas gruesas y unas modestas botitas de cuerina medio chuecas para armarme el outfit Raskólnikoff más aburrido posible; sin maquillarme nada, me tomé el 124 en la puerta de casa ya de arranque para no tener que darle muchas oportunidades al día de arruinarme el trámite.

Es que los trámites importantes son mufa para mí, entonces hace años que me esfuerzo por ponerme en una sintonía de desconexión con el mundo sensible y enfocarme en el trámite como si me metiera en un túnel, en automático. La única manera de no perder el buen humor era prepararme conscientemente para la caterva de estupideces sin sentido que cada oficinista iba a precisar de vos y que vos, obviamente, no ibas a tener encima, ergo, vuelva otro día, ergo, pasar por esta tortura all over again, my darling.

Para arrancar mal, me bajé lejos, por Callao y Corrientes, cuando después supe me convenía la parada siguiente y caminar por Córdoba. Pero no, me patié todo por Lavalle y luego Uruguay hasta Viamonte.

Este método mío tiene el defecto que te predispone mal para cualquier cosa. Ya vas con la guardia alta esperando que salga mal todo lo que pueda pasar. Y entonces no pude registrar un hecho que sería clave: estaba entrando al mismo edificio que entró el señor que fue mi padre, cuarenta y cuatro años atrás, para ejercer su derecho inalienable y responsabilidad legal ineludible, de registrar mi nacimiento frente al Estado.

El edificio del Registro Civil de la calle Uruguay está idéntico al que fundaron en 1943 porque Macri lo renovó en todo su esplendor aristocrático cuando fue intendente de la ciudad (usando el recorte de sueldos que nos metió a les municipales para financiarlo). Supongo, claro, que sin la cartelería con tipografías de diseño cool y amarillo y obviamente sin las pantallas LCD como turneros colgando del entrepiso del enorme hall central. Pero ese beige poroso del mármol travertino, como un café con leche con más café que leche, una piel pintada de mantecol artesanal del que servían en campanas de vidrio los almacenes de barrio, ese beige particular seguramente ya estaba en julio del 77.

Una mole de diez pisos, emplazado como un castillo de la Baja Edad Media, a la vez castillo poderoso y monasterio ascético, en el corazón de una manzana plagada de edificios más altos y anchos pero ni de cerca tan imponentes. Hermosa época en la que todavía el racionalismo en arquitectura no se había extremado a la línea muerta y el cemento sin sentimientos, los pasillos y escaleras se van ramificando amplios y acogedores alrededor del inmenso hall central, construidos con la idea de contener y acompañar con calidez al ciudadano responsable que viene a dar cuentas de los hitos de su vida privada, una especie de hospital solemne pero mucho más amigable, en tonos ocres restallando del brillo de los pasamanos de bronce pulido a los detalles de madera de caoba barnizada y los tapizados de cuero verde o marrón oscuro, lujosos y mullidos, de los sillones y sillas propios de una época más feliz para culos y posaderas de las infelices víctimas de la tradición nacional por la fila eterna.

El detalle de las luces en pasillos y oficinas, saliendo temerosas detrás de canaletas de yeso camufladas como dobleces naturales en paredes y cielorrasos, le termina de dar un ambiente de ensueño, de película aristocrática en sepias, de ú la lá qué elegancia la de Francia. Una luz lechosa y cálida que no encandilaba ni mataba las tonalidades, iluminando cada tanto prolijos cuadros de vidrio y metal en composé que muestran fotografías en blanco y negro de la Buenos Aires del 900, del exterior del mismo edificio, de las calles del centro con carruajes, trolebuses y automóviles lanchones de acero pulido, mostrando las vestimentas más extrañas, de película muda, ejerciendo los distintos trámites civiles ante los mostradores del colosal templo civil.

El tipo que vino a recibir mi manojito de fotocopias y certificados bajados de interné, también era del otro siglo. Retacón en su metro sesenta, el pelo engominado a dos aguas hacía que la avenida central de la cabellera la tuviera a la altura de mi vista. De ahí para abajo, el señor enfundado en impecable blazer de paño verde inglés, chaleco beige clarito/caquita/ al tono y unos pantalones con la raya tan marcada por la plancha que, además, supuse, llevaba tiradores. De remate, unos pulidos mocasines de charol, aunque mostrando las primeras llagas de unas arrugas “pata de gallo” que deschavaban que el sueldo de este municipal, por más que se vista de gala, no alcanza para dárselas de cajetilla.

Muy correcto el tipo, impostando una voz grave pero prolija, y de pocas palabras, me dijo qué formulario llenar y señaló dónde podía estacionar el culo para esperar que termine de procesar lo mío. Lo más amargo del trámite consistía en escribir de puño y letra tu identidad muerta, para luego rogarle al Estado tenga a bien reconocerte con la nueva identidad que le solicitás sumariamente.

A nuestro Señor Kafka le habían acomodado la oficina en una pecera con dos escritorios antediluvianos, pero había que esperar en un pasillo al lado de la escalera, del otro lado del ventanal de vidrio esmerilado.

Yo, concentrada y enfocada en terminar rápido y no tropezar más con nada, metida en el túnel gris sin prestarle atención a ninguna de las excentricidades en las que mi curiosidad suele entreverarse, completé todo rapidito y prolijamente y me dispuse a esperar con paciencia, controlando la respiración, inspirando por la nariz, exhalando por la boca y todo eso.

Recién cuando terminé de llenar el formulario y levanté la vista, me rescaté de la gente que estaba del otro lado del pasillo de espera, en la punta por la que nuestro Señor Bartleby, tenía una segunda puerta de comunicación con el público. Por aquél lado estaba atendiendo los detalles finales de un contrato bien horrible, un certificado de concubinato.

La escena era propia del sainete criollo-italiano de las pelis de Sandrini. Un señor de 56 años (lo sé con exactitud porque el escribiente leyó en voz alta frente a les interesades directes, testigues de parte y representante legal, el contenido entero y detallado del contrato) declaraba su compromiso de bienes compartidos y ganancias comunes con una mujer de treinta y dos, que según se desprendió de la lectura del funcionario civil, trabajaba como empleada en el comercio del cincuentón, un kiosco sobre Juan B. Justo a la altura de Chacarita, ubicado en la planta baja del tres ambientes donde vivía la parejita.

Mire si habrá sido forzado el acuerdo, que lo más romántico que le salió decir al energúmeno después que el escribano colectó las firmas y el “sí quiero” de los cónyuges fue “¿Estas contenta, querida? Ahí tenés tu papel.” que la esposa no recibió mal para nada, abrazándose toda exultante con la mamá, la hermana y la abuela, como si hubiesen conquistado un ingreso permanente que las mantendría a flote en la emigración forzada.

Del otro lado del mostrador, el viejo kiosquero de Chacarita rumiaba anécdotas sobre cómo adiestrar perros de pelea con el que parecía ser su abogado y el único testigo que trajo de parte, un tincho de veintipico vestido de ropa deportiva adaptada para pleisteyshion, demostrando que ese matrimonio lo avergonzaba lo suficiente para hacerlo casi a escondidas, en un pasillo y sin parientes cerca, al que habría accedido seguramente en su último intento de seguir garchando fijo una vez por mes antes que la tetosterona lo termine de abandonar a la fatal flaccidez del otrora poderoso falo.

La secuencia me heló la sangre por una sencilla razón, el señor tenía la misma estampa de mi viejo a su edad, cuando mi infancia. Aunque el tamaño del comercio y la casa de en la planta alta fueron, para mi familia, varias veces más grandes, la panza en punta para afuera, sólida y no fláccida, los anteojos estilo Ray-Ban pero bifocales, el pelo cortito tipo milico, canoso y gris, bien tupido a los costados y debajo de una pelada monacal; pero sobre todo la actitud de pequeño patrón de estancia, dueño de mercaderías y personas, que amaba más a su perro que a su flamante esposa me pusieron de frente al holograma de carne y hueso de mi padre.

La relación también era un espejo, ya que mi señor padre mantuvo clandestinamente por una década su bigamia cometida con la empleada de la caja registradora de su boliche, de la misma nacionalidad de la novia sin altar que teníamos enfrente.

Se me hizo un torbellino surrealista la vista, colmada del huracán de emociones mezcladas de un pasado muerto ya hace treinta años con el de mi presente apocalíptico pos pandémico. Recordé que, al mismo tiempo que la kuñatai se transformaba legalmente en kuñakarai, dentro de un intestino bien adornado de un templo burocrático de capital, mi hermano mayor se encaraba con otras tantas maquinarias legales para saldar el juicio sucesorio de la herencia que le correspondía por derecho de primogenitura. El tipo que había heredado el rol político de mi viejo en la familia para echarme del árbol genealógico por haberme decidido a dejar de mentirle al mundo y reconocerme como travesti, quizás anduviera moviendo clavijas sin saberlo de mecanismos increíbles y fantásticos, en otros tribunales de Posadas, que hacían que yo estuviera en este templo de la burocracia viendo visiones.

Ahí estaba para mí, sea como sea, una escena subliminal de una ceremonia que aconteció después de que mi vieja se enterara y peleara el divorcio, la de mi padre consumando legalmente su unión civil con su (¿ex?) empleada, pero reproducida en vivo y directo mientras yo esperaba mi trámite.

El fantasma de mi viejo, jodiendo desde el multiverso paralelo de los soretes, ayudado por su primer varón, persiguiéndome con ruidos de cadenas y apariciones súbitas. En el frenesí de las taquicardias y la locura, flashié que el viejo y la concubina me miraban, que les testigues y el boga de repente habían deado de hablar entre elles para mirarme, para sostenerme la mirada, de reproche, oteando el papel que tenía en la mano y estaba a punto de entregar, ya firmado, al empleado cajetilla.

¿Qué querían? ¿Qué mierda venían a reclamarme o reprocharme que ya no hubieran compensado en vida, cagándome la vida como me la cagaron?

Estas reflexiones, obligadas de prepo por la butaca de primera fila en la que se había transformado mi espera, me sacaron del túnel automático que había construido para completar el trámite.

Entonces empecé a ver con claridad de qué venía el enojo burocrático de los fantasmas. Dentro del caleidoscopio en que me encontraba, empecé a entrever que mi trámite no era una bagatela, una minucia. Comprendí contra toda mi mufa, contra todos mis intentos de minimización hiper-racionalizados, que yo estaba conquistando una epopeya personal, que este trámite tenía un valor mucho más grande que el que yo misma estaba dispuesta a concederle.

Consistía, sencillamente, en usurpar el derecho de mis progenitores a decidir qué nombre de pila y qué género habrían de constar en el cartoncito plastificado que iba a identificarme frente al Estado y mis congéneres cada día del resto de mi vida.

Porque reconozcamos que es así: entre los pocos derechos legales que un padre de cualquier clase social puede esgrimir con orgullo, está el de estamparle en un cartón la identidad a sus hijes. En este sencillo trámite, la recreación fantasmal que tenía en frente venía a recordarme que estaba violando ese derecho y en alguna forma, matando a mi viejo –de nuevo- para ocupar su puesto del otro lado de la firma y el sello. Y el de mi vieja, que eligió mis nombres desde la caamilla del Hospital Alemán, sufriendo el posoperatorio de la cesárea, los que borré sin piedad ni titubeo para escribir los que yo escogí en su lugar.

(Aunque reconozco que en el de pila guardé algo de compasión con ella y con cuatro décadas de ser llamada con la misma primera sílaba, como si fuese una gatita que no renuncia al sonido con que sus familiares la celebran y la retan.)

En ese sencillo acto, cuando Mr. Cockroach terminó de agasajar a los recién casados con frases de etiqueta y me entregó el papel con los sellos que respondían a mi deseo, el muy facho sorete de mi viejo volvió a morirse por segunda vez, mi vieja fue despojada de su poder para nombrarme y la carroza de espectros en carne y hueso se evaporó bajando las escaleras del aristocrático edificio.

Ese día de junio, el cordón umbilical se había oxidado tanto que, al cortarlo, no saltaron chorros de sangre por las paredes del templo civil, que siguieron impolutas e impávidas. La cadena de la patria potestad quedaba así, amolada al ras. Aunque sin darme cuenta, en algún universo paralelo yo estaba firmando también el nacimiento de una nueva persona -yo misma- y el de una nueva madre, también yo misma.

No estaba borracha perdida como Jack Torrance en el Overlook, y por eso pude entender con plena claridad que había entrado en la máquina que sintió la factura de miles de millones de trámites vitales como éstos, y que no se había tratado de ningún desperfecto en el tejido del espacio-tiempo lo que hizo que aparecieran tantas imágenes superpuestas frente a mi sensibilidad. El edificio buscó en su archivo infinito de todas las personas que habían atravesado su interior durante ochenta años, seleccionó aquellas imágenes estereotipadas que yo no podía dejar de notar, con un solo objetivo: poner frente a mis ojos el verdadero carácter y alcance del “trámite” que estaba intentando acometer de forma rutinaria y desapegada.

El edificio, por lo tanto, hizo lo que tenía que hacer, lo que sabe y debe hacer, para sacudirme la modorra cotidiana de la repetición inanimada de firmas y papeles, para que viera sin lugar a dudas que yo me estaba convirtiendo en mi propia madre.

Claro que esto no lo registré hasta que llegó por correo electrónico el resultado del trámite iniciado el 10 de junio. Cinco días después recibía en una de las pantallas a las que vivo encadenada, una imagen digital de la vieja partida de nacimiento ahora rectificada según mi deseo. En otra pestaña, las timelines de las dos telas-de-araña sociales donde intento socializar, no paraban de postear emocionantes flyers (¿voladores en vez de volantes?) que celebraban de miles de formas diversas el cumpleaños número 56 (sí, no es mentira) de la Comandanta Mariposa, Lohanna Berkins. Ahí por fin entendí lo que había pasado en el edificio del Registro Civil de la Calle Uruguay. Lo que el edificio había decidido hacer conmigo.

¿En serio serías capaz, después de este relato honesto de secuencias y situaciones verídicas, de pensar que se trata de una coincidencia banal?

 ¿Quiénes se esforzaron más que Lohanna Berkins y Claudia Pía Baudracco para que la Ley de Identidad permitiera que personas como yo pudiésemos cumplir con este trámite?

¿Seguís sin creer?

¿Y si te dijera que el homofóbico transodiante y abusador de mi viejo falleció en la misma madrugada que se sancionaba la Ley de Identidad, el 10 de mayo de 2012, como si esa noticia en la radio de la terapia intensiva que habitaba hacía tres meses hubiera sido demasiado para su castigado sistema nervioso?

Okey. Comprendo. No te voy a pedir nada más. Pero no me acuses de fabuladora cuando sepas que el turno para el DNI definitivo me lo dieron empleadas de ese siniestro edificio para el 28 de junio siguiente. Sí, en el aniversario del primer orgullo, el día que Sylvia Rivera tiró la primer piedra contra la yuta en la puerta de Stonewall y nos habilitó el camino para nuestros derechos.

Trámite al que ya asistí relajada, con conocimiento de causa, maquillada tipo arcoiris, alegre y muy orgushosa. Y ahora sí, a otra cosa, mariposa.

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