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viernes, 17 de junio de 2022

Una lectura de Matemos a nuestros maridos. Mujeres originarias durante la conquista

Obra colectiva, AYVU Ediciones de la Tierra Roja, Posadas, Misiones, 2022. Con el apoyo del Fondo Nacional de las Artes. ellibrodejuliana22@gmail.com


Une es bienvenida a este bello objeto artístico con dos campanillas de hakaranda disecadas y recibe un beso en la mejilla al completar la lectura (spoiler alert) en la tinta casi traslúcida de una última página dibujada la flor del mburukuja (murucuyá en castellanizado, como lo es jacarandá).

Rita Segato escribió por ahí algo sobre un deseable futuro emancipado de nuestras sociedades latinoamericanas el día que superemos al Estado Criollo. En la excelente novela de Gabriela Cabezón Cámara La China Iron creí leer una utopía semejante. Me parece una idea muy sugestiva. ¿Hasta dónde llega nuestra autoconsciencia colectiva de que somos, de que vivimos en, o sufrimos al, Estado Criollo?

El Estado Criollo en América del Sud se construyó una identidad autopercibida de conciliación de clases y culturas mucho antes de la campaña del neo-imperialismo español de 1992 en torno al Quinto Centenario. Motivados por el progresismo de la Reforma Universitaria y al calor de un americanismo que renacía entre la intelligentsia de los años 20 y 30, pujando para parirse entre nazionalismos y el romanticismo revolucionario de Rusia, el Estado Criollo inventó esta ficción del crisol de razas

En Brasil se apropiaron del carnaval afro guaraní para construir el símbolo de la unidad nacional surgida de la diversidad en armonía; en Argentina Sarmiento y Ramos Mejía blanquearon de guaraníes, mapuches y afrodescendientes la historia patria y fabricaron la ficción de la patria que recibe con brazos abiertos a todos los habitantes que la quieran poblar. J. B. Alberdi y Ricardo Rojas embellecieron un poco la misma matriz liberal.

Chamuyo.

El chamuyo del Estado Criollo en Paraguay tuvo una particularidad, venía a ser la prueba de la única experiencia histórica de colonización sin conquista, sin guerra de rapiña, por medio de una alianza de sangre entre españoles y guaraníes.

Efectivamente, los casi doscientos vascos que llegaron en el verano de 1536 con el imbécil de Pedro de Mendoza hasta las costas occidentales del Mar de Solís -como primero bautizaron al Río de la Plata- después de un año remontando en barco el cauce brioso del Paraná y fundando fortificaciones precarias en donde hoy están Santa Fé y Corrientes, para 1537 se encuentran en medio de la selva más fabulosa y desesperante, sin pista alguna de la mítica ciudad de oro escondida que vinieron a encontrar, y en estado terminal de hambre y locura. 

Les guaraníes que les vieron por primera vez observaron dos datos claves. El primero, que estos extraños seres venían con armas y herramientas de un metal poderoso, el hierro, ideales para destrabar en propio favor la guerra endémica contra sus vecinos guaykurúes y para aligerar un poco la ardua tarea de talar la selva para sembrar y cosechar.

Del mismo modo, los doscientos vascos desesperados como el Aguirre de Werner Herzog, encontraron en los guaraníes a los primeros pueblos agricultores en dos mil kilómetros, la salvación para una campaña que, todo lo contrario a las epopeyas de Cortes y Pizarro para esos mismos años, no iba a darles victorias inmediatas. 

El segundo dato que observaron los tey’i ru (padres-jefes en guaraní arcaico, equivalente a cacique o curaka), es que estos desesperados y hambrientos vascos viajaban sin mujeres. Las únicas tres mujeres que habían llegado con Mendoza lo hicieron disfrazadas de varones, quién sabe si en acto de lealtad marital, de contrabando o como también solía acontecer en esa época, para forjarse un presente de prosperidad combatiendo en América portando el único género con derecho a la aventura en esos siglos. Como sea, ellas quedaron en el Puerto de Santa María del Buen Ayre y fuerte de la Santísima Trinidad hasta su desaparición poco después. 

Como nos explican las autoras, les padres-jefes de las tribus y clanes guaraníes ofrecieron a estos doscientos vascos una alianza política para guerrear por el territorio a cambio de lealtad y cooperación mutua, y en su cultura eso se firmaba uniendo carnalmente a los varones en una misma familia. Les ofrecieron mujeres guaraníes como esposas y sirvientas para obligarlos a respetar un pacto recíproco como cuñados.

Hasta aquí los hechos que alimentaron el mito del "encuentro de las dos culturas" en el Estado Criollo paraguayo durante dos siglos. Así, el mestizaje guaraní-español que pobló la nación paraguaya era el resultado de una alianza voluntaria de locales y extranjeros –una especie de Thanksguiving day con terere-  y no producto de la más femigenocida de las acciones, la violación sistémica de las mujeres de la población explotada, su secuestro, robo de identidad, imposición de una nueva, tortura, comercio y muerte.


Aranduka’i hrönir

Juliana, serigrafía de Florencia Aguirre


El pequeño libro, aranduka’i, que tengo en mis manos, contiene sólo treinta y cinco hojitas de 14 cm por 14,5 cm, pero cuenta una historia subversiva, corrosiva y explosiva. Igual que una molotov fabricada con ternura artesanal. La historia de una de esas mujeres guaraníes “entregada” para ser tembireko, esposa, de uno de esos españoles, que después de uno o dos años de sometimiento a una esclavitud cruel puso punto final, echó mano de la muy reconocida y documentada sabiduría en herboristería de las mujeres guaraníes y con un brebaje machacado, macerado, reposado y mezclado asesinó a su esposo y recorrió las calles del nuevo fuerte de la Asunción intentando convencer a sus camaradas de sufrimiento de hacer lo mismo. Los cronistas españoles lo dejaron documentado, gritaba por las calles jajuka ñande ménape, o sea, matemos a nuestros maridos (en guaraní todas las palabras son acentuadas en la última letra, sin tilde gráfica, que sólo se usa para señalar una acentuación distinta; no existe la “c” por lo que se utiliza la “k” y la “j” se pronuncia como en inglés la “j” de “just”).

Entonces todo el concepto es de un poder inagotable. Con un pequeño gesto las autoras vienen a recordarnos que la primer revuelta de la población guaraní contra la invasión española la encabezó una mujer explotada y oprimida primero por su pueblo y ahora por extranjeros. Pero el libro deja muy claro que para el momento que la compañera (llamada Juliana por sus nuevos amos) dio su grito de guerra, parió la consigna y el emblema, las poblaciones originarias todavía pensaban que era posible una alianza con estos tipos que respetarían sus descendientes. Leyendo este hermoso librillo (aranduka’i porä) una atisba esta enorme conclusión: gritando jajuka ñande ménape no sólo exteriorizaba la rabia y rebeldía propias del sufrimiento, también señalaba el terrible error que cometían los padres-jefes guaraníes al proponer una alianza a un enemigo disfrazado con piel de cordero que en sólo cien años iba a quebrar la resistencia y asentar un dominio cruel y despiadado que duraría cuatrocientos años más.

Es muy poco común en la historia de la lucha de clases humana la existencia de una voz surgida de la rebeldía que tenga el doble poder de convocar a una acción reparatoria y al mismo tiempo desnudar una verdad desconocida por les oprimides y explotades, señalar una salida definitiva. Porque los maridos eran todos españoles y venían a matar y saquear, y a quedarse matando y saqueando, no a aliarse en beneficio del guaraní.

En tres palabras “Juliana” condensó la verdad, la acción y el programa que hubiera salvado a una entera civilización del drama que sigue sufriendo todavía quinientos años después.

Y el mérito de las autoras, me parece, es haber contado esta historia utilizando el mismo concepto de la protagonista, condensando en un objeto pequeño y frágil como lo son tres palabras (ñe'ë, que también significa espíritu, aire vital y es lo que identifica a cada ser vivo como único y al mismo tiempo parte del todo), toda la riqueza y el poder. Se trata de una obra artesanal, trabajada en dos voces, una narración historiográfica, bien solidificada en fuentes de primera mano y juicios de especialistas, intercalada con la voz ficcional de “Juliana” que cuenta en primera persona lo que hizo y un compendio de serigrafías en dos colores que recupera con una estética de la selva, del monte, ka’aguy, la vida de las mujeres guaraníes (en la lengua guaraní el apóstrofe se llama punsó y se entona como una consonante más mientras que la “y” representa un sonido tan particular que resume la potencia del idioma, una mezcla de “u” cerrada con “y” que sólo se logra con mucha práctica y escucha).

Además, como activistas del feminismo y la cultura guaraní en una sociedad rabiosamente misógina, clerical y criolla como la misionera de hoy día, las compañeras se dan el gran lujo de sembrar entre las hojas de esta hermosa flor una serie de pistas para comprender la etimología de algunas palabras dolorosas, como karai (al mismo tiempo Señor y Español) surgida de una primera fascinasción por el poder de sus armas o kuña, cuyo origen desnuda el contenido patriarcal de la civilización guaraní al momento de la conquista, identificando a la “mujer” como amante y sirvienta, al que las compañeras oponen la voz hai que señala la mujer creadora de vida, poderosa.

Para finalizar, es muy difícil caer en una lectura romántica acrítica de la civilización guaraní leyendo este libro. Aquí el filo de un feminismo que, denunciando al patriarcado, desnuda para quien quiera verlo en toda su dimensión, una estructura de violencia económica, social y simbólica contra las mujeres presente en la organización de dos civilizaciones distintas, el incipiente desarrollo de un proto-estado agrícola-cazador y el feudalismo absolutista europeo. Queda abierto el debate para les compañeres feministas, clasistas e indigenistas por un pequeño libro que no deja espacio para la auto-complaciencia ni la idealización, como las mejores obras de arte y ciencia que más nos gustan. 

Sólo cabe agradecer a sus autoras María Cecilia Rodrígues (relato histórico), Florencia Aguirre (ilustraciones) y Laura Rodrígues Estévez (maquetación y encuadernación) y a su editorial AYVU, ediciones de la Tierra Roja por ofrecer a este mundo que tanto lo necesita, este hermoso hrönir (el objeto de arte único e irrepetible que fabricaban les habitantes del Tlön de Borges) que nos muestra el camino de la libertad iluminando nuestro propio origen, reviviendo en nosotres lo mejor de nuestras raíces, señalando el poder del arte, de la palabra y la imagen, de la curada mano de las artesanas, del poder indestructible de la ternura cuando comprende por dónde es la salida.

Mainumby, serigrafía de Florencia Aguirre


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