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sábado, 18 de junio de 2022

El calendario de Dalái-Nor

 


Estoy convencida que existió una persona que entendió por primera vez la totalidad del universo, o sea, el mecanismo de su devenir caos permanente, de quien no ha quedado prueba. En realidad, tan solamente una. La tarea de la literatura, como yo la comprendo, es documentar con rigor científico su existencia.

Vivió y murió veinte  mil años antes de hoy entre los árboles inmortales de la ribera de un oblongo lago glacial que hace relativamente poco empezamos a llamar Baikal (mar de riquezas, o mar generoso dicen que le llamaron los conquistadores tártaros hace mil quinientos años aunque una traducción más exacta sería Aguas Infinitas que Regalan Vida) y que mucho antes se llamó Dalái-Nor o Mar Sagrado por les buraties, que fueron les primeres en habitarlo.

Karl Jung –ese gran hipócrita- convenció a toda la intelectualidad de la probable existencia de una estructura psicológica y emocional común a todo homo sapiens que explicaría por qué guaraníes y hebreos flasharon mitologías similares a pesar de llevar máximo treinta mil años separades. Su discípulo, Jospeh Campbell, le vendió la estructura universal del mito a millares de novelistas y guionistas de cine desde los años cuarenta del siglo 20 y acá estamos, rumiando las mismas tramas para recrearnos los últimos ochenta años.

Como todo hipócrita, el error fatal de su juicio fue una significativa carencia de imaginación poética. 

Si hubiera tenido un mínimo de ella sabría, como saben les antropólogues, que la humanidad antes de inventar la narrativa ficcional del siglo 19, muchísimo antes de la escritura, imaginada por escribanos de Templo hace cinco mil años, narró en versos rítmicos. 

Poesía y música fueron nuestros primeros suspiros. 

¿Es tan difícil creer que la misma especie que fue capaz de poblar un planeta gigantesco como el nuestro en apenas el dos por ciento de su existencia caminando sobre sus dos patas traseras, haya sido capaz de mantener vivas las mismas arcaicas sabidurías sobre el funcionamiento del cosmos, aunque reformuladas incesantemente a través del molino del tiempo y el espacio, en nuevas lenguas y formas diversas e infinitas?

La filosofía cartesiana del milenio europeo marcado por el desarrollo vertiginoso de las capacidades del trabajo humano es incapaz de otorgarle a la humanidad originaria de la faz terrestre la chance de haber sido inteligente y tenaz. Pero es porque estos científicos nunca conocieron un piquete en San Martín o La Matanza, en San Miguel o Jocepa. 

No saben (no pueden saber) de lo que somos capaces quienes dejamos la piel en la lucha contra la necesidad más dolorosa, la piel reseca del hambre de nuestras crías. Yo creo que debe estar en nuestra codificación genética más atávica, (como creyó también Carl Sagan el año en que nací) esa comadrona capaz de inventar comidas imposibles y multiplicarlas por milagro mientras de alguna forma resistimos los palos y las balas de la bonaerense, la federal, gendarmería o prefectura; algunas de esas encargadas de conservar la sabiduría de las abuelas y abueles en el extenso clan primitivo tendrían la tenacidad suficiente para instruir a su descendencia en la repetición de versos rítmicos, rituales de cocina y laboratorio, de agricultura y adivinación, suficientes para perpetuar, sí, valga el énfasis, perpetuar la misma mitología.

Cada nueva línea que algune piensa por primera vez en el mundo, es una reversión de aquélla primera.

La humanidad es la única máquina de la naturaleza capaz de crear dioses y diosas. Las moldea sacando afuera sus miedos y emociones, los dioses son, por lo tanto, la catarsis de la humanidad, la extroversión de sus peores potencias. Y también, claro, el espejo deformado de una era social, económica y política particular. El registro poético de un momento del universo (esto es del mejor Karl, Carlitos Marx).

Volvamos a esa primera persona que comprendió al cosmos. Su clan se había establecido hace varias primaveras en esta ribera, al abrigo maternal de la ladera sudeste de las sierras vecinas del gran lago proveedor de vida. Aquí en las llanuras y valles, en las cuevas y bosques que rodean al Dalái-Nor, se apearon estos pocos clanes de la extensa peregrinación permanente hacia la Casa Donde Nace la Gran Esfera de Fuego del Cielo, que en nuestro idioma llamamos Oriente. 

Una extensa herida en la corteza planetaria, abierta por el desplazamiento de las placas tectónicas, que recibe en su seno las aguas de centenares de ríos y riachuelos de deshielo y sólo se desgarra en un pequeño y meandroso río de montaña que baja corriendo y despeñándose contra la roca en sentido sudeste-noroeste. No es el lago más grande, ni el más largo, o el de mayor altitud del planeta, pero es el único que parece y funciona como una gigantesca vulva. 

Esta colosal herida entre las placas de piedra de la corteza del planeta es fabulosa. De cara a la atmósfera donde respiramos, recoge un enorme espejo de agua que irradia calor y humedad hacia sus costas, atemperando los 50 grados bajo cero que suelen conquistar sus ocho meses de invierno polar; el anverso de la grieta, bajo las aguas dulces, permite la salida constante del magma del subsuelo planetario, calentando algunas partes del lago con aguas termales. Si les habitantes más antigües hubiesen podido sobre-volarlo como sus ancestras las aves, la sola imagen dibujada por el espejo de agua, sumada a este conocimiento de la dinámica de las placas tectónicas, hubiese justificado nombrarle con el equivalente en buriato para Vulva Sagrada. Una gran vulva abierta entre las montañas púbicas de China y Mongolia y los vastos muslos de la tundra siberiana.

Nuestres modernes científiques, herederes de la Rusia zarista que arrebató la región de las manos de Mongolia y Manchuria en el siglo 17 de la era cristiana, no podrían haberle puesto ese nombre por más que lo hubiesen pensado, debido a la censura puritana de la cristiandad ortodoxa, o del estalinismo.

Las orillas del lago, bendecidas con la mayor concentración y diversidad posible de especies animales y vegetales en este rincón del planeta, funcionaron durante todo el Paleolítico Superior como parada obligada en la peregrinación de nuestra especie hacia el este. Todas las familias que lograron acceder a la que muy luego llamaríamos Alaska, en la última glaciación hace treinta mil años, tuvieron que pasar por Dalái-Nor para abastecerse y abrigarse antes de encarar la peor parte del camino, el Eterno Puente de Hielo que luego de derretido  llamamos Behring.

Alimentados sobre todo con carne de renos y corzos, de quienes utilizaban todo, huesos, astas y pezuñas, sangre, grasa y cuero, aprendieron a cazarles imitando a les mejores, la gran comunidad de la lobería ártica. Se mimetizaron con les lobos de la estepa al punto que estructuraron su sociedad en el mismo sentido. Sus dioses y diosas, por lo tanto, de alguna forma fueron inventades por animales distintos a nosotres. Todavía más primitives. Hubieron clanes que imitaron a les oses polares, otros a los búhos árticos. Todes tuvieron sus tótems, sus diseños sagrados en vestidos y peinados, sus divinidades.

Esta persona de la que ignoramos todo, llegó a sus cuarenta y dos años sin consciencia de tenerlos, pero cuando reconoció las primeras señales del deterioro definitivo de su cuerpo –la vista nublada al besar a las crías, los pinchazos en las caderas cuando meaba-, propuso a la asamblea del clan apartarse de la sociedad y vivir sus últimos años vagando en soledad por los bosques. 

El sedentarismo fue, antes que nada, nuestra forma de apearnos de la vida. 

Su clan accedió con suma pena, premiando su compromiso con el futuro de sus semejantes dotándole de herramientas, alimentos y vestimenta para que logre asentarse en paz y calma, garantizando un placentero inicio para su inevitable final. Y le despidieron en una gran celebración, compartiendo la comida, las danzas, la música de tambores y flautas y la energía induplicable de la alegría colectiva. Así forjaron su último recuerdo juntes.

Había sido hasta entonces une de les privilegiades en acceder al aquelarre de madres y abuelas en carácter honorífico, lo que generó una base muy sólida para su propia autoestima y le forjó un carácter alegre e indómito que durante treinta y seis años le permitieron agraciar al clan entero con el resultado de sus proezas en la caza y la defensa de las tribus. En su juventud, la astucia y agilidad de sus movimientos, la percepción aguda de las señales del ambiente, le valieron el agradecimiento de las suyas y hasta cierto renombre que duraría mucho más que elle en el recuerdo de sus descendientes. A sus doce años, en el ritual de pasaje a la adultez, la tribu consensuó con elle su nombre: Loba Oso de Corazón Rojo. En su idioma era una sola palabra que sonaba como un relámpago.

Decidió instalarse en un refugio en la ceja de las sierras en la punta más al noreste del extenso lago, donde las sierras nevadas ofrecen un arco, una muralla semicircular que protege de los gélidos vientos del norte y disfruta de unas hermosas y plácidas playas. Las llamaban con una  sola palabra que en su idioma identificaba maternidad antigua, como Abuelas-Madres. Sabemos que se trataba de un idioma que duplicaba las vocales, usando abiertas y nasales, como en el guaraní, pero que también duplicaba las consonantes -algunas de ellas con hasta tres acentuaciones distintas en sonoridad y significado- como en algunos idiomas eslavos.

Allí pasaría las primaveras y veranos, esos cuatro meses entre marzo y junio en los que se podía disfrutar del sol en la piel desnuda y de las lluvias regadoras de verdes pastos y flores, cazando venados y conejos por medio de sencillas trampas o emboscadas de arco y flecha certeros y soportando el invierno eterno de setiembre a febrero en una profunda caverna bien pertrechada de alimentos y defendida con todo tipo de trampas mortales.

Aprovechó entonces el sustento provisto por el las jefas del clan, sus más viejas amigas, todas madres, como ella, aunque no de la misma forma, para indagar el territorio donde defendería su derecho a seguir respirando, en una lucha solitaria contra el ambiente natural, hasta el final. Durante sus primeros ciento veintidós días de temperaturas por encima de los diez grados centígrados viviendo en soledad, desistió de perseguir presas y dedicó el tiempo a buscar la morada perfecta para morir. De las centenares de cuevas, rescollos, agarimos, cejas y cavernas que rastrilló en este recodo de las sierras madres y abuelas, halló al fin una con el tamaño, la forma y la orientación que la experiencia le habían señalado serían las mejores para atemperar al máximo la crueldad invernal.

Tenía ramificaciones que terminaban en cápsulas perfectas con espacio suficiente y buena circulación de aire para utilizar una como reserva permanente de fuego, que alimentaría religiosamente de leña y carbón durante los 243 días, y la única salida al exterior miraba hacia el este, permitiendo que cada gota de calor solar entrase y bañase el clima interior del refugio. Bastaba dejar sus propios excrementos en la boca de la caverna para que les osos no se atrevieran a intentar domesticarla como propia y el tamaño de la entrada no permitía el paso de los últimos mamuts lanudos.

Cuando terminó de organizar su último hogar, se descubrió imitando a las hormigas, y dedicó el último aliento estival para recolectar frutos de árboles y pastos, para almacenarles en los recovecos más helados del recinto, ubicado en un extremo tan entreverado del sistema de túneles que debió usar un viejo cordón de tripas secas para ayudarse a encontrarle una y otra vez.

Aunque estaba satisfeche con su astucia, cuando el invierno se puso más cruel y la diosa de hielo parecía haber dejado su Campamento de Primavera, en el Primer Norte, para salir a hostigar al mundo con todo el odio de su amor despechado de traiciones ajenas, un extraño sentimiento que nunca antes había sufrido comenzó a apoderarse de su sensibilidad. 

No era tristeza, aunque así comenzaba. Esos últimos amaneceres antes de que se congelasen las aguas de la Dalái-Nor –la señal indicada para taponar de barro y madera la entrada de la cueva y resistir hasta la próxima primavera- comenzaba a notar los efectos de la nueva vida fijada en un solo punto cardinal. A medida que el invierno gobernaba la tierra y la vida se retiraba lo más cerca del corazón del planeta, las tareas necesarias para sobrevivir se hacían menores y los momentos de quietud se prolongaban, conquistando cada vez más los segundos y minutos.

Esta nueva sensación le agobiaba. Por primera vez imaginó su muerte. Después de toda una vida cazando, sobrevivió a la muerte preferida de su estirpe, en las garras y fauces de las cazadoras que más admiraba, y ahora se asombraba pensando en que podrían existir otras formas de terminar el camino. ¿Era posible que esta quietud y tristeza de no hacer nada le agrietara el corazón y los pulmones al punto de asfixiarle? Esa era una muerte horrible, sin honra alguna. Y lo peor, podía durar demasiado.

Decidió con firmeza, entonces, encontrar una ocupación que le mantuviera active hasta que la gran esfera en llamas del cielo volviera a su máxima vitalidad e imperio. Pasaba esos amaneceres ante la puerta de la cueva meditando en las posibles tareas. Sólo esto ya lograba poner freno al sentimiento recién nacido. 

Pero la respuesta no aparecía por ningún rincón conocido de su experiencia de vida. No sabemos si la nostalgia llegó a mutar en melancolía o fue reemplazada por la desesperación y el insomnio, pero algún día muy a tiempo, notó con curiosidad que la Esfera de Fuego del Cielo, que todas las mañanas parían las montañas abuelas del este, emergía cada nuevo día de un pico ubicado más hacia la derecha, y su camino por el cielo se inclinaba más y más hacia el sur a medida que el lago se congelaba y el resentimiento de la diosa se intensificaba.

Recordó las enseñanzas de su madre y de su abuela, que le fueron transmitidas cuando decidieron criarla como una más de ellas, a pesar de no tener la entrepierna abierta como el lago, ni sangrar por allí cada luna o hincharse los pechos y el vientre antes de parir.

Entre esos recuerdos que se colaban de nuevo en su conciencia volvió a ver, como entre sueños, las varillas de huesos de distintos animales marcadas con punzones de la piedra que no se partía, en las que las viejas de cada tribu marcaban las diversas formas que la Esfera de Hielo en el Cielo tomaba durante cada noche, que las ancestras usaban durante las incontables generaciones para anticiparse a los sangrados, propiciar embarazos o evitarlos, y anotar el momento exacto en que cabía esperar el deshielo de la Mar Sagrada, la Vulva Divina y el florecer de la nueva vida.

La esperanza volvió a brillarle en la mirada rasgada que recibía al horizonte  sobre sus pómulos salientes y anchos, acodada en su largo balcón sobre una nariz casi sin puente

Así se imaginó su última tarea. Marcaría con esos punzones el exacto lugar de salida de cada nuevo sol por las mañanas hasta que la espera infinita se terminase y la Diosa Invernal volviera a encerrarse, calmada, en sus fríos aposentos del Extremo Norte, de donde nunca llegaban mensajeros humanos, corrida por los cálidos vientos del sureste, desde el Mar Amarillo, que hace cinco mil años comenzamos a llamar Golfo del YangTsé.

Fue fácil al principio marcar el suelo de tierra congelada de la caverna, hasta que descubrió que llegado un punto, la Esfera de Fuego Celestial comenzaba a renacer en sentido contrario, retomando su camino en los cielos hacia la izquierda, como si buscase de nuevo el exacto eje del este, cuando su vuelo eternamente repetido la colocaba exactamente sobre la cruz de nuestras cabezas. Esto le obligó a continuar las anotaciones en una segunda línea, por debajo y en paralelo de la primera.

Ya había olvidado el sentimiento de angustia de las últimas 122 marcas, cuando comenzó su tarea en las páginas donde descansaba, hasta que le asaltó una suma euforia, idéntica a la del nacimiento de una nueva camada de semejantes, o el descubrimiento de les primeres pimpollos en las faldas livianas del piedemonte, o los sonidos de los insectos que ya comenzaban a alegrar la música en los alrededores. Dalái-Nor se diluía de nuevo poco a poco cuando la Esfera de Fuego renacía exactamente en el otro extremo y parecía seguir empujando hacia ahora rumbo al norte. 

Dibujaba su camino cada mañana antes de comenzar las múltiples tareas que demandaban la primavera y verano, efímeres, y disfrutaba como una pequeña criatura, de nuevo, en el final de su vida, del juego de perseguir a la Esfera de Fuego en su vuelo cotidiano.

Y otra vez, después de 122 marcas de un avance inclinado hacia el norte a través del aire celestial, la Esfera de Fuego comenzó a retomar hacia la derecha. Celebró la travesura y de nuevo decidió continuar las anotaciones en un renglón por debajo del anterior. Y a las nuevas 61 marcas volvió a pasar por el lugar cuando su vuelo obligaba a forzar el cuello hacia atrás.

Sin planificarlo, había logrado sobrevivirse una nueva temporada de caza y recolección, y sus achaques parecían evaporados.

Durante estos buenos días celebraba las noticias que compartía con su clan a través de las tribus que acampaban en su camino hacia la Casa Cuna del Sol, detrás de las Sierras más Abuelas, donde el verdadero Dalái-Nor, el Agua Original, sabíamos que existía. Las noticias de sus semejantes pasaban de boca en oído de les viajeres como el crepitar de las aves rebotan en las hojitas de los árboles, tintineando cual gotitas de agua cristalina en un cauce de piedra, en un valle estrecho en el corazón del monte. La misma felicidad le producían.

Esto le dio el optimismo para continuar su nueva tarea, y comenzó a anotar otro tipo de cosas cerca de cada muesca. Por ejemplo, el día que las primeras hembras de corzo comenzaron a hincharse, o los nacimientos de las camadas de lobeznos. El desove de les peces en las orillas, la aparición fugaz de las mariposas, el momento que las hormigas negras comenzaban a construir sus caravanas de reservas, la caída de las primeras hojas muertas de los árboles, la desaparición paulatina del trino de les pajarillos y todo tipo de eventos que le llamaban la atención y recordaban su entrenamiento con las hechiceras de la tribu.  

Esa euforia infantil resurgía una y otra vez cada que descubría con placer que los renglones se acumulaban y los eventos remarcados se repetían con relativa cercanía de las muescas superiores en la tierra. Hasta el séptimo renglón, en que se le ocurrió que había perfeccionado casi todo el conocimiento necesario para sobrevivir en las condiciones que experimentaba su clan y se convenció de la necesidad de trasmitirles todo lo que su exilio voluntario le había enseñado. 

El deterioro de sus capacidades físicas, sin embargo, a pesar de no molestarle bajo la alegría del descubrimiento, le hacían imposible pensar en volver a encontrarse con sus semejantes. Había elegido un refugio perfecto pero demasiado lejano para garantizar que su mensaje pudiera ser oído. Utilizar a les viajeres tampoco era una opción, pues se movían como una flecha, en una sola dirección, contraria a la de los lugares elegidos por las suyas para habitar.

Pasó varios días y noches meditando sobre esta nueva necesidad y ese funesto sentimiento de asfixia volvía a presentarse. 

Hasta que, merodeando por los infinitos laberintos de su morada final, encontró la vértebra enorme de un extinto mamut lanudo, de un marfil al mismo tiempo fácil de tallar y sólido lo suficiente para no quebrarse. Recordó los adornos que homenajeaban las victorias personales de las matriarcas del clan, fabricados de huesos como ése, aunque con tamaño ajustado a los cuellos, orejas y narices que adornaban y se le ocurrió la idea de meter en ese hueso circular todos los renglones del papiro de tierra fría que alfombraba la entrada de su hogar, y empezó a meditar fuera de la nube de tristeza anterior, buscando ahora un diseño que le permitiese diferenciar con claridad los siete períodos distintos que sumaban las 122 muescas antes de ese eterno invierno de 243 muescas que había repetía por cuarta vez ya desde que comenzó con este juego.

Sería su último legado para sus hermanas menores. Muchas de esas restantes noches y días, detrás de los pensamientos y acciones de la vida cotidiana, germinaba la inquietud de imaginarse a todas las personas que antes habían llegado a apartarse de la comunidad como lo hacía ahora y cuestionarse la posibilidad de que ellas también hubiesen dejado mensajes como éste, o de otros aprendizajes también interesantes y necesarios, y dónde es que estarían ahora y qué pasaría si en lugar de verse encontrados por azar, o perdidos para siempre, pudiesen haberlos juntado todos en un solo lugar para que todas las hechiceras de todos los miles de muescas anteriores pudieran haberse nutrido de esas enseñanzas. ¿Estaría su clan hoy viviendo de la misma manera?

Es imposible imaginar con certeza científica los posibles presentes para su tribu que imaginó esta persona, que soñó más bien, durante los siguientes renglones de su piso de tierra, que tomaron la forma de una espiral central de 243 marcas sore el hueso de marfil, rodeada de seis espirales laterales con catorce marcas cada una y unidas por hileras que agregan las restantes treinta y dos que configuran los 122 días del verano siberiano.

Que es la famosa placa que los arqueólogos rusos encontraron en el yacimiento de Mal’ta, en el óblast Irkutsk de Siberia, y dedujeron de ella solamente el período de duración de las hembras del corzo embarazadas, porque fueron encontradas junto a huesos de corzo adulto serruchados y masticados. El yacimiento queda muy lejos de la caverna donde fue producido, dato relevado por los análisis químicos de residuos encontrados en las microfisuras del marfil. Aunque la locación exacta del sitio de creación no se pudo determinar, se sospecha que se produjo en las cercanías del lago Baikal en la frontera de Siberia con Mongolia. Los científicos especulan con bajo riesgo de equivocarse que la pieza habría sido arrastrada río abajo por el Angará, único efluente del lago de origen tectónico, que baña la ciudad rusa de Mal’ta.

Lo que no han logrado adivinar estos sesudos varones de la ciencia imperialista, es que el saco de cuero donde viajaron juntos estos obsequios, largo tiempo reutilizado y desaparecido, estaba dibujado con las trazas que identificaban al clan de la persona que los fabricó, para que sus semejantes se toparan con él en algún recodo del valle que habitaban y reconocieran a le remitente y celebraran su último aporte a la vida del clan.

Además de las carnes, frutas y flores de la ofrenda amistosa que no hallaron, junto al medallón de marfil circular tallado en espirales comunicadas como serpientes mordiéndose la propia cola los arqueólogos encontraron otras cinco estatuillas de hueso, pero esta vez en fémures de lobas de la zona, talladas en ellas las siluetas danzantes de cinco antropomorfas de amplios pechos y caderas y una más corta, con idénticas marcas a las otras pero con un detalle que les arqueólogues más jóvenes están empezando a cuestionar pueda identificarse como un pene, mientras que los superiores en las cúspides de las academias mundiales se niegan a aceptarlo coexistiendo con pechos y caderas de madre. Proponen la hipótesis más sensata de un símbolo mágico de poder, o un simple error, una muesca tallada por accidente, imposible de corregir con la tecnología de aquélla era. 

Nuestre primer astrónome, filósofe e imaginadere de narrativas fantásticas les había enviado también, su recuerdo de la última vez que danzaron juntes.

La leyenda de OsaLobo de Corazón Rojo se sigue cantando en las reuniones ceremoniales de las etnías de origen mongol y tártaro de las pequeñas ciudades de la República de Baritia, en el sudeste de Siberia, aunque no en la iksba de Irkirin, donde se encontraron los restos arqueológicos, quizá por eso, y porque los arqueólogos provenían de unas Moscú y San Petersburgo que ignoraban las tradiciones de las comunidades originarias de la región conquistada por la fuerza y sostenida militarmente, no hicieron las conexiones suficientes.

Rasgos de la historia se encuentran enmascarados con otros lenguajes y figuras en distintas fuentes. Las estatuillas de mujeres en estado de gravidez son recurrentes en el registro arqueológico europeo, africano y asiático, en distintos soportes de huesos o piedras, algunas escenas se traslucen en los papiros del Nilo y las tablillas de arcilla del Éufrates, con toda claridad en los contornos de la diosa Innana en Uruk, tallada en sobre-relieve a la entrada de un zigurat hace 3800 años atrás; en su Cosmos, Carl Sagan encuentra patrones de registros astronómicos en cúmulos de piedra neolítica de las llanuras del Mississippi, algunas marcas y diseños resuenan en la confección de la Piedra del Sol en la capital Azteca, y se dejan ver con certeza en algunos glifos mayas de Tikal. Llama la atención también la resonancia de algunos toponímicos de la leyenda con palabras del idioma guaraní mbya arcaico registradas por León Cadogan en su opúsculo Ayvu Rapyta publicado por la Universidade de Säo Paulo en 1959.

También sabemos que fue registrada por los monjes budistas después de la conversión de los mongoles y se cree es el origen de las alegorías de Platón y el mito de Zaratustra (indignamente calcado por El Profeta Muhammad y por el General Ignacio de Loyola y mejorado por Nietzsche), derivados de dos poblaciones originarias del Cáucaso como fueron dorios, aqueos y persas. 

El sabio persa (convertido al ishlam) Al Juarismi, habría recopilado la historia en su Kitab surat al-ard o Libro de las formas de la Tierra, del 833. Una versión fundamentada con mayor cantidad de detalles y pruebas, obtenida quizás también de ficciones, de múltiples lenguas según fuese le viajere de la Ruta de la Seda que contactase. Lamentablemente su libro se considera perdido en el incendio provocado por los primeros cristianos en Alejandría hace mil setecientos años, se cree que la científica Hipatia trabajaba en su descifrado cuando fue quemada viva por la turba endemoniada. Un escritor nacido en Buenos Aires, descendiente de españoles, kíchwas e irlandeses sospechaba que habría inspirado algunos pasajes del Corán, el I Ching y, obviamente, al mito del Minotauro de Cronos.

Lo que más obsesiona las angustias de los científicos hasta hoy, es el reverso de la placa de Mal’ta, hoy amontonada en las galerías aristocráticas del Hermitage de San Petersburgo. Allí aparecen talladas con asombrosa calidad tres serpientes. Los académicos se devanan en nuevas tecnologías para determinar a ciencia cierta la existencia de esos animales en las estepas de hace 20 mil años atrás, pero descuidan la certeza sublime de otras tantas figuras idénticas observadas en los glifos náhuatl y quiché, llamadas qutzalcoátl y kukulkán, enrolladas alrededor de calacas, ojos, manos, garras y elotes en la suprema Coatlicue, o en rodeando las placas de bronce arsenical encontradas en la cima del Ambato, en Catamarca. La semblanza es más clara de otras grandes serpientes mitológicas más reconocidas, como la que estructura las mil facetas de les dragones chinos y japoneses, que algunes entrevén también en la epistemología simbólica de los dragones alados de las sagas normandas.

Presentes también en la simbología kabalística de la Torá en el origen del planeta, seduciendo a Eva con su sabiduría y rebeldía, o en las menos conocidas leyendas guaraníes de la mbói jagua, la Serpiente Gigante, son símbolos del tiempo cíclico y fatal, destino, principio y fin del cosmos.   


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