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jueves, 17 de octubre de 2019

La Virgen Cabeza, un Facundo al filo del siglo 21

Una lectura de La Virgen Cabeza de Gabriela Cabezón Cámara, Eterna Cadencia Editora, Buenos Aires, 2009



La única forma de leer La Virgen Cabeza de Gabriela Cabezón Cámara (1968, San Isidro, Buenos Aires) es en el tono del Facundo de Sarmiento, o de Cambalache y Yira, Yira de Discépolo. Sarmiento disputa con su archienemigo Hernández y su La Vida del Gaucho Martín Fierro, la fundación de la literatura nacional en torno a la crisis de la sociedad rural característica de la génesis feudal y católica colonial ante el "progreso" del liberalismo anticlerical capitalista del siglo 19 (esa "larga espera" que imaginó Milcíades Peña y escribió Tulio Halperín Donghi); Discépolo describió el cambalache que tenía en la conciencia la generación obrera y su intelectualidad a las puertas de la crisis más fabulosa del imperialismo capitalista en los años 30, en las que todo se mezclaba con la miseria que se inundaba en los sentidos como nunca antes. La de Cabezón Cámara sea quizás la mejor aguafuerte barroca de un proletariado golpeado por la crisis del capitalismo en su fase de descomposición, al borde de sí mismes, reventando hasta las formas en que construyen los pedazos de su sexo afectividad en los márgenes del imperio.

Sería muy fácil caerle en la crítica superficial sobre el grado de conocimiento de la escritora del objeto que pretendió representar: les villeres, las travestis, las travestis villeras. Pero cabe preguntarse si son esas personas, esos arquetipos, los que interesan a la prosa delirante y filosófica de esta singular autora. Creo entrever que no se trata de esos personajes el objeto de la narradora, sino el país que construyen. La Virgen Cabeza puede ser leída como una novela épica, un fresco barroco –por la sobrecarga de imágenes consideradas necesarias para construir un todo de belleza y significado y por su estrecha raíz en la cultura católica de América Latina- y bizarro o grotesco –por su significado político de crítica ácida contra el Estado- que intenta describir cada aspecto de la alfombra extraña que tejemos juntes todos los días.

Igualito que la Virgen de Luján, que eligió un método irracional para demarcar el lugar donde quería que la proto burguesía ganadera rioplatense de origen vasco (o sea de capitales comerciales y terratenientes del noreste la península ligados financiera y espiritualmente a la mayor empresa multinacional de origen euzquerra, la Compañía de Jesús, con sede capital en el Vaticano) le construyera su mayor templo pagano, justo en la puerta de los primeros grandes campos ganaderos de esta banda occidental del estuario barroso; así actúa una travesti monstruosa (en el sentido borgeano de los infinitos rostros en un mismo ser) que después de una violenta violación en masa de toda una comisaría del conurbano, renace gracias a la redención que regala a todes sus agresores, elije un pozo de barro y mierda en el corazón de una villa rodeada de countrys en Zona Norte, para construir un estanque artificial donde criarán carpas, multiplicando los peces para saciar el hambre de su comunidad y permitirle la posibilidad a varias, por ejemplo, de dejar la prostitución como medio de vida obligatorio.

Esta referencia histórica no es la única a lo largo de esta verborrágica obra, quizás ni siquiera la más significativa. Pero es ideal para comprender esta dimensión de la novela, la de situar la mitología que explica la génesis de nuestro presente en un presente más claro y concreto, más realista que cualquier intento de resumir los conflictos de un género o las facetas de una vida villera en un texto literario.

Cabezón Cámara es audaz y temeraria. Desafía todos los preconceptos con los que une quiera acercarse a su historia. Los pechea, como en el barrio, nos desafía.

También utiliza una cruel interpretación de la leyenda popular construida por la Iglesia y la monarquía francesa para sublevar la embrutecida sensibilidad campesina y seducirla a ganarse el cielo matándose en los campos de batalla contra los hoplitas bretones, la cruzada Juana de Arco trasvestida de varón y ocupando sus roles consagrados por la historia, la tradición y la religión oficial. También hablando directamente con dios como la extensa tradición de profetas que la tradición más arcaica y oriental del judaísmo dejó impresa para siempre entre los derechos de herencia de las almas más inspiradas por el espíritu sagrado, igual que una de las dos protagonistas de esta novela, el eje corporal alrededor del cual se revoluciona la trama principal y todes les personajes, el mito que Cabezón Cámara construye para explicar su propio país.

También en la historia está ese recurso de locura que Cervantes dibujó para su arquetipo del alma de la nobleza feudal española en su lento derrumbe. Quizás nuestra autora comparta la paradoja del español, y sus fantasías ganen la gloria literaria mientras la clase dominante de su época también se derrumba y descompone. Las lecturas de su protagonista explican sus delirios, el dialecto castizo de la Virgen que interpela, su propia oratoria y misticismo. Lo mejor de la experiencia traumática de leer La Virgen Cabeza es esta exploración que nos propone la autora por la forma que popularmente seguimos para construir nuestras representaciones de la realidad que nos golpea.

Aguafuerte discepoliano del capitalismo en descomposición


El Estado que existe, por tomar un ejemplo, en la novela de Cabezón Cámara, es ese Estado descompuesto que tan bien describe Rita Segato en sus ensayos, sobre todo los derivados de su trabajo de científica-investigadora en Ciudad Juárez, publicados en 2016: un Estado formado por camarillas, mafias, fratrías de machos violentos que cada vez se distinguen menos entre las estatales legales y las para estatales. El narco-estado, el Estado que trafica mujeres y fabrica femicidios para acumular ganancias en medio de un capitalismo que se pudre frente a nuestras lastimadas narices es el del Jefe y el intendente de la ficción que bien pueden tener los apellidos de fantasía, las marcas que se venden en la política local.

En ese margen de la sociedad, tapado debajo de la alfombra de una cada vez más hipócrita democracia, la novela pone el eje principal del universo. Esa villa en un pozo se llama El Poso, así, como el fondo de una taza en la que se puede leer la borra del futuro. Allí la autora despliega una de las tantas grandes epifanías con la que construye su ópera bizarra. Cuando sus villeros se ponen a romper la tierra para limpiar la napa y hacer su estanque milagroso, del profundo barro de la historia argentina salen huesos, armas, utensilios y todo registro arqueológico de un pampa barbechada en genocidios. El final de la comunidad villera acaudillada por la Virgen Travesti con nombre autopercibido de la faraona más bella, más poderosa y más trágica, una Susana Giménez mezclada con Gilda y el Gauchito, remite al más moderno de esos genocidios, al último eslabón de esta cadena de genocidios cesquicentenarios, las topadoras de Onganía y Videla que expulsaron entre un millón y tres millones de personas, de obreros que habían hecho sus nidos donde pudieron, donde les dejaron, reservas miserables como a las que fueron confinades pilagá, mapuche, abipón o qom, diaguita y guaraní hace cientos de años con la dictadura democrática de Roca, pero también de Pelegrini, Yrigoyen y Perón.

Los flashes de Borges sobre La Divina Comedia del Dante son una buena escuela para entender este tipo de literatura, tan provinciana como universal, tan típica de la mejor vena de la literatura argentina. Allí Borges sentencia como Shröedinger, que la obra del Dante sólo se aprecia en su verdadera dimensión si se lee como dicta Coleridge, de forma hedónica, es decir, creyéndose con toda ingeniudad la ficción que se inventa, dejando de lado las apreciaciones de la metáfora política que motivaron la obra y la vida del autor. Borges propone leer la Comedia como una obra de ciencia ficción equiparable a la Odisea, Las mil y una noches o La Biblia. Digo como Shröedinger, porque Borges no deja nunca en su propia obra de vida de cultivar la mentira apolítica de la literatura, ampararse en sus licencias profesionales, para construir del mismo modo que el Dante un fresco para fundamentar su interpretación política de la sociedad donde vivía se alimentaba y funcionaba como factor político.

El poder realista de este fresco barroco, está en su concepto de la construcción del mito religioso en nuestra sociedad. El motor del mecanismo de fascinación de la fe religiosa, es la culpa, ese que descubrieron y practicaron todos los organismos colectivos que han sabido manipular a las enormes masas de la población en la milenaria historia de la humanidad bajo el yugo de la explotación de clases. Si la Virgen Cabeza atrae a todas las clases sociales y puede construir su bonapartismo de ghuetto es porque perdona, y aunque en el polo opuesto de la Iglesia Católica que desnuda y denuncia, perdonar también es una forma de manipular la culpa metafísica que nos inunda a todes.

La voz de la narrativa argentina poscapitalista


Tomando en cuenta algunas cosas que creímos aprender de la crítica literaria de David Viñas, para que Cabezón Cámara pueda subirse en ese trono específico e incómodo de intelectual que habla para una generación, era menester que también se destacara en el lenguaje en que se comunica. En este punto, el que menos conocemos, la escritora está a la altura de su generación, al punto que es destacada en ese lugar por el sólo hecho significativo de ser publicada por Eterna Cadencia, editorial pyme que se destaca por construir un cánon literario donde se destaca el aporte singular a la lengua.

La novela es un despliegue magistral de las posibilidades infinitas del entramado de historias que van y vienen, jugando con la inteligencia de sus lectores, moviendo todo el tiempo el horizonte de referencias argumentales, que al mismo tiempo que impone una tensión y un ritmo específicos, permite que se disparen las posibilidades de lecturas semánticas. Hay que tener método para volarle la cabeza a une lectore acostumbrade a los conejos y las galeras de les literates.

Del mismo modo, como lo mejor de su generación, Cabezón Cámara hace honor al apellido y escribe un verdadero guión cinematográfico, de esos que tanto agradan a autores jóvenes como Oyola o Ferrari, los que mejor está pagando Random House también. Un thriller, una road movie, una peli de Caetano o Szifrón se pueden leer como si estuvieras apoltrade frente a la pantalla platinada de Netflix.

El capítulo 18 cifra toda la obra, es una demostración sublime del poder narrativo de Cámara. Qué pedazo de escritora es capaz de recrear así el flash continuo –loop creo que le dicen- de varias noches pasada de gira, un sumum de alienación alucinógena, nacida de la explotación social, del genocidio racial, clasista y patriarcal pero también de las sustancias farmacológicas. Todo es sublime, el ritmo, la sucesión delirante de imágenes psicodélicas, los razonamientos encadenados de misticismo y folclore populista. Esa rata que se va cartoneando los huesos de los muertos construye una metáfora de las pesadillas de nuestro ser nacional a la altura de las mejores imágenes de las novelas de Soriano pretendiendo contarnos quiénes éramos en la debacle de las esperanzas alfonsinistas.

Otra vena muy propia de su generación lo es también de su género, porque en esta novela Cabezón Cámara se sube al podio de la literatura feminista que tan gallarda desenvuelve la magistral Selva Almada. En un desafío descarado, la protagonista que narra su autobiografía desgarradora es robada al olimpo sagrado de los personajes arquetípicos de la novela negra masculina, una periodista cínica, destruidas sus falsas esperanzas en la vida naïf que vende la ilusión democrática gracias a experiencias ácidas de la crónica roja, el conocimiento en primera persona de las cloacas de la sociedad seria, el apoyo sistemático y la corrosión de la merca en su cuerpo y sensibilidad. Sin embargo, Cabezón Cámara no roba el fuego a los dioses del campo literario para construir personajes de madera, fáciles de quebrar o reincorporar, uno de los ejes que atrapa la lectura desde el primer capítulo (el único que me mantuvo siempre en la obligación de consumar la obra, el que nunca me defraudó) es ese brote maternal que nace en el ombligo de desesperanza de este personaje cruel y arruinado.

Se puede leer La Virgen Cabeza, también, para acompañar la mutación que va generando en la conciencia de la narradora esa sensación uterina de la niña que nace en el útero vacío de un niño abortado a destiempo. Esta tensión tan íntima y dolorosa, tan exclusivamente femenina, es tratada por la autora con una empatía, un respeto y una ternura conmovedoras. Este hilo dramático puede ser suficiente para sostener la novela, pero Cámara construye todo su edificio por encima y en los alrededores de esta tragedia íntima. Y de la familia no heteronormada, disidente y rebelde, qua q pesar de todo construye su felicidad, sanguínea a pesar de las diferencias de sangre.

Fronteras de clase y de género


Siendo quizás la mejor obra literaria que hayamos leído de la intelectualidad argentina de la democracia, no deja de compartir los límites de visión de su clase social. La escritora argentina más premiada por la crítica y las industrias culturales editoriales y productoras de cine, Claudia Piñeiro, publicó ocho años después que Cámara, su propia epopeya de la democracia argentina, su balance político, en Las Maldiciones. Una mirada sobre el país de otra mujer bonaerense de clase media, ella de zona sur y ocho años mayor que Cabezón Cámara, una especie de Margarita Stolbizer (de Castelar) escribiendo como Ágatha Cristhie su balance de las promesas del alfonsinismo, malgastadas por sus herederos en un Cambiemos que prostituye al máximo la relación entre finanzas y política, destruyendo los valores republicanos del partido centenario.

Cabezón Cámara supera por lejos a Piñeiro en la profundidad a la crítica del hueso de nuestra sociedad, pero todavía no puede salirse de ciertos clishés típicos de la mirada intelectual pequeño burguesa del mundo villero. Algo que nos hartamos de putiar en obras de mucha calidad como Pizza, Birra, Faso, El oso rojo, El bonaerense, Tumberos o las más modernas El puntero o El Marginal, que aunque superan la nostalgia pedorra de Campanella no deja de seguir idealizando una cultura villera que no existe salvo en su imaginación. Esta dificultad lógica para empatizar con otro que además de otro cultural es, fundamentalmente para estes intelectuales otro de clase. Para una artista, cuya materia prima son las emociones, y que como Cabezón Cámera y su generación hacen del arte de situarse en la voz del personaje una religión, un campo profesional bien delimitado, esta imposibilidad material de experimentar la vida cotidiana en los zapatos de una obrera desempleada, obligada a la prostitución, el hambre y la miseria desde la niñez, manca todo el poder potencial de su ópera villera. Mucho más desde que artistas de la talla de César González en su poesía y su cine empezaron a poner en letras de molde y pantallas plateadas –soportes a los que todas las otras clases podemos acceder para pensarnos- esa realidad contada con conocimiento de causa, y arte propio.

El exceso de violencia en la descripción detallada de la violencia ficcional es una marca típica de esta mirada exterior a la violencia social. Ya sea porque la autora se fascina con ella o porque pretende captar la fascinación de sus lecteres ideales, las escenas nodales de la construcción de las sensibilidades y verosimilitud de sus protagonistas manchan los ojos con un estallido escatológico de sangre, semen y vísceras. En una sociedad tan violenta como la que nuestra autora pretende intervenir, nos ha chocado fuerte tener que agregar nuestro capital tóxico con nuevas expresiones de violencia. Puede que la intención general de la obra y sus propios criterios artísticos justifiquen la decisión, pero también deben asumir el rebote de un debate.

La polémica que es parte del escenario de las artistas que empatizan con la lucha feminista, como destacó Lucrecia Martel al decidir amputar la escena más significativa del clásico Zama de Di Benedetto en su versión cinematográfica, para no aportar al morbo y el sadismo de una cultura que fabrica violadores. Cabezón Cámera ha optado por el camino ético que Oscar Wilde propone a les artistas: crear sin condicionamientos morales. Pero, en otro plano, se trata de criticarle a La Virgen Cabeza lo mismo que han puesto en debate otros grandes referentes de la exploración estética de la violencia contemporánea, como Tarantino y Cronemberg, ya que entendemos que lo más violento de la vida obrera en una villa miseria bonaerense no precisa de abrazarse al cuerpo de una niña violada mientras agoniza calcinándose. Lo más violento son las presiones ineludibles que el Estado impone a sus habitantes para sobrevivir cada día, para quienes estas manifestaciones extremas son tan cotidianas y presentes que, lejos de fascinarles, abomban su conciencia, la bloquean.

Cabezón Cámara se ha puesto a oir el mundo, a respirarlo, a vivenciarlo, a mancharse con él desde el mismo lugar que su Virgen Travesti y su banda de alegres bucaneros. Toma posición de clase, al menos al lado de la realidad que ella ha podido conocer. Y se atreve a decir su voz y debatir desde adentro del discurso del ghuetto. Se atreve a decir “negro” o “trava” con el respeto que lo pueden decir sólo los negros y las travas en el barrio. Se atreve a exponer y cuestionar lo que ella entiende son los mecanismos intelectuales que construye la clase obrera pauperizada en nuestra comarca del mundo.

Con una asombrosa honestidad intelectual la autora reconoce ese límite a la empatía en las voces que crea para hacer hablar a los villeros que cuestionan a la periodista que narra la ficción como si hubiese sido vivida por ella, entre su departamento a salvo en la civilización de Palermo, la redacción que le permite el acceso a esa frontera de niveles en los que fluye nuestra sociedad civil y secreta y El Poso.

Como si ese desgarro clasista no alcanzara, Cabezón Cámara se atreve todavía a más, se atreve a deslizarse también, a romper otra gran barrera cultural, el género. La travesti que construye en el personaje central de su obra, la Cleo, tiene encima todos los estereotipos consagrados por la sociedad paki para con las compañeras y también tiene aspectos verídicos y verosímiles de una persona en esas circunstancias.

Así como su amante la cuestiona en términos de clase, Cleo es implacable en reprocharle su exterioridad en términos de clase (la consideraba una cheta de las que caen a la villa a hacer turismo político, científico o religioso, las tres facetas igualmente vocacionales) sino también, desde el amor fraternal de ser su pareja, le cuestiona sus prejuicios fe género sobre las travas. Le cuestiona claramente que la haya tratado o le señale en ocasiones aquellas cosas que para ella son recuerdos de un “pasado de macho”, casi un insulto para una mujer trans.

Y aunque no se lo cuestione, en algún renglón Cleo menciona a las travestis de la villa en un plural masculino inclusivo, no sabemos si porque la autora decide hacer dudar el fallido de Cleo o porque el fallido es de autora y correctores. Luego todavía la narradora menciona que en la villa había un sector de travestis “por necesidad”, dando a entender que algunas mujeres trans lo hubiesen sido por una especulación obligadas por la demanda mayoritaria de la clientela masculina y no por la decisión de sostener su género autopercibido. Otra afirmación si no prejuiciosa por lo menos muy polémica, sobre todo viniendo de una mirada exterior al género. La lectura desviada sólo se salva cuando se conoce la militancia pública de la autora por los derechos de la comunidad LGTTTBI, es decir, amparada por el resguardo del "insulto de ghuetto", es decir, surgida desde el interior del colectivo, como cuestionamiento incluso de sus propios prejuicios internos. En este sentido más preciso es correcto aceptar la caracterización leída en distintas reseñas y entrevistas de esta novela como fundadora de la literatura queer en nuestras pampas. Porque sí, en la línea de la pionera Judith Butler, la activista lesbiana Cabezón Cámera pone en el centro la femineidad travesti para cuestionar los prejuicios binormardos, biologicistas y deterministas del propio colectivo LGTTTBI.

En esos dos quiebres -de clase y de género- está una de las claves más polémicas y fundamentales de la novela, como reconoce la autora en palabras del Torito, el amante que mejor lee a su amada: te permitiste cogerte un negrito villero y ahora te permitís ser lesbiana con una trava superdotada. Aunque creemos que la autora toma la distancia suficiente de la voz narradora de su personaje, depositando en ella las contradicciones de una periodista en el reviente de origen pequebú y paki, estas escenas no dejan de chocarnos. Quizás estén allí para eso, como cada palabra en esta novela parece estarlo, para descolocarnos, para que su rechazo nos permita salirnos de la empatía costumbrista y distanciarnos también hacia la reflexión de las diferentes caras de nuestro universo de comodidad, incluso si es el no tan cómodo de un género disidente. Quizás pueda defenderse una interpretación que caracterice la ópera de Cámara de brechtiana.

¿Tiene derecho Cabezón Cámara a cuestionar la feminidad travesti o de volver a construirla desde el estereotipo de esta sociedad heteronormada Sofovich style? ¿Tiene derecho a llorar el dolor villero esta escritora que vive de dictar talleres literarios y participar de happenings palermitanos? Tiene derecho como cualquiera, el problema es que las travestis y villeres de carne y hueso se les niegue sistemáticamente el derecho a expresarse por elles mismes y llegar a los niveles de difusión que permiten Random House, Página/12 o Clarín. Claro que esas empresas prefieren también una visión que no les incomode tanto, sobre todo los bolsillos. Gracias al azar, diez años después podemos acceder a una construcción mucho más certera de las contradicciones genuinas de las travas obreras surgida de la pluma de una de ellas, la impresionante artista cordobesa Camila Sosa Villada, cuya novela Las Malas, debemos reconocerlo, ha guiado esta parte de nuestra crítica sobre la Cleo de Cabezón Cámara, con la injusticia de quien puede opinar de los resultados del domingo con el diario del lunes.

El gran mito nacional


Hay que decir, sin embargo y a favor de Cabezón Cámara, que su esfuerzo es de los mejores que leímos hasta ahora. Porque es evidentemente una gran lectora del funcionamiento de la construcción simbólica de las llamadas “clases populares” por la academia liberal progresista en la que se formó la autora en sus años de Filosofía y Letras en la UBA. No puedo evitar ver en la estrategia de construcción de su hrönir el impacto de trabajos fundadores de la historiografía de las mentalidades como el clásico del historiador italiano Carlo Guinzburg que descubrió para occidente la idea de rastrear la génesis de la cultura oral, del campesinado, a través del estudio de la cosmogonía inventada por un molinero que podía leer en 1599, El queso y los gusanos de Menocchio.

Con la misma distancia que el investigador del 1975 analizando al detalle el funcionamiento de la mente de un campesino comerciante del medioevo friuliano, a través de sus escuetas declaraciones en los autos del juicio por herejía que le imprimió hasta la hoguera la Santa Inquisición, la escritora sanisidrense intenta reconstruir la cosmovisión de un grupo de villeres del posmenemismo. Aunque la villa que la escritora pretende empatizar esté del otro lado de una muralla, del otro lado de una pantalla, aunque ella misma haya experimentado el mundo circunstancialmente en algunos finesdesemana de militancia política, eucarística o periodística, la distancia es similar a la del estudioso italiano con el molinero friuliano.

Pero también con la misma capacidad del italiano. Porque el éxito de la obra, suficiente para abrir una bisagra en la forma de pensar la historia humana, radica no solamente en la calidad de la selección de la fuente, sino en las decisiones que toma Guinzburg para leer las ideas de Menocchio, poniéndose siempre en la hipótesis que cualquier otro investigador serio hubiese desechado, la única hipótesis que daría los dichos del acusado por verosímiles. El investigador toma parte por la perspectiva del molinero, no de los jueces e inquisidores, rompiendo también con el punto de vista tradicional de su propia profesión, de la que vive. Intenta comprender como piensa la realidad el acusado, de alguna forma tiene que creerle para comprenderlo, y lo hace, por mucho que luego pueda retomar la distancia y ascepcias necesarias para exponer sus descubrimientos.

Experta entonces en la forma que las masas populares tendemos a absorber lo que el océano lejano de la alta cultura nos deja tirados en la playa con la bajamar, Cabezón Cámera construye una trágica metáfora de la argentina kirchnerista. Después de una apoteosis de la clase obrera más empobrecida por “el neoliberalismo”, en la que llegó al paraíso de la producción cooperativa y relativamente autónoma del mercado y el Estado, la utopía saintsimoniana de la auto-reproducción que alguna vez se consideró “socialismo utópico” por la escuela de Engels y Marx, el avance del poder del capital financiero expresado en el imperio de la especulación inmobiliaria la expulsa con los métodos combinados de la agresión de traficantes de falopa y cuerpos femeninos y de Cacciatore. El genocidio villero de Onganía y Videla se actualiza bajo el amparo de la democracia republicana. Notemos que fue en el eje de Zona Norte donde el impacto devastador de la avaricia de metros cuadrados de los especuladores de la bolsa y la timba financiera pegó primero y más fuerte.

En este punto la autora también se coloca en la línea hereditaria de la literatura porteña, sensible a las transformaciones del ambiente del escritor del siglo 19 y 20. No por nada el propio nombre deformado de “villa miseria” proviene de la pluma periodística de una novela de Bernardo Verbitsky sobre el barrio obrero llamado “Barrio Desocupación”, en los territorios fiscales ocupados por trabajadores ferroviarios, portuarios e ypefianos en los años cuarenta, que fuera la raíz de la actual Villa 31 en Retiro.

¿Una alusión al principio del fin tan temido del régimen socialista imaginado por les nostálgiques del peronismo setentista? ¿Una proyección del terror que provocó la derrota frente al campo en la crisis del 2008? ¿O simplemente una constatación crítica del avance de la frontera narco-política desde el Delta del Tigre hasta el Acceso Norte de la General Paz frente a las barbas del propio régimen Kerenskiano?

En todo caso, ahí están los elementos para pensarlo, para revisarlo. El fetiche de los marginales construyendo un paraíso horizontalista, una aldea hedonista, que hace del caos una religión, la reversión clasista del poder típica del carnaval europeo pre católico, también una vena de la cultura popular argentina.

Así también cabe la hipótesis de leer la obra como una completa alucinación de una escritora frustrada con el arte, a quien sus ilusiones en la facultad se marchitaron cuando los canjeó por una profesión seria que la llevó al lado putrefacto de la sociedad seria, la quebró. Cleo puede ser tranquilamente el producto de las lecturas de sus años juveniles, sus estudios, embarulladas en un paraíso soñado producto de todo tipo de estimulantes psicofármacos.

Como sea, la crisis crea sus mutaciones, los seres vivos cambian en las direcciones mas extremas para adaptarse a un ambiente violento que busca exterminarlos. La crisis fomenta la posibilidad material de quebrarse al otro lado de la lógica en el plano completo de la clase social y el género, entramados de forma tal con el cansancio de los cuerpos y las conciencias que se experimentan en este tipo de delirios alucinógenos. Las travestis que dejan la prostitución como microemprendedoras o copropietarias de una pyme surrealista de piscicultura, y a las que el gran capital financiero usando en su favor el monopolio de la violencia legal, el Estado democrático, destruye y vuelve a obligar a la prostitución, el genocidio de género, o la industria del espectáculo y el exilio en la capital mundial de los gusanos.

Menocchio en el siglo 16 mezcló interpretaciones protestantes, anabaptistas de la Biblia vulgar con la Divina Comedia de Dante y flashó un universo creado desde el caos, como la leche dejada podrirse que cuaja el queso y mientras se descompone también crea a los gusanos que son la referencia de los primeros seres, los ángeles, que crearán todo lo existente al servicio de su señor feudal, su dueño, Domine, el Señor Dios, uno de esos ángeles.

Hay una metáfora de la transmutación en las clases sociales y los géneros de La Virgen Cabeza que puede remitir a este verso del segundo tomo de la Comedia, el que sucede en el Purgatorio soñado por Dante:

“gusanos nacidos para formar la mariposa angelical”

Pienso en la frase inmortal de una militante comunista que provocó un avance monumental en la autoconciencia política de las travestis, Lohanna Berkins: “en un mundo de gusanos capitalistas, hay que tener coraje para ser una mariposa”. Sincronicidad o mera coincidencia, Cabezón Cámera ve brotar una onírica pareja de pares entre una travesti con delirios místico-católicos y mesiánicos y una lesbiana quebrando con una vida de frustraciones y una tradición heterosexual y fálica, dos personas rotas en sus autopercepciones de género producto del azar elaborado en el poso de la sopa existencial de un universo destruido y descompuesto. Sus personajes, como los ángeles de Menocchio o del Dante, brotan de la descomposición social que los arrastra y corroe, y así luchan por sobreponerse al caos construyendo una vida mejor.

En la conciencia formada por mecanismos indescifrables, azarosos, caóticos de las masas populares del Río de la Plata, Cabezón Cámera indaga la infatigable pasión nacional por construir ídolos sagrados, mitológicos y mágicos, Evitas y Maradonas, Gauchitos Gil y Santas Gildas, capaces de acaudillar a diversas clases sociales detrás de una redención utópica de todos los pecados cometidos para llegar a esta sociedad putrefacta a la que buscarán salvar mientras se salvan a sí mismes. Un mito que coloca a esta secta hereje y anabaptista en el mismo dilema de les esclaves sublevades al poder senatorial romano de Espartaco, el de las huestes campesinas y de peones rurales de Zapata y Villa sentados en el sillón de Porfirio Díaz en el DF, el de todo colectivo que pretende romper con la vieja y construir una nueva sociedad humana: o perder poder en la disgregación anárquica de un horizontalismo atávico o verticalizarse en un disciplinado y jerárquico ejército social que derrumbe a todos los enemigos, perdiendo fraternidad e igualdad en pos de libertad… y propiedad.

Quizás sea una nota nostágica o desmoralizante, pero no podemos dejar de pensar que Haroldo Conti –otro genial literato fascinado por el ambiente natural y social del Tigre- era mucho más optimista en las posibilidades liberadoras de las comunidades libertarias, de guerrilleros circenses que le inspiraban sus camaradas del ERP-PRT, la utopía guevarista que soñó en Mascaró. Treinta y pico años después, incluso ocho años después del argentinazo y el mayor proceso de rebeliones populares que derrocaron gobiernos en América Latina, diez años después del estallido de Caracas, quince años apenas del alzamiento neozapatista en la Selva Lacandona (tan caro a la izquierda de la clase media porteña en las facultades en los 90, y a los artistas debido a la prosa colorida del Sup Marcos) el realismo o el cinismo de nuestra contemporánea sólo puede profetizar la derrota, la masacre, el exilio y sobrevivir en el delirio irreal y ficticio del showbussiness anticomunista de Miami.

Quizás sea bueno comprender alguna vez que la derrota no está inscripta en ningún gen que haga imposible la superación dialéctica de horizontalismo frágil y autoritarismo poderoso (anarquismo o estalinismo) en una síntesis democrática y centralista, si no quizás en la obsesión por construir liderazgos fantásticos, utópicos, entre la pequeñoburguesía profesional y comerciante, las clases dirigentes del Estado y les laburantes. Quizás sea más sencillo todo y sólo quede una necesidad imperiosa de iconoclastía que derribe toda la enfermiza necesidad de ídolos míticos que nos salven, una necesaria orfandad que nos obligue a confiar únicamente en nuestras propias fuerzas, en nuestros propios intereses. Un Paraíso en la Tierra construido por sus propios albañiles, mutación superadora de los ángeles mitológicos.

Esto es, no obstante, lo que la cultura nacional puede ofrecernos. Es de aplaudir que siga pariendo intelectuales audaces y capaces como Cabezón Cámara y que el poder de atracción del pueblo obrero y campesino de nuestro país y nuestro continente, que la lucha de sus mujeres, lesbianas y trans impacte tan profundo a los intelectuales surgidos y criados en la clase media profesional, hija de comerciantes o empleados de cuello blanco, como para obligarles a torcerse del otro lado de la guerra de clases para construir escorzos tan bellos y potentes.

Si La Virgen Cabeza es el  Facundo o El gaucho Martín Fierro que supimos conseguir, bienvenida sea esta época corrupta y putrefacta en la que todavía respiramos, que nos permite ser sacudides del futón o el asiento del bondi para pensar el otro lado de la trama de la sociedad en que luchamos y sufrimos cotidianamente. 

lunes, 14 de octubre de 2019

Un camino de sanación para tu niña interior

Una lectura de La Puerta, de Maia Morosano, Ediciones La mariposa y la iguana, Buenos Aires, 2019.


La nueva edición de La Puerta actualiza el asombro y la fascinación para quienes no habíamos leído la edición original de Ombligo Cuadrado en 2016. Quizás deba considerarse una de las obras más originales e impactantes de la literatura argentina. Se trata de un viaje a lo profundo de la intimidad de una mujer, que doce años después, puede narrar la marca más dura que la violencia machista dejó en su conciencia y su cuerpo, cuando a los catorce años un familiar muy cercano quebró su infancia.

De eso se trata La Puerta, de volver a reconstruir esa era de su vida, la sensibilidad y el mundo emotivo de esa niña antes de oír el sonido particular de esa puerta, en ese instante en que se cerró para bloquear cualquier tipo de grito y cualquier posibilidad de ayuda exterior. 

No cabe más que valorar en toda su dimensión el enorme esfuerzo de Maia Morosano (Rosario, Santa Fé; 1986) para volver a esa puerta terrible, abrirla, y poder quedarse sobre esa escena, encima de esa piel, el tiempo necesario (de escritura y corrección) para narrarla, para poder graficarla con palabras como en una tela, para poder abrir para siempre esa puerta e ir a su propio rescate. Esta mujer de casi treinta que vuelve a momento traumático para abrazar a esa nena-en-transición de catorce, a la mujer-en-transición que pudo contarlo a alguien a los veintiséis y rearmarse a sí misma con todas ellas.

Tenemos la tentación de decir que también se trata de un ejercicio de calidad técnica excepcional, aunque sería criminal establecer aunque sea por un momento necesario del análisis, una distancia entre la estrategia formal seguida por la autora para construir su novela y su trabajo emocional para atravesar de nuevo ese camino tortuoso. Todo lo contrario, no concebimos que la forma y el fondo en La Puerta se hayan escindido.

Quizás otros comentaristas hayan acertado con mayor precisión, como Alejandra Benz en la primera edición, encontrando en la profesión de Maia la respuesta: es poeta. Ese trabajo estético y de abordaje de la propia sensibilidad, de su propia identidad humana, sólo puede ejercitarlo con criterio y sistematicidad suficientes una artista de la poesía como Maia, que lleva más de diez años publicando y participando de los circuitos de poesía que son amplios y robustos en nuestro litoral del Paraná.

Infancia transición


Aunque la autora no lo venda como una obra sobre un abuso misógino contra una joven mujer, aunque no niegue en la presentación que se trata de una mujer que se tuvo que sobreponer a una violación, de todas formas queremos decir que La Puerta sería una maravillosa obra de arte incluso si el nudo de la trama no fuera ese. Porque la autora eligió reconstruir el tiempo perdido de su infancia entre los ocho y los catorce para establecer una sólida raíz que permitiese tomar una verdadera dimensión del daño causado por el desenlace.

En esa reconstrucción donde están presentes los maestros de la autora, (Joyce y Yeats nombrados, ¿el mismo Proust, quizás?) la obra logra impactarnos y secuestrarnos a un clima que deseamos no se termine jamás. Los recursos técnicos que selecciona logran ponernos en el punto de vista de esa niñita, con su inocencia formada de los primeros aprendizajes que van desvelando la realidad de las relaciones familiares y su hipocresía con olor a naftalina; ese Rosario de los años noventa, con olor a lluvia y tortasfritas, con Mariposa Teknicolor y El témpano de banda sonora, como también la cumbia y las baladas de metal soft como Aerosmith, con la lepra peleándole a los viejos campeonatos de dos ruedas en la radio los domingos.

Todo eso y mucho más reconstruye Maia de su transición de la más pura infancia a su explosión de pubertad. Coloca un personaje de carne y hueso, su Tío Alan, una marica solitaria de más de cincuenta años en transición a travesti como diría Marlene Wayar, que se compromete hasta el fondo en acompañar la transición de su sobrina/nieta al mundo de les adultes, con el amor y la empatía justas para no forzarla, ocupando el rol de fiel soldado de su deseo, de su personal búsqueda de amor. El tío Alan no dictamina aunque se jacta de su experiencia y acostumbra a sentenciar como esos personajes de antes, que hablan en un dialecto particular, en el que adoctrinaban filósofes populares como Tita Merello o Ringo Bonavena, aunque Alan prefiera sostenerse en la epistemología de Mirtha Legrand, Susana Giménez o Santa Gilda.

En el devenir de esa relación es donde se asienta la mejor experiencia emotiva de La Puerta. Alan es la mejor formación posible para contrastar unos padres conservadores tirando a reaccionarios de clase media venida a menos y sobre todo una escuela secundaria mogijata, muy bien descrita desde los cinco sentidos de la joven que fue podada y amoldada moralmente por ella. La relación pedagógica de Alan con Maga, la verdadera protagonista de este viaje, es también la fascinación con el entorno donde se da, la casa del tío, contigua a la de los bisabuelos de la nena, donde sus padres la dejaban sin sospechar las veces que ella trepaba la medianera para refugiarse y florecer en sus propios términos.

Eso, un refugio, una cabaña vieja defendida en un sendero agreste del recorrido obligatorio para escalar la montaña del pasaje de la infancia a la juventud. Alan es un Virgilio que acompaña para defender el derecho natural de Maga a sostener su propio deseo, mientras las instituciones del Estado y la familia pretenden forzarla en el traje que merece una niña-mujer de su condición social.

Deseos en transición e intercambio de géneros


Y esa transición tan particular de Maga, captada en las estaciones concretas en las que fue descubriendo que su deseo estaba vinculado a su mejor amiga, su hermana-prima, Marcela, a quien fue amando desbordando las estrechas márgenes de la sociedad heteronormada. Porque La Puerta, además de ser una experiencia literaria fabulosa sostenida en una relación deliciosa, tierna y humana entre el tío Alan y una nena en su maravillosa segunda infancia, tema universal que por la forma en que es representado por la autora ya sobra para merecer nuestra atención y aplauso, ataca un tema que no atrae los spots de las grandes industrias culturales de nuestras sociedades y por ende pasa invisible lejos de nuestras experiencias con el arte. Maia Morosano ha construido una novela impecable que se detiene a filmar en alta definición las emociones de una flor que pasa de la infancia de una niña heterosexual tradicional a eclosionar en una joven lesbiana en el mejor sentido del concepto, no la etiqueta de almacenero, sino la profundidad de la estructura de sentidos que construye algo más que una orientación sexual, un género, una personalidad particular.

La Puerta nos acerca a una experiencia sin igual, el momento exacto en que el amor se desplaza de ese lugar tan especial que guardan las mujeres para la amistad, imposible de pensar para nadie que haya sido formateado como varón cis heterosexual, hacia el amor lésbico. Ese desplazamiento que podemos ver desenvolverse en sus pliegues íntimos, sin teorías ni tesis, desde la intimidad del yo, mientras su mejor amiga, el objeto de su deseo, su camarada de juegos y estudios, Marcela, quien va sufriendo en contraste una adaptación dolorosa al género asignado al nacer. En algún punto es como asistir a una ceremonia íntima del sacramento de confirmación de la heteronorma en cada imposición social que machaca lo que deben ser las mujercitas, los deportes, los gustos en ropa, el maquillaje, la búsqueda del primer machito que la autorice frente a la sociedad como una excelente alumna en el cursus honorum de la femineidad socialmente dictaminada.

Mientras Maga y Marcela son empujadas a renovar sus votos con el rol que se espera de ellas en nuestra sociedad, gracias a sus escapadas al refugio de las tortafritas y el té del tío Alan, Maga puede defender su deseo rebelde, sostenerlo y alimentarlo como hacen juntas con las suculentas y cactus que crían en el desierto de las macetas. En esos encuentros la autora crea una historia fantástica supuestamente heredada por la madre “loca” que admira el tío Alan, loca por su autonomía y su defensa del arte y la poesía para una familia dependiente del mandato patriarcal de un Gran Hombre fundador de un clan con tierras agroexportadoras, que ha dejado el veneno de la avaricia como herencia junto con la propiedad privada y las rentas que se desprenden de ella.

Esa historia, que reversiona alterando las bases fundamentales de toda la literatura de princesas para niñas, el clásico Alicia en el país de las maravillas del famoso autor británico cuestionado por pedofilia que aquí evitaremos mencionar. En la historia que hereda la matriarca marginada y estigmatizada, la matriarca “negra” de la familia de terratenientes, la esposa loca del Gran Lord santafecino, las cuatro reinas del tarot francés, Picas y Corazones, Diamantes y Tréboles, rompen con la anarquía estructural de las relaciones sexoafectivas dominantes que Artaud había asignado a Heliogábalo en 1938, y se enamoran entre sí, rompiendo las tradiciones matrimoniales de un universo perfecto y falsamente armónico que las obliga a casarse con príncipes para renovar los ciclos de la vida. Esa historia que Alan y Maga van des-enhebrando y volviendo a enhebrar en este otro edredón fantástico de los primeros capítulos de La Puerta, funciona como soporte material para el intercambio de valores y sentimientos que la tía travesti y la joven florcita lesbiana van compartiendo desde los géneros tradicionales donde fueron siendo educadas. De un extremo al otro de los puntos cardinales de lo masculino y lo femenino, Alan aporta a su sobrina-nieta los aprendizajes dolorosos y felices del reconocimiento temprano de su amor prohibido por los varones, del disfrute de los rasgos culturales asignados por la sociedad exclusivamente a las mujeres cis, de las duras exigencias que el patriarcado le impone en su avanzada edad, a pesar de su privilegio de rentista que nunca tuvo que trabajar para alimentarse, y precisamente por su condición de clase, que a través de su familia le impone la ruda violencia y aislamiento que lo terminarán consumiendo.

 Maia Morosano construye una travesti con la confianza y la seguridad de quien ha conocido de primera mano, construye por lo tanto una persona alejada de los arquetipos ficticios que nos acostumbra la literatura tradicional. No se trata de una autora manipulando rasgos promedio de las travestis escenificadas por la tele, el teatro de revistas o las novelas negras escritas por varones, sino una travesti real, de carne y hueso, con todas sus marcas contradictorias, con su furia política para defender su deseo del qué dirán, con la alegría y la fiesta travesti para celebrar la vida y con esa particular profesión que obliga el género de tomar de cero cada aspecto o cosa que el universo deja en la orilla de una para construirse a sí misma. Aunque publicado tres años después y con distintas intenciones literarias, el tío Alan, su potencia, su veracidad, su forma particular de construir y defender al amor, se confirman en la Tía Encarna que construye Camila Sosa Villada en Las Malas.

Texto, costura y cicatriz

En todos estos esfuerzos emocionales, sicológicos y corporales que encara la autora en su novela, hay, además de una puerta, un camino posible para sanar. Se ha dicho hasta el cansancio que el arte sana. Está clarísimo para quien se haya sentido acompañade o apachachade por una canción, una peli, un libro o un cuadro, que el arte ayuda a sostenerse cuando une cree que está sole o es un monstruo, una anomalía social. También toda persona que haya creado con sus propios medios una expresión de lo que siente seguramente vivenció esa experiencia sanadora que Aristóteles llama catarsis desde los manuales elementales.

Sacar afuera, desde el interior inconsciente que une no comprende ni se puede explicar, una evidencia que está formando y tomando parte en la vida cotidiana de una persona, es el paso básico que requiere un proceso de sanación psicológica y emocional. Pero La Puerta avanza sobre ese clishé tan verídico, demuestra un método para procesar ese trauma íntimo innombrable como todo terror. Maia Morosano no ha necesitado tiznar su fresco con golpes bajos de nostalgia tanguera para añorar el paraíso arrebatado de su infancia, ni mucho menos agitar el morbo de la violencia sexual en las probables lecturas lascivas que pueda encontrar su libro. Todo lo contrario, esta novela hubiese sido imposible de lograr sin el profundo respeto y empatía que la autora defiende en cada escena que recrea, con sumo cuidado. Que no nos lleven a la confusión los retazos reconstruidos con la misma fragilidad y vulnerabilidad que fueron vividos, hay una fortaleza de ánimo sólida en la escritora que ha bordado este texto.

Por eso podemos escribir que La Puerta nos ha provocado una profunda conmoción estética y emocional, una demostración del camino que se debe y puede transitar para forjar una obra de arte que ayude a la sanación no sólo de la persona que la ha creado, sino de quienes podemos encontrar en ella un método para conectarnos con nuestros propios traumas y encontrar nuestro yo verdadero, nuestro deseo más genuino, en medio de toda la maraña de dolor y sufrimiento que nos aturde al confrontarlo.

Maia Morosano ha podido llegar a la herida más terrible de su vida, coser con palabras las emociones vivas en su sensibilidad, oxigenarlas y lanzar sobre ellas el fuego de su fuerza artística y psicológica para lograr una cicatriz latiente que sostiene viva su identidad, su presente, su voz. Más que celebrar su re-edición, todo nos empuja a agradecerle. Y recomendarla con firmeza en esta quebrada del mundo en que alquilamos, tan llena de personas queridas y lastimadas como Marcela, Maga y Alan. En la espera que todas podamos aprender a sanar como Maia y podamos gobernarnos otra vez y algún día, sepamos gobernar el reino, romper las leyes que encarcelan nuestros deseos colectivos de felicidad y construir unas nuevas que le permitan liberarse y liberarnos. 


jueves, 5 de septiembre de 2019

En buenas manos

Una lectura de Por mano propia, poesía de Melina Alexia Varnavoglou, editado por Caleta Olivia en Buenos Aires, mayo de 2019.




La vejez tiene cosas de maldición. A medida que los hechos más lindos de tu juventud van quedando más lejos y la playa se va haciendo una difusa línea de horizonte, odiosos prejuicios del gerontocentrismo que supiste putiar te van pareciendo... lógicos. Si además lo mejor de tu juventud fue luchar contra el Estado en el asfalto, haciendo de cada escuela o ministerio una trinchera a ocupar y defender, aprendiendo la hermosa filosofía de la organización colectiva, estratégica y táctica, de la gran familia de desposeídes que formamos en las filas del proletariado, la nostalgia de los sueños juveniles se te va haciendo espesa y amarga en la garganta.

Vemos pasar los granos de arena y les humildes y esclaves de la Tierra no acertamos a hacernos del poder político y social suficiente para desplazar una minoría de parásitos y proxenetas de la plusvalía y el medio ambiente colectivos y gobernar nosotres. Se siente avanzar la presión del desconsuelo y la desmoralización. Y moral de combate es lo único que tenemos realmente. Nuestros sueños fueron siempre nuestras metas, nuestro programa. Sin ellos, o con ellos oxidándose en el pasado, como las Libertadores de Independiente y Rácing, no tenemos nada que tirarle a la Gendarmería asesina.

Entonces pasan aquéllas cosas que te dan aire de nuevo. No sé nada de poesía, así que escribo desde otro lado, como une vieje militante trotsque sin partido, aislade en líneas enemigas, casi derrotade. El reciente libro editado en mayo de este año por Caleta Oivia, Por mano propia de Melina Alexia Varnavoglou (nacida en Villa Ballester hace 27 años) nos pareció un golpe de ilusión en el pecho. 

La autora de “La recolección” es capaz de representar la alegría sufrida de la lucha obrera política y callejera en una tarde de amor en una marcha. Y lo hace con conocimiento de causa y sin caer en los límites del romanticismo decimonónico que alientan los sentimientos revolucionarios desde la épica, los que más nos han gustado siempre, o bien desde el golpe bajo del naturalismo del mismo siglo. Esa mezcla, de la cual el realismo socialista decretado por la URSS para todes les comunistas del mundo fue simplemente la última versión decadente, nos alimentó sueños y programas durante décadas incluso después de la caída del muro.

Más de medio sigo vino pasando de los hechos que marcaron a la última generación de artistas obreres revolucionaries, la revolución cubana del 59 o la caída del Che en combate en 1967. Alexia no comete el error perdonable de volver a las viejas herramientas que movieron palancas íntimas de millones de combatientes proletaries para expresar y conmovernos ahora. Lo hace con sus propias armas.

Todo su libro es un árbol cuidado donde el dolor individual ocupa un lugar central. En cada poema he sentido un clima de dolor agudo que no termina nunca de estallar. El estallido se presiente como grito trágico y desgarrador. Pero esto no ocurre. La protagonista que escribe sobre sus desamores, los paisajes cotidianos donde habita su soledad, su desconsuelo, parece hacerlo sanando. Porque si el arte libera sabemos que entre otras cosas es porque permite sanar primero a la artista que lo ha creado. Sin embargo el libro de Alexia no redunda en la catarsis. Alexia no ha publicado un conjunto de vómitos descarnados para desnudar su dolor frente a nosotres. Que también hubiese sido muy válido y siempre es necesario. Estos textos han sido curados en su doble acepción. Se nota una corrección cuidada que sirve para permitir el proceso de cicatrización.

Su verso es tranquilo incluso cuando grita, cuando denuncia y cuando se venga de sus verdugos. Lejos de restarle sensibilidad, la autora es capaz de ver la denuncia del amor maldito de nuestra sociedad, porque nos impone dos géneros y dos cuatro orientaciones sexuales máximas y el lucro a la hora de interesar el amor, en la observación de su gata; y una posible salida en la nimiedad fundante de la sororidad en acariciar las distintas variantes de cabello de sus amigas.

Pero además de refrescar la esperanza incluso en almas vacías y cansadas de largas batallas, de hacerlo incluso con la valentía de indagarse íntimamente y exponerse, resolviendo con facilidad no acostumbrada la curiosa dialéctica sentir individual-lucha colectiva, Alexia logra asombrarnos.

Nos ha donado en esta breve y bella avecita de hojas mate de su libro algo nunca visto, una novela negra en diez estrofas de pura poesía. Una mujer acomete la venganza definitiva, el último acto que elimina la amenaza y la revictimización, saliendo de un bar en cámara lenta de una noche común y corriente de Buenos Aires, al costado de un tacho de basura. Mantiene el suspenso cinematográfico mientras narra lo suficiente para justificar la motivación de la protagonista y el vigor de la trama. Y sin ninguna falsa modestia la autora celebra su mejor ocurrencia poniéndola en el título de la compilación, Por mano propia.

Luego de este fabuloso clímax, a la vez poético, íntimo y político, todavía nos hace dos regalos más fascinantes e inesperados. Como buena luchadora feminista saca del olvido de la historiografía machista a una mujer que fuera clave en el descubrimiento científico de la teoría de la evolución natural de las especies, la holandesa María Sybila Merian, que terminó dibujando variedades de especies desconocidas para Darwin, y claves en su tesis final, en las desconocidas para nosotres tierras vírgenes de la sudamericana Suriname allá por el siglo 19 después de divorciarse de manera harto singular que denuncia la ausencia de derechos de las mujeres incluso de la mejor capa social europea: declarándose legalmente viuda y yéndose a vivir a las colonias. Utiliza el mismo tono que usaba Bertolt Brecht en sus poemas y dramas épicos para reivindicar a Sybila y en otro encomiable poema al astrónomo revolucionario Giordano Bruno. 

Esto es audacia intelectual y valentía política. Tiene la virtud de lustrar y recargar las viejas armas con una nueva voz limpia y clara. Al final de su libro, como si hubiese sido planificado así, no lo sabemos, nuestra poeta tiene la entereza, la templanza de carácter de señalar un camino para llegar al futuro mirando el pasado. En este último movimiento nos viene a decir al mismo tiempo que su vitalidad reside no en un estallido espontáneo de rebeldía sino en la indagación dedicada en la tradición de su clase, su estirpe, su especie, su género para arrancarnos de la contemplación melancólica y pasiva de nuestras heroicas derrotas y olvidadas victorias pequeñas.

Una poeta joven capaz de lamerse las heridas a la vista del mundo, con dolor y sutileza, con madurez, de remontarse en el sufrimiento para luchar en las calles y planificar la venganza contra sus opresores y abusadores, también se permite el tono épico para reivindicar personas de carne y hueso que valen su calidad de ídolos porque unieron su capacidad para comprender el funcionamiento de la realidad, es decir, militantes de la verdad, con una feroz ética personal. Una poeta que denuncia el origen del dolor, el suyo y el de miles de millones como ella, actúa con sus propias manos para enfrentarle y defiende la ciencia con las armas de la poesía.

Incluso se anima a publicar versos donde ataca con desparpajo y soberbia de quien recién se inicia la hipocresía y banalidad del arte oficial y sus lacayos. O sea que incluso se permite escupir en el chiquero del mercado del arte en el que acaba de llegar a dar batalla.

Más allá de cualquier debate teórico y filosófico una cosa es segura, la revolución obrera y socialista capaz de herir de muerte a la sociedad de clases, la explotación humana y ambiental y organizar una vida fraterna sin restricciones biologicistas para la afectividad, es decir, de terminar con el Estado, sólo será posible mañana si quienes sufrimos hoy bajo su yugo, estamos dispuestes a luchar para derrocarle, si somos capaces de encarnar nuestros sueños. Si las jóvenes generaciones no están dispuestas a esa batalla ahora, el esfuerzo de las viejas por dejarles banderas limpias y claras habrá sido inútil. Esa es la única derrota posible.

Si este libro de Melina Alexia Varnavoglou ha venido a demostrar que esa juventud existe y está dispuesta a rearmarse de sus heridas producto de la vida miserable que nos obligan a vivir y luchar con tanta calidad en su capacidad creativa, el futuro será nuestro. Porque cualquiera puede aprender con sólo haber reflexionado un poco sobre la vida, que la respuesta al enigma del pasado y el futuro, no está en los lugares acostumbrados de donde venimos ni los desconocidos hacia donde marchamos, sino en este, aquí y ahora.

Como ella tan bien lo ha dicho:

En esta calle vacía previa a la manifestación
mujeres, hombres se acercan
tejen numerosamente la fuerza
alzan la voz y los puños
vienen de trabajos, rutinas que odian
vienen en suma de otros lugares
y en este luchan por cambiarlos todos
modificar el orden al que se acostumbraron.

jueves, 11 de julio de 2019

Nace una heroína en el Gran Buenos Aires

Una lectura de Cometierra, de Dolores Reyes, editada por Sigilo en Buenos Aires, 2019.

(Crédito: Santiago Saferstein)
Hay reseñas que deberían escribirse con la emoción de saberse testigue de un nacimiento asombroso, no sé, como si en medio del pueblo la estrella más brillante se colocase justo sobre el establo del vecino donde una familia refugiada y perseguida acaba de dar a luz. Luego puede ser que une se rescate que estuvo ahí el día que nació el tipo que iba a salvar a la humanidad entera de sus pecados o simplemente se tratase de otro campesino más del montón que iba a ser ajusticiado por sublevarse contra el imperio hambreador.

Ante Cometierra podríamos sostener la misma fascinación inicial sin saber todavía el destino de esta impresionante narradora que acaba de dar a la imprenta su primera novela, Dolores Reyes, modelo ´78. Se trata de un mazazo emocional, afectivo y sensitivo que no puede pasar desapercibido para ningune lectore, pero que afectará especialmente a las mujeres obreras como la autora. Y además es una promesa de presente para lo mejor de la literatura hispanohablante, una muestra de su vitalidad y capacidad creativa. Un excelente augurio.

Empatizar la muerte


Seguro a usted le pasa que los días de tristeza profunda, que no se pueden gambetear o suspender debajo de la rutina alienada, necesita algo que le permita sacar el dolor de adentro hacia afuera. Como si algunes necesitásemos comprender la tristeza para metabolizarla y poderla llorar. El arte ha tenido siempre ese “valor de uso” para mí conciencia. Un lenguaje que me permita comprender un sentimiento que me aturde, me bloquea, me inhabilita emocional y racionalmente, para que pueda fluirlo y no se me estanque y se me pudra dentro.

En la adolescencia sentía eso con Strange days (1967) y buena parte de la obra de ese gran poeta hippie que fue Jim Morrrison y su banda The Doors. Con más desarrollo en la conciencia una vez que leí Elegía para Ramón Sijé (1936) de Miguel Hernández, nunca más pude sentir la muerte de otra forma, con otras palabras, con otras imágenes.

Hasta ayer, que comencé a leer Cometierra no bien cerré la puerta mágica de la hermosa librería boutique que atiende Laura -la mejor vendedora de literatura de esta ciudad- y me subí al libro como a una alfombra mágica por Almagro hasta cruzar el Parque del Centenario y llegar a casa.

Porque la narradora de Cometierra actúa como un embrujo gitano o yoruba y una vez que une está en clima no puede desprenderse hasta el final. Toda la novela está contada desde el punto de vista de una niña que justo en el pasaje hacia la adolescencia es conmovida por el dolor más desgarrador. El relato de un mundo violento visto desde un discurso sin mucha variedad de palabras, por momentos seco, duro, por momentos tan tierno que duele a quien "ya sabe" y está curtide. Siempre exacto, honesto, sin dobles interpretaciones aunque respetando la ambigüedad de aquéllas cuestiones (el tiempo, por ejemplo, el amor también) que la autora sabe que esa niña no podría precisar con exactitud. Una voz que va madurando en palabras al mismo ritmo que madura la conciencia de esa niña frente las experiencias que la van transformando en mujer joven. Casi sin darnos cuenta, la autora va sembrando en la conciencia de sus lectorxs las pistas imperceptibles de una voz que va mutando de a poco pero con contundencia hasta el final, en cada decisión que toma para revertir su destino, o asumirlo.

Y en esa conciencia limpia de represiones e hipocresía, que habla como siente y viceversa, la voz de la narradora va madurando con el personaje y sus vivencias. Se va dando cuenta que la violencia del mundo sigue un patrón de repetición, una constancia: golpea sobre las mujeres obreras. Y golpea diferente que cuando golpea sobre los cuerpos de otras personas oprimidas y explotadas como ellas. Es una violencia particular, una violencia que envía un mensaje claro y contundente a todas las demás de esa condición. Un mensaje que esta sociedad invisibiliza hipócritamente pero que imprime con crueldad y claridad hasta para la tierna comprensión de una niña: sos un objeto para la voluntad absoluta de los varones.

Hay en esta novela el respeto de un concepto que aprendí de la activista Laura Carboni en la presentación de la obra de otra artista genial, Daniela Di Bari: denunciar la violencia con la que esta sociedad intenta someter a las mujeres sin violencia. Dolores Reyes no cae nunca en el morbo, no ofrece ningún costado posible para que una lectura desviada pueda regodearse en el sufrimiento o peor, disfrutar del placer del victimario. Concepto tan bien defendido por Lucrecia Martel en su defensa de las decisiones políticas que tomó en su obra cumbre Zama, de 2017, cuando explicó por qué había decidido no incluir la escena de violación tan recordada de la novela de Di Benedetto. 

La clave para lograr esta voz tan particular, tan exacta, creo que se ubica en dos esfuerzos muy particulares y sumamente difíciles de lograr para cualquiera. Un trabajo artesanal y minucioso en la herramienta para comunicar, en la palabra y la selección de imágenes. Estamos frente a una novela largo tiempo macerada en la conciencia de la autora y muy corregida. No demasiado corregida para que les lectores sientan la distancia emocional que se debe sentir frente a una pieza de laboratorio, no. Aunque se trate de la primera obra y une lo sepa, nunca sentimos que estamos frente a un ejercicio novato, no se ven las costuras.  

El segundo elemento es el más difícil, porque no hay seminario que lo pueda otorgar. Es que Dolores Reyes ha elaborado su propio dolor. El océano de emociones en el que nos envuelve –uterinamente hay que decirlo- sólo se puede construir después de un maduro y seguramente doloroso proceso de empatía con el propio dolor. En la obra de Dolores hay un contacto sublime con su propia experiencia sensible como mujer obrera, como niña-joven-madre sacudida por la violencia machista de esta sociedad.

Finalmente, el otro éxito que permite que cualquiera que haya transitado un poco por el barro de este rincón del planeta se sienta adentro, plenamente identificade, es el ambiente en el que transcurre la trama. Se trata de una novela del conurbano, con sus ranchos de cemento a falsa escuadra rodeados de un patio con mburucuyás y barro podrido, de humedad y trenes, de rutas poceadas y galerías comerciales surgidas del intento fallido de imitar shopping centers con dos mangos. Otro gran mérito de la autora es cómo ha pasado por el tamiz de su narrativa las sensaciones táctiles y olfativas de su propio mundo cotidiano. Una novela que emborracha la sensibilidad de sus lectores con agua y tierra, en la que los cuhillos y las facas relucen en la oscuridad, en la que el acto tan sencillo de leer se transforma en algo parecido a nadar o correr por las vías y terraplenes. Es una novela para sentir en la carne casi sin racionalidad, como los recuerdos concientes de un sueño, o pesadilla.

Hilando con maestría todas estas piezas que une desmenuza brutalmente en la reseña, una trama argumental propia de la mejor herencia literaria argentina, esa mezcla de trhiller sicológico y novela negra (antes llamada policial o de detectives) que parece anticipar pero simplemente intuye, un destino trágico que nunca termina de serlo, una anticipación mágica del destino que al final se rompe, un cosa borgeana de cuchillos que se buscan en las generaciones, como en El encuentro de 1970 o en el eterno retorno nietszcheano en Ladrilleros de Selva Almada de 2013.

Una literatura viva


Creemos que Cometierra es un hecho literario y político que demuestra la vitalidad de la nueva literatura argentina y vamos a intentar demostrarlo. Ya sabemos que existen obras maduras y galardonadas por el mercado editorial más exigente y criminal que existe, el de los grandes monopolios europeos que obligan a un exigente y largo trabajo de perfeccionamiento y malos contratos a les artistas para satisfacer una demanda cada vez más reducida por la cultura visual y virtual que arrasa con la costumbre de la lectura y con la capacidad material para comprarse libros carísimos. Allí están para comprobarlo las novelas de suspenso cinematográfico que desnudan la realidad de las distintas clases sociales en presencia con la maestría de Claudia Piñeiro, Leonardo Oyola o Kike Ferrari o las novelas existencialistas que auscultan las almas torturadas por la alienación contemporánea con recursos estéticos de perfecta elaboración de Selva Almada y Julián López.

Pero una literatura nueva, que combina la exigente maestría técnica demandada por un mercado editorial tirano y el exigente cánon literario de una literatura demarcada por genios de la talla de Borges, Cortázar, Laiseca, Andrés Rivera, Abelardo Castillo o Antonio Di Benedetto, sin poder mencionar en su justa medida –porque no les hemos leído- la marca de agua de autoras como Pizarnik, Olga Orozco o Sara Gallardo, necesita parir autorxs nóveles como Dolores Reyes para demostrar su fecundidad. Como ella misma lo reconoce en los agradecimientos, la técnica magistral con la que ha dotado a su sensibilidad de artista obrera, la ha aprendido y pulido al amparo del taller de escritura de Selva Almada y Julián López.

No se trata de menoscabar la originalidad y particularidad que definen esta gran obra poética y narrativa de Dolores Reyes reduciéndola a un subproducto de la genialidad de sus dos maestres, y del aporte colectivo de sus camaradas de taller. Dejamos esa chicana a la crítica erudita y bastarda, también tan típica de la cultura tradicional argentina. Todo lo contrario, se trata de celebrar una obra personal y una voz con fuerza propia surgida del intercambio horizontal de una generación de escritorxs surgidos del barro, de la lucha contra los elementos y la explotación que es capaz de ganarse un lugar en el olimpo del mercado comercial a fuerza de ser fieles a principios sublimes para darnos voz a les explotades de la tierra.

Aunque intentamos ser discípulos de Stephen King, quien señalaba con crudeza los límites castradores que la academia y los talleres de escritura imponen a las almas sensibles, debemos reconocer que existen también maestres del oficio capaces de transmitir su sabiduría con la capacidad necesaria para ayudar a las nuevas voces a encontrar su propio camino sin caer en la fotocopia o la imitación. En lo personal fue de una alegría inmensa encontrar en la lectura de Cometierra una novela que sostenga ese clima enigmático y de profundo misticismo popular que nos sacudió el alma en algunos pasajes de Chicas muertas de Selva Almada (http://leomburucuyacapobianco.blogspot.com/2017/01/una-voz-para-las-mujeres-asesinadas.html) o revivir esa fascinación infantil que nos produjeron las imágenes poéticas que sólo un artesano experto como Julián López puede construir con recuerdos de una infancia nostálgica y tierna como en Una muchacha muy bella (http://leomburucuyacapobianco.blogspot.com/2017/01/en-busca-de-la-generacion-desaparecida.html) o La ilusión de los mamíferos (http://leomburucuyacapobianco.blogspot.com/2018/06/amores-proletarios.html). Quiero celebrar -e invito a todes a hacerlo- que podamos leer en otras historias, no como copia sino como elaboración propia y original, esa forma de sentir y de contar que nos viene enriqueciendo la conciencia, porque sedimenta en nosotres la esperanza cierta de que tendremos una literatura de raíz obrera y bien escrita durante mucho tiempo más.

Que salga del corazón de las mujeres yunteras


Miguel Hernández me fascinó siempre porque entendía la vida de una forma cruel y realista. Poeta campesino atado siempre a la forma de comprender el universo propia de un niño yuntero. Sus imágenes escritas con las formas estéticas de la mejor poesía culta española nunca abandonaron ese apego a una esencia, a una sensibilidad forjada en el trabajo, en la vida vivida con honestidad. Un niño campesino que como raíz se hunde en la tierra lentamente, el dolor de la pérdida de un ser querido en la imagen de querer arrancar la tierra con los dientes y besarte la noble calavera.

Dolores Reyes ha construido una niña indefensa a la que le arrancan todo, a la que la vida se obsesiona en quitarle afecto, que asume la realidad de orfandad, de ausencia de recursos materiales elementales sin pedir limosna, sin llanto sufriente, una niña que va madurando usando los recursos con que cuenta, atravesando el dolor de vivir sin resignarse. Una superheroína del conurbano que utiliza el poder de su sexto sentido, una sensibilidad que sólo pueden adquirir quienes han visto la peor cara de la realidad, sensibilidad de personas dotadas con un poder,  quienes esta sociedad tacha de esquizoides o bipolares e intenta sepultar tras los muros de los manicomios y la soledad.

Dolores Reyes construye de sí misma una heroína que no se deja aplacar por la ausencia atroz de cada ser querido que se va de su vida, que se aleja dejando nada. Se agarra de cada gota, grano de arena o perfume que esa experiencia ha dejado impresa para siempre en ella y la utiliza para construir las armas con las que se defenderá del mundo. Incluso se anima a amar al macho que la excita sin juzgarse, sin autoflagelarse. No se trata de una mirada ingenua ni condescendiente, pero se pueden leer en la novela dos tipos de varones arquetípicos. El macho tradicional, que aunque maltrata tu esencia de clase te coge como a vos te gusta, el padre violento que así como te quita lo más querido te defiende de lo más temido. Pero también el otro, el hermano de sangre o de clase, que aunque criado para ser ese macho novio y padre, sin embargo se pone del lado de la empatía y el amor fraternal para ayudarte, a la par, a enfrentar una vida de mierda que les pega a ambos por igual, aunque distinto. Cabe notar, no obstante, que los varones que zafan en la novela son, además de pares, jóvenes que todvía no han sido moldeados definitivamente por el mandato patriarcal del macho adulto, y quizás resida en esa modesta realidad temporal su únicaa esperanza de redención.

No se equivoquen, Dolores Reyes no escribe por boca de ganso, no se trata de la opera prima moldeada por sus maestres o influencias. Estamos ante la primera novela de una artista que ha sabido utilizar lo que ha aprendido y admirado para elaborar su propia forma de comprender el universo y sus experiencias más íntimas e intransferibles en la lucha cotidiana de una mujer obrera, madre, feminista y activista de izquierda como se autodefine con orgullo en la solapa. Una escritora que no se ha quedado en la zona de confort de poner en otres aquéllo que desea ser, que no se ha autolimitado al ciclo de literatura o la charla de café. Ha dado el paso de madurez, se ha podido desnudar en el papel con una fuerza única que expresa lo mejor de la capacidad de las mujeres de nuestra clase para hacerse un lugar en la trinchera horrible en que nos caga a trompadas la vida. Se ha ganado su lugar en la literatura con las mejores armas. Su novela es una comprobación que llena de esperanza, que de las mujeres a las que la vida a quitado todo pueden esforzarse y luchar por combatir el sufrimiento y transformarlo en lucha, en grito, en fusil para ponerle gatillo al dolor y ametrallar desde la luna toda la mierda con la que el capitalismo patriarcal intenta sepultarnos. 

Una heroína de barro que renace de sus muertas para hacer justicia.


Esperemos con ansiedad que escriba muchas más y podamos estar vives para leerlas.