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miércoles, 30 de marzo de 2016

Y sin embargo, escribe

Reseña de Nadie es inocente, del proletario escritor Kike Ferrari, publicada por Editorial Revólver, 157 pp., Buenos Aires, octubre de 2015

Acabo de conocer a Kike Ferrari después de una serie de coincidencias de esas que uno ya ha decidido obedecer, resignado ante las pruebas de que son mejores caminos que los pre-establecidos. 

Me llamó la atención una entrevista de Diego Rojas (http://www.infobae.com/2016/01/31/1786301-el-insolito-y-premiado-escritor-que-limpia-el-subte-las-noches) donde señalaba algo que todo el mundo sabía menos yo, que había un trabajador del Subte que escribía novelas y cuentos policiales negros, de la mejor catadura y cepa, premiado y traducido, publicado aquí, en España y Francia.

La vida se empeña en ponerme de nuevo a pensar sobre la relación entre arte y política con motivo de una crítica a un prólogo que es en realidad un libro. Por eso, y porque llevo medio año pensándome también como escritor, además de revisándome como lo demás, hombre, militante, padre es que esa reseña picó mi curiosidad, me obligó a endeudarme con Visa nuevamente y conseguir Nadie es inocente (editado en la colección Relatos Negros de Editorial Revólver en Buenos Aires, en octubre de 2015) y Que de lejos parecen moscas (novela,Bs. As., Punto de Encuentro, 2014).

Debo reconocer que mi interés por la obra venía embarazado de una serie de hipótesis muy parecidas a juicios previos pero afortunadamente la fuerza arrasadora de la prosa y la imaginación de Ferrari prevalecieron. Buscaba simplemente la manera de ver y pensar el mundo de un trabajador del Subte, es decir, la opinión política de un obrero hecha literatura y me encontré con un poderoso escritor de origen proletario, heredero digno de una de las vetas más ricas y vigorosas de la literatura argentina contemporánea.

En su reseña Rojas cuestiona en un lugar central al autor: en ninguno de sus personajes se ofrece un ejemplo a seguir, una esperanza de revolución, de socialismo, de un mundo mejor a este mundo de mierda que sufrimos millones de personas cotidianamente. El prejuicio se instaló casi con naturalidad: la materia prima de la novela negra, la realidad descompuesta de lúmpenes, asesinos, miserables vista por un trabajador desmoralizado.

Pero mucho cuidado con lo que se lee. En primer lugar Nadie es inocente es una impresionante obra de arte, fruto de un artista en una fase de maduración, no de uno que recién empieza a mordisquear el oficio. El realismo que trabaja Ferrari –con la sutileza de un relojero y con la potencia de un buen boxeador- no surge únicamente del vómito catártico de un hombre alienado por la explotación y el conocimiento íntimo de las cloacas de la sociedad donde vive y sufre la vida. No, en estos relatos el vómito ya ha sido amasado y re-elaborado, Ferrari piensa la mejor forma de transmitir sus sensaciones, piensa de cada historia qué es lo que merece ser resaltado y qué no, cuál es el mensaje. Ferrari inventa con un plan y trabaja su imaginación en busca de algo concreto.

Su realismo es algo que supera las descripciones certeras de los personajes que recorren las tramas, desnuda la realidad debajo de ellas. Ferrari le pone nombre al principal culpable, al que explica todo el resto de las culpabilidades, al capitalismo y su gendarme, el Estado, sus jueces, policías, médicos misóginos, patotas sindicales, asesinos y violadores. Ferrari nos tira en la cara un mundo de mierda, lleno de antihéroes frustrados, fracasados, trágicamente incapacitados para la felicidad porque eso es lo que es éste mundo, y nada más, por muchas mañanas de risas sonrientes de niños felices que uno tenga cada tanto.

Pero Ferrari no concilia con “dos demonios” ni “en el mismo lodo”, ubica a unos culpables como lo que son, víctimas de la violencia del sistema que responden con violencia, algunos sin sentido ninguno, como el resistente Cadena en “Este infierno de mierda” o el alienado que estalla en “Media hora”, pero otros que ubican su golpe en el lugar exacto del poder, construyendo hechos de justicia, como Estrella en “El cazador de ratas”.
Porque lo maravilloso y esperanzador de que exista este libro, de que exista Kike Ferrari escribiendo este libro y publicándolo, radica en que estamos frente un artista honesto, que se desnuda por completo frente al lector, sin ocultar nada, y se muestra como es, un ser contradictorio, en lucha consigo mismo. Mil veces el lector o lectora se sentirá identificado con la impotencia de saber que en este mundo abundan tacheros fachos estilo Doña Rosa y jóvenes despiadados como los protagonistas de “¿Y cuánto te creés que vale la mía?” sabiendo finalmente que aunque ambos sean víctimas ninguno es inocente ni mucho menos justificable.

Llegado a este cuento no podía parar de dejar de pensar en Andrés Rivera y aunque no es nuestra intención dar señas de erudición ni pretender mostrar la costura del hilo en la obra de Ferrari, permítasenos una ligera digresión.

Rivera comenzó a escribir (a publicar al menos) en la segunda mitad de los años 50 del siglo pasado. Su primer obra, El precio, ambiciosa, describía con crudeza sus experiencias como delegado de una fábrica textil, en Villa Lynch del partido de San Martín, mostrando tanto la vida cotidiana del explotado y su lucha como también demoliendo la imagen sacrosanta del patrón emprendedor o self made man.

Militante comunista, hijo de un destacado militante sindical comunista textil de Villa Crespo, Rivera obviamente buscaba en su arte colaborar en la lucha por la construcción de otro sistema social, usando el arte como un arma para estimular conciencias en un sentido revolucionario. Pero lo interesante de Rivera es que desde temprano osaba provocar los límites estéticos y políticos que su partido definía y orientaba. Mucho antes de romper con el estalinismo y convertirse al maoísmo Rivera ya había roto con el cannon oficialista del Realismo Socialista y usaba los recursos formales y temáticos de la novela negra norteamericana, el formalismo de Faulkner y el tan demonizado “diálogo interior” de Joyce para construir una novela clasista contra el peronismo.

Uno se pregunta siempre qué hubiese sido de los grandes artistas revolucionarios del pasado si hubiesen sobrevivido a las mazmorras de Videla o el infierno dantesco del destierro. Pues Rivera dio una pauta posible, con algo de esperanza en el futuro mientras duró la “primavera alfonsinista” publicó una emotiva llamada a no dejarse derrotar por la derrota y la muerte del pasado esperanzado en su autobiográfica biografía literaria de su viejo en Nada que perder y dejó sentado un último grito de esperanza en La revolución es un sueño eterno, la premiada y famosa biografía ficcional del héroe más trágico de la Revolución de Mayo, Juan José Castelli.

Pero una vez pasada la demoledora década menemista y a la vuelta de una trunca rebelión popular como la de 2001 Rivera pareció resignarse ante el avance de la lumpenización y el protofascismo en la clase obrera argentina. Desde 2004 en adelante, Cría de asesinos, Esto por ahora, Punto final, Por la espalda, Estaqueados y Guardia Blanca, son expresión de un estilo cada vez más certero, seguro, fino y sutil que muestra la desmoralización de un combatiente que jugó la mejor mitad de su vida a suerte o verdad por el socialismo y que se rinde de rodillas ante la evidencia de la abrumadora descomposición social que reina luego de la derrota del último proceso revolucionario en nuestro país y el mundo.

Recuerdo que leí todos estos libros sosteniendo la siguiente idea: si Rivera sigue escribiendo, si sigue disparando contra la peste que nos rodea no debe estar vencido del todo, algo sigue latiendo de la esperanza. Nunca tuve la oportunidad de entrevistarlo y resolver el enigma, pero era la única forma de sostener su lectura y la admiración por su trabajo.

Kike Ferrari es la confirmación de esa esperanza. Mientras Rivera acompaña la experiencia de una parte del proletariado argentino en la decadencia de su derrota política, Ferrari va creciendo y madurando desde este lugar, como un hijo lumpenizado de ese proletariado derrotado. Pero Ferrari demuestra que no todo está perdido, que un trabajador hiperflexibilizado y precario puede reconstruirse y adquirir lo necesario para hacer salir sus frustraciones y sueños en forma de un mensaje claro. Levantar la cabeza y el corazón de tanto dolor, de tanto desgarro, de tanta frustración y mierda y escribir, que sólo por eso demuestra la voluntad inquebrantable de vivir, de superar la mierda, en suma, de vencer.
 Porque ahí está su reivindicación póstuma de Sherlock Holmes, resistiendo a la tortura para salvar la revolución bolchevique en “Una guinea y tres peniques” para demostrar que interrogado sobre la esperanza en otro mundo venciendo a éste, con conocimiento de causa, sin falsas utopías románticas, Ferrari inventa una historia posible para sus “próceres” personales, en la literatura y la política. También en la historia de las víctimas que logran enfrentar y vencer a sus victimarios, como en esa inteligente alegoría y rescate de la mordacidad del clásico “El flautista de Hámelin” o en esa genialidad que reivindica el heroísmo hasta en la heroína menos políticamente correcta en “Lucha”.

No por nada Ferrari hace resucitar al Che Guevara de su asesinato en La Higuera y lo pone a cebarle mate a Rodolfo Walsh antes de su propia emboscada mortal, mostrando además de maestría en la pluma un profundo amor por la Revolución que, golpeado o confundido, se niega a enterrar sin más.

No conozco personalmente a Ferrari y aunque considerando sus posiciones ante coyunturas políticas en su feisbuk podría caracterizarlo en un lugar concreto del pensamiento político actual –uno claramente distinto del mío- me permito la audacia de decir que sabe todo esto. Su mención a Arturo Reedson, el narrador-protagonista de Nada que perder en “Considéreme un sueño” y el epígrafe en “El síndrome Marlowe” (que además es una probable narración ficcional basada en una anécdota real de la vida de Rivera) demuestran que Ferrari ha reflexionado sobre el punto. En estos dos últimos cuentos Ferrari desnuda una mirada autocrítica sobre su propia praxis como escritor, como en esa joyita emocionante que es “Los Muertos”. Sus sueños y angustias, todo lo que nos da vuelta en la cabeza cuando decidimos que escribir sea algo más que la mera realización de una necesaria y terapéutica huida de la alienación cotidiana.

Eso explica que Ferrari haya decidido resaltar en su brevísima “bio” de la solapa, a la misma altura que sus amores incondicionales (su compañera, sus hijos, su River y el karate) su militancia en el sindicato del Subte, la AGTSyP. Y que cierre esta hermosa obra artesanal de la mejor literatura con la primer oración del himno internacional del proletariado socialista.
Hemos reseñado lo que consideramos más importante del libro de Ferrari a nuestro entender, que se trata de un hecho político relevante en la lucha de clases hoy, que demuestra la existencia de una profunda tendencia viva entre las masas obreras de continuar luchando y buscando una salida a toda la pudrición del capitalismo aún a pesar de lo desesperanzadora que parece ser la coyuntura.

Pero nos gustaría agregar que aún si a usted no le interesase en lo más mínimo este aspecto de la obra de Kike Ferrari, aún así debería hacer caso al comentario de contratapa y hacer lo que tenga a su alcance para comprar el libro (en Distal y Yenny lo puede conseguir a un precio bastante razonable para un bolsillo obrero) ya que no nos alcanza el espacio y la cabeza para describirle todas las vetas del libro. Me atrevería a decir que es prácticamente imposible que nadie en su sano juicio haga otra cosa que deleitarse de placer leyendo a Ferrari.

Se trata de un autor que incita la inteligencia de su lector, sembrando cada oración de pistas para reconstruir un mapa del tesoro muy sutil, un tipo que retoma líneas filosóficas y estéticas de Borges y Cortázar con una habilidad a la misma altura que su facilidad innata para escribir como los grandes mitos del género policial. Un tipo que te hace escuchar a Piazzola y a Tom Waits, capaz de un humor criollazo a lo Fontanarrosa como en “Carlos” o verdaderos juegos de ingenio lisa y llanamente perfectos como “El puñal de Caravaggio”,  “La pasión según Jotacé”, “Blanco artificial” o “Ajena al dolor” de los que podríamos escribir un par de ensayos como mínimo. De eso y de una serie de coincidencias azarosas con este escritor me encantaría poder seguir escribiendo.

Pero, parafraseando a Lenin, mejor que escribir sobre el placer de leer es vivir el placer de la lectura, por eso termino acá, para entrarle con ganas a la novela Que de lejos parecen moscas a ver por dónde me lleva.

viernes, 11 de marzo de 2016

Elegía al rústico. In memoriam Roberto Perfumo

Me contaron que Roberto Perfumo, a sus 74 años, se había accidentado en un restaurán porteño en la preceptoría de una de las dos escuelas que laburo, en Balvanera, casualmente rodeado de dos preceptores y una preceptora hinchas de Rácing. Mucha casualidad porque, reconozcámoslo, tres hinchas de Rácing en la misma escuela es una proporción inusual en Capital. Más raro todavía que ella no llega a los veinticinco, uno de ellos no pisa los treinta y el otro saluda los cuarenta de cerca pero sin embargo los tres, y yo, bostero enardecido de 38 pusimos exactamente la misma cara de amargura por la noticia y decidimos gambetear el final odiado con un “seguro que fue una boludez y va a zafar”.

A las ocho de la noche, cenando junto a doscientos adolescentes en la otra escuela que laburo, en Villa Soldati, un compañero rayando los cincuenta pirulos, fanático irreconciliable de Huracán me confirma desde el Facebook de su Smartphone que el Gran Marsical había muerto.

Intenté seguir con la rutina prefijada de mi día laboral y militante intentando creer que entre Roberto Perfumo y yo no había razones suficientes como para ponerme a llorar desconsoladamente porque ya no iba a poder seguirlo más en la radio o en la tele, haciendo esos análisis geniales, mezcla de teoría deportiva y sentido común de barrio con el que nos iluminaba el bocho para seguir aprendiendo sobre este deporte que mamamos desde chiquitos y que, aunque todos seamos técnicos, sinceramente sólo muy pocos entienden de verdad.

Ahora son las tres de la madrugada y no me puedo dormir. Busqué entre los escombros de mi biblioteca un libro hermoso que publicó Sudamericana en el 2000, en cuyas bellas páginas papel ilustración y tamaño oficio apaisado (como se editan los libros de arte) Roberto Fontanarrosa, ese genial cronopio rosarino, escribió algo muy raro en él, una especie de ensayo “serio” sobre fútbol basado en sus análisis racionales de las experiencias del fútbol que él había visto y disfrutado desde la infancia a fines de los 50 o principios de los 60.

Algo me decía que había leído en ese libro algo importante sobre Perfumo. Efectivamente, el Negro Fontanarrosa, en medio de una prolija esquela sobre el Rácing campeón de 1966, el famosísimo equipo de José, el primer campeón mundial del fútbol argentino, se mandó una descripción exacta de quien él consideraba el jugador más importante de ese quipo legendario.

Y leyendo esos párrafos removí decenas de años y encontré en el fondo de la memoria la verdadera razón de por qué lloro así, tan sentidamente la muerte del Gran Mariscal.
Porque vamos a ser claros, no sólo no lo pude ver jugar salvo en cintas de video de muy mala calidad, sino que ni siquiera soy hincha de ninguno de los clubes donde jugó Perfumo, aunque reconozco mi admiración por la sentida épica del club de Avellaneda, a pesar de que haya nacido de la oligarquía y durante todo el primera mitad del siglo XX haya sido usado por la burguesía argentina como símbolo nacionalista contra el otro grande de la capital de la metalurgia argentina, fundado por trabajadores socialistas de comercio.

Fontanarrosa reivindica varias cualidades de Perfumo: su velocidad capaz de “cubrir todo el ancho de la cancha”, la precisión de su derecha chueca, su “timing” como se decía antes para llegar a la pelota “un segundo antes” que el adversario y su extrema frialdad para “revolearlo de una patada” si era necesario y no quedaba otra. Con esas tres cualidades, escribía el Negro canalla, Perfumo fue el mejor back central de su época, incluso más dice, una versión refinada de los mitológicos defensores centrales de la tradición del Río de la Plata.

La tesis de Fontanarrosa es que la máquina de atacar permanentemente que era el Rácing de Pizzuti podía darse el lujo de mandar a todo el equipo adelante porque confiaban ciegamente en la capacidad de Perfumo para solucionar cualquier complicación que produjeran los contraataques enemigos. El Negro reivindica esa especie de heroísmo tan particular del “último hombre”, el tipo que hace frente sólo, sin miedo, con sutileza o bravura según corresponda al enemigo que desbordó todas las líneas del equipo. El tipo que deja todo en la cancha, incluso en contra de su propio interés.

Perfumo simboliza a ese tipo de jugador que sin importar el lugar de la cancha asume el fútbol de esa particular manera. Ése que nunca se da por vencido ni aún vencido, la última reserva, el último cartucho, la resistencia y la entrega hasta el final.

Siempre pensé que las personas se definen a sí mismas más allá de lo que digan en las acciones concretas, en las decisiones y la actitud que toman en situaciones concretas. Creo firmemente que la verdadera personalidad de la gente se ve en cómo se comporta en el laburo con sus compañeros/as y frente a la patronal, en la calle frente a la represión, en la cama cogiendo y, entre otros lugares posibles, en una cancha de fútbol.

Mientras la gran mayoría de los varones del mundo idolatran a los virtuosos de la pelota yo siempre tuve de ídolos, desde muy chiquito, a los tipos como Perfumo, fueran del club que fueran. Mis máximos ídolos de la infancia en tiempos de Housemann, Alonso, Bochini o Maradona, eran sin embargo Blas Armando Giunta y Enrique “el ruso” Hrabina, famosos antes de Boca en San Lorenzo y en segundo lugar dos tipos más finos, surgidos ambos de Ñuls como Juan Ernesto Simón y Walter Samuel.

Nunca me voy a olvidar de Giunta saliendo por la mitad de la cancha después de ser expulsado del partido que más nos robaron en la historia del club, contra el Colo Colo en la semifinal de la Libertadores del 91, con la remera azulyoro ensangrentada y embarrada, haciéndole un visible “fuckyou” a una enardecida turba de fascistas pinochetistas que lo puteaban y le tiraban “con de todo” como solíamos decir en el pago. Como recuerdo que me enamoré de Gabriel Batistuta esa misma noche parándose de manos contra cinco energúmenos que le revoleaban las Nikon profesionales. Porque esa noche nos bombeó la Conmebol a través del réferi, el gobierno pinochetista que puso la tarasca para que Colo Colo fuese campeón por primera vez, las cincuenta mil personas que estaban en la cancha y hasta los periodistas gráficos.

Tipos que dejaban la vida en la cancha sin importarles nada. Gladiadores. Simón un verdadero “gentleman” con una garra infinita, el gol del “mudo” Samuel casi de fuera del área, en escorzo imposible, de cabeza al ángulo en el último minuto del partido contra el América de México que nos estaba dejando afuera de la Libertadores y que terminamos ganando.

Debo decir que los únicos virtuosos líricos de la pelota que me llenaron el corazón con la misma pasión fueron tipos como el loco Houseman, el Diego y Román, pero porque fueron virtuosos del arrabal, que no se acobardaban ante nadie, que su manera de cagarse a trompadas o patadas era la gambeta, el caño o la finta, probablemente porque no supieran cómo pegar con eficiencia, que como sólo sabemos los defensores “rústicos”, es un arte. Qué decir de Maradona, un jugador de fútbol exquisito que con todas sus contradicciones es simplemente un héroe obrero, villero, que se abrió paso contra viento y marea, filósofo de arrabal comparable únicamente con Ringo Bonavena; tipo que, de paso digamos, fue delegado de sus compañeros en todos los clubes que jugó y fue el primer jugador que se supo ganar el odio de los grandes empresarios mafiosos del fútbol mundial. El loco Housseman que nunca renunció a su orgullosa identidad de villero del Bajo Belgrano y dicen los que lo vieron jugar que le pasaba el trapo al propio Diego, temerario e incorruptible. Román Riquelme, que mientras más lo pateaban más poético se ponían, como en la recordada semi de la Libertadores en la cancha del Palmeiras, que se cansó de tirar magia en un contexto muy parecido al partido de Chile que recién citaba.

Podría dar miles de ejemplos pero sólo quiero dejarles dos, el de mi primer ídolo y el del último, el actual, quien es para mí el mejor jugador de fútbol del mundo en la actualidad.
Y son, en realidad, dos anécdotas diferentes y al mismo tiempo idénticas.

Cuando era muy chico, en la libertadores del 86, después del mundial que ganamos en México con el Diego, Burru y el ballet de Bilardo, en un tres ambientes de Cucha Cucha de unos parientes de mi viejo vimos con mi hermano al Boca de Milton Melgar, Tapia, Olarticoechea, Gatti, Giunta, Higuaín y Krasouski de visitante en Montevideo contra el Wanderers dirigido por Wáshington Tabárez y recuerdo vívidamente el impacto que me produjo verlo al Ruso Hrabina correr de atrás una pelota que se metía en el arco lentamente, creo que después de un mano a mano con Gatti adelantado que se iba lenta pero firmemente al gol tirarse en palomita aprovechando el pasto húmedo por la lluvia torrencial con los 
brazos hacia adelante para atajar la pelota y evitar el gol. Al final la pelota se frenó por los charcos antes de la línea y el Ruso se paró rápido y la sacudió de un zapallazo fuera no del área, fuera del Río de la Plata.

No podía creer lo que veía, en contra de toda regla futbolísitica, lógica y sentido común, sentido de autopreservación o ética y moral preconcebida, el Ruso hacía lo único que podía hacer para que no nos comiéramos el tercero, sabiendo lo que importa cada gol en una copa. 
Tengo que sincerarme, recuerdo hoy esa impresión mucho más vívidamente que el tercer gol sobre la hora que el propio Hrabina le metió a Wanderers en la vuelta, en la Bombonera, en un 3-2 que no le serviría a ninguno, sabido es que ese año la copa le quedaría a los renegados de Núñez, con un equipo, nobleza obliga, lleno de valientes guerreros y excelentes jugadores.

Habrá adivinado querido lector si llegó hasta acá, que no hablaba de Messi y que pienso cerrar la última anécdota recordando al mejor jugador de la actualidad, el uruguayo Suárez, el de la mordida al defensor italiano en el último mundial de Brasil. Sí, porque quién no se acuerda del último minuto, del último tiempo suplementario de esos cuartos de final del mundial de Sudáfrica de 2010, contra Ghana cuando después de una serie de rebotes en el área chica Luisito Suárez saca la pelota en la línea con un manotazo “de vólleyball” como dijeron en un famoso relato en la televisión uruguaya. El sacrificio del último hombre permitió que el partido termine empatado, ya que el jugador africano marró el penal donado por Suárez y luego perdieron la serie en los penales.

Para muchos varones como yo el fútbol es una parte constitutiva de nuestra personalidad, no sólo por la pasión, nuestro recuerdo permanente de la felicidad infantil y adolescente, la excusa más sencilla para el encuentro con amigos. Es también nuestro escenario de práctica donde nos probamos en la lucha por objetivos de grupo, efímeros o duraderos, gloriosos aunque sea en la pequeñez insignificante de un potrero o la techada del polideportivo del barrio.

Tipos como Perfumo simbolizan para mí lo mejor de los valores que transmite el fútbol, lejos de la mierda de la guita y la especulación, de la cobardía asesina del lumpenaje barrabrava, el machismo descompuesto, el racismo y el odio a los homosexuales.

Digan lo que digan, cuando nos toque luchar por un mundo mejor frente a la peor cara del enemigo, yo quiero tener a mi lado, en mi equipo, tipos como Perfumo.

Chau Mariscal, gracias por tanto, gracias por todo.

Un enorme abrazo de gol.



domingo, 6 de marzo de 2016

Puñalada al ángulo

-Otra vez esa zorra por acá, pensó en un relámpago y la encaró.

-Rajá de acá, atrevida de mierda, cachivache, ¿te cogés a mi marido y te da la careta para pasearte por mi barrio, hija de puta? Rajá porque te rompo toda la trucha.

Leidi Diana le decíamos precisamente por esa forma particular que tenía de hablar, siempre con el tono de voz de un grito, de puteada. Pero en ella era absolutamente cotidiano. Leidi Di hablaba como pegando, siempre. Lógico, para los que conocemos su historia. La criaron a golpes, la abusaron desde chiquita. Ella no habla, ladra, gruñe, pero con palabras.

-Qué hacés puto viejo, culorroto. Es su manera de saludarme cuando hace rato que no nos vemos y me quiere decir que me extraña, por ejemplo.

Igual este no era el caso, hace rato que sabía que esa pendeja se andaba cogiendo a su marido. Marido al que no amaba, ni siquiera con su limitada capacidad de amar, con lo que le dejaron. Pero era su marido, el forro que tenía que traer algo de plata para las nenas, cuando le quedaba algo después de escabiársela y fumársela con los pibes, pedazo de vago hijo de puta.

Así que antes que la mosquita muerta le fuera a contestar algo le puso un cachetazo a mano abierta en toda la cara, incluyendo oreja. No porque no supiera cómo acomodar un cortito o un cross, que lo sabía, sino porque la cachetada subrayaba la humillación. Más si te volteaba y te dejaba redonda en el cordón de la vereda, como pasó con la piba esta.

Son los códigos del barrio, “Cogete al tarado pacoso ese todo lo que te den las ganas, mugrienta e´mierda, pero no pisés la calle donde caminan mis hijas, desubicada.” Dijo para cerrar el asunto y se metió a esa rara mezcla de tapera y pieza de cemento en la que amontonaban las porquerías que cirujeaban por Flores esperando al camión que las pesaba y las pagaba moneditas, que ella llamaba con orgullo su hogar, aunque sufriera por vivir con la familia de narcos de pequeña monta de su marido, exilio forzoso de su añorada villa 1-11-14, lejana en el recuerdo mucho más de las quince cuadras que separan a Soldati del Bajo Flores, donde la vida la escupió con odio.

Nueva York, primavera boreal, los enormes edificios te abrumaban de emociones raras, la limpieza de los edificios, el lujo increíble de los hoteles, la cancha de entrenamiento del club ese, de nombre raro, hermosa, un billar. Enfrente el equipo femenino de la primera del Barcelona, que en el universo paralelo y desconocido del fútbol femenino es igual de grosso que el equipo de Messi. Leidi Di te relata el partido y se le ven los colores del pasto, de las camisetas, el olor a chivo mezclado con perfume de cada choque de cuerpos en el juego, le salen por el brillo inusual de los ojos, en el matiz raro, dulce de la voz, desconocido en ella.

-Nos agarraron frías, o será porque estábamos medio boludas con el viaje, la cancha, el Barcelona, y nos madrugaron con un gol boludo en el arranque del partido. Les fui hablando a las chicas, nos paramos mejor, de a poco nos fuimos acomodando y en el segundo le tiré un pase en profundidad entre los centrales a mi compañera de ataque y empatamos. Faltando cinco… no sabés, no sabés, fue increíble…

La Leidi Dí jugaba de 9 en la primera de San Lorenzo y la eligieron de titular para la selección argentina. Fue lo mejor que le había pasado en sus menos de veinticinco años de sufrimiento. Sus hijas y los entrenamientos eran lo único que le iluminaban la cara y le enternecían la voz.

Al toque cayó el hijo de puta del marido. Sin saludar ni putiar la encaró de una en la cocina y le puso una trompada al ojo. Fue la primera de una catarata embravecida de piñas y patadas. No tuvo tiempo de nada, tirada en el piso de la cocina como una bolsa recibiendo golpes y tirando sangre.

-Soy una pelotuda, fue tan rápido que ni siquiera me pude defender. Regalada en mi propia casa. Me puteaba porque le había espantado a la noviecita el muy pollerudo, porque se la había lastimado, el muy forro.

-Pedazo de puta de mierda quién te creés que sos la concha ‘e tu madre, a ver si entendés quién carajo es el macho en esta casa y en esta cuadra, pedazo de mierda.

Y cosas lindas así. Hasta ahí parte de la vida familiar de siempre, antes que él estuvieron tíos y hermanos del otro lado de los puños y las zapatillas nike, nada que fuera a sacarla de una vida acostumbrada.

-Cuando se cansó parecía que se iba a escabiar con los amigos, pero volvió con un palo, y ahí pensé que se terminaba todo, que ese día me mataba.

De puta casualidad había terminado en la selección, era amiga de todos los pibes que jugaron en primera de San Lorenzo, porque a fuerza de piñas se había hecho un lugar en la barra brava de su club amado. Porque es cierto que los cuervos no tienen barrio desde que la dictadura los echó de La Plata e Inclán en los setenta, pero hay una generación enorme de pibes y pibas del Bajo Flores, de la uno-once-catorce, del Barrio Illía, de Rivadavia 1 y 2, que identifican a San Lorenzo con su infancia, su barrio, sus únicas tardes de amistad y amor inocente en medio de tanta bosta. También es cierto que desde que pusieron el cenicero en Cruz y Varela todo Soldati se hizo hincha de Huracán, espejando ese mismo sentimiento.

Yendo a la cancha con la barra, a los partidos y los entrenamientos, faltó poco para engancharse en picaditos con los pibes de las inferiores y alguno de los entrenadores del femenino se dio cuenta que toda esa violencia naturalizada en su cuerpo había fabricado una nueve tanque, de esos nueves que ya no abundan en el fútbol del Río de la Plata y que en otra época supieron ser nuestra marca registrada. Diana sabía con la pelota, encaraba como un toro, temeraria, sabía ubicarse en el área, metía miedo en los córners.

En los entrenamientos y vestuarios Diana mostró algo más, algo increíble para los que la conocíamos, solidaridad, amor, códigos de hierro que la hicieron una líder, una de esas que daba la cara por las compañeras, que ponía el oído, que te decía las cosas de frente y que era capaz de matar por sus compañeras.

-No sabés, estábamos terminando, por ahí convenía moverla a los costados, esperar que el partido se muera, empate con el Barsa negocio redondo. Las gayegas estaban relajadas, pensaron que nos ganaban de taquito y se la complicamos, pero nada, éramos un entrenamiento para ellas, ¿viste? Pero yo estaba cebadísima, al palo como si fuera la final del mundo. Y en una la peché a la diez de ellas, salió rebotada pa´delante y como no escuché el pito del vigilante entré a encarar. Me salieron a cortar y yo me iba abriendo para el costado, esquivando y buscando si alguna andaba por el área o por la línea, para meter el pase, ¿viste? Y de repente, no me preguntes cómo, sentí algo, levanté la cabeza, no había ángulo y parecía que estaba muy lejos, no tenía pase pero sentí algo, se me apareció el palo y un espacio chiquito entre la arquera, no sé, como una inspiración…

Contaba emocionada, sin respirar casi y acomodando las palabras amontonadas en la boca, las iba vomitando como en un grito de alegría. Se movía en el patio de la escuela como si recreara las jugadas, agarraba al portero y lo ponía en la posición de la marca para mostrar la maniobra. Movía los brazos como aspas de molino y subrayaba los insultos o descansos con gestos de las manos que en el lenguaje corporal del barrio funcionan de redes conceptuales más claras que las palabras.

-Cuando vi el palo me dije loca rescatate porque te mata. Me dolía todo pero me levante un cachito del suelo, como para poder defenderme un toque y llegué a ponerle el brazo izquierdo así, como para aguantar el palazo. Me lo partió en dos, no te miento, me comí yeso como seis meses, pero zafé lindo, porque si no le ponía el brazo me partía la cabeza y no estaba acá. Y tuve suerte, porque el puto debe haber pensado que me tenía, o estaría pasado de paco, la posta que retrocedió un poco, como para tomar aire y seguirla. El tiempito justo, manotié el cuchillo con el que corto la cebolla y parece que dios me iluminó, porque cuando volvió a encarar con el palo se lo ajusté enterito acá.

Y me señaló el costado interno del muslo, un poquito arriba de la rodilla.

-Cuando sentí que se le hundía el cuchillo adentro tiré pa’ rriba y casi le corto los huevos. Un tajo enorme le puse. Entró a chillar como un chancho ¿viste? y entonces salí a la calle y me rescataron las ñerys.

La historia terminó en la guardia del Piñero, con los dos y sus familias carajeándose de camilla a camilla, desangrados ella por los golpes y el por una herida que casi lo manda al otro lado. Sus hermanos esperaron con prudencia que el tipo se recuperara y le estropearon las rodillas con una .38 en la puerta de su casa. Le dejaron clarito que lo dejaban vivo para que siguiera poniendo plata para pañales y comida de las guachinas, pero que cada vez que respirara tenía que agradecerles por dejarlo vivo.

-Fue un golazo. Saqué un latigazo de derecha que hizo un efecto raro y se le clavó en el ángulo. ¡Le ganamos al Barsa!


A veces es así, esperar el momento justo, adivinar el espacio y clavarla en el único lugar posible, te gana un partido.

sábado, 5 de marzo de 2016

Filosofía del malamor. Reflexiones con Rodrigo, Gilda, Borges y el Dante


Amor, ch’a nullo amato amar perdona,
Mi prese del costui piacer sì forte,
Che, come vedi, ancor non m’abbandona.

Amor condusse noi ad una morte
Caina attende chi a vita ci spense.
[...] 

Le dice Francesca da Rimini en el círculo del Infierno dedicado a los “pecadores de la carne” al propio Dante, en el quinto canto, del primer libro de esa novela eterna que es La Divina Comedia.

Si yo fuese lo suficientemente sensible e inteligente para contar esta historia en la brevedad perfecta de una canción de Rodrigo Bueno o Gilda, no estaría intentando escribir este relato. Pero como soy incapaz de parir un buen cuarteto o una cumbia genial, aquí me ven, remontándome setecientos años en la historia de la literatura para intentar arrancar.

En una conferencia que dictó en el mismo mes en que yo nacía, bajo la dictadura de Videla, Jorge Luis Borges hace notar magistralmente y casi de casualidad (como el giro clásico del detective Columbo, si se me permite la analogía prosaica) que en su Infierno, Dante hace que los condenados y condenadas a la eterna tortura le comenten por qué pecado fueron castigados y que todos ellos y ellas nunca se confiesan con culpa, o remordimiento “porque en el Infierno está prohibido arrepentirse” nos ilumina el genio ciego.

El ejemplo que da es una de las escenas más tempranas y maravillosas de la enorme obra. Francesca da Rimini está en el infierno por adúltera, su propio marido la mandó allí, ejecutándola junto a su amante, interrumpiendo de muy mal gusto un encuentro amoroso.

Y efectivamente, Dante, haciendo gala de un rol divino, se apiada de esa pareja, de su castigo, de su dolor. Comprende racionalmente –explica Borges- que el castigo divino es justo, porque como vimos los mismos castigados asumen que han infringido las leyes. Borges nota un gesto de hidalgía por parte de los amantes, que asumen su pecado con mucho orgullo, defendiendo su amor.

En los primeros tres versos que encabezan este texto, Dante pone en labios de Francesca toda una definición sobre el amor romántico, irracional:

El amor, que a ningún amado amar perdona,
encendió por éste en mí placer tan fuerte
que, como ves, aún no me abandona.”

El amor es responsable de su decisión, el placer es su argumento de defensa, a tal punto que parece que Francesca es feliz, porque todavía no la abandonan, ni el placer ni el amor que no la perdonó. Aún en la tortura eterna del infierno, como vemos, ese amor sigue presente.

Uno podría pensar, ya que Borges y el propio Dante nos invitan a fantasear, que Francesca decidió conscientemente amar a su amado sabiendo y asumiendo el castigo correspondiente.

Reincide en el verso siguiente: “el amor nos llevó a una misma muerte” vuelve a argumentar y de paso se satisface sabiendo que Caína, la muerte, la parca, “espera al que nos cobró las vidas”, o sea, a su marido legal, que deberá pagar en el mismo infierno el crimen de haberla matado.

Lo que me hizo acordar la historia de un amigo muy íntimo, uno de esos que uno los siente casi como espejos de uno mismo que andan caminando por ahí afuera de nosotros, de una manera casi inexplicable.

Cuando levantaba la cabeza del vidrio de la mesa de mi comedor me decía, refregándose la nariz y los ojos, lamentándose en una letanía angustiante:

“-No la puedo dejar, es más fuerte que yo ¿sabés? Yo sé que me hace daño, yo sé que la tengo que dejar, que cuando estoy con ella me humillo, me entrego totalmente y ella siempre me lastima. Ya sé, ella no siente, no emite opinión, no tiene por qué sentir lo mismo que yo por ella. Y cuando hago el esfuerzo, me rescato, le doy bola a los amigos y familiares, me interno, me la saco del sistema, paso las primeras semanas sufriendo, fumando cualquier cosa y caminando las paredes pero resistiendo la tentación de volver, cuando recupero el olfato y el apetito normal, cuando logro empezar a dormir más de dos horas, cuando creo que toco el cielo con las manos, zas! Se me cae toda la estructura y ella me llama, y yo reincido, recaigo, vuelvo a ella y me vuelvo a entregar, y pierdo la cabeza, el laburo y el sueño.”

Mi amigo hablaba de la merca, claro, pero yo pensé en ellas, las mujeres que amo de esa forma y recién después de leer a Borges y el Dante, y me dí cuenta que hay un tipo de amor que es así, que genera una dependencia irracional, contraria a la razón y que, como explica el propio Dante allí mismo, empatizando con el dolor de los amantes, grita

quanti dolci pensier, quanto disio
menò costoro al doloroso passo!

¡Cuánto dulce pensar, cuánto deseo
llevaron a estos dos al triste paso!

El deseo, para el genial fiorentino, cuando infiltra la razón y conduce la voluntad consciente de los individuos, procrea un tipo de razón especial, contradictoria y dialéctica, en permanente tensión: un dulce pensar.

Y pienso que eso es precisamente lo que me encanta de las historias de amor que cantan Rodrigo y Gilda, que reivindican el derecho profundamente humano de dar “el doloroso paso”, de romper a conciencia las trabas legales que las sanas costumbres, la religión y los códigos civiles obligan a respetar. Y como la gente valiente: no se arrepienten, disfrutan del consuelo de pasar la eternidad juntos aunque sea en el mismísimo infierno.

El mismo Dante Alighieri, como señala Borges otra vez, se pasó décadas escribiendo una novela inmortal para tener el gusto de pasarse la eternidad buscando y acompañando a su amada Beatrice Viterbo, y en la escena de Francesca esa idea del amor eterno aparece defendida tempranamente y con un personaje en las antípodas de la pura Beatrice.

En lo único que estoy en desacuerdo con Dante y Borges en este punto, y a favor de Rodrigo y Gilda, es que el mal amor que así nos infecta no es una religión, es una droga pesada.


Que no es lo mismo, aunque sea igual.