Otoño de 2019, ponele, todavía usaba jeans ajustados, esa es una de las primeras remeras que me regaló Andrea Z., eterna gratitud. |
De repente te importa el espejo. No es narcisimo -aunque me
veo hermosa, carajo-. Es lo más importante que tenés, tu identidad. De repente
le das bola a cada accesorio que te ponés encima de la piel. Desde la infancia
y la adolescencia tu ropa siempre te importó un carajo, cuarenta y siete
camisas regaladas por tu vieja en el
placard lo atestiguan, otro tanto de bóxers ajustados de tela, otro tanto de
medias aburridísimas -azules o grises, siempre con rombos-, lo atestiguan. Es lo
único que quise dejar atrás en el clóset, mis ropas de presidiarie.
Privilegios de varón, delegar el tiempo de pesquisa y compra
de la segunda piel -de fábrica- mucho más necesaria para sobrevivir en Babylon que
la piel de útero. Además a nadie le va a importar lo que te pongas, nadie te va
a decir nada siempre que se corresponda con tu barba o tu nuez de adán. Salvo que te vistas
demasiado pobre para cierto barrio o laburo.
Ahora es lo más importante del día, con qué piel postiza vas
a saludar a tus compañeras de laburo, a les estudiantes, qué identidad vas a
transmitirle al resto de tu especie hoy. Como
te ven, te tratan y yo ya no quiero que me traten como un macho, como un
varón cis, porque no lo soy, porque no me miento más, porque no quiero seguir
disfrazándome de eso. Porque nunca lo fui y nunca
más quiero volver a serlo.
Pero siempre supiste (te lo juraste a vos misma, ¿recordás?)
que ibas a morirte trabajadore, obrere, laburante, que esa identidad la vas a
seguir portando, también por opción –y a mucha honra, carajo- más allá del
esfuerzo físico e intelectual que te obliguen a machacar para seguir comiendo.
Al menos lo vas a seguir siendo hasta que haya una revolución que implante un
gobierno obrero y de expectativas comunistas, y en todo el mundo, y que se
revolucione a sí mismo permanentemente, porque si no, se sabe, no es
revolución.
Y ahí viene un problemón que no figura en ningún protocolo
pero sí en muchas novelas de base auto-biográfica: es un montón de guita
cambiar tu vestuario. (Ibas a escribir y
comprarte maquillaje, pero recordaste por las risas en el otro cuarto que
empezaste –y todavía seguís- usando maquillajes de tu hija).
Y entonces te asalta un ataque de pánico de sabor nuevo ¿qué
me pongo? ¿qué tengo que comprar? ¿Dónde? ¿Además del diseño, la calidad de la
tela, que te dure, que te entre, en qué millones de cosas tengo que reparar
para elegir las dos o tres prendas que me puedo dar el “lujo” de comprar con mi
salario de laburante de segunda casta en cómodas trescientas cuotas?
Y entonces pasó algo maravilloso que te hizo encontrar una
salida posible, y rápida. Una salida, un
camino de entrada a la salida, digamos, que impida que este obstáculo de hierro
arraigase en una nueva y genial razón para postergar los pasos de tu propia
revolución de género. Una, al menos, que te hace mucho más feliz esta
transición.
Primero, al comienzo del verano, y de tu decisión, la madre de la nena, la última pareja con la que
conviviste 6 hermosos años, todavía disfrazade de chongo, te regala un pantalón
de esos que tienen vuelos livianos y parecen, de lejos, una pollera. Otra amiga
me regala un pareo. Otra, un hermoso chiripá jipón de los 90 (algún día tenés
que escribir sobre ese chiripá). Entrando marzo, cuando el clima empieza a
cambiar, requiriéndote más telas encima del lomo, una amiga con la que hablé, no
sé, cuatro horitas hace cuatro años, te regala una docena de blusas que no sólo te quedaban bien, sino que, además, te encantaron desde el primer momento que las
viste.
Y después vino otra amiga, que habías conocido en enero, y
que ya estaba parando en casa porque emigró de la ciudad santafecina donde pasó
sus primeros dieciocho años para estudiar cine acá en Baires, que te sacó -pura prepotencia soberbia de la juventud- a la
feria del Parque del Centenario y te la hizo conocer por primera vez después de
quince años de (trans)itarla. Te llevó por cada puesto de ropa usada por 50
pesos y compraron jeans con cortes “para mujeres” y remeritas diseñadas para
marcar “el busto” y hasta unos lentes para sol, de diva setentista. Ella además te regaló
una hermosa calza de raso brillante color borra vino por diez pe que te hizo
descubrir en el cuerpo y la mente el increíble mundo de la comodidad y la femineidad que nuestra
sociedad reserva para las mujeres que descansan en la calza para resolver mil
veces el problema de vestirse para salir a laburar y a bolichear.
La Puxi me dio pescado y además me enseñó a pescar.
Y después esa amigaza enorme, la Cande, la gallegaza de Escalada,
que te regaló tus primeras botas de cuero y taco cuando llevaba un mes
rebotando en las zapaterías de Villa Crespo con vendedoras que intentaban
venderte calzado masculino a pesar que todos tus rasgos exteriores, incluso la palabra, les pedían unos tacos como esos de vidriera en 41 o 42, y rebotaste también con vendedoras empáticas que se disculpaban ellas por no tener en ese modelo,
ni en ningún modelo, debido a la discriminación de cuerpos estandarizados de la
industria nacional. Y te regaló también tus primeros zapatitos de transparencia y aguja, que
algún día vas a debutar en alta fiesta para celebrar algo hermoso, te lo juro.
Justo en el otoño ya tenía el vestuario elemental para ir al
laburo en la mejor versión de mí misma que podía, después de treinta y seis
años de disfrazarme de chongo. Justo a tiempo para dar un paso enorme y
necesario en mi camino, en este destino que estás torciendo, con sistematicidad
trosca, hace tan poco.
Se lo comento a mi hermana por opción de la escuela, que
todas mis amigas, y mujeres desconocidas
también, incluso quienes no comprenden el 90 por ciento de las razones o
explicaciones de mi transición, algunas que todavía no saben cómo decirme, me
regalan unas calzas, un vestido, aritos o maquillajes, pero sobre, todo no
dudaban en regalarme la ropa buena que no usaban o que preferían dejar de usar.
Se lo comento toda asombrada de mi suerte increíble de haber solucionado un
tema tan difícil y oneroso de forma tan sencilla. Vos tan esperando el drama y
la tragedia, ya te ibas a llamar La Desvestida. Mucho más te sorprendió su
respuesta:
-Nosotras somos así, Leo. Desde amigas en el secu nos
pasamos la ropa, los zapatos, compartimos los maquillajes, los perfumes.
Bienvenida al género, amiga.
Y te puedo asegurar que a cada mujer mayor de veinte años a
la que le comenté la respuesta asombrosa de la Sofi hizo un gesto de afirmación
automático con la cabeza, como si mi asombro mostrara ya un nivel de ridículo
ante tamaña certeza y obviedad.
Te asombra ese gesto de intercambiar vestimenta y calzado
entre amigas sin importar la propiedad privada, te extraña ese gesto de aprecio y
afecto, porque no existe en el mundo de la sociabilidad masculina en que te
formaste y creciste. Nunca viviste nada similar, ni parecido. Imaginate que a
los doce o quince tu mejor amigo, con el que vas al secundario de varones
católico, con el que jugás al fútbol en el club o la plaza, con el que vas a
taekwondo o la pile, lo que sea, te regala su canzoncillo preferido. Es puto.
Te quiere coger. Se volvió loco.
No se hace, está prohibido por los códigos de la
masculinidad.
Ese gesto hermoso te obliga a dudar de tus más sagradas
convicciones con respecto al género. La femineidad que vos admiraste tantas
décadas en tu vida, que mamaste e idealizaste tantas veces en las mujeres con
las que compartiste el camino en diversas relaciones –de amor, de camaradería,
de laburo- no está en la segunda piel de la fábrica, ni en los gestos
corporales, ni siquiera reside en ese lugar sagrado que es el cuerpo que viene
del útero. La femineidad que vos deseás soltar y liberar de vos misma está en
esos rituales afectivos que las mujeres supimos inventar para salvar a la
especie de todas las dificultades y obstáculos que nos pone en el camino de ser
felices esta guerra cotidiana en la que vivimos, desde que del otro lado de la
trinchera estaban los elementos y circunstancias del ambiente hasta que
empezamos ese camino tortuoso hace cinco mil años de explotación de clases y
patriarcado.
Esos rasgos culturales, que las mujeres antes que vos
tuvieron que forjar en las cárceles a las que fueron sometidas –tanto las
evidentes cuanto las invisibles- que no aquéllos que les quisieron obligar a vestir,
como verdaderos trajes de presidio, también, son los que vos estás imitando y
construyendo para vos misma.
Por eso es tan importante en tu vida encontrarte con esas
maravillosas personas y su increíble capacidad de bienvenirte al género, de
apoyarte concretamente en tu personal revolución permanente.
A ellas,eternas mil gracias, amigas.