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viernes, 31 de enero de 2020

Bienvenida al género

Otoño de 2019, ponele, todavía usaba jeans ajustados, esa es una de las primeras remeras que me regaló Andrea Z., eterna gratitud.


De repente te importa el espejo. No es narcisimo -aunque me veo hermosa, carajo-. Es lo más importante que tenés, tu identidad. De repente le das bola a cada accesorio que te ponés encima de la piel. Desde la infancia y la adolescencia tu ropa siempre te importó un carajo, cuarenta y siete camisas  regaladas por tu vieja en el placard lo atestiguan, otro tanto de bóxers ajustados de tela, otro tanto de medias aburridísimas -azules o grises, siempre con rombos-, lo atestiguan. Es lo único que quise dejar atrás en el clóset, mis ropas de presidiarie.

Privilegios de varón, delegar el tiempo de pesquisa y compra de la segunda piel -de fábrica- mucho más necesaria para sobrevivir en Babylon que la piel de útero. Además a nadie le va a importar lo que te pongas, nadie te va a decir nada siempre que se corresponda con tu barba o tu nuez de adán. Salvo que te vistas demasiado pobre para cierto barrio o laburo.

Ahora es lo más importante del día, con qué piel postiza vas a saludar a tus compañeras de laburo, a les estudiantes, qué identidad vas a transmitirle al resto de tu especie hoy. Como te ven, te tratan y yo ya no quiero que me traten como un macho, como un varón cis, porque no lo soy, porque no me miento más, porque no quiero seguir disfrazándome de eso. Porque nunca lo fui y nunca más quiero volver a serlo.

Pero siempre supiste (te lo juraste a vos misma, ¿recordás?) que ibas a morirte trabajadore, obrere, laburante, que esa identidad la vas a seguir portando, también por opción –y a mucha honra, carajo- más allá del esfuerzo físico e intelectual que te obliguen a machacar para seguir comiendo. Al menos lo vas a seguir siendo hasta que haya una revolución que implante un gobierno obrero y de expectativas comunistas, y en todo el mundo, y que se revolucione a sí mismo permanentemente, porque si no, se sabe, no es revolución.

Y ahí viene un problemón que no figura en ningún protocolo pero sí en muchas novelas de base auto-biográfica: es un montón de guita cambiar tu vestuario. (Ibas a escribir y comprarte maquillaje, pero recordaste por las risas en el otro cuarto que empezaste –y todavía seguís- usando maquillajes de tu hija).

Y entonces te asalta un ataque de pánico de sabor nuevo ¿qué me pongo? ¿qué tengo que comprar? ¿Dónde? ¿Además del diseño, la calidad de la tela, que te dure, que te entre, en qué millones de cosas tengo que reparar para elegir las dos o tres prendas que me puedo dar el “lujo” de comprar con mi salario de laburante de segunda casta en cómodas trescientas cuotas?

Y entonces pasó algo maravilloso que te hizo encontrar una salida posible,  y rápida. Una salida, un camino de entrada a la salida, digamos, que impida que este obstáculo de hierro arraigase en una nueva y genial razón para postergar los pasos de tu propia revolución de género. Una, al menos, que te hace mucho más feliz esta transición.

Primero, al comienzo del verano, y de tu decisión, la madre de la nena, la última pareja con la que conviviste 6 hermosos años, todavía disfrazade de chongo, te regala un pantalón de esos que tienen vuelos livianos y parecen, de lejos, una pollera. Otra amiga me regala un pareo. Otra, un hermoso chiripá jipón de los 90 (algún día tenés que escribir sobre ese chiripá). Entrando marzo, cuando el clima empieza a cambiar, requiriéndote más telas encima del lomo, una amiga con la que hablé, no sé, cuatro horitas hace cuatro años, te regala una docena de blusas que no sólo te quedaban bien, sino que, además, te encantaron desde el primer momento que las viste.

Y después vino otra amiga, que habías conocido en enero, y que ya estaba parando en casa porque emigró de la ciudad santafecina donde pasó sus primeros dieciocho años para estudiar cine acá en Baires, que te sacó -pura prepotencia soberbia de la juventud- a la feria del Parque del Centenario y te la hizo conocer por primera vez después de quince años de (trans)itarla. Te llevó por cada puesto de ropa usada por 50 pesos y compraron jeans con cortes “para mujeres” y remeritas diseñadas para marcar “el busto” y hasta unos lentes para sol, de diva setentista. Ella además te regaló una hermosa calza de raso brillante color borra vino por diez pe que te hizo descubrir en el cuerpo y la mente el increíble mundo de la comodidad y la femineidad que nuestra sociedad reserva para las mujeres que descansan en la calza para resolver mil veces el problema de vestirse para salir a laburar y a bolichear.

La Puxi me dio pescado y además me enseñó a pescar.

Y después esa amigaza enorme, la Cande, la gallegaza de Escalada, que te regaló tus primeras botas de cuero y taco cuando llevaba un mes rebotando en las zapaterías de Villa Crespo con vendedoras que intentaban venderte calzado masculino a pesar que todos tus rasgos exteriores, incluso la palabra, les pedían unos tacos como esos de vidriera en 41 o 42, y rebotaste también con vendedoras empáticas que se disculpaban ellas por no tener en ese modelo, ni en ningún modelo, debido a la discriminación de cuerpos estandarizados de la industria nacional. Y te regaló también tus primeros zapatitos de transparencia y aguja, que algún día vas a debutar en alta fiesta para celebrar algo hermoso, te lo juro.

Justo en el otoño ya tenía el vestuario elemental para ir al laburo en la mejor versión de mí misma que podía, después de treinta y seis años de disfrazarme de chongo. Justo a tiempo para dar un paso enorme y necesario en mi camino, en este destino que estás torciendo, con sistematicidad trosca, hace tan poco.

Se lo comento a mi hermana por opción de la escuela, que todas mis amigas,  y mujeres desconocidas también, incluso quienes no comprenden el 90 por ciento de las razones o explicaciones de mi transición, algunas que todavía no saben cómo decirme, me regalan unas calzas, un vestido, aritos o maquillajes, pero sobre, todo no dudaban en regalarme la ropa buena que no usaban o que preferían dejar de usar. Se lo comento toda asombrada de mi suerte increíble de haber solucionado un tema tan difícil y oneroso de forma tan sencilla. Vos tan esperando el drama y la tragedia, ya te ibas a llamar La Desvestida. Mucho más te sorprendió su respuesta:

-Nosotras somos así, Leo. Desde amigas en el secu nos pasamos la ropa, los zapatos, compartimos los maquillajes, los perfumes. Bienvenida al género, amiga.

Y te puedo asegurar que a cada mujer mayor de veinte años a la que le comenté la respuesta asombrosa de la Sofi hizo un gesto de afirmación automático con la cabeza, como si mi asombro mostrara ya un nivel de ridículo ante tamaña certeza y obviedad.

Te asombra ese gesto de intercambiar vestimenta y calzado entre amigas sin importar la propiedad privada, te extraña ese gesto de aprecio y afecto, porque no existe en el mundo de la sociabilidad masculina en que te formaste y creciste. Nunca viviste nada similar, ni parecido. Imaginate que a los doce o quince tu mejor amigo, con el que vas al secundario de varones católico, con el que jugás al fútbol en el club o la plaza, con el que vas a taekwondo o la pile, lo que sea, te regala su canzoncillo preferido. Es puto. Te quiere coger. Se volvió loco.
No se hace, está prohibido por los códigos de la masculinidad.

Ese gesto hermoso te obliga a dudar de tus más sagradas convicciones con respecto al género. La femineidad que vos admiraste tantas décadas en tu vida, que mamaste e idealizaste tantas veces en las mujeres con las que compartiste el camino en diversas relaciones –de amor, de camaradería, de laburo- no está en la segunda piel de la fábrica, ni en los gestos corporales, ni siquiera reside en ese lugar sagrado que es el cuerpo que viene del útero. La femineidad que vos deseás soltar y liberar de vos misma está en esos rituales afectivos que las mujeres supimos inventar para salvar a la especie de todas las dificultades y obstáculos que nos pone en el camino de ser felices esta guerra cotidiana en la que vivimos, desde que del otro lado de la trinchera estaban los elementos y circunstancias del ambiente hasta que empezamos ese camino tortuoso hace cinco mil años de explotación de clases y patriarcado.

Esos rasgos culturales, que las mujeres antes que vos tuvieron que forjar en las cárceles a las que fueron sometidas –tanto las evidentes cuanto las invisibles- que no aquéllos que les quisieron obligar a vestir, como verdaderos trajes de presidio, también, son los que vos estás imitando y construyendo para vos misma.

Por eso es tan importante en tu vida encontrarte con esas maravillosas personas y su increíble capacidad de bienvenirte al género, de apoyarte concretamente en tu personal revolución permanente.

A ellas,eternas mil gracias, amigas.

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