Jan se busca, se persigue. Cuando blande el pincel y logra
la mezcla, algo en ella sabe que ejecuta el bisturí, abre la tela para extirpar
capa por capa, busca la forma, la luz, el calor, el latido dentro del bastidor,
que la llama.
Su razón, la profesional del dibujo y la pintura que fue formada,
sus profes y sus maestres admirades y estudiades con precisión, explican que
sólo hay estructuras armónicas que sostienen, invisibles al ojo incauto, aparentes
desórdenes y desprolijidades superficiales. No hay manchas sencillamente
ordenadas como si una niña jugando con las manos sucias de blanco, verde y
negro hubiesen fabricado insconscientemente este enorme cuerpo de mujer gorda
desafiante, con una risa de joker
incendiaria que domina todo el ángulo oeste-noroeste del atelier.
No, esas sutiles luces blanquecinas y azuladas que iluminan
como besos y caricias, con mucha suavidad ese otro perfil de una cabeza de mujer afro
poderosa –en el ángulo opuesto- orgullosa reina de un mundo oscuro, profundo, amargo…
y, sin embargo, canta su milonga, su bluseado, su copla de góspel. Desde la
pared este-sudeste la Cabeza de la Negra también le dice algo. Le habla.
A su lado, deslizándose por el tobogán de la pared que
comienza en ángulo recto, y desde el este que busca el punto opuesto -igual que
el Sol y la Luna, repitiendo en la pared del estudio el camino de los astros en
la bóveda celeste- pero antes de ser balcón va a ser pared norte, con la
arteria esclerosándose detrás, cubriendo el coro aturdidor de cláxons, ella
juega al claroscuro con pinceladas estudiadas pero sueltas, y ese perfil de
busto, pierde la sacralidad del bronce y baila, se viste con la gala sensual y
aristocrática de la belle époque, se
encarna toda art nouveau, se fuma uno
con boquilla larga y parada en el salón de baile descontrolado, te mira de
rabillo, te suelta una sonrisa de convite a disfrutar el infierno, musa de
conventillo y cabaret, que en un pernó mezcló París con Puente Alsina, toda dama del arrabal, alma de meta y ponga, de tajo y cuchillada,
diosa de carnaval.
En el centro de esa pared, Jan ubica su pantalla principal,
su escritorio fabricado antes del 30, sus calacas protectoras, en fin, la base
de operaciones del estudio. Ahí enfrente te ubica a vos, que viniste a la
entrevista. No importa que puedas ser una clienta potencial, que parte de tus
ingresos puedan servir para pagar el alquiler de esas paredes y sostener el
arte sobre esos clavos. Jan no negocia su arte. Su voz sólida, grave de tenor,
de capataz, no deja ninguna duda quien toma las decisiones, aunque vos quieras
ver en sus redondos ojos de miel una ternura que te aclara, no tengas miedo, no
es tan dura.
Pero la voz se impone sobre el fugaz susurro de la dulce
mirada. Vos estás siendo investigada, escaneada, por una hechicera profesional
que conoce su oficio al detalle y eso le da placer. Sabe que este universo es
un caos imposible de domesticar, pero le agrada mucho poder controlar pequeños
detalles del cosmos, guiarles hacia la forma, el color y la luz que ella desea:
te ha colocado en una silla de alambre entretejida, hundida sobre el almohadón
para fijarte de espaldas al balcón que mira hacia su oeste raíz.
Detrás tuyo, y antes justo de la puerta cancel que frontera
el balcón, el caballete con el último proyecto en desarrollo, casi terminado,
con un boceto de un amigo que le gusta mucho detrás de la tela, sobresaliendo
por un márgen –única desprolijidad que, en este estudio, parece desaliño
calculado- mientras decide si lo agrega o lo quita.
Te colocó al nivel de su nueva obra, porque si encuentran el
consenso que ambas desean, vos serás su presa, su tela, su bastidor, y ella
buscará con el bisturí eléctrico bordarte la línea, tejer en tu piel el ritmo
del color, desnudarte el alma, descubrirte una verdad desde tus vísceras, en el
cuarto de al lado, que aún no conocés.
Te das cuenta, entonces, que le gusta pintar con el atril mirando
ante la única ventana. Cuando pinta, viaja: salta la baranda de fierro moldeada
a golpe de fragua hace cien años, de un aletazo furioso pasa por encima de la
mole horrible que el racionalismo implantó sobre viejas esquinas románticas y
busca detrás del horizonte de feos edificios, sus barrios de la infancia que
ella sabe habitan por ese camino, siguiendo el rumbo que marcan las nubes,
desde el turquesa clarito del amanecer hacia los carmesí, rosas flúo, lilas,
encarnados anaranjados y violetas lésbicos que van tiñendo el crepúsculo sobre
el viejo pueblo de Flores y sus bañados, y plus ultra las tierras del glorioso
Virrey ajusticiado, símbolo patriótico de un país que salva y traiciona en la
misma persona, país de Falsos Cristos.
Y mientras Jan te ausculta, te semblantea, te va quitando
alguna capa de las que tenés que usar para la cotidiana, pensás que esa modesta
oficina rectangular en un ángulo del taller, donde la artista crea, es un
mecanismo fino de relojería, como sus cuadros, donde la clave está en que la
fuerza de una estructura de dibujo y triangulación sólida, no se vea. Pensás en
la fuerza de la luz en los músculos de esos cuerpos y rostros, parecen
brochazos sin contorno, superpuestos, te tiran fogonazos de luz a los ojos,
como las mujeres alegres o trabajadoras en los mares de Sorolla, como los
cuerpos masacrados por los carniceros de la dictadura, denunciados por Carlos
Alonso.
Sin embargo sabés que debajo de cada aparente manchón hay
esa estructura. El caos tiene orden y viceversa. Y de repente pensás que Jan se
busca en su corporalidad, como les escultores o les anatomistas. Será también
el mismo hechizo que la lleva a restaurar muebles antiguos, volver a dar vida
-como Mary Shelley- a los bellos cuerpos lastimados por el abandono.
Jan se busca, se persigue, en sus grandes muslos, en su
cráneo braquicefálico sólido y bello, que ha rapado para poder disfrutar
plenamente de su armónica redondez, para relajar el tacto y la mente con la
caricia centrípeta y centrífuga. Jan se acaricia como felina, se cuida a sí
misma como una serpiente. Sin embargo, todas las Jan que cuelgan de las
paredes, fabricadas por ella misma, dispuestas en torno suyo como guardianas de
su alma cuando se abre al máximo para permitirse crear y estimulantes de la
hechicería que ahí se alquimia, llevan sus ojos cerrados.
Todas ellas tienen mirada, pero sus párpados están tapando
el globo ocular que una imagina, como en homenaje a su muerte. Las dos que han
transformado el luto de la carne en lujuria, en placer sensual, entreabren un
milímetro para formar la risa gorda y desprejuiciada o la invitación picante
cuando la bailarina apaga con su aliento la lumbre del fósforo que incendió el
cigarrillo y el encuentro. Para ser felices pueden entreabrir las persianas lo
justo y necesario para disfrutar del placer del sentido, importar algo del
mundo, pero no tanto como para permitir que salga el interior, que se regale el
alma, que se haga vulnerable a cualquiera.
Jan busca sin saber, audaz, exploradora, temeraria, pero
algo intuye, o sea que sabe con la otra inteligencia, con la razón que no tiene
libros ni academias, sabe que eso que busca está en su cuerpo, que como su
cuerpo, la belleza de la forma, la luz y el color, sus texturas y gestos, son
juegos superficiales que se sostienen en una compleja combinación de leyes y
sistemas, óseos, cardiovasculares, nerviosos, psico-emocionales y que allí
donde no se puede ver, hay dolor.
Entonces notás, cuando querés moverte y salir del lugar de
ranita viviseccionada en que te acomodó Jan, y luchás también vos por ser vos
un ratito, que el lugar es tan perfecto que cuando te moviste casi tirás el
atril con el bastidor en creación; de reojo notás que la hechicera no se
inmuta, tiene el control, todavía, o eso cree. Acomodás el casi desastre que tu
movimiento no diseñado desató y ves de cerca la obra nueva, que no viste cuando
entraste, aunque fuera lo primero que chocara tu visión de la oficina, cuando
todavía creías que estabas en una oficina.
En un juego de bermellones purpurados con el color del vino
tinto y la sangre, con una línea de dibujo que sugiere el plano de estudio del
anatomista del siglo dieciocho, detrás de los dedos de una mano que cubren un
rostro que colma toda la tela, como si la artista quisiera abrir las manos de
su amiga sentada llorando cubriéndose el rostro con los brazos apoyados en sus
rodillas, se ve un ojo abierto. Involuntariamente cerrás los tuyos, apartás la
mirada, escuchás las excusas de la autora, volvés a las convenciones de las
charlas introductorias.
No podés sostener esa mirada. Es un espejo de alma, agua
espejo de la superficie del lago más abismal en la cumbre del mundo. En un
ángulo la trayectoria de la luz te muestra tu reflejo, ves tu propio dolor, lo
profundo de tu alma, y en un destello que cambia la refracción, ves el
inagotable pozo hondo debajo del iris de la mirada que estás mirando.
Sentís
vértigo y miedo. No sabés si estás preparada para ir allí y volver. Sabés que
te tienta, que siempre estuviste buscando esa puerta, que ahí hay una verdad
necesaria, que ahí se mueren las hipocresías que te aturden, del mundo, de vos
misma.
Pero te paraliza el terror.
Dos cuadros más recuerdo. No son de la autora pero su
amistad debe ser muy fuerte para que ocupen ese lugar central en la máquina
creativa de Jan. En la pared norte, medianera con el estudio donde Jan opera
cuerpos con su pincel de titanio, un rostro, diría que aborigen, una máscara en
gamas punzó, dormida, soñando o fallecida. Jan tiene que hacer un esfuerzo en
la silla para girar y verla. Su trabajo la orienta hacia el sur y el oeste, sus
raíces, pero sabe que la abuela aborigen, la chamana, la cuida en su espalda,
no necesita notarla.
Pero enfrente de la abuela o la mamma sciciliana,
directamente arriba de la compu, coronando todo lo importante, señalando un
eje, un núcleo que organiza y dá sentido a todas las pantallas de tela que
cuelgan alrededor, el dispositivo tecnológico y artístico que concentra las
miradas y explica lo que se busca, sin palabras, un desproporcionado bastidor
con una paleta de colores que rompe el clima de las otras, una pincelada
furiosa y descontrolada, una arquitectura de forma opuesta a las de sus
vecinas. Lo que verías si te parás en el borde superior de un tornado y mirás
para adentro del tubo caótico que se engulle todo lo que atraviesa.
El ojo del tornado no es circular, es elipsoidal, como el
dibujo que hacen todos los cuerpos celestes que orbitan en el universo, y si te
avivás, en el corazón de su atelier, la artista ha colocado una enorme vulva
latiente y todopoderosa, capaz de engullir todas las fuerzas negativas de la
lucha universal y filtrarlas en fuerzas creativas de la naturaleza. Una vulva
tormenta de rayos y colmillos en gamas de verdes azulados y azulinos verdeagua,
que astilla los ojos de quien la mira, fascina y engulle, atrae y domina.
El eje vulva y madre anciana gobiernan y explican. Estamos
en un sencillo templo de la diosa uterina. La vulva es la puerta, la verdad, la
vida.
Todavía te quedan dudas. Saludás con la elegancia que te
alcanza, como si pudieras pensar en la relación mercantil que fuiste a buscar,
como si tuviera sentido que debajo de la escalera, el Ángel Gallardo siguiese
digiriendo ruidos y ruedas sobre el asfalto hirviendo, como si la hora y los
trámites tuvieran algún sentido, como si todo Buenos Aires no fuera más que la
mala pesadilla que se sobrevive, zafando, hace quinientos años, desde que “el
espíritu caballeresco de la raza” vino a fundar pueblos con sangre y mierda
sobre el barro de los humedales que jeden con el calor de los cuerpos y los
cementerios, ahora, en verano.
Aturdida, sin saber qué te golpeó ni por dónde empezar a
lamerte las heridas, recordás que a la derecha de la vulva torbellino
verdeazulada, pero antes de llegar a la ventana, una cuerpa en escorzo te dijo
algo. Necesitás escribir después de las curaciones normales. Necesitás sanar la
conciencia, comprender.
Jan se busca en su propia cuerpa, en ese escorzo encuentra
una síntesis contradictoria: gorda y flaca, afro y parisina, porteña y
conurbana.
Jan comprende que
debajo de la mirada hay un eje emocional que la enraíza con el universo y la
explica, Jan ha comprendido que su vulva es la vulva, original y cósmica, que
en su estirpe, en su especie, en su clan, su familia universal, su genealogía
uterina, que va más allá del género y la genitalidad, en sus muertas y sus
vivas, sufrientes, amantes, luchantes, sobrevivientes, esclavas, obreras, madres
guerreras e hijas delirantes, están todas las respuestas.
Y vos, que fuiste alejada de esa vulvaescencia matrilineal,
que fuiste arrancada por la biología contra tu deseo y encerrada en una falsa
genitalidad deformada, que fuiste enclaustrada bajo barrotes invisibles,
etéreos y sin duda mucho más eficaces y sólidos, pero que pudiste huir, vos que
todavía corrés por el bosque y la montaña sobre ese plano inclinado cruzado de
gruesas raíces y zancadillas que emergen de lo profundo de la tierra, en esa
sabana extraña de cemento y primates disfrazades con elegancia, vos que sabés
que viajás en la frontera que llaman tierradenadie
entre las trincheras enfrentadas afuera tuyo que espejan las de tu lucha
emocional interna, vos que intuís que no hay más paraíso donde llegar que esta
batalla cotidiana por ser vos misme, vos que idealizás y te arrodillás ante los
rasgos de la diosa pagana milenaria, que deseás ser liberada de tu cuerpo para
poder ser completamente vos misma, y que andás buscando cirujanas que te cuiden
y te ayuden a sacar el cuerpo de tu deseo desde la carne hacia afuera…
de repente,
te das cuenta,
que fuiste analizada,
evaluada,
escrutada,
por una fiel discípula
maestra artesana
de la diosa única original
y pensás
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