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martes, 14 de enero de 2020

El Templo, la Diosa, la Vestal y la recién iniciada

Una mirada surrealista sobre la obra de la artista visual @jan.criacuervos, en mi primera visita a Casa Mostra. 

Jan se busca, se persigue. Cuando blande el pincel y logra la mezcla, algo en ella sabe que ejecuta el bisturí, abre la tela para extirpar capa por capa, busca la forma, la luz, el calor, el latido dentro del bastidor, que la llama.

Su razón, la profesional del dibujo y la pintura que fue formada, sus profes y sus maestres admirades y estudiades con precisión, explican que sólo hay estructuras armónicas que sostienen, invisibles al ojo incauto, aparentes desórdenes y desprolijidades superficiales. No hay manchas sencillamente ordenadas como si una niña jugando con las manos sucias de blanco, verde y negro hubiesen fabricado insconscientemente este enorme cuerpo de mujer gorda desafiante, con una risa de joker incendiaria que domina todo el ángulo oeste-noroeste del atelier.

No, esas sutiles luces blanquecinas y azuladas que iluminan como besos y caricias, con mucha suavidad ese otro perfil de una cabeza de mujer afro poderosa –en el ángulo opuesto- orgullosa reina de un mundo oscuro, profundo, amargo… y, sin embargo, canta su milonga, su bluseado, su copla de góspel. Desde la pared este-sudeste la Cabeza de la Negra también le dice algo. Le habla.

A su lado, deslizándose por el tobogán de la pared que comienza en ángulo recto, y desde el este que busca el punto opuesto -igual que el Sol y la Luna, repitiendo en la pared del estudio el camino de los astros en la bóveda celeste- pero antes de ser balcón va a ser pared norte, con la arteria esclerosándose detrás, cubriendo el coro aturdidor de cláxons, ella juega al claroscuro con pinceladas estudiadas pero sueltas, y ese perfil de busto, pierde la sacralidad del bronce y baila, se viste con la gala sensual y aristocrática de la belle époque, se encarna toda art nouveau, se fuma uno con boquilla larga y parada en el salón de baile descontrolado, te mira de rabillo, te suelta una sonrisa de convite a disfrutar el infierno, musa de conventillo y cabaret, que en un pernó mezcló París con Puente Alsina, toda dama del arrabal, alma de meta y ponga, de tajo y cuchillada, diosa de carnaval.

En el centro de esa pared, Jan ubica su pantalla principal, su escritorio fabricado antes del 30, sus calacas protectoras, en fin, la base de operaciones del estudio. Ahí enfrente te ubica a vos, que viniste a la entrevista. No importa que puedas ser una clienta potencial, que parte de tus ingresos puedan servir para pagar el alquiler de esas paredes y sostener el arte sobre esos clavos. Jan no negocia su arte. Su voz sólida, grave de tenor, de capataz, no deja ninguna duda quien toma las decisiones, aunque vos quieras ver en sus redondos ojos de miel una ternura que te aclara, no tengas miedo, no es tan dura.

Pero la voz se impone sobre el fugaz susurro de la dulce mirada. Vos estás siendo investigada, escaneada, por una hechicera profesional que conoce su oficio al detalle y eso le da placer. Sabe que este universo es un caos imposible de domesticar, pero le agrada mucho poder controlar pequeños detalles del cosmos, guiarles hacia la forma, el color y la luz que ella desea: te ha colocado en una silla de alambre entretejida, hundida sobre el almohadón para fijarte de espaldas al balcón que mira hacia su oeste raíz.

Detrás tuyo, y antes justo de la puerta cancel que frontera el balcón, el caballete con el último proyecto en desarrollo, casi terminado, con un boceto de un amigo que le gusta mucho detrás de la tela, sobresaliendo por un márgen –única desprolijidad que, en este estudio, parece desaliño calculado- mientras decide si lo agrega o lo quita.

Te colocó al nivel de su nueva obra, porque si encuentran el consenso que ambas desean, vos serás su presa, su tela, su bastidor, y ella buscará con el bisturí eléctrico bordarte la línea, tejer en tu piel el ritmo del color, desnudarte el alma, descubrirte una verdad desde tus vísceras, en el cuarto de al lado, que aún no conocés.

Te das cuenta, entonces, que le gusta pintar con el atril mirando ante la única ventana. Cuando pinta, viaja: salta la baranda de fierro moldeada a golpe de fragua hace cien años, de un aletazo furioso pasa por encima de la mole horrible que el racionalismo implantó sobre viejas esquinas románticas y busca detrás del horizonte de feos edificios, sus barrios de la infancia que ella sabe habitan por ese camino, siguiendo el rumbo que marcan las nubes, desde el turquesa clarito del amanecer hacia los carmesí, rosas flúo, lilas, encarnados anaranjados y violetas lésbicos que van tiñendo el crepúsculo sobre el viejo pueblo de Flores y sus bañados, y plus ultra las tierras del glorioso Virrey ajusticiado, símbolo patriótico de un país que salva y traiciona en la misma persona, país de Falsos Cristos.

Y mientras Jan te ausculta, te semblantea, te va quitando alguna capa de las que tenés que usar para la cotidiana, pensás que esa modesta oficina rectangular en un ángulo del taller, donde la artista crea, es un mecanismo fino de relojería, como sus cuadros, donde la clave está en que la fuerza de una estructura de dibujo y triangulación sólida, no se vea. Pensás en la fuerza de la luz en los músculos de esos cuerpos y rostros, parecen brochazos sin contorno, superpuestos, te tiran fogonazos de luz a los ojos, como las mujeres alegres o trabajadoras en los mares de Sorolla, como los cuerpos masacrados por los carniceros de la dictadura, denunciados por Carlos Alonso.

Sin embargo sabés que debajo de cada aparente manchón hay esa estructura. El caos tiene orden y viceversa. Y de repente pensás que Jan se busca en su corporalidad, como les escultores o les anatomistas. Será también el mismo hechizo que la lleva a restaurar muebles antiguos, volver a dar vida -como Mary Shelley- a los bellos cuerpos lastimados por el abandono.

Jan se busca, se persigue, en sus grandes muslos, en su cráneo braquicefálico sólido y bello, que ha rapado para poder disfrutar plenamente de su armónica redondez, para relajar el tacto y la mente con la caricia centrípeta y centrífuga. Jan se acaricia como felina, se cuida a sí misma como una serpiente. Sin embargo, todas las Jan que cuelgan de las paredes, fabricadas por ella misma, dispuestas en torno suyo como guardianas de su alma cuando se abre al máximo para permitirse crear y estimulantes de la hechicería que ahí se alquimia, llevan sus ojos cerrados.

Todas ellas tienen mirada, pero sus párpados están tapando el globo ocular que una imagina, como en homenaje a su muerte. Las dos que han transformado el luto de la carne en lujuria, en placer sensual, entreabren un milímetro para formar la risa gorda y desprejuiciada o la invitación picante cuando la bailarina apaga con su aliento la lumbre del fósforo que incendió el cigarrillo y el encuentro. Para ser felices pueden entreabrir las persianas lo justo y necesario para disfrutar del placer del sentido, importar algo del mundo, pero no tanto como para permitir que salga el interior, que se regale el alma, que se haga vulnerable a cualquiera.

Jan busca sin saber, audaz, exploradora, temeraria, pero algo intuye, o sea que sabe con la otra inteligencia, con la razón que no tiene libros ni academias, sabe que eso que busca está en su cuerpo, que como su cuerpo, la belleza de la forma, la luz y el color, sus texturas y gestos, son juegos superficiales que se sostienen en una compleja combinación de leyes y sistemas, óseos, cardiovasculares, nerviosos, psico-emocionales y que allí donde no se puede ver, hay dolor.

Entonces notás, cuando querés moverte y salir del lugar de ranita viviseccionada en que te acomodó Jan, y luchás también vos por ser vos un ratito, que el lugar es tan perfecto que cuando te moviste casi tirás el atril con el bastidor en creación; de reojo notás que la hechicera no se inmuta, tiene el control, todavía, o eso cree. Acomodás el casi desastre que tu movimiento no diseñado desató y ves de cerca la obra nueva, que no viste cuando entraste, aunque fuera lo primero que chocara tu visión de la oficina, cuando todavía creías que estabas en una oficina.

En un juego de bermellones purpurados con el color del vino tinto y la sangre, con una línea de dibujo que sugiere el plano de estudio del anatomista del siglo dieciocho, detrás de los dedos de una mano que cubren un rostro que colma toda la tela, como si la artista quisiera abrir las manos de su amiga sentada llorando cubriéndose el rostro con los brazos apoyados en sus rodillas, se ve un ojo abierto. Involuntariamente cerrás los tuyos, apartás la mirada, escuchás las excusas de la autora, volvés a las convenciones de las charlas introductorias.
No podés sostener esa mirada. Es un espejo de alma, agua espejo de la superficie del lago más abismal en la cumbre del mundo. En un ángulo la trayectoria de la luz te muestra tu reflejo, ves tu propio dolor, lo profundo de tu alma, y en un destello que cambia la refracción, ves el inagotable pozo hondo debajo del iris de la mirada que estás mirando. 

Sentís vértigo y miedo. No sabés si estás preparada para ir allí y volver. Sabés que te tienta, que siempre estuviste buscando esa puerta, que ahí hay una verdad necesaria, que ahí se mueren las hipocresías que te aturden, del mundo, de vos misma.

Pero te paraliza el terror.

Dos cuadros más recuerdo. No son de la autora pero su amistad debe ser muy fuerte para que ocupen ese lugar central en la máquina creativa de Jan. En la pared norte, medianera con el estudio donde Jan opera cuerpos con su pincel de titanio, un rostro, diría que aborigen, una máscara en gamas punzó, dormida, soñando o fallecida. Jan tiene que hacer un esfuerzo en la silla para girar y verla. Su trabajo la orienta hacia el sur y el oeste, sus raíces, pero sabe que la abuela aborigen, la chamana, la cuida en su espalda, no necesita notarla.

Pero enfrente de la abuela o la mamma sciciliana, directamente arriba de la compu, coronando todo lo importante, señalando un eje, un núcleo que organiza y dá sentido a todas las pantallas de tela que cuelgan alrededor, el dispositivo tecnológico y artístico que concentra las miradas y explica lo que se busca, sin palabras, un desproporcionado bastidor con una paleta de colores que rompe el clima de las otras, una pincelada furiosa y descontrolada, una arquitectura de forma opuesta a las de sus vecinas. Lo que verías si te parás en el borde superior de un tornado y mirás para adentro del tubo caótico que se engulle todo lo que atraviesa.

El ojo del tornado no es circular, es elipsoidal, como el dibujo que hacen todos los cuerpos celestes que orbitan en el universo, y si te avivás, en el corazón de su atelier, la artista ha colocado una enorme vulva latiente y todopoderosa, capaz de engullir todas las fuerzas negativas de la lucha universal y filtrarlas en fuerzas creativas de la naturaleza. Una vulva tormenta de rayos y colmillos en gamas de verdes azulados y azulinos verdeagua, que astilla los ojos de quien la mira, fascina y engulle, atrae y domina.

El eje vulva y madre anciana gobiernan y explican. Estamos en un sencillo templo de la diosa uterina. La vulva es la puerta, la verdad, la vida.

Todavía te quedan dudas. Saludás con la elegancia que te alcanza, como si pudieras pensar en la relación mercantil que fuiste a buscar, como si tuviera sentido que debajo de la escalera, el Ángel Gallardo siguiese digiriendo ruidos y ruedas sobre el asfalto hirviendo, como si la hora y los trámites tuvieran algún sentido, como si todo Buenos Aires no fuera más que la mala pesadilla que se sobrevive, zafando, hace quinientos años, desde que “el espíritu caballeresco de la raza” vino a fundar pueblos con sangre y mierda sobre el barro de los humedales que jeden con el calor de los cuerpos y los cementerios, ahora, en verano.

Aturdida, sin saber qué te golpeó ni por dónde empezar a lamerte las heridas, recordás que a la derecha de la vulva torbellino verdeazulada, pero antes de llegar a la ventana, una cuerpa en escorzo te dijo algo. Necesitás escribir después de las curaciones normales. Necesitás sanar la conciencia, comprender.

Jan se busca en su propia cuerpa, en ese escorzo encuentra una síntesis contradictoria: gorda y flaca, afro y parisina, porteña y conurbana.

Jan comprende que debajo de la mirada hay un eje emocional que la enraíza con el universo y la explica, Jan ha comprendido que su vulva es la vulva, original y cósmica, que en su estirpe, en su especie, en su clan, su familia universal, su genealogía uterina, que va más allá del género y la genitalidad, en sus muertas y sus vivas, sufrientes, amantes, luchantes, sobrevivientes, esclavas, obreras, madres guerreras e hijas delirantes, están todas las respuestas.

Y vos, que fuiste alejada de esa vulvaescencia matrilineal, que fuiste arrancada por la biología contra tu deseo y encerrada en una falsa genitalidad deformada, que fuiste enclaustrada bajo barrotes invisibles, etéreos y sin duda mucho más eficaces y sólidos, pero que pudiste huir, vos que todavía corrés por el bosque y la montaña sobre ese plano inclinado cruzado de gruesas raíces y zancadillas que emergen de lo profundo de la tierra, en esa sabana extraña de cemento y primates disfrazades con elegancia, vos que sabés que viajás en la frontera que llaman tierradenadie entre las trincheras enfrentadas afuera tuyo que espejan las de tu lucha emocional interna, vos que intuís que no hay más paraíso donde llegar que esta batalla cotidiana por ser vos misme, vos que idealizás y te arrodillás ante los rasgos de la diosa pagana milenaria, que deseás ser liberada de tu cuerpo para poder ser completamente vos misma, y que andás buscando cirujanas que te cuiden y te ayuden a sacar el cuerpo de tu deseo desde la carne hacia afuera…

de repente,

te das cuenta,

que fuiste analizada,

evaluada,

escrutada,

por una fiel discípula

maestra artesana

de la diosa única original

y pensás

¿habremos pasado la prueba?


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