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domingo, 30 de octubre de 2016

CAPÍTULO 3. El Templo de Parque Chas

-“That's the effect of living backwards,” the Queen said kindly: 
“it always makes one a little giddy at first”
-“Living backwards!” Alice repeated in great astonishment. 
“I never heard of such a thing!”
“—but there's one great advantage in it, that one's memory works both ways.”
“I'm sure MINE only works one way,” Alice remarked. 
“I can't remember things before they happen.”
“It's a poor sort of memory that only works backwards,” 
the Queen remarked.”


Lewis Carroll, 1871



Nada. Contra todos los pronósticos y posibles escenarios de combate que mi cobarde imaginación había pretendido anticipar, del otro lado de la puerta, no había nada. En realidad, no había nadie. Pero también parecía que no había nada. Un modesto escritorio de hierro esmaltado, como los inodoros, una sola silla del mismo material y textura. Una oficina sin ficheros ni signos de haber sido usada nunca, como a punto de estrenar, si no fuese por el tufo a humedad y décadas que impregnaba nuestras narices y cerebros, desconcertados, entre esas cuatro paredes peladas.
-Nada mal para una máquina de tiempo- metí bocadillo para sacarme con sarcasmo el cagazo congestionado en mis orificios más básicos.
Los dos pares de ojos de mis camaradas de aventura se clavaron sobre la estela de la broma como cuando una madre reta a su hijo en silencio. No parecían resignarse ante la evidente nada misma. Revolvieron todo de arriba abajo, buscaron al pedo pasadizos ocultos. Sólo encontraron un cuartucho de limpieza lleno de trastos viejos y un fuerte olor a humedad.
-Es imposible, entró acá.
-Pero no está.
-Nos damos cuenta de eso, cacho de genio, pero tiene razón Santos, lo vimos entrar acá.
-Bueno, rajemos antes que entre otro. Todavía tenemos la sorpresa de nuestro lado. –cortó Santos en seco.
Nos tomamos una birra fresca en la puerta del chino de la vuleta tratando de descular el misterio. Pero lo único concreto era la entrada del servicio en un cuarto vacío y ninguna salida evidente.
-Bueno che, yo tengo que laburar mañana, los voy dejando, si llegan a alguna solución mágica me avisan.
-No te entiendo Leo, vos lo viste, entró por ahí, el tipo existe.
-Si nene, pero yo tengo que laburar igual y el fantasma este de Kobane no va a venir a matarme el hambre, ¿no te parece?
Los dejé buscando una pizzería barata y me tomé el 105 para San Martín y Melincué. Como muchos laburantes ya me había acostumbrado a usar de oficina los largos trayectos en colectivo que estaba obligado a tomar una y otra vez, para darle utilidad a todo ese tiempo no renovable que la explotación nos quita yendo y viniendo del laburo.
Agarré asiento recién en Plaza Once, donde la mayoría se bajó buscando el otro bondi o al maldito Sarmiento. Yo todavía zafaba y era de los pocos sobrevivientes que laburábamos y vivíamos dentro de los límites de la capital. Aunque eso de “vivir” viene siendo más un lugar común para hablar rápido que una descripción ajustada de la realidad. Para usar con precisión el lenguaje deberíamos decir que duermo en la misma ciudad donde trabajo.
Chequeaba mails del laburo por el celular y trataba de coordinar las actividades militantes de la semana y entre uno y otro se me dio por guglear “Pasaje Barolo” a ver qué me tiraba Wikipedia que pudiese iluminar el misterio del servicio que perseguía a Santos.
Lo que descubrí me sobresaltó pero el topetazo que pega el bondi siempre que encara la subida a todo trapo por el puente Cortázar me rescataron del asombro.
Siempre que el bondi prepotea el puente me saca del estado de ensueño en el que voy, reconozco de nuevo las viejas fábricas de vino, la todavía viva de Toro y la hace tiempo abandonada de Escorihuela y el pedacito de vía del San Martín que corre por debajo, entre las casas de ladrillo hueco a la vista de La Carbonilla que crecen tozudamente sobre el terraplén.
Levanté la vista, la enorme panza blanca de la luna llena iluminaba los techitos de Paternal por el sur, y de esta manera tan particular, en el punto más alto del puente, la vida a mi alrededor era todavía más irreal que las pruebas de la locura que acababa de ver en la pantalla resquebrajada de mi celular.
Cuando bajé del bondi debería llevar la incredulidad y el asombro grabados en el rostro. Me lo decían sin hablar las pocas caras que me crucé caminando hacia el departamento de la calle Artigas que alquilaba desde la dura separación de la madre de mi hija. Como un alienado miré completo el documental que el programa Vida y vuelta había pasado en 2003 en Canal 7, basado en la historia del Palacio Barolo llamado “El cielo y el infierno en Buenos Aires”. Un vértigo cercano al ataque de pánico me absorbió pasando los capítulos de youtube en la pantalla de la notebook. No podía creer lo que escuchaba y veía.
Tenía que corroborar lo que estaba sucediendo en mi imaginación con algún otro ser vivo antes de caer del otro lado de la realidad sin poder volver. Encaré ciegamente para la casa de Santos mientras trataba de ubicarlo en el wasap. Como siempre me clavaba el visto. Deberían estar pasando revista y actualizando anécdotas con la Negra en la pizzería todavía.
En medio del Parque de Agronomía, recordé que la distancia hasta la casa de Santos era igual a lo que tenía que caminar en sentido contrario para ir a lo de Tony y decidí pasar a verlo.
Desde que llego por las noches al barrio que me cobija los últimos años tengo sensaciones similares. El pulmón del parque baja un par de grados la temperatura del resto de la ciudad, recibiéndome con andanadas de aire fresco. La naturaleza me asaltaba, rompiéndome la forma habitual de encasillar el espacio urbano que me rodea.
Llevado por ese humor, recordé las historias que contaba Leandro, un vecino de Paternal a quien todos trataban como loco simplemente porque tenía una enfermedad siquiátrica. Por él supe que cuando todavía los jesuitas administraban su pequeña chacra de los Colegiales la ciudad terminaba acá y en algún lugar entre las actuales estaciones Arata y Beiró del Urquiza, nacía el arroyo Vega, que bajaba por Chorroarín, laguneaba en la Plaza Zapiola y torcía hacia el Plata viboreando debajo de Holmberg, Juramento, Zapiola hasta encarar por Blanco Encalada desembocando después de las lagunas donde muchos años más tarde construyeron la cancha de River.
En su presidencia, el asesino de ranqueles Bernardino Rivadavia quiso fundar un asentamiento agrícola aprovechando las aguas del Vega, una colonia para campesinos alemanes. Llegó a bautizar al futuro pueblo con el apellido Chorroarín, en homenaje al cura rector del Colegio de San Carlos donde estudiaron Rivadavia y toda la elite de cuadros que dirigieron el naciente Estado argentino.
El proyecto acompañó el fracaso político de su progenitor y las tierras se terminaron loteando de acuerdo a los ritmos de la especulación inmobiliaria de esos años. A principios del siglo veinte el nieto de un hidalgo gallego, oriundo de un pueblo de Orense que porta su apellido, Chas, relacionado con la familia Belgrano, le dio forma circular al trazado de calles, imitando los Parques Urbanos de moda en las ciudades europeas más bacanas.
Después de la Guerra contra Paraguay, cuando la municipalidad decidió albergar a los miles de muertos por la fiebre amarilla en la vieja Chacarita de los Colegiales, fundando el cementerio más grande del país, al norte del Parque y al este de la avenida Los Incas se fue gestando un barrio irregular de casitas en falsa escuadra construidas por los propios laburantes cerca de las fábricas donde dejaban la energía, entre de la traza de la quinta del vasco Ortúzar y las vías del Urquiza.
Los ecos de la lucha de clases han dejado marca en esta parte tan extraña de la ciudad. Entre apellidos de militares de las guerras de independencia y liberales unitarios, de científicos y ciudades europeas, hasta 1933 la diagonal que cruza el barrio circular se llamó La Internacional, en homenaje al primer partido político revolucionario que los obreros europeos fundaron bajo la guía de Karl Marx. Como parte de la reacción oligárquica del contubernio de Agustín Justo, barrieron con el nombre maldito y lo reemplazaron con el más milico de General Victorica. Nadie se dio cuenta de borrar los nombres de ciudades de la Europa Comunista, Belgrado, Moscú, Varsovia ni el de la ciudad que vio nacer al redactor del Manifiesto Comunista, Tréveris. Lo que vuelve a demostrar que la ignorancia es la principal característica de los represores.
Soñando despierto todas estas cosas, emborrachado por el dulce aroma de las tipas en flor y la fresca madrugada bajo la luna, salí de la selva ordenada del Parque por la puerta del Observatorio Metereológico que dicta la temperatura que leemos en las pantallas de televisión y que repiten cada media hora locutoras de voz perfecta en las radios y tomé por la vieja La Internacional, hasta el mismísimo centro circular de Parque Chas, donde se cruza con Ávalos y Gándara alrededor de una insignificante fuente de cemento.
En el centro de Chas vivía Antonio “el Tony” Ermassi, un viejo amigo que me había hecho conocer el rock de los 70 y a quien me volví a cruzar veinte años después militando en el mismo lugar que yo. Su personalidad generaba igual fascinación que el modesto departamento que alquilaba en esas épocas.
Desde la puerta de entrada se podía ver que era una cajita de zapatos, un monoambiente con ventana a la calle. Pero cuando entrabas parecía un enorme y amplio tres ambientes. Tony le había clavado un generoso sofá cama donde ninguna espalda o posadera era discriminada. Desde allí el cansado viajero podía recrearse contemplando una prolija y profusa biblioteca, a su izquierda, la barra de la cocina, poblada de bebidas espirituosas en el centro y una increíble pecera con diminutos pececitos coralinos de miles de colores en frente.
Me sirvió una jarra de ferné bien frío y duro, que en los comienzos del verano bien valía lo mismo que un whisky cargado en pleno invierno. Como si me sacara la nieve de los hombros y zapatos, me fui despojando de la carga de anécdotas del mundo real y nos fuimos metiendo en el verdadero tema que propiciaba este encuentro.
Tony era un chamán bastante particular. En sus años adolescentes había sido un verdadero lumpen, destrozado anímicamente por las mil y una desgracias que la pobreza le había tirado en el destino a su familia biológica –de la que nunca hablaba- reconocía siempre que antes de organizarse y luchar contra el Estado era un joven lleno de rabia y resentimiento contra la humanidad. Un toro desembocado, siempre de gira y sin piedad, su vida saltaba de las diferentes sustancias que metía en su cuerpo para nublar el dolor a las hazañas de patotero de barrio y los pogos del punk y el metal de los años 80 y 90.
En algún momento del argentinazo tuvo la claridad suficiente para entender que la causa de todas sus desgracias estaba en el Estado y se transformó en uno de sus sepultureros más abnegados porque, como cualquiera que haya visitado el infierno y sobrevivido, no le tenía miedo a nada.
Sólo quien lo conociera en la intimidad de su hogar podría saber que su biblioteca mostraba una inteligencia sensible a la literatura más refinada, sobre todo aquella que ahondaba en los límites de las novelas de viajes y aventuras, misterio y argumentos laberínticos, donde fantasía y realidad perdían toda barrera.
-Negro, tengo que decirte por qué vine.
-Ah, entonces no venías a escabiar.
-Si, bueno, también, jeje. Pero escúchame este flash, Tony. A Santos lo persigue un agente de la SIDE, se lo encontró en Kobane y le resultó una cara conocida de la batalla del 20 de diciembre de 2001.
-¿Santos estuvo en Kobane? ¡Qué hijo de puta! ¡Qué bien la hace ese guacho!
Se reía con una carcajada entrecortada y rasposa, factura de tantas décadas de alcoholes fuertes y pucho, si cerrabas los ojos en medio de la anécdota parecía que el anciano de la tribu te estaba hablando…
-Bueno, resulta que lo vimos ayer en la marcha y lo seguimos hasta una oficina en el Pasaje Barolo.
-¿Lo cagaron a azotes?
-No lo encontramos. Desapareció como por arte de magia.
-Se escapó por la ventana.
-Ahí está el asunto, Tony, no había ninguna ventana ni puerta falsa, era un cuarto hermético.
-¿Como la habitación cerrada de Los crímenes de la Calle Morgue, de Poe?
-Ponele. Cuestión que Santos está convencido que el servicio lo sigue “en el tiempo y el espacio” y la Negra Victoria…
-La Negra Victoria… ¡grrrrrr qué fuerte está esa piba!!! ¡¡Y qué ovarios que tiene!!!!
-Si si, la cruzamos en la marcha de la mujer y saltó como vos, con otro cuento, El otro cielo, de Cortázar.
-El que se mete por Galería Güemes y sale en París.
-Ese.
-Claro.
-Claro ¿qué?
-Se transporta en el espacio… el Palacio Barolo es un pasaje también. Tienen la forma del gusano espacio temporal que hipotetizaron los científicos europeos cuando Einstein inmortalizó la Teoría de la Relatividad.
-Carajo, a todos les parece totalmente normal. En fin, vine para que me ayudes a entender qué carajo está pasando. Recién en el bondi me colgué en Wikipedia, resulta que el Palacio Barolo se inauguró en 1923 y lo empezaron a construir en 1919, después que un empresario textil italiano, Luis Barolo, que explotaba indios en los algodonales de Chaco se encontrase con un paisano suyo, el arquitecto italiano Mario Palanti en los festejos de la oligarquía argentina del centenario de la Independencia, en el Pabellón Italiano de 1910. Todo el edificio es un homenaje a La Divina Comedia, de Dante Alighieri.
-Ah, dos nacionalistas italianos, La Divina Comedia es considerada la obra literaria fundadora de la cultura italiana aunque haya sido escrita en el siglo catorce, quinientos años antes de unificación de Italia en un único Estado moderno…
-Sí, eso. Es más, parece que estos dos delirantes construyeron el Barolo no sólo como un simple homenaje, sino que querían que fuese una especie de templo pagano a la italianidad e intentaron trasladar las cenizas del Dante y transformarlo en un mausoleo que protegiera los restos de Alighieri de un posible destrozo provocado por la Guerra Mundial.
-Ah bueno, el Titanic de la burguesía italiana, en el Río de la Plata, alto flash. ¿Pero no es un edificio de oficinas de alquiler?
-Desde el comienzo, pero está construido siguiendo con exactitud la cantidad de versos de las tres partes de la Comedia, en los pisos inferiores el Infierno, en los intermedios el Purgatorio y la cúpula remata con esculturas y ornamentaciones alrededor de un enorme faro de luz que simbolizaría el Paraíso, ubicado obviamente en el cielo.
-Y tiene una forma rara por afuera, con cientos de ventanitas de diferentes tamaños en perspectiva…
-¡Imitando las fachadas de los templos védicos en las selvas del Ganges y el Indo…!
-¿En serio me decís?
-Sí, boludo, lo acabo de ver en un documental que pasaron en ATC en el 2003. Un filósofo de la UBA, acá lo anoté, Esteban Ierardo, se manda toda una teoría sobre la recuperación por Palanti de un concepto antiguo sobre los edificios: la idea de un puente con lo trascendente, con el mundo de las divinidades, con nuestro pasado, nuestra historia como especie. Como si el Barolo imitase una montaña y al mismo tiempo fuese un tótem…
-Estás como poseído, boló.
-No te hacés una idea cuánto, negro. Agarrate esta: Palanti, el que convenció a Barolo de poner la tarasca para el “mausoleo”, era miembro de una secta masónica de arquitectos que decía remontarse a la edad media, que reivindicaba la tradición monumental de las primeras civilizaciones, hindúes, sumerios y egipcios…
-Como el arquitecto de Hitler, ¿cómo se llamaba?
-Speer, Albert Speer.
-Ése.
-Ponele. Pero este chabón reivindicaba una concepción de la arquitectura monumental de sentido religioso. Resulta que los constructores de las primeras pirámides conocidas, que eran escalonadas, como los Zigurats del Golfo Pérsico, que después evolucionaron en las pirámides de la meseta occidental de Guizeh, plantearon su forma como una especie de camino vertical, de puente que permitiese una comunicación concreta con el cielo, donde vivían supuestamente los dioses que regían el universo, que ahora llamamos estrellas y planetas.
-Los templos eran puentes para conectarse con los dioses…
-Exactamente.
-¿Te gustan los cómics?
El tono de voz de Tony abandonó de repente la mueca permanente de la sonrisa jedienta con la que veníamos charlando para plantarse firme y grave. Se abría la puerta que había ido a buscar, finalmente.
-Bastante, pero no al punto de ser un especialista como vos.
-Leíste a Oesterheld, me imagino.
-Sí claro, El Eternauta, ¿pensás que el servicio que persigue a Santos es un viajero en el tiempo como Juan Salvo? ¿La SIDE construyó una máquina del tiempo leyendo al viejo guionista de cómics montonero? Qué feo destino carajo…
-Pará un poco la moto, diletante. No me refería al Eternauta. Todo el asunto de los zigurats mesopotámicos me hizo acordar un cómic que Oesterheld y Brescia publicaron en el ´62, Mort Cinder, ¿lo tenés?
-Cuando laburaba en una librería del microcentro me acuerdo que había salido una edición de tapas naranjas, de Colihue, creo.
-Sí, la reedición de 1997, hermosa. Perá un poco…
Se levantó del sofá generoso, metió los dedos en la biblioteca y con sumo cuidado, como los viejos cuando sacan un long play de la colección, desempolvó un viejo número de la revista Misterix y me lo presentó abierto en el comienzo de una historia titulada “La Torre de Babel”.
-Qué hermosos dibujos, este Breccia era una bestia.
-De los mejores dibujantes de una generación llena de bestias. Del glorioso barrio de Mataderos. Lo que me llama la atención es el argumento de esta historia y lo que decís de Palanti. Mort Cinder es un inmortal que renace en cada generación desde épocas inmemoriales y conoce a un anticuario, un viejito judío que colecciona objetos de todas las épocas y los vende. En una de esas, el viejito, que se llamaba Ezra Winston, revisando un espejo del Antiguo Egipto que había acabado de adquirir, tiene visiones que lo trasportan al momento en que ese objeto fue usado originalmente. Cuestión que se cruza con Mort Cinder, que lo va guiando en diferentes viajes al pasado a través de los objetos del anticuario. En uno de esos viajes visitan la construcción de la Torre de Babel que nosotros conocemos por la Biblia, en Babilonia, vieja ciudad sumeria conquistada por los Amorreos y Caldeos y transformada en la primera gran capital imperial de la humanidad. En un giro imaginativo, Oesterheld toma varios mitos populares posteriores sobre las antiguas pirámides y flashea que la Torre de Babel era en realidad un zigurat que los babilonios construyeron para tener una especie de cañón con el que dispararían una nave espacial, la misma en la que habrían llegado al planeta Tierra los extraterrestres que inventaron las primeras civilizaciones.
-Si los dioses son invenciones de los seres humanos que expresan las angustias existenciales de cada época los extraterrestres son los dioses celestiales de las culturas ateas del capitalismo moderno… algo así planteaba Carl Sagan en Cosmos
-Ponele, pero te perdés lo interesante del asunto: el zigurat como una máquina concreta que permite viajar, conectarse concretamente con otro mundo, un viaje espacial.
-Me estás confundiendo. ¿El Palacio Barolo es una nave espacial? ¿Cómo hace para despegar y que no lo veamos? ¿Y qué tienen que ver Oesterheld y Breccia en 1962 con un edificio inaugurado cuando no habían nacido?
-No tengo ni idea, Leo, simplemente hice la misma asociación de la Negra con la Galería Güemes de Cortázar pero con la Torre de Babel de Oesterheld…
Cuando la charla empezaba a empantanarse al ritmo de la clepsidra de ferné que marcarcaba el fin de la noche, recibí un wasáp de Capobianco que me citaba en su casa.
-Te tengo que largar, Tony, me mando a lo de Santos para actualizarle todo esto.
-¿Otra vez laburando de asesor?
-Je, parece más que estoy otra vez de Sancho Panza del Quijote de Ortúzar.
-Tené cuidado, a ver si vas aprendiendo que detrás de la literatura hay mucho más de lo que vos estás acostumbrado a leer e interpretar.

Y por alguna razón esta última idea prendió un brote en mi cabeza que fue creciendo mientras caminaba las cuadras que separaban la casa del Ermassi en Chas al dos ambientes que alquilaba Capobianco en la orilla del barrio fabril de Villa Ortúzar, entre la Plaza Malaver y la parada Artigas del Urquiza.

sábado, 29 de octubre de 2016

CAPÍTULO 2. Plenilunio femenino

…contra el gobierno de Bergoglio
que organiza la trata
y está contra el aborto…

Canción anónima, 
Plenario de Trabajadoras




Desperté con todos los síntomas típicos de una resaca que se fueron diluyendo, con resistencia, al correr de los mates. En medio de la rutina laboral de las mañanas, corrigiendo, escribiendo, chequeando meils y todo lo demás, me golpeó el recuerdo de la noche anterior y me puse a chusmear, por joder nomás, el delirio de Capobianco.
Al principio me lo tomé en joda pero terminé leyendo varias páginas sobre la teoría de la relatividad de Einstein y todas las hipótesis que habían derivado de ella y con el tiempo y la nueva tecnología al servicio de la ciencia se iban demostrando correctas en lo esencial. Para mi sorpresa, la teoría de los gusanos de tiempo-espacio había sido planteada originalmente por Ludwig Flamm en 1916 y mejorada matemáticamente por Hermann Weyl en 1921, complementándola con las apreciaciones de Einstein. Me encontré leyendo observaciones muy sesudas del propio Stephen Hawkins, todos nombres muy serios en el campo.
La hipótesis plantea que ciertos fenómenos descubiertos en el universo, como los agujeros negros famosos, son variaciones de la materia que parecen indicar la existencia de un universo plástico o penetrado por formaciones que exceden la imagen lineal que tenemos de él, con nuestra modesta imaginación de pagadores de impuestos en la cola del locutorio. El planteo es que hay “túneles” de materia, causados por alteraciones provocadas después de explosiones de estrellas determinadas, en las que la materia podría entrar por un extremo y aparecer en otro punto del universo, en otro espacio y, quién te dice, en otro momento del tiempo.
Después fue zambullirse en otro martes insoportable, de colectivos y subtes, de directivos rompiendo las pelotas por boludeces, de sufrir todo lo denso de mi profesión, respirando un poco dentro del aula, gracias a la juventud maravillosa de nuestros barrios obreros.
La docencia tiene todavía -a pesar de las entregadas de la celeste de CTERA y los avances de las reformas del Banco Mundial- uno de los mejores convenios colectivos de trabajo. Compartimos con los estatales la posibilidad de tomarnos seis días al año sin tener que dar más justificación que “razones particulares”. El miércoles me tomé uno de los que me quedaban para dedicarle el día completo a la militancia. Lo hago siempre como recurso íntimo que me permite quitarle tiempo a la explotación, salirme un poquito de la alienación cotidiana y usarlo para combatir a los dueños de la muerte.
Arrancamos bien tempranito agitando la marcha de la tarde entre las enfermeras y médicos del Hospital Tornú con un trío imbatible: Alicia, Denise y Florencia. Qué lindo era hacer actividades políticas y de paso aprender de las historias de vida de estas tres increíbles mujeres, madres, militantes, seres sensibles con los que podíamos hablar de arte, religión y medicina… las compañeras eran verdaderos nutrientes…
Tenía estas cosas en la cabeza cuando salí de la boca del subte en Estación Congreso para arrancar la marcha. Todos los años es una fija la movilización de las agrupaciones feministas y los partidos de izquierda contra la violencia hacia las mujeres. Este año tenía sin embargo dos características que la hacían políticamente destacable. Primero porque fue el año del terremoto político y emocional que generó la rebelión callejera del #niunamenos el 3 de junio. Además, habían pasado sólo un par de días desde el domingo del ballotage que consagró definitivamente al nuevo presidente, confirmando la sorpresa de octubre y obligando a medio país a resignarse ante lo inevitable: el kirchnerismo había caído en desgracia mucho antes de lo que se esperaba.
Era por lo tanto la primer movilización callejera en medio de la “transición presidencial” más desgarradora de la historia nacional moderna. Dos semanas hasta la asunción -el 10 de diciembre- en las que el pueblo sería sometido a un culebrón sobre el bastón de mando y el protocolo, mientras los dos alfiles de los explotadores arreglaban por debajo de la mesa los pases y enroques que garantizarían los tejes y manejes de cada uno en la nueva etapa.
Muchos estaban golpeados, deprimidos, desorientados. Las compañeras de izquierda no.
En particular estimo mucho estas marchas, porque despliegan lo más mágico y erótico de las mujeres en combate. Con centenares de movilizaciones y luchas callejeras en el lomo desde la juventud, puedo decir que las mujeres marchan diferente a los varones. Me recuerda las vibraciones que provocan en el cuerpo las llamadas en Montevideo, algo de particular tiene la voz colectiva de las esclavas cuando su grito se libera.
La última luna llena de la primavera y el primer día de calor rabioso después de un año desesperantemente frío y húmedo en el Río de la Plata prometían que esa marcha fuese especial.
Capobianco apareció casi al final, o al menos eso me pareció, ya que lo veía entrar y salir de las columnas, probablemente saludando o reencontrándose con compañeras y amantes.
No le dí mucha importancia, pensando que se había olvidado de la charla de la última noche, como quien deja pasar de largo algunos sueños que alguna vez parecieron tan serios y realizables pero que después de sopesarlos racionalmente, hasta le da vergüenza haberle dicho cosas así a gente cercana. Pensé que ni siquiera me iba a saludar cuando nos cruzásemos.
Pensando así me topé con ella. Se hacía llamar Victoria para encubrir el bautismo católico y virginal que sus padres inscribieron en el registro civil y ese sólo dato me hubiera alcanzado para enamorarme de ella. Pero lo hice mucho antes de conocer su nombre, varios años antes para ser honesto.
La primera vez que la ví estaba profundamente deprimido. Fue en la primera movilización a Plaza de Mayo exigiendo la aparición con vida de Jorge Julio López, en setiembre de 2006. Me habían echado de la pequeña organización política en la que había militado los últimos seis años. Había atravesado un juicio interno, con jueces y fiscales incluidos, estalinismo residual de unos intelectuales trasnochados de Filosofía y Letras que creíamos haber descubierto la llave de la lucha de clases que le faltaba al proletariado argentino y como mucho rumiamos un neo-idealismo de izquierda, que alguien llamó correctamente bogdanovismo tardío.
Como el juicio no logró quebrarme, tenía prohibido participar de movilizaciones para no entrar en contacto con otros miembros de la organización, para no contagiarlos con mis “desviaciones”. Me negué a someterme a la condición de leproso y para esquivar a los delirantes marché sólo, desde Congreso a Plaza de Mayo cuando la concentración recién empezaba, parándome a una distancia prudente de dos cuadras y chusmeando la movilización de lejos, como marchando de reojo. Cuando la movilización llegó a la Plaza no pude contenerme y me escabullí entre las columnas de la izquierda y de a poco me fui metiendo hasta llegar al escenario.
Ahí la ví por primera vez, entre la penumbra de mis traumas y frustraciones políticas y personales, entre la maraña de brazos, palos de tacuara y bolsas de arpillera pintadas de rojo y oro, trepada a las vallas que la Policía Federal había puesto a la altura de la Pirámide de Mayo después del argentinazo, en su ingenuo intento de proteger la Casa Rosada de la costumbre popular de meterse en ella para tumbar títeres de explotadores.
Ella, metida en el agite, cabalgaba ambos lados de la valla de hierro azul marino con dos vigorosas piernas, torneadas en ébano y flameaba un trapo rojo enorme, con sus fibrosos brazos en tensión y una sonrisa escupiéndole su belleza política en la cara al cordón de milicos. Su torso se elevaba épico, agigantado por el efecto del punto de vista en contrapicado desde donde yo la admiraba: gallarda, rampante, con el cuello y el rostro hinchados de sangre, a punto de explotar en el grito de las canciones que vomitaba como metralla sobre los asesinos de compañeros…
Mucho después supe que era una de las organizadoras jóvenes más capacitadas de las nuevas camadas universitarias del Partido, ganada al calor de la lucha contra la Franja Morada radical en Veterinaria, provista del coraje y la claridad política de un cuadro setentista y de un humor y alegría propios de las nuevas generaciones de rokanrol y tribuna, de birra y faso, nacidas en los últimos años de los ochenta.
Esa imagen romántica me fascinó por completo. Una Libertad Morena encabezando la Revolución como sacada de un cuadro de Dellacroix pero de carne y hueso. Hermosa guerrera bolchevique nacida y criada en un barrio obrero de Montevideo descendiente de gauchos, campesinos, indios e inmigrantes de Asia y Europa, faraona gitana y heroína araucana, aymara o guaraní, me llenó de sueños idílicos de un mejor futuro para mi vida sentimental y para la lucha colectiva de mi pueblo. Si ese tipo de mujeres estaban naciendo, mientras parecía que los sepultadores del argentinazo hacían su trabajo con éxito, el futuro no podía ser más esperanzador.
En alguna tarde melancólica me juré a mí mismo ser el hombre necesario para estar a la altura de una mujer como ella, enamorarme y construir una familia. Fue la primera vez que soñé con tener una hija y ponerle su nombre, Victoria, porque qué otra cosa puede desear un revolucionario que ganar…
La recuerdo corriendo bajo las balas de gomas en la huelga del Casino, interviniendo certera en las asambleas de la huelga docente en las escalinatas del Normal 4 o los plenarios de los Sutebas combativos, en las marchas por Mariano, en los aguantes durante el juicio que impusimos a Pedraza en Comodoro Py, enfrentando la represión de la patota del SMATA y la Bonaerense en la puerta de LEAR…
Pero las mujeres como Victoria me son simplemente esquivas. Lo mismo que me seduce y atrae de ellas es lo que me aleja inevitablemente. Son guerreras inconquistables, autónomas de cualquier intento banal de seducción varonil, figuras alejadas de la costumbre pequeñoburguesa de la pareja tradicional. De todos modos, aprendí a admirarlas de lejos, después de muchos intentos fallidos de concretar mis fantasías personales a su lado.
Me tocó el hombro desde atrás cuando cruzábamos la 9 de Julio y para saludarla tuve que girar en redondo, lo que hizo que surgiera para mí del medio del sol anaranjado y abrasador del crepúsculo porteño, derritiéndome con la visión pero reconfortándome con el fresco de su ancha sonrisa.
-¿Qué hacés acá, no estás laburando a esta hora? ¿Y tu bella hija?
-¿Cómo andás? Me tomé el día para movilizar, la nena está con la madre, en la cabecera… ¿y vos?
-Acá, luchando, como siempre. ¿En qué andás? Hace rato que no te cruzo.
-Se... muchas elecciones… acá, entreverado con el laburo, la lucha… y los delirios de tu amigo… ¿ya lo viste?
Victoria y Santos Capobianco tenían una relación apasionada, romántica en el sentido más filosófico del término. Yo la conocía porque solían adoptarme como puente cada vez que se buscaban, se tanteaban o hacían cortocircuito después de algún encuentro furioso.  Aceptaba mi lugar con tranquilidad, sin envidias ni celos, contento de poder formar parte de esa historia desde la platea preferencial de los personajes secundarios.
-Nunca me dijo que volvía. Además mejor, debe haber estado revolcándose por ahí con sus mil y una novias.
-Como si vos no hicieras lo mismo, Vic - corté el mambo y le conté sucintamente los sucesos de nuestro reencuentro nocturno y su delirante paranoia. Cuando esperaba alguna chanza o bardeo me descolocó.
-Como en Cortázar –dijo, frunciendo el ceño, para subrayar la profundidad de la observación.
-“Para un roto siempre hay un descosido” decía mi vieja, y no se equivocaba. ¿Qué dijiste? ¿Qué carajo tendrá que ver Cortázar con los gusanos tiempo-espacio de Einstein?
-Siempre intentando controlar tus percepciones de la realidad, Leo, siempre. Lo que me contás, la posibilidad que vos llamás delirio de que haya un gusano espacio-temporal ubicado en la ciudad de Buenos Aires, me hizo recordar automáticamente el cuento de Julio sobre la Galería Güemes, que entra por Florida y sale en medio de París. Ahí tenés un gusano perfecto en medio del microcentro.
Victoria no admiraba a Cortázar como cualquier ser humano normal. Su fascinación con el belga criado en Banfield era propia de la sacerdotisa de una religión laica, una estudiosa de cada pliegue de su biografía personal y su literatura. La Negra Victoria era una especialista en Cortázar, pasión que había asumido desde los nueve años, cuando comenzó a tomarse en serio la literatura y la ciencia, a pesar de que después de nacer y criarse en Montevideo, su familia había recalado en una de las villas más rudas del oeste del Gran Buenos Aires, otrora barrio de obreros del transporte. La Negra se hizo a sí misma contra un sistema educativo que le prohibía el disfrute del arte y la ciencia por su condición de mujer, pobre y negra.
Las heridas que le propinaron en esos duros años de convertirse a los golpes literales en una mujer, coincidieron para ella con una férrea defensa de su objetivo de convertirse en artista, mucho antes que la vida la convenciera de transformarse en una guerrera de su clase. Por eso había que tomarse en serio a la Negra Victoria cuando hablaba de Julito, como gustaba nombrarlo, para dejar claro que su relación con él era del mismo nivel de intimidad que con una pareja.
-Julio Cortázar jugaba mucho con la idea de la literatura como un encuentro de diferentes tiempos y lugares en la imaginación del escritor. Forjó en sus textos una verdadera filosofía que fundamentaba esta posibilidad. Es probablemente lo más impresionante de su trabajo, prestarle atención a aquellos detalles que pasan desapercibidos para la gente en medio de su vida cotidiana, traerlos al primer plano y descubrir lo maravillosos e increíbles que son. A vos te parece un delirio que existan deformaciones en la materia que posibiliten viajes en el tiempo y el espacio pero no te parece delirante que existan formaciones de cemento encubriendo el terreno que durante millones de años formó la naturaleza sin ningún tipo de control humano.
-Pero son ejercicios de la imaginación, Victoria. No me digas que Cortázar creía seriamente que eso existiera en la realidad como existen el sol o las estrellas. ¿O te parece que en serio si entrás por la Galería Güemes terminás saliendo a París? ¿Estás abandonando el marxismo?
La Negra me tiró esa mirada fulminante que tenía cuando el enemigo se le plantaba frente a frente. Una especie de latigazo que te intimidaba y te paraba en seco, con el sudor frío recorriéndote la espalda.
-No sé si sos un pelotudo o un tarado, Leo.
-Si supieras la cantidad de veces que por distintas cosas me dijeron lo mismo… pero nunca por criticar la idea de la literalidad del pensamiento maravilloso de Cortázar.
-No quiero decir que Cortázar estuviese convencido que había un gusano en pleno microcentro, tarado, lo que te digo es que defendía con seriedad el planteo de cuestionar la percepción deformada de la realidad que nos imprime la cotidianeidad en el cerebro, que nos impide ver cómo lo que nos parece “normal” es por lo general el verdadero disparate y artificio. Nunca soy más marxista que cuando defiendo a Cortázar.
-Disculpame, esperaba un enfoque más racional, algo como una explicación del dejá vu… no sé…
-Bueno, ahora que lo decís… en 1952 Carl Jung se mandó un librito muy interesante, Sincronicidad donde analiza ese tipo de sensaciones.
-¿Cuál Jung? ¿El discípulo de Freud?
-Según Scoro eran algo más que maestro y discípulo, pero rompieron en 1913 porque Jung buscaba una explicación diferente a la libido como motor inconsciente de la psicología humana, lo que lo llevó a la reivindicación científica de teorías mágicas de las diferentes culturas de la historia humana. Acuñó lo del inconsciente colectivo, la idea que todos los seres humanos tenemos una misma constitución emotiva esencial que nos empuja a construir arquetipos básicos sobre los que elaboramos nuestra conciencia. Todo el mundo considera que se bandeó al pensamiento mágico y el esoterismo.
-¿Y cómo se explicaría lo de trasladarse en el tiempo que nos pasa cuando pisamos ciertos lugares?
-Diría que la energía de las experiencias traumáticas que la lucha dejó en el inconsciente de Santos operan una modificación concreta de su ambiente que traen a su consciente esos recuerdos, activando eventos sincronizados con esas experiencias. También admite la posibilidad de que el cerebro funcione rumiando una lista de características similares, activando mecanismos que repiten patrones dentro de la teoría de las probabilidades matemáticas.
-Mierda. ¿Cómo sabés todo eso?
-Me interesa mucho indagar sobre los huecos que dejó la ciencia académica en la comprensión del funcionamiento de la conciencia humana.
 Antes que empezara a hablarme de la neurociencia, su nueva pasión, Santos nos interrumpió saliendo de la nada misma, evidentemente excitado, pero con su aplomo de siempre.
-Lo acabo de fichar, está acá.
-¿No me pensás saludar, arrebatado?
-Qué hacés, hermosa, siempre peleando… contra el Estado digo…
-Y contra todos los machos que se me crucen, sean de la clase que sean… ¿a quién viste?
-Al servicio.
-¿El de Kobane que me contó este?
-Gracias por el artículo demostrativo, la putaqueteparió…
-Tenés el estómago frío Leo, ¿ya le contaste todo?
-¿No me encargaste una investigación, pelotudo? Estaba tratando de refutar científicamente tu teoría delirante pero ésta dice que es absolutamente posible. Dios los cría…
Antes que me pusiera pesado contra su relación amorosa, me cortó en seco con un gesto y nos empujó gentilmente hacia un kiosco de revistas y diarios cerca de la esquina de Esmeralda. Desde el improvisado refugio nos mostró a un tipo alto, morocho y fornido, con una expresión siniestra y dura, como si fuese una máscara de madera tallada de arrugas, con una especie de sombra permanente que impedía el menor brillo en su rostro. La mirada parecía vaciada aunque se veía que buscaba algo entre la gente.
-¿Ese es el servicio de Kobane?
-Exactamente ese. Está buscándome. Pasa bastante desapercibido aunque no se parezca en nada a nosotros. Es bueno.
-Cacemos al cazador –dijo Victoria, agazapada en pose de tigresa de bengala a punto de saltar sobre la aorta de su presa.
-No, pará. Sigámoslo para ver dónde tiene su base en la ciudad. A ese tipo no le vamos a sacar nunca una confesión- dijo Santos y nos convenció.
Nos separamos con el compromiso de mantener la vista clavada a más de 50 metros de distancia del sujeto, cosa que cumplimos sin ser descubiertos todo lo que duró la marcha, aprovechando tantos años de militancia en los que conocimos decenas de compañeros y compañeras de diferentes regionales y organizaciones populares, con lo que nos mimetizamos en las columnas, siempre lejos de los lugares donde deberíamos marchar habitualmente.
Cuando las sombras violáceas del atardecer comenzaban a inundar la punta de lanza y el gorro frigio de la Pirámide de Mayo, el servicio había desistido de su búsqueda y se retiraba de la Plaza hacia el oeste.
Ahora era más difícil seguirlo sin ser detectados, porque la desconcentración de la marcha se retrasaba y las calles no estaban pobladas de cuerpos donde escondernos. Nos íbamos mensajeando por wasap y decidimos mantener la persecución en los mismos términos, equidistantes del sujeto y entre nosotros.
Así caminamos parando cada tanto a esperar el bondi, preguntar la hora o mirar libros y vidrieras. El tipo no nos registraba, parecía concentrado en ganarle al atardecer.
“Sólo falta que además de viajar en el tiempo sea también un vampiro”, se me ocurrió escribirles pero lo borré de toque para no quedar como un pelotudo. Aunque a esta altura del delirio y después de la charla con Victoria ya no sabía qué podía ser menos sospechoso: un servicio atravesando el continuum espacio-tiempo o un vampiro-ratti.
 De repente se metió en la entrada del Pasaje Barolo, cortando lo que parecía una carrera silenciosa por Avenida de Mayo. Los tres nos miramos de lejos discutiendo con mímica qué convenía hacer. La mirada que me cruzó Victoria mostraba además una sonrisa orgullosa, remarcando la coincidencia cortazariana entre nuestra conversación y el refugio del servicio. Una mirada tipo “¿qué te dije?”.
Fuimos entrando por separado, y tomando posiciones aleatorias aprovechando que los comercios y oficinas del Pasaje seguían manteniendo la actividad suficiente para hacer creíble la maniobra.
Por medio de señas seguíamos al sujeto, que rápidamente tomó el ascensor y se dirigió al sexto piso. Santos subió a zancadas las escaleras mientras Victoria y yo los seguíamos de lejos en el otro ascensor, con el tiempo justo para ver cómo el siniestro tipo se metía sin llamar al timbre ni usar llave detrás de una puerta de madera pintada de un blanco opaco y pulcro, casi gris, como las de los viejos hospitales de los años cincuenta, o la de los cuarteles militares.
Pintado en letras de molde perfectas se podía leer sobre el vidrio esmerilado: Oficina 128, Agencia de Noticias Saporiti. Esperamos un tiempo prudencial a que pudiera salir alguien pero no circulaba gente por la oficina, y tampoco parecía que nadie más tuviera ocupaciones en todo el piso, también blanco, monótono y helado como la puerta, despoblado como un cementerio.
A los 30 minutos nos reunimos en el mismo rellano de la escalera en que se quedó Santos. Casi sin palabras, susurrando y con señas, discutimos brevemente cómo seguirla.
Ellos querían entrar. Yo quería convencerlos de volver en horario comercial con algún tipo de argumento banal, una encomienda o algo por el estilo para caracterizar mejor.
-No se escucha ningún ruido. El tipo está solo, o cenando o durmiendo- decía con énfasis en los ojos la indomable Victoria.
-Tiene razón la Negra, Leo, es nuestra oportunidad agarrarlo acá, de improvisto.
-¿No dijiste que era al pedo interrogarlo? ¿Para qué? ¿Lo querés apresar?
-Shhhh, boludo, no levantes la voz, caído del catre. No importa, lo registramos de arriba abajo, estamos evidentemente en una fachada, debe haber papeles o algo que delate la operación.
Como siempre, acepté la voz de la mayoría y decidimos entrar.
Con los testículos obstruyéndome las amígdalas, cagado hasta las patas, sin siquiera un objeto contundente o filoso a mano que me sirviera de placebo, observé como Santos y Victoria, enfrentados y con las caras a punto de besarse, concentrados como soldados en combate pero divertidos como niños haciendo travesuras a la hora de la siesta, torcieron el picaporte y, con total asombro, sintieron que se entregaba sin resistencia, permitiéndoles el paso.

CAPÍTULO 1. El retorno de Santos Capobianco


PRIMERA PARTE: LUNA LLENA DE PRADIAL



Capítulo 1


El retorno de Santos Capobianco

“Nel mezzo del cammin di nostra vita
mi ritrovai per una selva oscura
ché la diritta via era smarrita”

La Divina Comedia
Dante Alighieri, 1321



Escribo con apuro porque siento el aliento de la muerte a cada paso que damos. Necesitamos que este informe llegue a la militancia y simpatizantes para que sepan que estamos dando batalla. Intentaré ser honesto, aunque veo la historia de esta última semana frente a mí como si saliera de un fantástico sueño, como en un grabado de Escher donde todo lo que parece, no es.
Todo comenzó en el pasaje del domingo 22 de noviembre del 2015 hacia el lunes 23. La radio seguía voceando los resultados definitivos del año más electoralero de la historia argentina. Treinta y tres semanas de las cincuenta y dos que tardamos en darle la vuelta entera al sol, nos las pasamos de votadera.
La fiesta de la democracia había sido una enorme borrachera y dejaría flor de resaca.
La ventana del departamento de la calle Artigas que alquilaba hace dos años sería la única iluminada del viejo barrio Rawson. Entre mates y Particulares, corregía los jeroglíficos de mis estudiantes secundarios de Balvanera y Soldati, y las galeras del que quería ser mi primer libro de cuentos.
El viento no se movía. Los árboles del Parque de Agronomía, al costado de la cancha de Comu, no venían a susurrarme sus leyendas como antes. El viento norte aseguraba el calor sin necesidad del sol. La madrugada –para ser precisos- era una selva negra y húmeda.
Estaba a punto de abandonarme al sueño y el cansancio cuando sonó el clásico rington del wasáp. Detrás de su foto de perfil, Santos Capobianco volvía a aparecer en mi vida.
“-Estás? Tenemos que encontrarnos urgente. Me persigue la SIDE.”
Ya estaba acostumbrado a estas apariciones sorpresivas de Capobianco. Siempre usaba alguna artimaña, una especie de emboscada imposible de gambetear. Ya sabía que no era sano negarse. Lo mejor era rendirse y entregarse, aceptar el destino.
Hacía más de dos años que no lo veía, desde que me reclutó para fiscalizar el escrutinio definitivo de las PASO del 2013 en una provincia grande del Litoral. Necesitaba un cerebro obsesivo para deducir las boletas robadas en las urnas, detrás de los numeritos “objetivos” de los telegramas de la justicia electoral. La peor cloaca de la democracia que pisé en mi vida.
Aunque militaba en El Partido desde su primera adolescencia, Santos Capobianco llevaba unos años autoasignándose lo que él mismo había bautizado como “operaciones especiales”. Así había resuelto sus innumerables crisis intentando mantener una militancia profesional y una vida propia. Llevaba tatuado en el cuerpo el programa del Partido, que consideraba el mejor que existía en esta coyuntura, pero se negaba a casarse “hasta que la muerte los separe” con la organización concreta que lo encarnaba. Por eso se ofrecía a las tareas más difíciles, abrir frentes nuevos de lucha, meterse en escenarios nunca abordados.
Reconozco que lo idealizo. En mi imaginación, Santos Capobianco hacía todo lo que yo hubiese deseado hacer si me alcanzara el coraje. Era el espejo donde quería duplicarme. Aunque nos criamos frente al mismo Paraná, mientras la infancia me nutrió de cobardías y padrenuestros, “no te metás” y “por algo habrá sido”, Santos escuchaba de su vieja las nanas de la lucha de los setenta en la que había dejado lo mejor de su juventud. Cuando la vida me puso de testigo entre las masas sublevadas el 20 de diciembre del 2001, Santos Capobianco tiraba las piedras que tumbaron al presidente y que yo hubiese querido empuñar.
Cultivábamos con menos esfuerzo del requerido una amistad importante, de esas que definen en muchos aspectos la vida de un hombre. No me avergüenza confesar que admiraba su particular sensibilidad para comprender el funcionamiento de la realidad social y política del país y del mundo, así como esa romántica y libertaria ética que guiaba sus relaciones personales con el resto de la especie.
Era obrero de cuna. “Cuarta generación de esclavos” como le gustaba recordar para autodefinirse con el comienzo de su novela preferida, el Espartaco de Howard Fast. Así resumía el árbol familiar de sus abuelos, que habían dejado de ser campesinos en la vieja Europa para venir a remarla en el barro de campos y fábricas de la pampa húmeda, fusionándose con los herederos de los gauchos y guaraníes en una ciudad que se había prendido como un gajito a orillas del Paraná Medio.
Admito que admiraba la historia de su vida. Todos los obreros jóvenes de este país vienen naciendo con las heridas emocionales y materiales de la explotación de sus padres tatuadas en el cuerpo y la mente. Para sostenerse en la madurez están obligados a un enorme esfuerzo de reconstrucción sobre esos escombros. Nacen con el alma partida y no les queda otra que soldarla a golpes de fragua para caminar por sus propios medios.
La presión por resolver las necesidades que obliga la pobreza y el imperativo de sostenerse fiel a su conciencia de clase fueron las dos características que Santos siempre sostuvo en este valle de lágrimas. Dos madres que lo dotaron de una increíble creatividad, capaz de encontrar las soluciones más disparatadas para los problemas más imposibles.
Pero también lo hacían un individuo demasiado genial para ser absorbido y asimilado fácilmente por el estómago de la sociedad, no ya de la burguesía, a quien nunca quiso seducir, sino de sus propios compañeros de viaje y lucha, que la mayor parte de las veces no lográbamos encontrar la forma de encastrarlo en alguna de nuestras normas de sociabilidad y militancia.
Eterno vagabundo, nómade irredento, parecía sufrir físicamente los períodos prolongados de tiempo cuando la vida lo obligaba a sedentarizarse alrededor de un trabajo fijo y rutinario. En los últimos años, después de millones de profesiones, había recalado en una que no tiene oficina ni fábrica fija: era mecánico de barcos, obrero industrial y marinero al  mismo tiempo.
Era una solución perfecta y dialéctica para sus obsesiones, una conexión con el mundo arraigada en un viaje permanente. Satisfacía su ansiedad lúdica de conocer nuevos paisajes y personas, enriquecerse con las diferentes formas azarosas de vivir y luchar en este planeta. Cuando un lugar lo atraía, pasaba temporadas enteras allí, escogía un trabajo, se camuflaba como un explotado más, organizaba la lucha y disfrutaba los fines de semana con sus nuevos hermanos y hermanas de clase. Hacía realidad la fantasía que reconoció leyendo por accidente La noche quedó atrás de Jan Valtin.
De paso, combinaba sus capacidades políticas de organizador con su curiosidad de niño juguetón. Cuando pasaba tiempo en tierra organizaba los frentes más diversos y anudaba lazos de una red internacional. Una tarea, además, que al Partido le resultaba útil para concretar el esfuerzo de organizarse junto a los explotados del mundo.
Cada vez que encaraba una aventura política que necesitaba de alguien “serio”, se aparecía como un fantasma, desplegando su histrionismo seductor para reclutarme a su servicio. Éramos amigos, sin duda, pero en la lucha yo era su asistente. Me gustaba pensar que formábamos un buen equipo.
Aunque era probable que se tratase de un delirio paranoico, la vida me había enseñado a no subestimar nunca los pedidos de ayuda de mis amistades, por disparatados que me pudieran parecer. Así que respondí al wasáp proponiéndole una cita en horarios más normales.
Casi al mismo tiempo que las dos tildes del chat se volvieron azules, el timbre del portero sonó corto y claro. Me asomé al balcón y lo ví, parado en la esquina, mirándome debajo de una gorra negra raída, con el escudo de Peñarol en la frente y una sonrisa triunfal dibujándose detrás de la sombra de la visera.
Me resigné a lo que vendría y le tiré las llaves para que subiera.
Después del abrazo, se repetía el ritual. Con la impunidad de un amigo íntimo, Santos comenzaba a criticar cada aspecto de mi hogar, cambiando de lugar objetos, tirando a la basura otros, barriendo o limpiando donde le parecía. Un vendaval que me ayudaba a ponerle fin al desorden insoportable de la casa con el que también preparaba el escenario para su epifanía.
No parecía un hombre perseguido, todo lo contrario, estaba eufórico.
-¿En serio te persigue la SIDE o no sabías qué carajo inventar para caerte a casa a esta hora? ¿No podés ser un amigo normal, rata de alcantarilla?
-Creo que se pudrió todo, Leo.- dijo, con una sonrisa de felicidad que confirmaba la veracidad de la situación, ya que a Santos Capobianco la presencia del enemigo, lejos de perturbarlo, lo estimulaba.
-Ya que no queda otra, contame.
-No es tan sencillo de contar. Vamos a necesitar algo más. ¿Tenés el Jameson?
El whiskey irlandés era un código. Confirmado, no iba a ser una noche más. Le habilité el culito de la última botella que me regalaron el invierno anterior y me dispuse a participar de esa danza mágica que Santos desencadenaba cada vez que venía a reclutarme para sus aventuras.
-¿Qué le estás poniendo?
-Esencia de milenrama, lo descubrí en un pueblito rural a orillas del Río Amarillo. Tenés que verlo, es lo más parecido al Paraná que existe en Asia.
-No menciones su santo nombre en vano.
-Con todo respeto, vos sabés. Es el fermentado natural que se usa para hacer Absentya en el Mediterráneo.
-¿Ajenjo? ¿No está prohibido eso?
-Todo lo que me hace bien está prohibido por los dueños de este mundo, Leíto. Cuchá, vine porque me acordé de esta piedra.
Tenía en sus manos uno de los tantos recuerdos que poblaban las repisas de mis dos bibliotecas de pino. Entre las manías obsesivas que vengo desarrollando desde la juventud, está la de juntar todo tipo de souvenirs. Alguna vez leí a los 15 años que los etruscos, mucho antes de la expansión militar de Roma, tenían la tradición de juntar una piedra del camino cada vez que vivían un momento clave de su vida. Las ponían dentro de un jarrón específico y antes de morir, rompían su jarrón y rememoraban el viaje y sus paradas. O al menos así  recuerdo que empieza una de las novelas que más profundo impacto me causó en esos años sombríos, El etrusco, de Mika Waltari.
Las seis repisas de mis bibliotecas, la estufa camuflada de hogar a leña y cada plano sin función aparente de mi depto estaban colmados de recuerdos de ese estilo: adoquines de madera o piedra de diferentes calles de Buenos Aires, un pedazo de los palcos de la Bombonera, tornillos de hierro recolectados de vías de ferrocarril, muñequitos, adornitos, globos sin inflar, anillos, relojes, la casa entera era un jarrón lleno de fetiches.
-No es una piedra, más respeto.
-Bueno, señor acumulador, por este pedazo de baldoza que tenés en la repisa. ¿Cuándo vas a tirar toda esta basura a la mierda? ¿Tan poco te interesa coger a vos?
-No entiendo por qué mierda tenés que venir a romperme las pelotas con las “piedras” cada vez que venís a pedirme un favor. Y soy tan pelotudo que no te rajo de una patada en el orto sino que encima te dejo que me liquides el Jameson. Contame qué tiene que ver esa baldoza con la SIDE y dejá de sermonearme, carajo.
-Siempre tan amable, vos.
Santos combatía sin vaselina mi nostágico apego al pasado porque sabía que muchas veces se transformaba en el tobogán nefasto de la melancolía y la depresión.
-Dale, explícame que no entiendo nada.
-¿Nunca pensaste que los objetos pueden retener la energía de la persona que los usó? ¿Como una llave o una cajita, que si se usa bien, si encontrás la puerta correcta te puede llevar a ese mismo momento?
-¿Entonces en vez de un viejo acumulador, mi biblioteca es un contenedor de emociones?
-Como si fueses el guardián y protector de las llaves de la puerta dimensional. Un anticuario de máquinas del tiempo y el espacio.
-¿Es joda no?
-Para nada. El tema es así –cambió de tono, se ató el pelo con una gomita y se dispuso corporalmente para la epifanía. Contemplo con el asombro de la primera vez el placer de relajarme y atestiguar una sucesión inconexa de gestos e historias, como ver a Ringo Bonavena haciendo sombra en el lívin de su casa, como leer las mil historias en los tatuajes del hombre ilustrado  de Bradbury, un monstruo de mil caras moviéndose en el comedor de mi casa transformado en escenario de Shakespeare.
-Me vine de emergencia de Kobane.
-¿No te habías ido a Siria?
-En el verano pasado, sí, en un barco petrolero. Hicimos escala técnica y aproveché para retomar contactos que no veía hace mucho. La situación no está tan linda como cuando estalló la primavera del Magreb. En Siria se está librando el ensayo de la próxima guerra mundial, Leo.
-Sí, ya leí El Periódico, pero ¿cómo llegaste a Kobane?
-Estuve un tiempo en un pueblo que se llama Urem-al-Kubra, 150 km al sudoeste de Aleppo, en una brigada internacionalista intentando sostener una fábrica textil tomada por sus 700 obreros y sus familias. Aguantamos lo que pudimos. Los compañeros se la habían expropiado al patrón que los negreaba para proveer al ejército de Assad y los rusos y se negaban a laburar para los nacionalistas musulmanes del Ejército de Liberación, para no bancar ni a los yanquis ni a los turcos. Teníamos la esperanza de que un sector de la clase obrera siria encontrase una posición independiente de las bandas del imperialismo que se prueban las uñas con la masacre de su pueblo, pero nos duró poco: le metieron un bombazo teledirigido y se acabó la esperanza.
Así que aproveché que mi barco seguía rumbo hasta el Mar Negro, por el Bósforo, cargando crudo y gas licuado por donde pasaba, como un lechero que agarra la 14 de acá a Posadas, pero por el Mediterráneo…
-Qué tipo con suerte sos, la concha de la lora…
-En algún momento arreglé que me enganchaba en la vuelta en algún puerto georgiano o turco, me rajé para el Kurdistán y me plegué a la lucha contra el Estado Islámico.
-No te puedo creer…
-¿Te parece que me lo iba a perder, bolas? ¿Luchar contra el fascismo islámico bancado por la CIA? ¡Qué poco me conocés!
-¡Como irte a las brigadas internacionales a España en el 36!!
-¡Mejor todavía, ganando! Llegué justo para colaborar en la liberación de Kobane, en enero, y me quedé.
-Basta, no me cuentes más. Me hacés sentir mal. La envidia me mata.
-No boludo, es en serio. Me tuve que venir de todo eso antes, imagínate lo serio que es.
-¿Y por qué volviste?
-Cuando estábamos revisando fotos del enemigo que nos llegaban de la inteligencia rusa, reconocí una cara.
-Me jodés.
-Para nada, resulta que era el mismo tipo de la SIDE que tiraba plomo colgado de la puerta del Duna por Avenida de Mayo el 20 de diciembre de 2001. La misma cara.
-Naaaa.  A vos te hizo mal el sol del desierto. ¿A eso viniste? ¿Por eso te tomaste lo que quedaba del whiskey? ¿O te pegó mal el milenrama?
-Te hablo muy en serio, pelotudo, hay un agente de la SIDE que me está persiguiendo.
-¿Desde el Argentinazo, Santos? ¿Hasta Kobane? ¿Catorce años después?
-No te estoy diciendo que sea lógico, ni que entiendo lo que está pasando. Por eso vengo a verte. Para entender.
-¿Porque tengo un cascote del Argentinazo en la repisa de mi biblioteca?
-Ponele. Y porque sos el tipo más obsesivo que conozco para una investigación y lo suficientemente delirante para darme bola. Y porque estoy preocupado. Porque me persigue el Estado.
-A través del tiempo y el espacio.
-¿Ves?
-Era sarcasmo Santos, sar-cas-mo.
-Averigüémoslo de todos modos.
-Suponiendo que te de bola, ¿cómo investigamos un delirio así?
-No sé, tocá tus contactos, tus amigos del Ojo Obrero estuvieron filmando ese día, sacaron un video. En una de esas aparece el tipo en alguna imagen, o tienen acceso a material de archivo. Si hay una imagen de ese tipo ellos sabrán cómo detectarla.
-Ah, lo pensaste en serio. Ahora sí que estoy preocupado. ¿Cómo sabés que no es una confusión entre dos caras parecidas?
-Sencillo, porque tengo recuerdos perfectos de ese día. De los dos días digo, el miércoles 19 y el jueves 20. Porque cuando estoy combatiendo físicamente al enemigo la adrenalina me pone extremadamente lúcido, como un ácido lisérgico.
-Como en la remera esa “La droga que más me pega…
-…es luchar contra el Estado”. Claro, como en la remera. Pero posta. Me pasa eso. Antes de llegar a la columna de Diagonal Norte me habían mandado con otros compañeros a caracterizar la posibilidad concreta de avanzar por Avenida de Mayo hasta la Plaza. Y en medio de los gases, por 9 de Julio, pude ver al Duna chirriando gomas y escupiendo plomo contra la masa. Del rostro que tiraba sentado en la ventanilla no me olvido más.
-¿Y estás seguro que es la misma cara de Kobane?
-Sí.
-¿Positivamente?
-Sep.
Debo confesar que a pesar de conocerlo, no estaba preparado para creer una cosa así. Y eso que una de las cosas que me atraían de Santos era que sus delirios siempre se hacían realidad. Pero a pesar de todo, éste era claramente el más delirante de todos. Sin embargo, lo que contó después terminó de convencerme de la misión.
-Hay otra cosa, hasta que vi la foto no le daba mucha importancia, pero me pasó algo más ese 20 de diciembre. Estuve en muchas luchas, vos lo sabés, pero ese día fue muy especial, diferente de todas. No era una marcha más o un piquete que terminaba en bardo. Fue la primera vez que luchábamos por el poder, Leo. Otra droga diferente, ¿me seguís?
-Claro. Obvio, tumbamos un presidente.
-Eso. Eso mismo. Desde diciembre de 2001 en adelante me pasa cada vez que piso la Avenida de Mayo… una cosa rara… ¿cómo decirte?
-¿Más rara que lo del rati que te persigue en el tiempo y el espacio?
-Mirá, es como que cada vez que paso por la Avenida de Mayo, para lo que sea, un trámite, una pelotudez, tengo flashes de aquel día. Si me pega el sol en la cara, siento que es el mismo sol abrasador de ese jueves, me aturde en los ojos y veo las nubes de gases, siento el lacrimógeno otra vez, como si lo estuviera repitiendo en la garganta. Veo un cartel luminoso en Corrientes y el Obelisco y me parece que son las banderas rojas de la columna de la izquierda entrando por Diagonal Norte, escucho el ruido de una moto de mensajería y veo la fila de motoqueros del SIMECA entrando protegidos por el túnel de la columna, con las molo en la mano preguntando por dónde tiraban los milicos……
-A todos nos pasa algo parecido, nene. Marchamos tantas veces por Avenida de Mayo que si no tengo nadie que me ataje me mando a caminar por el medio de la Avenida como si fuese mía, como si me hubieran dado un permiso a perpetuidad para cagarme en las leyes que rigen el tránsito del resto de los mortales. La costumbre…
-No, Leo, no te digo eso, es algo más, es como si se abriera una ventana y aparecieran imágenes de esa tarde, como en un cine pero en la vida real.
-La publicidad de TNT te pegó mal.
-Yo también me cagaba de risa, pensaba que era un raye más de los míos, hasta que vi la cara nítida del “servicio” en medio de las trincheras del Estado Islámico y empecé a pensar que la ventana que se me abre es posta, es de verdad…
-A ver si te entiendo, ¿vos decís que en Avenida de Mayo y 9 de Julio hay una especie de portal tiempo-espacio que te conecta con el 20 de diciembre?
-Algo así. Sí, ponele.
-¿Vos te das cuenta que es un nivel de delirio inusitado incluso para vos, no?
-Por eso mismo me lo tomo en serio, por eso mismo creo que puede ser verdad. ¿Me vas a ayudar o no?
-Claro que sí, hermano, considerame reclutado.
Cuando desatamos la tensión del encuentro, hablamos un poco más de aquellas jornadas históricas. Se desplegó en toda su fascinante magia para contar anécdotas. Era como un cantor popular de esos a los que les tirás un tema y arrancan la payada, como una Sherezade de arrabal y pulpería.
Nos pasamos horas a carcajada limpia rememorando el mejor momento de nuestras vidas, desde el arranque en el primer piquete enorme que hicimos en Ruta 3, en La Matanza, hasta el plan de lucha que terminó con los últimos 20 años de ajuste del fondomonetario y la caída de Duhalde después de Puente Pueyrredón.
Entre risas y conclusiones profundas, lo despedí cuando se disiparon el whiskey y sus efectos más brillantes, comprometiéndome a indagar el asunto. Nos citamos para la marcha del 25, el día mundial de lucha contra todo tipo de violencia hacia las mujeres, para cruzar info.
Para ser sincero, cuando volví de saludarlo en la puerta de casa me desplomé en un sueño profundo y reparador, más parecido al alivio que se tiene cuando pasaste una noche con los sentimientos a flor de piel que cuando uno se ha encontrado ante un misterio aterrador.
Pero como siempre, la realidad se iba a encargar de sacudirme de este sueño inocente.