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sábado, 22 de octubre de 2016

Varados en el mismo lodo

Iba obligado a morir en el Sarmiento en hora pico. Hacía rato que el laburo no lo obligaba hacia el oeste. Siempre que pudiese intentaba el 96, o cualquier cosa que lo acercase, menos el Sarmiento en hora pico. El Sarmiento puede ser la poesía de las estaciones y la belleza geométrica de las vías brillando hasta tocarse en el infinito siempre y cuando vengas para capital a la tarde o vayas para provincia a la mañana, a contramano de los millones de laburantes que vienen a escupir la sangre en sus mataderos cotidianos.

Como este laburo tenía que ver con promocionar su primer libro de cuentos, ya había comenzado a abrirse de cuerpo y alma para llegar bien templado a una lectura. Su arte funcionaba cuando era sincero y abierto, cuando podía dejar salir el fuego del vientre profundo de la serpiente. Entonces de tan abierto se la veía venir un poco, “Siempre pasa algo en el Sarmiento”, pensó con fatalismo.

Para su sorpresa, tipo 18.30 en Estación Caballito pudo subir sin empujar a nadie y hasta darse el lujo de acomodar el cuerpo en un espacio corto pero no comprimido. Quiso sacarse rápidamente el olfato de mufa prejuicioso contra el Sarmiento en hora pico y pensó, “esto debe haber cambiado en serio con Randazzo y yo soy un trosko jodido”. Observó el aire acondicionado, y ciertos detalles que podían defender un mejor servicio. Pero no había tan poca gente como para poder ver los suelos del vagón o el terminado de los asientos.

-La línea de estaciones encima de la puerta tiene lucecitas intermitentes. Es un avance. Siguió pensando para defender con optimismo un viaje normal.

Duró los cinco minutos que tardaron en llegar a Flores. Una marea humana entró a los empujones con total normalidad y de repente en ese vagón no existió más el vacío. Volvía a ser el Sarmiento de siempre. Una mujer joven pegada al caño al lado de la puerta mendigaba un asiento para una madre y su cría de seis años. Se armó un debate con dos pasajeras sentadas desde Once a ver a cuál le dolía menos la columna, la más joven de alguna forma venció y después de maniobras con fórceps la madre con cría pudo estacionarse en el lugar de la señora mayor sin cría, que cedió con bronca su asiento y pasó del lado de los sufrientes.

Había un guaso durmiendo parado, aprovechándose que lo sostenían cientos de monos en la lata de sardinas; en uno de los asientos a su izquierda, del lado contrario a la salida, que le quedó tan lejos como lo podían empujar los que subieron en Floresta y Luro, una señora le daba a este relato un toque de “nuevas tecnologías”, miraba la novela de la tarde de Telefe en una muy linda Tablet blanca.

“Esto sí es algo nuevo en el Sarmiento”, pensó, y ahí nomás entró a comparar este tren con los mismos trenes que se tomaba hace veinte años exactos, cuando hacía cobranzas a pata por los territorios de Matanza. Cuando se llenó al palo hasta flashó que estaba en una máquina del tiempo, una bizarreada tercermundista del DeLorean famoso. Ahora se iba al otro polo de la fantasía, nada absolutamente había cambiado en el Sarmiento, por más trenes chinos, soterramiento, o Masacre de Once.

Las tablets y las lucecitas de la puerta parecían detalles hasta de cierta lógica. El único cambio que podía reconocer es que la fiesta del furgón, clásica del Sarmiento y del San Martín, pero que no se observa nunca en el Roca ni mucho menos en el Mitre, se había propagado. Recordó aquella vez que vio a cuatro tipos jugando al truco tan pegados y aprisionados por la cantidad de gente en el furgón que ponían las cartas sobre el hombro del vecino de la izquierda, pero no dejaban de jugar, de tirar señas y cantar con rimas la flor. Birra, faso, música al palo, las bicis hamacándose colgadas de los ganchos de carnicero y las carnes deshumanizadas compactadas contra el metal del vagón, el furgón del Sarmiento siempre era una fiesta popular.

Ahora los trenes chinos tenían conectado con un fuelle de goma cada vagón, y en esas transiciones se ranchaba como en el furgón. Le había tocado un grupo de cuatro chabones y dos pibas de veintipico o treinta, que se vé que venían del mismo laburo, porque entre las carcajadas del descanso y la cumbia al palo que salía del cuadradito parlante, debatían a qué pool de Morón iban a ir para arrancar con toda el viernes. Y decían viernes con ese particular énfasis que le ponemos los laburantes al arranque del fin de semana o a la excusa para ahogarnos en el acohol y el faso para no sentir el latir del martillo de la explotación por unas horitas.

Nadie sabrá nunca cómo, pero el rancho se armó alta joda y entraron a bailar y tirar pasos como en medio de la bailanta. Al principio pensó que tenían razón, era viernes y qué mierda, pero en Liniers los altoparlantes avisaron que el servicio se iba a demorar, que no iba a pasar de Castelar, por insuficiencia del suministro eléctrico. Flor de apagón en el oeste y un promedio de 30 minutos detenidos en cada estación.

El martillo empezó su laburo. “Puta madre, salí una hora antes y voy a llegar una hora después; encima de todo estoy a cuatro estaciones de mierda”. Bajarse a los empujones y ganar una línea de bondi no era alternativa. Desde el andén se veían las enormes colas de gente desesperada, y las destartaladas unidades de las líneas de bondis, desguazadas y reventadas a pesar de las luchas heroicas de sus choferes, como hicieron con la vieja Ecotrans-Transportes del Oeste.

No tenía un mango para pensar siquiera en un taxi o remis así que se armó de paciencia, se zambulló en el feisbuk del celu y a esperar que la formación arranque. Claro, los pibes del fuelle no hicieron más que cebarse con la fiestita que armaron.

Los chabones se iban poniendo jedes a medida que el escabio llegaba al balero, y empezaban a bardear “con onda” a las pibas, haciendo referencias con muy bajo nivel metafórico de la posibilidad de garchar de parados ahí, de perreos, de chupar cosas y todo tipo de finezas. Las pibas no se dejaban pasar por encima, mucho barrio en el lomo y las caderas para que sus compañeros de laburo las descansen gratis. Les metían retruco y vale cuatro en cada guasada, mostrando que no las iban a correr porque hablasen de sus tetas y su culo, que no se comían ninguna bah.

La música al palo ya empezaba a romper un poco los huevos en la lata de sardinas, porque no te podías escuchar ni al auricular del celu si llamaste a tu casa para explicar la demora; ni te cuento los que arrancaban para un laburo nocturno. Pero a pesar del mal humor con la bailanta del fuelle los códigos del tren decían que mejor ni mirarlos, mucho peor decirles algo. Todos sabemos que si están haciendo tanto bardo es porque se conocen impunes y hasta les cabe la provocación.

-Pelotudo, que pelás la chota, ¿te volviste loco?

Escuchábamos sin mirar, tratando de deducir si era posta o chamuyo.

-¿Para mear, gato, no ves que no arrancamos más?

-Dale que te la comen las pibas acá nomás, ñery- salta el gracioso del grupo activando la carcajada de los seis.

-Si me como ese chizito me cago de hambre- tira la piba de las puntas amarillas y el pelo marrón y la otra la segundea con una carcajada que retumbó por todo el oeste.

Los chabones siguiendo el descanso y redoblando. Las pibas pasándola lindo sin dejarse pasar por encima.

Finalmente todo el vagón se cagó de risa a coro, cuando el que se meaba efectivamente empujó hasta ganar el andén y mientras se echaba un cloro ahí al lado del vagón, la formación cerró puertas y encaró a Ciudadela.

-Ajajajajajaj, qué gil el Chino! ¡Te bajaste vos y arrancamos! Se la agitaba por la ventanilla el chistoso del grupo mientras el otro corría al tren con el cinturón en la mano.

Volvíamos a hacer cuentas en la cabeza, los cientos que nos sosteníamos cuerpo a cuerpo, a ver si así llegábamos más o menos a donde íbamos y los minutos hasta Ciudadela fueron de disfrute cuando pasaron de la cumbia al reggaetón. La esperanza y alegría corrieron por los cuerpos como en una reacció eléctrica encadenada.

Después de los primeros diez minutos de espera en Ciudadela ya la esperanza no iba a volver nunca más. Se empezó a comer la cabeza por wasap con la producción de la radio que lo pasasen al tercer bloque, bajarse en Ramos y manguear guita o mandarse caminando. Su humor era compartido por todos los cuadros colgados con él en ese sucio vagón.

Hasta que escucharon el primer grito.

Una de las pibas tiró “Sacá la mano, sarpado, qué te creíste gato de mierda” y el tono no era el mismo de risa consensuada de antes. Ninguno cabeceó pero se hizo un silencio incómodo. La formación arrancó muy lenta para Ramos y la música aturdía con pedidos gangosos de perreo y ponérselo más duro. Las voces masculinas seguían con el tono de chanza "Dale mami, tú sabes, está todo lindo” “no seas boluda que arrancó el viernes” pero no había nada que deducir cuando la voz de la otra piba se puso a gritar “dejala loco, dejala loco” y entre todo el quilombo de ruidos llegaban claritos los aullidos de dolor y desesperación de la piba a la que se estaban violando entre los tres chacales que quedaron del grupo original.

Los más sacados empezaron a putiar y gritar pero no nos podíamos mover del apretujamiento, las pasajeras sentadas cerca de la escena trataban de taparse los ojos y los oídos al mismo tiempo y chillaban con aullidos desgarradores, algunos seguían haciéndose los dormidos como si todavía les fueran a pedir el asiento. La impotencia de los que estaban más cerca putiando y amenazando a los hijos de puta con toda la sarta de animaladas que creían poder provocarlos a dejar a la piba y atacarlos a ellos, se agigantaba con los gritos de goce de los chabones que nos decían “dale, tarado, si después les toca a ustedes” con tonito de sorna.

Hasta que el gordo cabezón que había entrado último, con una campera gruesa y vieja azul marino, como la que “regalan” algunas empresas a los muchachos del depósito, sin decir una mierda empezó a empujar con toda su humanidad para el lado del fuelle y activó una avalancha de cuerpos. Cuando sintió la presión desde los cuerpos de la puerta, se dispuso a darle sentido y fluidez. Se olvidó de la radio y las puteadas y se concentró en empujar él también en el sentido que empujaba el gordo.

A medida que los cuerpos hacían lo mismo que el gordo, la masa de sardinas se transformó en una paulatina avalancha humana.

Logró patearle varias veces las costillas al que estaba tirado en el piso, con los calzones abajo y la chota dura afuera, llena de moretones escarlatas y la cabeza aplastada al suelo imitando el final de la cucaracha. No pudo más que eso porque la avalancha lo sacó por la otra puerta del vagón de al lado, donde en medio de corridas y gritos se veía caer a la yuta subiendo al andén y los pasajeros socorriendo a la piba violada y su amiga.

Cogoteó por encima de la barbarie para encontrar la cara del gordo y darle un abrazo pero fue al pedo, se habría hecho uno más del montón, como él mismo ahora, buscando el bondi que lo llevara a destino, de una puta vez.

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