Iba obligado a morir en el Sarmiento en hora pico. Hacía
rato que el laburo no lo obligaba hacia el oeste. Siempre que pudiese intentaba
el 96, o cualquier cosa que lo acercase, menos el Sarmiento en hora pico. El
Sarmiento puede ser la poesía de las estaciones y la belleza geométrica de las
vías brillando hasta tocarse en el infinito siempre y cuando vengas para
capital a la tarde o vayas para provincia a la mañana, a contramano de los
millones de laburantes que vienen a escupir la sangre en sus mataderos
cotidianos.
Como este laburo tenía
que ver con promocionar su primer libro de cuentos, ya había comenzado a
abrirse de cuerpo y alma para llegar bien templado a una lectura. Su arte
funcionaba cuando era sincero y abierto, cuando podía dejar salir el fuego del
vientre profundo de la serpiente. Entonces de tan abierto se la veía venir un
poco, “Siempre pasa algo en el Sarmiento”, pensó con fatalismo.
Para su sorpresa, tipo 18.30 en Estación Caballito pudo subir
sin empujar a nadie y hasta darse el lujo de acomodar el cuerpo en un espacio
corto pero no comprimido. Quiso sacarse rápidamente el olfato de mufa
prejuicioso contra el Sarmiento en hora pico y pensó, “esto debe haber cambiado
en serio con Randazzo y yo soy un trosko jodido”. Observó el aire
acondicionado, y ciertos detalles que podían defender un mejor servicio. Pero
no había tan poca gente como para poder ver los suelos del vagón o el terminado
de los asientos.
-La línea de estaciones encima de la puerta tiene lucecitas
intermitentes. Es un avance. Siguió pensando para defender con optimismo un
viaje normal.
Duró los cinco minutos que tardaron en llegar a Flores. Una
marea humana entró a los empujones con total normalidad y de repente en ese
vagón no existió más el vacío. Volvía a ser el Sarmiento de siempre. Una mujer
joven pegada al caño al lado de la puerta mendigaba un asiento para una madre y
su cría de seis años. Se armó un debate con dos pasajeras sentadas desde Once a
ver a cuál le dolía menos la columna, la más joven de alguna forma venció y
después de maniobras con fórceps la madre con cría pudo estacionarse en el
lugar de la señora mayor sin cría, que cedió con bronca su asiento y pasó del
lado de los sufrientes.
Había un guaso durmiendo parado, aprovechándose que lo
sostenían cientos de monos en la lata de sardinas; en uno de los asientos a su
izquierda, del lado contrario a la salida, que le quedó tan lejos como lo
podían empujar los que subieron en Floresta y Luro, una señora le daba a este
relato un toque de “nuevas tecnologías”, miraba la novela de la tarde de Telefe
en una muy linda Tablet blanca.
“Esto sí es algo nuevo en el Sarmiento”, pensó, y ahí nomás
entró a comparar este tren con los mismos trenes que se tomaba hace veinte años
exactos, cuando hacía cobranzas a pata por los territorios de Matanza. Cuando
se llenó al palo hasta flashó que estaba en una máquina del tiempo, una
bizarreada tercermundista del DeLorean famoso. Ahora se iba al otro polo de la
fantasía, nada absolutamente había cambiado en el Sarmiento, por más trenes
chinos, soterramiento, o Masacre de Once.
Las tablets y las lucecitas de la puerta parecían detalles
hasta de cierta lógica. El único cambio que podía reconocer es que la fiesta
del furgón, clásica del Sarmiento y del San Martín, pero que no se observa
nunca en el Roca ni mucho menos en el Mitre, se había propagado. Recordó
aquella vez que vio a cuatro tipos jugando al truco tan pegados y aprisionados
por la cantidad de gente en el furgón que ponían las cartas sobre el hombro del
vecino de la izquierda, pero no dejaban de jugar, de tirar señas y cantar con
rimas la flor. Birra, faso, música al palo, las bicis hamacándose colgadas de
los ganchos de carnicero y las carnes deshumanizadas compactadas contra el
metal del vagón, el furgón del Sarmiento siempre era una fiesta popular.
Ahora los trenes chinos tenían conectado con un fuelle de
goma cada vagón, y en esas transiciones se ranchaba como en el furgón. Le había
tocado un grupo de cuatro chabones y dos pibas de veintipico o treinta, que se
vé que venían del mismo laburo, porque entre las carcajadas del descanso y la
cumbia al palo que salía del cuadradito parlante, debatían a qué pool de Morón
iban a ir para arrancar con toda el viernes. Y decían viernes con ese
particular énfasis que le ponemos los laburantes al arranque del fin de semana
o a la excusa para ahogarnos en el acohol y el faso para no sentir el latir del
martillo de la explotación por unas horitas.
Nadie sabrá nunca cómo, pero el rancho se armó alta joda y
entraron a bailar y tirar pasos como en medio de la bailanta. Al principio
pensó que tenían razón, era viernes y qué mierda, pero en Liniers los
altoparlantes avisaron que el servicio se iba a demorar, que no iba a pasar de
Castelar, por insuficiencia del suministro eléctrico. Flor de apagón en el
oeste y un promedio de 30 minutos detenidos en cada estación.
El martillo empezó su laburo. “Puta madre, salí una hora
antes y voy a llegar una hora después; encima de todo estoy a cuatro estaciones
de mierda”. Bajarse a los empujones y ganar una línea de bondi no era alternativa.
Desde el andén se veían las enormes colas de gente desesperada, y las
destartaladas unidades de las líneas de bondis, desguazadas y reventadas a
pesar de las luchas heroicas de sus choferes, como hicieron con la vieja
Ecotrans-Transportes del Oeste.
No tenía un mango para pensar siquiera en un taxi o remis
así que se armó de paciencia, se zambulló en el feisbuk del celu y a esperar
que la formación arranque. Claro, los pibes del fuelle no hicieron más que
cebarse con la fiestita que armaron.
Los chabones se iban poniendo jedes a medida que el escabio
llegaba al balero, y empezaban a bardear “con onda” a las pibas, haciendo
referencias con muy bajo nivel metafórico de la posibilidad de garchar de
parados ahí, de perreos, de chupar cosas y todo tipo de finezas. Las pibas no
se dejaban pasar por encima, mucho barrio en el lomo y las caderas para que sus
compañeros de laburo las descansen gratis. Les metían retruco y vale cuatro en
cada guasada, mostrando que no las iban a correr porque hablasen de sus tetas y
su culo, que no se comían ninguna bah.
La música al palo ya empezaba a romper un poco los huevos en
la lata de sardinas, porque no te podías escuchar ni al auricular del celu si
llamaste a tu casa para explicar la demora; ni te cuento los que arrancaban
para un laburo nocturno. Pero a pesar del mal humor con la bailanta del fuelle
los códigos del tren decían que mejor ni mirarlos, mucho peor decirles algo.
Todos sabemos que si están haciendo tanto bardo es porque se conocen impunes y
hasta les cabe la provocación.
-Pelotudo, que pelás la chota, ¿te volviste loco?
Escuchábamos sin mirar, tratando de deducir si era posta o
chamuyo.
-¿Para mear, gato, no ves que no arrancamos más?
-Dale que te la comen las pibas acá nomás, ñery- salta el
gracioso del grupo activando la carcajada de los seis.
-Si me como ese chizito me cago de hambre- tira la piba de
las puntas amarillas y el pelo marrón y la otra la segundea con una carcajada
que retumbó por todo el oeste.
Los chabones siguiendo el descanso y redoblando. Las pibas
pasándola lindo sin dejarse pasar por encima.
Finalmente todo el vagón se cagó de risa a coro, cuando el
que se meaba efectivamente empujó hasta ganar el andén y mientras se echaba un
cloro ahí al lado del vagón, la formación cerró puertas y encaró a Ciudadela.
-Ajajajajajaj, qué gil el Chino! ¡Te bajaste vos y
arrancamos! Se la agitaba por la ventanilla el chistoso del grupo mientras el
otro corría al tren con el cinturón en la mano.
Volvíamos a hacer cuentas en la cabeza, los cientos que nos
sosteníamos cuerpo a cuerpo, a ver si así llegábamos más o menos a donde íbamos
y los minutos hasta Ciudadela fueron de disfrute cuando pasaron de la cumbia al
reggaetón. La esperanza y alegría corrieron por los cuerpos como en una reacció
eléctrica encadenada.
Después de los primeros diez minutos de espera en Ciudadela
ya la esperanza no iba a volver nunca más. Se empezó a comer la cabeza por
wasap con la producción de la radio que lo pasasen al tercer bloque, bajarse en
Ramos y manguear guita o mandarse caminando. Su humor era compartido por todos
los cuadros colgados con él en ese sucio vagón.
Hasta que escucharon el primer grito.
Una de las pibas tiró “Sacá la mano, sarpado, qué te creíste
gato de mierda” y el tono no era el mismo de risa consensuada de antes. Ninguno
cabeceó pero se hizo un silencio incómodo. La formación arrancó muy lenta para
Ramos y la música aturdía con pedidos gangosos de perreo y ponérselo más duro.
Las voces masculinas seguían con el tono de chanza "Dale mami, tú sabes,
está todo lindo” “no seas boluda que arrancó el viernes” pero no había nada que
deducir cuando la voz de la otra piba se puso a gritar “dejala loco, dejala
loco” y entre todo el quilombo de ruidos llegaban claritos los aullidos de
dolor y desesperación de la piba a la que se estaban violando entre los tres
chacales que quedaron del grupo original.
Los más sacados empezaron a putiar y gritar pero no nos
podíamos mover del apretujamiento, las pasajeras sentadas cerca de la escena
trataban de taparse los ojos y los oídos al mismo tiempo y chillaban con
aullidos desgarradores, algunos seguían haciéndose los dormidos como si todavía
les fueran a pedir el asiento. La impotencia de los que estaban más cerca
putiando y amenazando a los hijos de puta con toda la sarta de animaladas que creían poder provocarlos a dejar a la piba y atacarlos a ellos, se
agigantaba con los gritos de goce de los chabones que nos decían “dale, tarado,
si después les toca a ustedes” con tonito de sorna.
Hasta que el gordo cabezón que había entrado último, con una
campera gruesa y vieja azul marino, como la que “regalan” algunas empresas a
los muchachos del depósito, sin decir una mierda empezó a empujar con toda su
humanidad para el lado del fuelle y activó una avalancha de cuerpos. Cuando
sintió la presión desde los cuerpos de la puerta, se dispuso a darle sentido y
fluidez. Se olvidó de la radio y las puteadas y se concentró en empujar él también
en el sentido que empujaba el gordo.
A medida que los cuerpos hacían lo mismo que el gordo, la
masa de sardinas se transformó en una paulatina avalancha humana.
Logró patearle varias veces las costillas al que estaba
tirado en el piso, con los calzones abajo y la chota dura afuera, llena de
moretones escarlatas y la cabeza aplastada al suelo imitando el final de la cucaracha.
No pudo más que eso porque la avalancha lo sacó por la otra puerta del vagón de
al lado, donde en medio de corridas y gritos se veía caer a la yuta subiendo al
andén y los pasajeros socorriendo a la piba violada y su amiga.
Cogoteó por encima de la barbarie para encontrar la cara del
gordo y darle un abrazo pero fue al pedo, se habría hecho uno más del montón,
como él mismo ahora, buscando el bondi que lo llevara a destino, de una puta
vez.
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