(Impresiones sobre El
alma buena de Sezuán, por el Grupo de Teatro Tambó, en el Centro Cultural
Chacra de los Remedios, Parque Avellaneda, Ciudad de Buenos Aires, viernes 7 de
octubre de 2016).
La voz popular se asombra habitualmente de una salud y
educación que se caen a pedazos pero celebra que la docencia y el personal de
los hospitales son casi héroes y heroínas que curan y enseñan a pesar de todo.
Con la cultura pasa otro tanto. Una andanada de porquerías
refritadas inundando las casas desde los televisores y pantallas táctiles, un
gobierno que al revés que el Rey Midas todo lo que toca lo transmuta en caca,
pero con un enorme gasto de marketing y packaging. Y sin embargo, las y los
artistas no se han dejado vencer.
Mientras el Centro Cultural San Martín está vaciado,
rematado y destruido gracias al comunista Lombardi, el Grupo de Teatro
autogestivo Tambo monta un Brecht de la mejor calidad técnica en uno de los
viejos edificios que supo tener la familia Olivera en su chacra y que ahora
son parte del patrimonio de la Ciudad.
Brecht
en China
Quienes nos lanzamos con impunidad a dar nuestra opinión de cosas que no sabemos, como el teatro, siempre debemos comenzar reseñas como esta, explicando al lector o lectora nuestros límites. Todavía más si se trata de Bertolt Brecht.
En una breve investigación por internet un estudioso extranjero
nos dice una gran verdad: el teatro de Brecht se disfruta más cuanto más se
conoce la obra y sus dispositivos.
En los años 30 del siglo 20, el artista alemán estaba madurando
un concepto del teatro que luego lo haría famoso y único. Un teatro que no
quiere generar la empatía del espectador con la trama o los protagonistas,
usufructuando la identificación emocional para trasladar al espectador de una
emoción a otra. Los estados emocionales intensos tienden a impedir que la
conciencia piense con claridad. Brecht rechaza la intención del teatro clásico
griego de abrir un espacio para la catarsis, para que el público exteriorice
sus sentimientos profundos y ocultos a través de la trama y los personajes. No
quiere manipular afectivamente al espectador para “bajarle línea”.
Brecht quiere que su espectador/a piense, razone, cuestione
su realidad con su propia cabeza y no con las ideas del director. De ahí que
todos sus recursos apunten al famoso “distanciamiento”, a cortar todo lo
posible la empatía y la identificación.
Entonces qué mejor que trasladarnos a una provincia desconocida
de China, Sezuán, una cultura que incluso los especialistas de Occidente no
conocen a fondo. ¿Cómo empatizar con ropas y peinados extraños, con una idea de
ciudad diferente a la nuestra, con maquillajes y rostros que no sabemos dónde
colocar, con toda una serie de nombres que nos cuesta retener salvo por la
fonética?
Además Brecht encontró en el teatro chino una tradición
estética que según diversos estudiosos de su obra terminó de soldar el
concepto. El teatro tradicional, todavía en la China de principios del siglo 20,
sostenía concepciones milenarias. Era un teatro que mantenía la intención
original de la comunicación colectiva con los espíritus y divinidades, un
teatro religioso en el sentido de las sociabilidades neolíticas, un teatro
chamánico, ya que intentaba provocar un éxtasis colectivo de reunión con
ancestros y seres espirituales. Para eso se valía de la máscara, el ornamento,
la danza, la música y con seguridad de la ingesta de sustancias alucinógenas.
Este uso de los objetos, del vestuario, del maquillaje, la
música y la danza -dicen quienes conocen- terminó de soldar en Brecht esta idea
del distanciamiento para poder crear un conjunto de sensaciones que moviesen a
sus espectadores de un simple lugar pasivo para empujarlos a una acción
colectiva que los incluyese y los obligase a pensar y a tomar una posición
política frente al drama representado.
Teatro
dialéctico
Esto logra en nuestra sensibilidad el Grupo Tambó. Fueron
dos horas de una movilización de sentidos. En primer lugar nuestra vista,
colmada de texturas y colores, en una “sala” trabajada desde las luces y
sombras, con el cuidado de quien conoce el lugar donde ensaya y vive buena
parte de su vida cotidiana. Un viejo tambo pampeano transformado con esmero y
sin mucha guita en un útero acogedor, un gran espacio de sombras aprovechado al
máximo, que nos contiene cuando es necesario concentrarnos en la escena, en un
debate, en el diálogo de los protagonistas con el público, pero que estalla y se
abre, sin límites, cuando la obra nos envuelve y nos hace partícipes de ella.
Se trata de un colectivo teatral de más de veinte mujeres y
hombres que llevan trabajando juntos/as desde 2005. (Lamentablemente el humilde
prospecto de obra que nos han alcanzado no distingue cada actriz/actor con
el/la personaje intepretado, haciendo gala de un horizontalismo que
contradictoriamente distingue nombre y apellido del equipo de dirección y la
musicalización; en honor a ese espíritu anarquista no mencionaremos ni a
unos/as ni a otros/as).
Esa costumbre, esa sintonía que aporta el tiempo y la
cercanía se ve reflejada en la “fotografía” de la obra. El director y sus
actores y actrices colaboran en lograr escenas que nos recuerdan a óleos del
Greco, aquéllos que combinan ocres, sepias y dorados con el claroscuro de luz y
sombra. Un vecino de butaca no pudo contener la sensación generalizada y
detectaba cuadros de una visualidad tan placentera que no paraba de sacar fotos
con su Smartphone. Por momentos uno sentía estar en una galería, recorriendo
pinturas.
Luego la música. Con el compositor en escena
permanentemente, la obra recurre al cine mudo, y prácticamente cada paso y
gesto es subrayado o acompañado por un flautín, una quena, la guitarra criolla
o la percusión, logrando un clima muy particular, que involucra el juego, el
deleite de otro sentido puesto en comunión y también una gran canción que no
hace más que desplegarse hasta el final.
Pero esto no deja de ser teatro y se apoya en las
actuaciones. Acá Brecht hace algo muy típico de su propuesta, utiliza
estructuras narrativas clásicas para soportar mensajes absolutamente novedosos
y disruptivos. Pero tenemos al personaje del aguatero, excelentemente
desarrollado en lo corporal, un par de gestos de manos y su registro vocal,
quien nos guía por toda la obra, como el Puck de Una noche de verano entrando y saliendo de la trama a piaccere, interpelando a los
protagonistas pero también a nosotros, carne de butaca, con total desparpajo;
este Puck es todo lo contrario de aquél, personificación de la culpa sufriente,
del despojo humano que ha perdido la dignidad frente a su pobreza y lo
sabe, de
una excelente interpretación.
El otro pilar de la obra es el mismo dios. Un hombre alto
vestido de blanco en punta, con ropajes que salen de lo ordinario y que por la
forma de moverse sobre el escenario, su intérprete nos lo deja sentir etéreo,
más alto de lo que ya es, imponente en su manejo de una voz grave y gutural. Un
dios típico de Brecht, cínico y egoísta, que ha dejado los cielos para inspeccionar
si el mundo que ha creado sirve para algo.
Toda la trama se sostiene en esta averiguación: dios estará
satisfecho si al menos encuentra un alma buena en toda su creación.
La capital de Sezuán, como la Berlín en la que Bertolt vivía
y luchaba, estaba sumida en la miseria económica y moral y el pobre dios no
encontraba si quiera un burgués o pequeño burgués que lo dejase dormir un par
de noches en su casa. Hasta que el aguatero convence a una de las putas de la
ciudad, quien le permite a dios pasar la noche en el cuarto de la casa que
alquila.
Y ahí empieza otra capa de esta experiencia maravillosa que
fue asistir a El alma buena de Sezuán: un protagónico femenino conmovedor. Un trabajo del cuerpo, la expresión
corporal y de rostro genial. La actriz pule un alma generosa y desprendida que
pacta con dios el compromiso de hacer buenas acciones a cambio de mil dólares
de plata que usa para salir de su condición de prostituta e intentar una vida
de pequeña comerciante vendiendo tabaco.
Todas las miserias de su barrio, todas esas desagradables
personas que la humillaron y maltrataron cuando era puta se tornan ahora en
hipocresía desagradable para mendigarle su compasión y ayuda y una a una el
alma buena las va congraciando. Deja que una familia entera de aprovechadores
se instale en su nueva casa, sufre con puntualidad los pagos de un alquiler leonino
en manos de una usurera dostoievskiana. Llega incluso a soportar la estafa del
hombre de quien se enamora apasionadamente.
Toda la obra se para en una tensión moral: la iglesia obliga
a los más pobres de sus fieles a “ser buenos” y poner la otra mejilla, sufrir
las desgracias del mundo para alcanzar la felicidad en el Paraíso prometido.
Pero el sacrificio personal del alma buena y generosa va ocasionando su segura
ruina.
Y allí Brecht hace algo que se sale de los cánones de todo
lo dicho y el protagónico se desdobla en su contrario, el primo de la puta, que
aparece para corregir sus actos generosos.
Y así, mientras la puta alberga a la
familia de aprovechadores el primo los desaloja con la policía, mientras ella
se enamora y entrega toda su fortuna al ser amado e idealizado, el primo lo
obliga a trabajar bajo su mando en la fábrica de tabaco para pagar sus deudas.
Magistralmente, en el clímax de la historia, el conjunto de
actores y actrices, junto al músico en escena y el mismo director somos incluidos
en una fiesta pagana, en una orgía bizarra y barroca para celebrar la
hipocresía de ese conjunto social, invitados de prepo al casamiento de la puta
de Sezuán con su enamorado el aviador. Un casamiento por amor, muy raro en la
cultura china, donde los matrimonios son alianzas económicas y políticas en
cualquiera de los estratos sociales, pero sin el adorno que nuestra sociedad
democrática les impone.
Salidos de esa fiesta desagradable nos interpelan en el
juicio que da fin a la obra, donde el propio dios es juez y el primo de la puta
es acusado de secuestrar a su prima por los obreros de su fábrica y defendido
por toda la burguesía y pequeño burguesía acomodada de la ciudad, que lo
considera un “hombre de bien”, “que se atiene a las leyes” dice el
representante del Estado.
Quien termina siendo juzgado es el propio dios y el mundo
que ha diseñado para nosotros. El aguatero deja su función de guía en manos
alternativas, la madre del aviador y un peluquero genial que al final corona la
obra con un alegato propio del genial alemán.
Cabe señalar lo bien logradas que están las escenas
colectivas. La veintena de actores y actrices se mueven por el espacio como un
solo cuerpo con veinte caras y voces, se nota una dinámica muy trabajada entre
la dirección y sus dirigidos. Los personajes “secundarios” se roban las escenas
cada vez que el guión les pide participar. Nadie desentona pero tampoco se
pierden las singularidades en una colectivización forzosa de los individuos.
También hay que destacar un trabajo impecable de adaptación
del guión usando un lenguaje muy porteño en situaciones clave de la trama,
donde haber sido fieles a la traducción española o neutra hubiese sido un
crimen. En este pequeño detalle se nota toda la capacidad de comprensión de la
propuesta de Brecht, porque su humor, su cinismo, su intento de dialogar con un
público popular sin caer en populismos hipócritas, se condensa en este tipo de
giros coloquiales que los guionistas han sabido traducir en su intención original
más que en el apego a los diccionarios.
Socialismo
o Barbarie
Extrañamente quien escribe no cayó en las garras de Brecht. Mi
sensación fue muy contradictoria. Convocado por una excelente y muy elaborada
puesta brechtiana para “distanciarme” emocionalmente de trama y personajes, no
pude más que llorar casi todo el tercio final. Si bien pude mantener toda la
obra la tensión de la conciencia en la búsqueda de problemas y contradicciones,
lo cierto es que el conjunto de sensaciones y una poderosa actuación de la
protagonista lograron que empatizara.
Pero no se trató de la misma sensación de empatía emocional
que mirando una película hollywoodense del estilo Titanic o de una telenovela mexicana de la tarde. Creo que la
identificación que me conmocionó fue la de estar pensando los límites de la
propia sociedad donde vivimos. El éxito del Grupo Tambo es que logra
confrontarte con tu propio presente, obligándote a empatizar con lo esencial,
con el planteo de fondo y no con los detalles de trama y personajes.
Es un teatro verdaderamente dialéctico, la contradicción de
mirar desde afuera una situación extraña (el debate moral de una prostituta en
una ciudad extravagante de China) que lo coloca a uno en un debate sobre la sociedad
en la que vive en la coyuntura en la que vive.
En medio de un ajuste voraz promovido por un gobierno sin
ningún tipo de sensibilidad social, después de cuatro años de recesión
económica motorizados por otro gobierno con mucha carga de promesa y
edulcorante artificial; en medio de un marcado deterioro de las condiciones
materiales de vida, nunca pude salir de la idea que ese barrio pobre de Sezuán
era el mismo Villa Soldati donde trabajo como docente hace diez años.
Efectivamente, como cuenta Brecht, que vivió bajo los
espasmos de la República de Weimar y el comienzo del nazismo, la miseria impone
la barbarie. El altruista es pagado con la destrucción de su vida, tarde o
temprano se quiebra bajo el rigor de la falta elemental de códigos y humanidad
de sus vecinos. En este clima sólo el despiadado, quien carece de compasión
alguna, consigue moverse con rapidez, sacar ventaja, obtener una ganancia del
sufrimiento generalizado.
Brecht tuvo la genial idea de poner en el mismo cuerpo esa
contradicción antitética: el bien y el mal combaten en el alma de la prostituta
de Sezuán y todos los presentes somos obligados a tomar posición.
El protagónico es tan exigente, que sin cambio de vestuario
ni telón, basándose únicamente en la exigencia sobre su cuerpo, en un simple
cambio en forma de pararse y caminar la escena, en el manejo de su voz, entre
el barítono y la soprano, la protagonista nos da un alma buena o su contrario.
E incluso un Brecht que no esconde el juego, nos hace dudar de quién es quién.
Los alegatos donde la prostituta buena cuestiona la barbarie
y falta de solidaridad de sus vecinos pobres (“Si en una ciudad ocurre una injusticia debe haber una revuelta. Y si no
hay una revuelta más vale que la ciudad perezca por el fuego antes de que la
noche caiga”) o cuando encara al público con la decisión de enamorarse ya
tomada, o luego del desgarro del matrimonio fallido son, sencillamente, conmovedores.
Es posible ver las lágrimas correr sobre la máscara blanca y roja del
maquillaje pero también se las puede ver en el tono de la voz, desgarrado y
firme como el de cualquier madre pobre dispuesta a la batalla por su hijo.
Recuerda a las actrices protagónicas de la ópera en el canto agudo del clímax,
concentrando toda la tensión emotiva en un gesto de su rostro. Sublime.
En lo personal lloré con esa alma desgarrada que no
encuentra en la generosidad la posibilidad de progresar. Busqué y esperé inconscientemente
el giro en la trama que me permitiera resolver el problema con algo de paz. Y a
pesar que el coro y los corifeos llenaron el espacio de músicas colectivas,
danzas y gritos, y que dios jugaba con un humor ácido a cortar el clima
desesperante alrededor de la protagonista, nunca pude salir de ese dolor.
Brecht no quiso. No hay en la obra la oferta de una salida
satisfactoria, porque esta sociedad está podrida y no la tiene. Deberíamos
cambiar de sociedad, de guión o de dioses. No hay un atajo. No existe sueño
individual, giro azaroso del destino, nada en absoluto que vaya a cambiar las
cosas: los buenos y generosos en esta sociedad son devorados y destrozados, las
almas nefastas, que viven del sufrimiento ajeno, son premiadas. Si no soportás
eso, fijate cómo hacés para cambiarlo. No hay otro mensaje.
Debemos agradecer a todo el Grupo Tambo Teatro por la
excelente calidad técnica para permitir que el mejor Brecht fluya desde el
fondo del tiempo y la distancia espacial, cultural e idiomática para desplegar
todo lo exitoso de su idea con tanta claridad y genialidad.
Postdata
Tardé meses en poder participar de esta explosión sensible y
conciente. Parque Avellaneda queda lejos para todos los que no somos sus
vecinos y fuera de los circuitos habituales de las comunicaciones en esta
ciudad. Los viernes en el horario pico es un desafío encontrar colectivo lleno que nos pare para acercarnos a Directorio y Lacarra, atravesar el Parque hasta el Centro
Cultural pone en alerta todos nuestros sentidos, por el lumpenaje que suele
habitarlo y por la falta de señalización suficiente para encontrar el Tambo.
La
mejor forma de llegar es en auto, por esa calle interna que continua luego del fin de Francis Biblao. La necesidad de auto hace que todo un sector pauperizado de
la clase obrera que debería ver esta obra no pueda. Compensa el hecho de que no
sea necesario comprar las entradas con anticipación, por interné ni nada de eso
ya que es “a la gorra”.
Todos los obstáculos deben ser salvados. Aconsejo hacer todo
lo necesario para superarlos y ver este espectáculo, su esfuerzo será pagado
con creces. Por lo mismo, sea generoso y aunque se trate de una gorra no deje
de pagar lo mismo que pagaría en cualquier sala de teatro independiente de la
ciudad.
Lo vale.
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