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sábado, 29 de octubre de 2016

CAPÍTULO 2. Plenilunio femenino

…contra el gobierno de Bergoglio
que organiza la trata
y está contra el aborto…

Canción anónima, 
Plenario de Trabajadoras




Desperté con todos los síntomas típicos de una resaca que se fueron diluyendo, con resistencia, al correr de los mates. En medio de la rutina laboral de las mañanas, corrigiendo, escribiendo, chequeando meils y todo lo demás, me golpeó el recuerdo de la noche anterior y me puse a chusmear, por joder nomás, el delirio de Capobianco.
Al principio me lo tomé en joda pero terminé leyendo varias páginas sobre la teoría de la relatividad de Einstein y todas las hipótesis que habían derivado de ella y con el tiempo y la nueva tecnología al servicio de la ciencia se iban demostrando correctas en lo esencial. Para mi sorpresa, la teoría de los gusanos de tiempo-espacio había sido planteada originalmente por Ludwig Flamm en 1916 y mejorada matemáticamente por Hermann Weyl en 1921, complementándola con las apreciaciones de Einstein. Me encontré leyendo observaciones muy sesudas del propio Stephen Hawkins, todos nombres muy serios en el campo.
La hipótesis plantea que ciertos fenómenos descubiertos en el universo, como los agujeros negros famosos, son variaciones de la materia que parecen indicar la existencia de un universo plástico o penetrado por formaciones que exceden la imagen lineal que tenemos de él, con nuestra modesta imaginación de pagadores de impuestos en la cola del locutorio. El planteo es que hay “túneles” de materia, causados por alteraciones provocadas después de explosiones de estrellas determinadas, en las que la materia podría entrar por un extremo y aparecer en otro punto del universo, en otro espacio y, quién te dice, en otro momento del tiempo.
Después fue zambullirse en otro martes insoportable, de colectivos y subtes, de directivos rompiendo las pelotas por boludeces, de sufrir todo lo denso de mi profesión, respirando un poco dentro del aula, gracias a la juventud maravillosa de nuestros barrios obreros.
La docencia tiene todavía -a pesar de las entregadas de la celeste de CTERA y los avances de las reformas del Banco Mundial- uno de los mejores convenios colectivos de trabajo. Compartimos con los estatales la posibilidad de tomarnos seis días al año sin tener que dar más justificación que “razones particulares”. El miércoles me tomé uno de los que me quedaban para dedicarle el día completo a la militancia. Lo hago siempre como recurso íntimo que me permite quitarle tiempo a la explotación, salirme un poquito de la alienación cotidiana y usarlo para combatir a los dueños de la muerte.
Arrancamos bien tempranito agitando la marcha de la tarde entre las enfermeras y médicos del Hospital Tornú con un trío imbatible: Alicia, Denise y Florencia. Qué lindo era hacer actividades políticas y de paso aprender de las historias de vida de estas tres increíbles mujeres, madres, militantes, seres sensibles con los que podíamos hablar de arte, religión y medicina… las compañeras eran verdaderos nutrientes…
Tenía estas cosas en la cabeza cuando salí de la boca del subte en Estación Congreso para arrancar la marcha. Todos los años es una fija la movilización de las agrupaciones feministas y los partidos de izquierda contra la violencia hacia las mujeres. Este año tenía sin embargo dos características que la hacían políticamente destacable. Primero porque fue el año del terremoto político y emocional que generó la rebelión callejera del #niunamenos el 3 de junio. Además, habían pasado sólo un par de días desde el domingo del ballotage que consagró definitivamente al nuevo presidente, confirmando la sorpresa de octubre y obligando a medio país a resignarse ante lo inevitable: el kirchnerismo había caído en desgracia mucho antes de lo que se esperaba.
Era por lo tanto la primer movilización callejera en medio de la “transición presidencial” más desgarradora de la historia nacional moderna. Dos semanas hasta la asunción -el 10 de diciembre- en las que el pueblo sería sometido a un culebrón sobre el bastón de mando y el protocolo, mientras los dos alfiles de los explotadores arreglaban por debajo de la mesa los pases y enroques que garantizarían los tejes y manejes de cada uno en la nueva etapa.
Muchos estaban golpeados, deprimidos, desorientados. Las compañeras de izquierda no.
En particular estimo mucho estas marchas, porque despliegan lo más mágico y erótico de las mujeres en combate. Con centenares de movilizaciones y luchas callejeras en el lomo desde la juventud, puedo decir que las mujeres marchan diferente a los varones. Me recuerda las vibraciones que provocan en el cuerpo las llamadas en Montevideo, algo de particular tiene la voz colectiva de las esclavas cuando su grito se libera.
La última luna llena de la primavera y el primer día de calor rabioso después de un año desesperantemente frío y húmedo en el Río de la Plata prometían que esa marcha fuese especial.
Capobianco apareció casi al final, o al menos eso me pareció, ya que lo veía entrar y salir de las columnas, probablemente saludando o reencontrándose con compañeras y amantes.
No le dí mucha importancia, pensando que se había olvidado de la charla de la última noche, como quien deja pasar de largo algunos sueños que alguna vez parecieron tan serios y realizables pero que después de sopesarlos racionalmente, hasta le da vergüenza haberle dicho cosas así a gente cercana. Pensé que ni siquiera me iba a saludar cuando nos cruzásemos.
Pensando así me topé con ella. Se hacía llamar Victoria para encubrir el bautismo católico y virginal que sus padres inscribieron en el registro civil y ese sólo dato me hubiera alcanzado para enamorarme de ella. Pero lo hice mucho antes de conocer su nombre, varios años antes para ser honesto.
La primera vez que la ví estaba profundamente deprimido. Fue en la primera movilización a Plaza de Mayo exigiendo la aparición con vida de Jorge Julio López, en setiembre de 2006. Me habían echado de la pequeña organización política en la que había militado los últimos seis años. Había atravesado un juicio interno, con jueces y fiscales incluidos, estalinismo residual de unos intelectuales trasnochados de Filosofía y Letras que creíamos haber descubierto la llave de la lucha de clases que le faltaba al proletariado argentino y como mucho rumiamos un neo-idealismo de izquierda, que alguien llamó correctamente bogdanovismo tardío.
Como el juicio no logró quebrarme, tenía prohibido participar de movilizaciones para no entrar en contacto con otros miembros de la organización, para no contagiarlos con mis “desviaciones”. Me negué a someterme a la condición de leproso y para esquivar a los delirantes marché sólo, desde Congreso a Plaza de Mayo cuando la concentración recién empezaba, parándome a una distancia prudente de dos cuadras y chusmeando la movilización de lejos, como marchando de reojo. Cuando la movilización llegó a la Plaza no pude contenerme y me escabullí entre las columnas de la izquierda y de a poco me fui metiendo hasta llegar al escenario.
Ahí la ví por primera vez, entre la penumbra de mis traumas y frustraciones políticas y personales, entre la maraña de brazos, palos de tacuara y bolsas de arpillera pintadas de rojo y oro, trepada a las vallas que la Policía Federal había puesto a la altura de la Pirámide de Mayo después del argentinazo, en su ingenuo intento de proteger la Casa Rosada de la costumbre popular de meterse en ella para tumbar títeres de explotadores.
Ella, metida en el agite, cabalgaba ambos lados de la valla de hierro azul marino con dos vigorosas piernas, torneadas en ébano y flameaba un trapo rojo enorme, con sus fibrosos brazos en tensión y una sonrisa escupiéndole su belleza política en la cara al cordón de milicos. Su torso se elevaba épico, agigantado por el efecto del punto de vista en contrapicado desde donde yo la admiraba: gallarda, rampante, con el cuello y el rostro hinchados de sangre, a punto de explotar en el grito de las canciones que vomitaba como metralla sobre los asesinos de compañeros…
Mucho después supe que era una de las organizadoras jóvenes más capacitadas de las nuevas camadas universitarias del Partido, ganada al calor de la lucha contra la Franja Morada radical en Veterinaria, provista del coraje y la claridad política de un cuadro setentista y de un humor y alegría propios de las nuevas generaciones de rokanrol y tribuna, de birra y faso, nacidas en los últimos años de los ochenta.
Esa imagen romántica me fascinó por completo. Una Libertad Morena encabezando la Revolución como sacada de un cuadro de Dellacroix pero de carne y hueso. Hermosa guerrera bolchevique nacida y criada en un barrio obrero de Montevideo descendiente de gauchos, campesinos, indios e inmigrantes de Asia y Europa, faraona gitana y heroína araucana, aymara o guaraní, me llenó de sueños idílicos de un mejor futuro para mi vida sentimental y para la lucha colectiva de mi pueblo. Si ese tipo de mujeres estaban naciendo, mientras parecía que los sepultadores del argentinazo hacían su trabajo con éxito, el futuro no podía ser más esperanzador.
En alguna tarde melancólica me juré a mí mismo ser el hombre necesario para estar a la altura de una mujer como ella, enamorarme y construir una familia. Fue la primera vez que soñé con tener una hija y ponerle su nombre, Victoria, porque qué otra cosa puede desear un revolucionario que ganar…
La recuerdo corriendo bajo las balas de gomas en la huelga del Casino, interviniendo certera en las asambleas de la huelga docente en las escalinatas del Normal 4 o los plenarios de los Sutebas combativos, en las marchas por Mariano, en los aguantes durante el juicio que impusimos a Pedraza en Comodoro Py, enfrentando la represión de la patota del SMATA y la Bonaerense en la puerta de LEAR…
Pero las mujeres como Victoria me son simplemente esquivas. Lo mismo que me seduce y atrae de ellas es lo que me aleja inevitablemente. Son guerreras inconquistables, autónomas de cualquier intento banal de seducción varonil, figuras alejadas de la costumbre pequeñoburguesa de la pareja tradicional. De todos modos, aprendí a admirarlas de lejos, después de muchos intentos fallidos de concretar mis fantasías personales a su lado.
Me tocó el hombro desde atrás cuando cruzábamos la 9 de Julio y para saludarla tuve que girar en redondo, lo que hizo que surgiera para mí del medio del sol anaranjado y abrasador del crepúsculo porteño, derritiéndome con la visión pero reconfortándome con el fresco de su ancha sonrisa.
-¿Qué hacés acá, no estás laburando a esta hora? ¿Y tu bella hija?
-¿Cómo andás? Me tomé el día para movilizar, la nena está con la madre, en la cabecera… ¿y vos?
-Acá, luchando, como siempre. ¿En qué andás? Hace rato que no te cruzo.
-Se... muchas elecciones… acá, entreverado con el laburo, la lucha… y los delirios de tu amigo… ¿ya lo viste?
Victoria y Santos Capobianco tenían una relación apasionada, romántica en el sentido más filosófico del término. Yo la conocía porque solían adoptarme como puente cada vez que se buscaban, se tanteaban o hacían cortocircuito después de algún encuentro furioso.  Aceptaba mi lugar con tranquilidad, sin envidias ni celos, contento de poder formar parte de esa historia desde la platea preferencial de los personajes secundarios.
-Nunca me dijo que volvía. Además mejor, debe haber estado revolcándose por ahí con sus mil y una novias.
-Como si vos no hicieras lo mismo, Vic - corté el mambo y le conté sucintamente los sucesos de nuestro reencuentro nocturno y su delirante paranoia. Cuando esperaba alguna chanza o bardeo me descolocó.
-Como en Cortázar –dijo, frunciendo el ceño, para subrayar la profundidad de la observación.
-“Para un roto siempre hay un descosido” decía mi vieja, y no se equivocaba. ¿Qué dijiste? ¿Qué carajo tendrá que ver Cortázar con los gusanos tiempo-espacio de Einstein?
-Siempre intentando controlar tus percepciones de la realidad, Leo, siempre. Lo que me contás, la posibilidad que vos llamás delirio de que haya un gusano espacio-temporal ubicado en la ciudad de Buenos Aires, me hizo recordar automáticamente el cuento de Julio sobre la Galería Güemes, que entra por Florida y sale en medio de París. Ahí tenés un gusano perfecto en medio del microcentro.
Victoria no admiraba a Cortázar como cualquier ser humano normal. Su fascinación con el belga criado en Banfield era propia de la sacerdotisa de una religión laica, una estudiosa de cada pliegue de su biografía personal y su literatura. La Negra Victoria era una especialista en Cortázar, pasión que había asumido desde los nueve años, cuando comenzó a tomarse en serio la literatura y la ciencia, a pesar de que después de nacer y criarse en Montevideo, su familia había recalado en una de las villas más rudas del oeste del Gran Buenos Aires, otrora barrio de obreros del transporte. La Negra se hizo a sí misma contra un sistema educativo que le prohibía el disfrute del arte y la ciencia por su condición de mujer, pobre y negra.
Las heridas que le propinaron en esos duros años de convertirse a los golpes literales en una mujer, coincidieron para ella con una férrea defensa de su objetivo de convertirse en artista, mucho antes que la vida la convenciera de transformarse en una guerrera de su clase. Por eso había que tomarse en serio a la Negra Victoria cuando hablaba de Julito, como gustaba nombrarlo, para dejar claro que su relación con él era del mismo nivel de intimidad que con una pareja.
-Julio Cortázar jugaba mucho con la idea de la literatura como un encuentro de diferentes tiempos y lugares en la imaginación del escritor. Forjó en sus textos una verdadera filosofía que fundamentaba esta posibilidad. Es probablemente lo más impresionante de su trabajo, prestarle atención a aquellos detalles que pasan desapercibidos para la gente en medio de su vida cotidiana, traerlos al primer plano y descubrir lo maravillosos e increíbles que son. A vos te parece un delirio que existan deformaciones en la materia que posibiliten viajes en el tiempo y el espacio pero no te parece delirante que existan formaciones de cemento encubriendo el terreno que durante millones de años formó la naturaleza sin ningún tipo de control humano.
-Pero son ejercicios de la imaginación, Victoria. No me digas que Cortázar creía seriamente que eso existiera en la realidad como existen el sol o las estrellas. ¿O te parece que en serio si entrás por la Galería Güemes terminás saliendo a París? ¿Estás abandonando el marxismo?
La Negra me tiró esa mirada fulminante que tenía cuando el enemigo se le plantaba frente a frente. Una especie de latigazo que te intimidaba y te paraba en seco, con el sudor frío recorriéndote la espalda.
-No sé si sos un pelotudo o un tarado, Leo.
-Si supieras la cantidad de veces que por distintas cosas me dijeron lo mismo… pero nunca por criticar la idea de la literalidad del pensamiento maravilloso de Cortázar.
-No quiero decir que Cortázar estuviese convencido que había un gusano en pleno microcentro, tarado, lo que te digo es que defendía con seriedad el planteo de cuestionar la percepción deformada de la realidad que nos imprime la cotidianeidad en el cerebro, que nos impide ver cómo lo que nos parece “normal” es por lo general el verdadero disparate y artificio. Nunca soy más marxista que cuando defiendo a Cortázar.
-Disculpame, esperaba un enfoque más racional, algo como una explicación del dejá vu… no sé…
-Bueno, ahora que lo decís… en 1952 Carl Jung se mandó un librito muy interesante, Sincronicidad donde analiza ese tipo de sensaciones.
-¿Cuál Jung? ¿El discípulo de Freud?
-Según Scoro eran algo más que maestro y discípulo, pero rompieron en 1913 porque Jung buscaba una explicación diferente a la libido como motor inconsciente de la psicología humana, lo que lo llevó a la reivindicación científica de teorías mágicas de las diferentes culturas de la historia humana. Acuñó lo del inconsciente colectivo, la idea que todos los seres humanos tenemos una misma constitución emotiva esencial que nos empuja a construir arquetipos básicos sobre los que elaboramos nuestra conciencia. Todo el mundo considera que se bandeó al pensamiento mágico y el esoterismo.
-¿Y cómo se explicaría lo de trasladarse en el tiempo que nos pasa cuando pisamos ciertos lugares?
-Diría que la energía de las experiencias traumáticas que la lucha dejó en el inconsciente de Santos operan una modificación concreta de su ambiente que traen a su consciente esos recuerdos, activando eventos sincronizados con esas experiencias. También admite la posibilidad de que el cerebro funcione rumiando una lista de características similares, activando mecanismos que repiten patrones dentro de la teoría de las probabilidades matemáticas.
-Mierda. ¿Cómo sabés todo eso?
-Me interesa mucho indagar sobre los huecos que dejó la ciencia académica en la comprensión del funcionamiento de la conciencia humana.
 Antes que empezara a hablarme de la neurociencia, su nueva pasión, Santos nos interrumpió saliendo de la nada misma, evidentemente excitado, pero con su aplomo de siempre.
-Lo acabo de fichar, está acá.
-¿No me pensás saludar, arrebatado?
-Qué hacés, hermosa, siempre peleando… contra el Estado digo…
-Y contra todos los machos que se me crucen, sean de la clase que sean… ¿a quién viste?
-Al servicio.
-¿El de Kobane que me contó este?
-Gracias por el artículo demostrativo, la putaqueteparió…
-Tenés el estómago frío Leo, ¿ya le contaste todo?
-¿No me encargaste una investigación, pelotudo? Estaba tratando de refutar científicamente tu teoría delirante pero ésta dice que es absolutamente posible. Dios los cría…
Antes que me pusiera pesado contra su relación amorosa, me cortó en seco con un gesto y nos empujó gentilmente hacia un kiosco de revistas y diarios cerca de la esquina de Esmeralda. Desde el improvisado refugio nos mostró a un tipo alto, morocho y fornido, con una expresión siniestra y dura, como si fuese una máscara de madera tallada de arrugas, con una especie de sombra permanente que impedía el menor brillo en su rostro. La mirada parecía vaciada aunque se veía que buscaba algo entre la gente.
-¿Ese es el servicio de Kobane?
-Exactamente ese. Está buscándome. Pasa bastante desapercibido aunque no se parezca en nada a nosotros. Es bueno.
-Cacemos al cazador –dijo Victoria, agazapada en pose de tigresa de bengala a punto de saltar sobre la aorta de su presa.
-No, pará. Sigámoslo para ver dónde tiene su base en la ciudad. A ese tipo no le vamos a sacar nunca una confesión- dijo Santos y nos convenció.
Nos separamos con el compromiso de mantener la vista clavada a más de 50 metros de distancia del sujeto, cosa que cumplimos sin ser descubiertos todo lo que duró la marcha, aprovechando tantos años de militancia en los que conocimos decenas de compañeros y compañeras de diferentes regionales y organizaciones populares, con lo que nos mimetizamos en las columnas, siempre lejos de los lugares donde deberíamos marchar habitualmente.
Cuando las sombras violáceas del atardecer comenzaban a inundar la punta de lanza y el gorro frigio de la Pirámide de Mayo, el servicio había desistido de su búsqueda y se retiraba de la Plaza hacia el oeste.
Ahora era más difícil seguirlo sin ser detectados, porque la desconcentración de la marcha se retrasaba y las calles no estaban pobladas de cuerpos donde escondernos. Nos íbamos mensajeando por wasap y decidimos mantener la persecución en los mismos términos, equidistantes del sujeto y entre nosotros.
Así caminamos parando cada tanto a esperar el bondi, preguntar la hora o mirar libros y vidrieras. El tipo no nos registraba, parecía concentrado en ganarle al atardecer.
“Sólo falta que además de viajar en el tiempo sea también un vampiro”, se me ocurrió escribirles pero lo borré de toque para no quedar como un pelotudo. Aunque a esta altura del delirio y después de la charla con Victoria ya no sabía qué podía ser menos sospechoso: un servicio atravesando el continuum espacio-tiempo o un vampiro-ratti.
 De repente se metió en la entrada del Pasaje Barolo, cortando lo que parecía una carrera silenciosa por Avenida de Mayo. Los tres nos miramos de lejos discutiendo con mímica qué convenía hacer. La mirada que me cruzó Victoria mostraba además una sonrisa orgullosa, remarcando la coincidencia cortazariana entre nuestra conversación y el refugio del servicio. Una mirada tipo “¿qué te dije?”.
Fuimos entrando por separado, y tomando posiciones aleatorias aprovechando que los comercios y oficinas del Pasaje seguían manteniendo la actividad suficiente para hacer creíble la maniobra.
Por medio de señas seguíamos al sujeto, que rápidamente tomó el ascensor y se dirigió al sexto piso. Santos subió a zancadas las escaleras mientras Victoria y yo los seguíamos de lejos en el otro ascensor, con el tiempo justo para ver cómo el siniestro tipo se metía sin llamar al timbre ni usar llave detrás de una puerta de madera pintada de un blanco opaco y pulcro, casi gris, como las de los viejos hospitales de los años cincuenta, o la de los cuarteles militares.
Pintado en letras de molde perfectas se podía leer sobre el vidrio esmerilado: Oficina 128, Agencia de Noticias Saporiti. Esperamos un tiempo prudencial a que pudiera salir alguien pero no circulaba gente por la oficina, y tampoco parecía que nadie más tuviera ocupaciones en todo el piso, también blanco, monótono y helado como la puerta, despoblado como un cementerio.
A los 30 minutos nos reunimos en el mismo rellano de la escalera en que se quedó Santos. Casi sin palabras, susurrando y con señas, discutimos brevemente cómo seguirla.
Ellos querían entrar. Yo quería convencerlos de volver en horario comercial con algún tipo de argumento banal, una encomienda o algo por el estilo para caracterizar mejor.
-No se escucha ningún ruido. El tipo está solo, o cenando o durmiendo- decía con énfasis en los ojos la indomable Victoria.
-Tiene razón la Negra, Leo, es nuestra oportunidad agarrarlo acá, de improvisto.
-¿No dijiste que era al pedo interrogarlo? ¿Para qué? ¿Lo querés apresar?
-Shhhh, boludo, no levantes la voz, caído del catre. No importa, lo registramos de arriba abajo, estamos evidentemente en una fachada, debe haber papeles o algo que delate la operación.
Como siempre, acepté la voz de la mayoría y decidimos entrar.
Con los testículos obstruyéndome las amígdalas, cagado hasta las patas, sin siquiera un objeto contundente o filoso a mano que me sirviera de placebo, observé como Santos y Victoria, enfrentados y con las caras a punto de besarse, concentrados como soldados en combate pero divertidos como niños haciendo travesuras a la hora de la siesta, torcieron el picaporte y, con total asombro, sintieron que se entregaba sin resistencia, permitiéndoles el paso.

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