“it always makes one a little giddy at first”
-“Living backwards!” Alice repeated in great astonishment.
-“Living backwards!” Alice repeated in great astonishment.
“I never heard of
such a thing!”
“—but there's one great advantage in it, that one's memory works both ways.”
“I'm sure MINE only works one way,” Alice remarked.
“—but there's one great advantage in it, that one's memory works both ways.”
“I'm sure MINE only works one way,” Alice remarked.
“I can't remember things
before they happen.”
“It's a poor sort of memory that only works backwards,”
“It's a poor sort of memory that only works backwards,”
the Queen remarked.”
Lewis Carroll, 1871
Nada. Contra todos los pronósticos y
posibles escenarios de combate que mi cobarde imaginación había pretendido
anticipar, del otro lado de la puerta, no había nada. En realidad, no había
nadie. Pero también parecía que no había nada. Un modesto escritorio de hierro
esmaltado, como los inodoros, una sola silla del mismo material y textura. Una
oficina sin ficheros ni signos de haber sido usada nunca, como a punto de
estrenar, si no fuese por el tufo a humedad y décadas que impregnaba nuestras
narices y cerebros, desconcertados, entre esas cuatro paredes peladas.
-Nada mal para una máquina de tiempo- metí
bocadillo para sacarme con sarcasmo el cagazo congestionado en mis orificios
más básicos.
Los dos pares de ojos de mis camaradas de
aventura se clavaron sobre la estela de la broma como cuando una madre reta a
su hijo en silencio. No parecían resignarse ante la evidente nada misma.
Revolvieron todo de arriba abajo, buscaron al pedo pasadizos ocultos. Sólo
encontraron un cuartucho de limpieza lleno de trastos viejos y un fuerte olor a
humedad.
-Es imposible, entró acá.
-Pero no está.
-Nos damos cuenta de eso, cacho de genio,
pero tiene razón Santos, lo vimos entrar acá.
-Bueno, rajemos antes que entre otro.
Todavía tenemos la sorpresa de nuestro lado. –cortó Santos en seco.
Nos tomamos una birra fresca en la puerta
del chino de la vuleta tratando de descular el misterio. Pero lo único concreto
era la entrada del servicio en un cuarto vacío y ninguna salida evidente.
-Bueno che, yo tengo que laburar mañana,
los voy dejando, si llegan a alguna solución mágica me avisan.
-No te entiendo Leo, vos lo viste, entró
por ahí, el tipo existe.
-Si nene, pero yo tengo que laburar igual
y el fantasma este de Kobane no va a venir a matarme el hambre, ¿no te parece?
Los dejé buscando una pizzería barata y me
tomé el 105 para San Martín y Melincué. Como muchos laburantes ya me había
acostumbrado a usar de oficina los largos trayectos en colectivo que estaba
obligado a tomar una y otra vez, para darle utilidad a todo ese tiempo no
renovable que la explotación nos quita yendo y viniendo del laburo.
Agarré asiento recién en Plaza Once, donde
la mayoría se bajó buscando el otro bondi o al maldito Sarmiento. Yo todavía
zafaba y era de los pocos sobrevivientes que laburábamos y vivíamos dentro de
los límites de la capital. Aunque eso de “vivir” viene siendo más un lugar
común para hablar rápido que una descripción ajustada de la realidad. Para usar
con precisión el lenguaje deberíamos decir que duermo en la misma ciudad donde trabajo.
Chequeaba mails del laburo por el celular
y trataba de coordinar las actividades militantes de la semana y entre uno y
otro se me dio por guglear “Pasaje Barolo” a ver qué me tiraba Wikipedia que
pudiese iluminar el misterio del servicio que perseguía a Santos.
Lo que descubrí me sobresaltó pero el
topetazo que pega el bondi siempre que encara la subida a todo trapo por el
puente Cortázar me rescataron del asombro.
Siempre que el bondi prepotea el puente me
saca del estado de ensueño en el que voy, reconozco de nuevo las viejas
fábricas de vino, la todavía viva de Toro y la hace tiempo abandonada de
Escorihuela y el pedacito de vía del San Martín que corre por debajo, entre las
casas de ladrillo hueco a la vista de La Carbonilla que crecen tozudamente
sobre el terraplén.
Levanté la vista, la enorme panza blanca
de la luna llena iluminaba los techitos de Paternal por el sur, y de esta
manera tan particular, en el punto más alto del puente, la vida a mi alrededor
era todavía más irreal que las pruebas de la locura que acababa de ver en la
pantalla resquebrajada de mi celular.
Cuando bajé del bondi debería llevar la
incredulidad y el asombro grabados en el rostro. Me lo decían sin hablar las
pocas caras que me crucé caminando hacia el departamento de la calle Artigas
que alquilaba desde la dura separación de la madre de mi hija. Como un alienado
miré completo el documental que el programa Vida
y vuelta había pasado en 2003 en Canal 7, basado en la historia del Palacio
Barolo llamado “El cielo y el infierno en Buenos Aires”. Un vértigo cercano al
ataque de pánico me absorbió pasando los capítulos de youtube en la pantalla de
la notebook. No podía creer lo que escuchaba y veía.
Tenía que corroborar lo que estaba
sucediendo en mi imaginación con algún otro ser vivo antes de caer del otro
lado de la realidad sin poder volver. Encaré ciegamente para la casa de Santos
mientras trataba de ubicarlo en el wasap. Como siempre me clavaba el visto.
Deberían estar pasando revista y actualizando anécdotas con la Negra en la
pizzería todavía.
En medio del Parque de Agronomía, recordé
que la distancia hasta la casa de Santos era igual a lo que tenía que caminar
en sentido contrario para ir a lo de Tony y decidí pasar a verlo.
Desde que llego por las noches al barrio
que me cobija los últimos años tengo sensaciones similares. El pulmón del
parque baja un par de grados la temperatura del resto de la ciudad,
recibiéndome con andanadas de aire fresco. La naturaleza me asaltaba,
rompiéndome la forma habitual de encasillar el espacio urbano que me rodea.
Llevado por ese humor, recordé las
historias que contaba Leandro, un vecino de Paternal a quien todos trataban
como loco simplemente porque tenía una enfermedad siquiátrica. Por él supe que
cuando todavía los jesuitas administraban su pequeña chacra de los Colegiales
la ciudad terminaba acá y en algún lugar entre las actuales estaciones Arata y
Beiró del Urquiza, nacía el arroyo Vega, que bajaba por Chorroarín, laguneaba
en la Plaza Zapiola y torcía hacia el Plata viboreando debajo de Holmberg,
Juramento, Zapiola hasta encarar por Blanco Encalada desembocando después de
las lagunas donde muchos años más tarde construyeron la cancha de River.
En su presidencia, el asesino de ranqueles
Bernardino Rivadavia quiso fundar un asentamiento agrícola aprovechando las
aguas del Vega, una colonia para campesinos alemanes. Llegó a bautizar al futuro
pueblo con el apellido Chorroarín, en homenaje al cura rector del Colegio de
San Carlos donde estudiaron Rivadavia y toda la elite de cuadros que dirigieron
el naciente Estado argentino.
El proyecto acompañó el fracaso político
de su progenitor y las tierras se terminaron loteando de acuerdo a los ritmos
de la especulación inmobiliaria de esos años. A principios del siglo veinte el
nieto de un hidalgo gallego, oriundo de un pueblo de Orense que porta su
apellido, Chas, relacionado con la familia Belgrano, le dio forma circular al
trazado de calles, imitando los Parques Urbanos de moda en las ciudades
europeas más bacanas.
Después de la Guerra contra Paraguay,
cuando la municipalidad decidió albergar a los miles de muertos por la fiebre
amarilla en la vieja Chacarita de los Colegiales, fundando el cementerio más
grande del país, al norte del Parque y al este de la avenida Los Incas se fue
gestando un barrio irregular de casitas en falsa escuadra construidas por los
propios laburantes cerca de las fábricas donde dejaban la energía, entre de la
traza de la quinta del vasco Ortúzar y las vías del Urquiza.
Los ecos de la lucha de clases han dejado
marca en esta parte tan extraña de la ciudad. Entre apellidos de militares de las
guerras de independencia y liberales unitarios, de científicos y ciudades
europeas, hasta 1933 la diagonal que cruza el barrio circular se llamó La
Internacional, en homenaje al primer partido político revolucionario que los
obreros europeos fundaron bajo la guía de Karl Marx. Como parte de la reacción
oligárquica del contubernio de Agustín Justo, barrieron con el nombre maldito y
lo reemplazaron con el más milico de General Victorica. Nadie se dio cuenta de
borrar los nombres de ciudades de la Europa Comunista, Belgrado, Moscú,
Varsovia ni el de la ciudad que vio nacer al redactor del Manifiesto Comunista, Tréveris. Lo que vuelve a demostrar que la
ignorancia es la principal característica de los represores.
Soñando despierto todas estas cosas,
emborrachado por el dulce aroma de las tipas en flor y la fresca madrugada bajo
la luna, salí de la selva ordenada del Parque por la puerta del Observatorio
Metereológico que dicta la temperatura que leemos en las pantallas de
televisión y que repiten cada media hora locutoras de voz perfecta en las
radios y tomé por la vieja La Internacional, hasta el mismísimo centro circular
de Parque Chas, donde se cruza con Ávalos y Gándara alrededor de una
insignificante fuente de cemento.
En el centro de Chas vivía Antonio “el
Tony” Ermassi, un viejo amigo que me había hecho conocer el rock de los 70 y a
quien me volví a cruzar veinte años después militando en el mismo lugar que yo.
Su personalidad generaba igual fascinación que el modesto departamento que
alquilaba en esas épocas.
Desde la puerta de entrada se podía ver
que era una cajita de zapatos, un monoambiente con ventana a la calle. Pero
cuando entrabas parecía un enorme y amplio tres ambientes. Tony le había
clavado un generoso sofá cama donde ninguna espalda o posadera era
discriminada. Desde allí el cansado viajero podía recrearse contemplando una
prolija y profusa biblioteca, a su izquierda, la barra de la cocina, poblada de
bebidas espirituosas en el centro y una increíble pecera con diminutos
pececitos coralinos de miles de colores en frente.
Me sirvió una jarra de ferné bien frío y
duro, que en los comienzos del verano bien valía lo mismo que un whisky cargado
en pleno invierno. Como si me sacara la nieve de los hombros y zapatos, me fui
despojando de la carga de anécdotas del mundo real y nos fuimos metiendo en el verdadero
tema que propiciaba este encuentro.
Tony era un chamán bastante particular. En
sus años adolescentes había sido un verdadero lumpen, destrozado anímicamente
por las mil y una desgracias que la pobreza le había tirado en el destino a su
familia biológica –de la que nunca hablaba- reconocía siempre que antes de
organizarse y luchar contra el Estado era un joven lleno de rabia y
resentimiento contra la humanidad. Un toro desembocado, siempre de gira y sin
piedad, su vida saltaba de las diferentes sustancias que metía en su cuerpo
para nublar el dolor a las hazañas de patotero de barrio y los pogos del punk y
el metal de los años 80 y 90.
En algún momento del argentinazo tuvo la
claridad suficiente para entender que la causa de todas sus desgracias estaba en
el Estado y se transformó en uno de sus sepultureros más abnegados porque, como
cualquiera que haya visitado el infierno y sobrevivido, no le tenía miedo a
nada.
Sólo quien lo conociera en la intimidad de
su hogar podría saber que su biblioteca mostraba una inteligencia sensible a la
literatura más refinada, sobre todo aquella que ahondaba en los límites de las
novelas de viajes y aventuras, misterio y argumentos laberínticos, donde
fantasía y realidad perdían toda barrera.
-Negro, tengo que decirte por qué vine.
-Ah, entonces no venías a escabiar.
-Si, bueno, también, jeje. Pero escúchame
este flash, Tony. A Santos lo persigue un agente de la SIDE, se lo encontró en
Kobane y le resultó una cara conocida de la batalla del 20 de diciembre de
2001.
-¿Santos estuvo en Kobane? ¡Qué hijo de
puta! ¡Qué bien la hace ese guacho!
Se reía con una carcajada entrecortada y
rasposa, factura de tantas décadas de alcoholes fuertes y pucho, si cerrabas
los ojos en medio de la anécdota parecía que el anciano de la tribu te estaba
hablando…
-Bueno, resulta que lo vimos ayer en la
marcha y lo seguimos hasta una oficina en el Pasaje Barolo.
-¿Lo cagaron a azotes?
-No lo encontramos. Desapareció como por
arte de magia.
-Se escapó por la ventana.
-Ahí está el asunto, Tony, no había
ninguna ventana ni puerta falsa, era un cuarto hermético.
-¿Como la habitación cerrada de Los crímenes de la Calle Morgue, de Poe?
-Ponele. Cuestión que Santos está
convencido que el servicio lo sigue “en el tiempo y el espacio” y la Negra
Victoria…
-La Negra Victoria… ¡grrrrrr qué fuerte
está esa piba!!! ¡¡Y qué ovarios que tiene!!!!
-Si si, la cruzamos en la marcha de la
mujer y saltó como vos, con otro cuento, El
otro cielo, de Cortázar.
-El que se mete por Galería Güemes y sale
en París.
-Ese.
-Claro.
-Claro ¿qué?
-Se transporta en el espacio… el Palacio
Barolo es un pasaje también. Tienen la forma del gusano espacio temporal que
hipotetizaron los científicos europeos cuando Einstein inmortalizó la Teoría de
la Relatividad.
-Carajo, a todos les parece totalmente
normal. En fin, vine para que me ayudes a entender qué carajo está pasando.
Recién en el bondi me colgué en Wikipedia, resulta que el Palacio Barolo se
inauguró en 1923 y lo empezaron a construir en 1919, después que un empresario
textil italiano, Luis Barolo, que explotaba indios en los algodonales de Chaco
se encontrase con un paisano suyo, el arquitecto italiano Mario Palanti en los
festejos de la oligarquía argentina del centenario de la Independencia, en el
Pabellón Italiano de 1910. Todo el edificio es un homenaje a La Divina Comedia, de Dante Alighieri.
-Ah, dos nacionalistas italianos, La Divina Comedia es considerada la obra
literaria fundadora de la cultura italiana aunque haya sido escrita en el siglo
catorce, quinientos años antes de unificación de Italia en un único Estado
moderno…
-Sí, eso. Es más, parece que estos dos
delirantes construyeron el Barolo no sólo como un simple homenaje, sino que
querían que fuese una especie de templo pagano a la italianidad e intentaron
trasladar las cenizas del Dante y transformarlo en un mausoleo que protegiera
los restos de Alighieri de un posible destrozo provocado por la Guerra Mundial.
-Ah bueno, el Titanic de la burguesía
italiana, en el Río de la Plata, alto flash. ¿Pero no es un edificio de
oficinas de alquiler?
-Desde el comienzo, pero está construido
siguiendo con exactitud la cantidad de versos de las tres partes de la Comedia, en los pisos inferiores el
Infierno, en los intermedios el Purgatorio y la cúpula remata con esculturas y
ornamentaciones alrededor de un enorme faro de luz que simbolizaría el Paraíso,
ubicado obviamente en el cielo.
-Y tiene una forma rara por afuera, con
cientos de ventanitas de diferentes tamaños en perspectiva…
-¡Imitando las fachadas de los templos
védicos en las selvas del Ganges y el Indo…!
-¿En serio me decís?
-Sí, boludo, lo acabo de ver en un documental
que pasaron en ATC en el 2003. Un filósofo de la UBA, acá lo anoté, Esteban
Ierardo, se manda toda una teoría sobre la recuperación por Palanti de un concepto
antiguo sobre los edificios: la idea de un puente con lo trascendente, con el
mundo de las divinidades, con nuestro pasado, nuestra historia como especie. Como
si el Barolo imitase una montaña y al mismo tiempo fuese un tótem…
-Estás como poseído, boló.
-No te hacés una idea cuánto, negro.
Agarrate esta: Palanti, el que convenció a Barolo de poner la tarasca para el
“mausoleo”, era miembro de una secta masónica de arquitectos que decía
remontarse a la edad media, que reivindicaba la tradición monumental de las
primeras civilizaciones, hindúes, sumerios y egipcios…
-Como el arquitecto de Hitler, ¿cómo se
llamaba?
-Speer, Albert Speer.
-Ése.
-Ponele. Pero este chabón reivindicaba una
concepción de la arquitectura monumental de sentido religioso. Resulta que los constructores
de las primeras pirámides conocidas, que eran escalonadas, como los Zigurats
del Golfo Pérsico, que después evolucionaron en las pirámides de la meseta
occidental de Guizeh, plantearon su forma como una especie de camino vertical, de
puente que permitiese una comunicación concreta con el cielo, donde vivían
supuestamente los dioses que regían el universo, que ahora llamamos estrellas y
planetas.
-Los templos eran puentes para conectarse con los dioses…
-Exactamente.
-¿Te gustan los cómics?
El tono de voz de Tony abandonó de repente la mueca permanente de la
sonrisa jedienta con la que veníamos charlando para plantarse firme y grave. Se
abría la puerta que había ido a buscar, finalmente.
-Bastante, pero no al punto de ser un especialista como vos.
-Leíste a Oesterheld, me imagino.
-Sí claro, El Eternauta, ¿pensás
que el servicio que persigue a Santos es un viajero en el tiempo como Juan
Salvo? ¿La SIDE construyó una máquina del tiempo leyendo al viejo guionista de
cómics montonero? Qué feo destino carajo…
-Pará un poco la moto, diletante. No me refería al Eternauta. Todo el asunto de los zigurats mesopotámicos me hizo
acordar un cómic que Oesterheld y Brescia publicaron en el ´62, Mort Cinder, ¿lo tenés?
-Cuando laburaba en una librería del microcentro me acuerdo que había
salido una edición de tapas naranjas, de Colihue, creo.
-Sí, la reedición de 1997, hermosa. Perá un poco…
Se levantó del sofá generoso, metió los dedos en la biblioteca y con sumo
cuidado, como los viejos cuando sacan un long play de la colección, desempolvó
un viejo número de la revista Misterix
y me lo presentó abierto en el comienzo de una historia titulada “La Torre de
Babel”.
-Qué hermosos dibujos, este Breccia era una bestia.
-De los mejores dibujantes de una generación llena de bestias. Del glorioso
barrio de Mataderos. Lo que me llama la atención es el argumento de esta
historia y lo que decís de Palanti. Mort Cinder es un inmortal que renace en
cada generación desde épocas inmemoriales y conoce a un anticuario, un viejito
judío que colecciona objetos de todas las épocas y los vende. En una de esas,
el viejito, que se llamaba Ezra Winston, revisando un espejo del Antiguo Egipto
que había acabado de adquirir, tiene visiones que lo trasportan al momento en
que ese objeto fue usado originalmente. Cuestión que se cruza con Mort Cinder,
que lo va guiando en diferentes viajes al pasado a través de los objetos del
anticuario. En uno de esos viajes visitan la construcción de la Torre de Babel
que nosotros conocemos por la Biblia, en Babilonia, vieja ciudad sumeria
conquistada por los Amorreos y Caldeos y transformada en la primera gran
capital imperial de la humanidad. En un giro imaginativo, Oesterheld toma
varios mitos populares posteriores sobre las antiguas pirámides y flashea que
la Torre de Babel era en realidad un zigurat que los babilonios construyeron
para tener una especie de cañón con el que dispararían una nave espacial, la
misma en la que habrían llegado al planeta Tierra los extraterrestres que
inventaron las primeras civilizaciones.
-Si los dioses son invenciones de los seres humanos que expresan las
angustias existenciales de cada época los extraterrestres son los dioses
celestiales de las culturas ateas del capitalismo moderno… algo así planteaba
Carl Sagan en Cosmos…
-Ponele, pero te perdés lo interesante del asunto: el zigurat como una
máquina concreta que permite viajar, conectarse concretamente con otro mundo,
un viaje espacial.
-Me estás confundiendo. ¿El Palacio Barolo es una nave espacial? ¿Cómo hace
para despegar y que no lo veamos? ¿Y qué tienen que ver Oesterheld y Breccia en
1962 con un edificio inaugurado cuando no habían nacido?
-No tengo ni idea, Leo, simplemente hice la misma asociación de la Negra
con la Galería Güemes de Cortázar pero con la Torre de Babel de Oesterheld…
Cuando la charla empezaba a empantanarse al ritmo de la clepsidra de ferné que
marcarcaba el fin de la noche, recibí un wasáp de Capobianco que me citaba en
su casa.
-Te tengo que largar, Tony, me mando a lo de Santos para actualizarle todo
esto.
-¿Otra vez laburando de asesor?
-Je, parece más que estoy otra vez de Sancho Panza del Quijote de Ortúzar.
-Tené cuidado, a ver si vas aprendiendo que detrás de la literatura hay
mucho más de lo que vos estás acostumbrado a leer e interpretar.
Y por alguna razón esta
última idea prendió un brote en mi cabeza que fue creciendo mientras caminaba
las cuadras que separaban la casa del Ermassi en Chas al dos ambientes que
alquilaba Capobianco en la orilla del barrio fabril de Villa Ortúzar, entre la Plaza
Malaver y la parada Artigas del Urquiza.
No hay comentarios:
Publicar un comentario