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domingo, 30 de octubre de 2016

CAPÍTULO 3. El Templo de Parque Chas

-“That's the effect of living backwards,” the Queen said kindly: 
“it always makes one a little giddy at first”
-“Living backwards!” Alice repeated in great astonishment. 
“I never heard of such a thing!”
“—but there's one great advantage in it, that one's memory works both ways.”
“I'm sure MINE only works one way,” Alice remarked. 
“I can't remember things before they happen.”
“It's a poor sort of memory that only works backwards,” 
the Queen remarked.”


Lewis Carroll, 1871



Nada. Contra todos los pronósticos y posibles escenarios de combate que mi cobarde imaginación había pretendido anticipar, del otro lado de la puerta, no había nada. En realidad, no había nadie. Pero también parecía que no había nada. Un modesto escritorio de hierro esmaltado, como los inodoros, una sola silla del mismo material y textura. Una oficina sin ficheros ni signos de haber sido usada nunca, como a punto de estrenar, si no fuese por el tufo a humedad y décadas que impregnaba nuestras narices y cerebros, desconcertados, entre esas cuatro paredes peladas.
-Nada mal para una máquina de tiempo- metí bocadillo para sacarme con sarcasmo el cagazo congestionado en mis orificios más básicos.
Los dos pares de ojos de mis camaradas de aventura se clavaron sobre la estela de la broma como cuando una madre reta a su hijo en silencio. No parecían resignarse ante la evidente nada misma. Revolvieron todo de arriba abajo, buscaron al pedo pasadizos ocultos. Sólo encontraron un cuartucho de limpieza lleno de trastos viejos y un fuerte olor a humedad.
-Es imposible, entró acá.
-Pero no está.
-Nos damos cuenta de eso, cacho de genio, pero tiene razón Santos, lo vimos entrar acá.
-Bueno, rajemos antes que entre otro. Todavía tenemos la sorpresa de nuestro lado. –cortó Santos en seco.
Nos tomamos una birra fresca en la puerta del chino de la vuleta tratando de descular el misterio. Pero lo único concreto era la entrada del servicio en un cuarto vacío y ninguna salida evidente.
-Bueno che, yo tengo que laburar mañana, los voy dejando, si llegan a alguna solución mágica me avisan.
-No te entiendo Leo, vos lo viste, entró por ahí, el tipo existe.
-Si nene, pero yo tengo que laburar igual y el fantasma este de Kobane no va a venir a matarme el hambre, ¿no te parece?
Los dejé buscando una pizzería barata y me tomé el 105 para San Martín y Melincué. Como muchos laburantes ya me había acostumbrado a usar de oficina los largos trayectos en colectivo que estaba obligado a tomar una y otra vez, para darle utilidad a todo ese tiempo no renovable que la explotación nos quita yendo y viniendo del laburo.
Agarré asiento recién en Plaza Once, donde la mayoría se bajó buscando el otro bondi o al maldito Sarmiento. Yo todavía zafaba y era de los pocos sobrevivientes que laburábamos y vivíamos dentro de los límites de la capital. Aunque eso de “vivir” viene siendo más un lugar común para hablar rápido que una descripción ajustada de la realidad. Para usar con precisión el lenguaje deberíamos decir que duermo en la misma ciudad donde trabajo.
Chequeaba mails del laburo por el celular y trataba de coordinar las actividades militantes de la semana y entre uno y otro se me dio por guglear “Pasaje Barolo” a ver qué me tiraba Wikipedia que pudiese iluminar el misterio del servicio que perseguía a Santos.
Lo que descubrí me sobresaltó pero el topetazo que pega el bondi siempre que encara la subida a todo trapo por el puente Cortázar me rescataron del asombro.
Siempre que el bondi prepotea el puente me saca del estado de ensueño en el que voy, reconozco de nuevo las viejas fábricas de vino, la todavía viva de Toro y la hace tiempo abandonada de Escorihuela y el pedacito de vía del San Martín que corre por debajo, entre las casas de ladrillo hueco a la vista de La Carbonilla que crecen tozudamente sobre el terraplén.
Levanté la vista, la enorme panza blanca de la luna llena iluminaba los techitos de Paternal por el sur, y de esta manera tan particular, en el punto más alto del puente, la vida a mi alrededor era todavía más irreal que las pruebas de la locura que acababa de ver en la pantalla resquebrajada de mi celular.
Cuando bajé del bondi debería llevar la incredulidad y el asombro grabados en el rostro. Me lo decían sin hablar las pocas caras que me crucé caminando hacia el departamento de la calle Artigas que alquilaba desde la dura separación de la madre de mi hija. Como un alienado miré completo el documental que el programa Vida y vuelta había pasado en 2003 en Canal 7, basado en la historia del Palacio Barolo llamado “El cielo y el infierno en Buenos Aires”. Un vértigo cercano al ataque de pánico me absorbió pasando los capítulos de youtube en la pantalla de la notebook. No podía creer lo que escuchaba y veía.
Tenía que corroborar lo que estaba sucediendo en mi imaginación con algún otro ser vivo antes de caer del otro lado de la realidad sin poder volver. Encaré ciegamente para la casa de Santos mientras trataba de ubicarlo en el wasap. Como siempre me clavaba el visto. Deberían estar pasando revista y actualizando anécdotas con la Negra en la pizzería todavía.
En medio del Parque de Agronomía, recordé que la distancia hasta la casa de Santos era igual a lo que tenía que caminar en sentido contrario para ir a lo de Tony y decidí pasar a verlo.
Desde que llego por las noches al barrio que me cobija los últimos años tengo sensaciones similares. El pulmón del parque baja un par de grados la temperatura del resto de la ciudad, recibiéndome con andanadas de aire fresco. La naturaleza me asaltaba, rompiéndome la forma habitual de encasillar el espacio urbano que me rodea.
Llevado por ese humor, recordé las historias que contaba Leandro, un vecino de Paternal a quien todos trataban como loco simplemente porque tenía una enfermedad siquiátrica. Por él supe que cuando todavía los jesuitas administraban su pequeña chacra de los Colegiales la ciudad terminaba acá y en algún lugar entre las actuales estaciones Arata y Beiró del Urquiza, nacía el arroyo Vega, que bajaba por Chorroarín, laguneaba en la Plaza Zapiola y torcía hacia el Plata viboreando debajo de Holmberg, Juramento, Zapiola hasta encarar por Blanco Encalada desembocando después de las lagunas donde muchos años más tarde construyeron la cancha de River.
En su presidencia, el asesino de ranqueles Bernardino Rivadavia quiso fundar un asentamiento agrícola aprovechando las aguas del Vega, una colonia para campesinos alemanes. Llegó a bautizar al futuro pueblo con el apellido Chorroarín, en homenaje al cura rector del Colegio de San Carlos donde estudiaron Rivadavia y toda la elite de cuadros que dirigieron el naciente Estado argentino.
El proyecto acompañó el fracaso político de su progenitor y las tierras se terminaron loteando de acuerdo a los ritmos de la especulación inmobiliaria de esos años. A principios del siglo veinte el nieto de un hidalgo gallego, oriundo de un pueblo de Orense que porta su apellido, Chas, relacionado con la familia Belgrano, le dio forma circular al trazado de calles, imitando los Parques Urbanos de moda en las ciudades europeas más bacanas.
Después de la Guerra contra Paraguay, cuando la municipalidad decidió albergar a los miles de muertos por la fiebre amarilla en la vieja Chacarita de los Colegiales, fundando el cementerio más grande del país, al norte del Parque y al este de la avenida Los Incas se fue gestando un barrio irregular de casitas en falsa escuadra construidas por los propios laburantes cerca de las fábricas donde dejaban la energía, entre de la traza de la quinta del vasco Ortúzar y las vías del Urquiza.
Los ecos de la lucha de clases han dejado marca en esta parte tan extraña de la ciudad. Entre apellidos de militares de las guerras de independencia y liberales unitarios, de científicos y ciudades europeas, hasta 1933 la diagonal que cruza el barrio circular se llamó La Internacional, en homenaje al primer partido político revolucionario que los obreros europeos fundaron bajo la guía de Karl Marx. Como parte de la reacción oligárquica del contubernio de Agustín Justo, barrieron con el nombre maldito y lo reemplazaron con el más milico de General Victorica. Nadie se dio cuenta de borrar los nombres de ciudades de la Europa Comunista, Belgrado, Moscú, Varsovia ni el de la ciudad que vio nacer al redactor del Manifiesto Comunista, Tréveris. Lo que vuelve a demostrar que la ignorancia es la principal característica de los represores.
Soñando despierto todas estas cosas, emborrachado por el dulce aroma de las tipas en flor y la fresca madrugada bajo la luna, salí de la selva ordenada del Parque por la puerta del Observatorio Metereológico que dicta la temperatura que leemos en las pantallas de televisión y que repiten cada media hora locutoras de voz perfecta en las radios y tomé por la vieja La Internacional, hasta el mismísimo centro circular de Parque Chas, donde se cruza con Ávalos y Gándara alrededor de una insignificante fuente de cemento.
En el centro de Chas vivía Antonio “el Tony” Ermassi, un viejo amigo que me había hecho conocer el rock de los 70 y a quien me volví a cruzar veinte años después militando en el mismo lugar que yo. Su personalidad generaba igual fascinación que el modesto departamento que alquilaba en esas épocas.
Desde la puerta de entrada se podía ver que era una cajita de zapatos, un monoambiente con ventana a la calle. Pero cuando entrabas parecía un enorme y amplio tres ambientes. Tony le había clavado un generoso sofá cama donde ninguna espalda o posadera era discriminada. Desde allí el cansado viajero podía recrearse contemplando una prolija y profusa biblioteca, a su izquierda, la barra de la cocina, poblada de bebidas espirituosas en el centro y una increíble pecera con diminutos pececitos coralinos de miles de colores en frente.
Me sirvió una jarra de ferné bien frío y duro, que en los comienzos del verano bien valía lo mismo que un whisky cargado en pleno invierno. Como si me sacara la nieve de los hombros y zapatos, me fui despojando de la carga de anécdotas del mundo real y nos fuimos metiendo en el verdadero tema que propiciaba este encuentro.
Tony era un chamán bastante particular. En sus años adolescentes había sido un verdadero lumpen, destrozado anímicamente por las mil y una desgracias que la pobreza le había tirado en el destino a su familia biológica –de la que nunca hablaba- reconocía siempre que antes de organizarse y luchar contra el Estado era un joven lleno de rabia y resentimiento contra la humanidad. Un toro desembocado, siempre de gira y sin piedad, su vida saltaba de las diferentes sustancias que metía en su cuerpo para nublar el dolor a las hazañas de patotero de barrio y los pogos del punk y el metal de los años 80 y 90.
En algún momento del argentinazo tuvo la claridad suficiente para entender que la causa de todas sus desgracias estaba en el Estado y se transformó en uno de sus sepultureros más abnegados porque, como cualquiera que haya visitado el infierno y sobrevivido, no le tenía miedo a nada.
Sólo quien lo conociera en la intimidad de su hogar podría saber que su biblioteca mostraba una inteligencia sensible a la literatura más refinada, sobre todo aquella que ahondaba en los límites de las novelas de viajes y aventuras, misterio y argumentos laberínticos, donde fantasía y realidad perdían toda barrera.
-Negro, tengo que decirte por qué vine.
-Ah, entonces no venías a escabiar.
-Si, bueno, también, jeje. Pero escúchame este flash, Tony. A Santos lo persigue un agente de la SIDE, se lo encontró en Kobane y le resultó una cara conocida de la batalla del 20 de diciembre de 2001.
-¿Santos estuvo en Kobane? ¡Qué hijo de puta! ¡Qué bien la hace ese guacho!
Se reía con una carcajada entrecortada y rasposa, factura de tantas décadas de alcoholes fuertes y pucho, si cerrabas los ojos en medio de la anécdota parecía que el anciano de la tribu te estaba hablando…
-Bueno, resulta que lo vimos ayer en la marcha y lo seguimos hasta una oficina en el Pasaje Barolo.
-¿Lo cagaron a azotes?
-No lo encontramos. Desapareció como por arte de magia.
-Se escapó por la ventana.
-Ahí está el asunto, Tony, no había ninguna ventana ni puerta falsa, era un cuarto hermético.
-¿Como la habitación cerrada de Los crímenes de la Calle Morgue, de Poe?
-Ponele. Cuestión que Santos está convencido que el servicio lo sigue “en el tiempo y el espacio” y la Negra Victoria…
-La Negra Victoria… ¡grrrrrr qué fuerte está esa piba!!! ¡¡Y qué ovarios que tiene!!!!
-Si si, la cruzamos en la marcha de la mujer y saltó como vos, con otro cuento, El otro cielo, de Cortázar.
-El que se mete por Galería Güemes y sale en París.
-Ese.
-Claro.
-Claro ¿qué?
-Se transporta en el espacio… el Palacio Barolo es un pasaje también. Tienen la forma del gusano espacio temporal que hipotetizaron los científicos europeos cuando Einstein inmortalizó la Teoría de la Relatividad.
-Carajo, a todos les parece totalmente normal. En fin, vine para que me ayudes a entender qué carajo está pasando. Recién en el bondi me colgué en Wikipedia, resulta que el Palacio Barolo se inauguró en 1923 y lo empezaron a construir en 1919, después que un empresario textil italiano, Luis Barolo, que explotaba indios en los algodonales de Chaco se encontrase con un paisano suyo, el arquitecto italiano Mario Palanti en los festejos de la oligarquía argentina del centenario de la Independencia, en el Pabellón Italiano de 1910. Todo el edificio es un homenaje a La Divina Comedia, de Dante Alighieri.
-Ah, dos nacionalistas italianos, La Divina Comedia es considerada la obra literaria fundadora de la cultura italiana aunque haya sido escrita en el siglo catorce, quinientos años antes de unificación de Italia en un único Estado moderno…
-Sí, eso. Es más, parece que estos dos delirantes construyeron el Barolo no sólo como un simple homenaje, sino que querían que fuese una especie de templo pagano a la italianidad e intentaron trasladar las cenizas del Dante y transformarlo en un mausoleo que protegiera los restos de Alighieri de un posible destrozo provocado por la Guerra Mundial.
-Ah bueno, el Titanic de la burguesía italiana, en el Río de la Plata, alto flash. ¿Pero no es un edificio de oficinas de alquiler?
-Desde el comienzo, pero está construido siguiendo con exactitud la cantidad de versos de las tres partes de la Comedia, en los pisos inferiores el Infierno, en los intermedios el Purgatorio y la cúpula remata con esculturas y ornamentaciones alrededor de un enorme faro de luz que simbolizaría el Paraíso, ubicado obviamente en el cielo.
-Y tiene una forma rara por afuera, con cientos de ventanitas de diferentes tamaños en perspectiva…
-¡Imitando las fachadas de los templos védicos en las selvas del Ganges y el Indo…!
-¿En serio me decís?
-Sí, boludo, lo acabo de ver en un documental que pasaron en ATC en el 2003. Un filósofo de la UBA, acá lo anoté, Esteban Ierardo, se manda toda una teoría sobre la recuperación por Palanti de un concepto antiguo sobre los edificios: la idea de un puente con lo trascendente, con el mundo de las divinidades, con nuestro pasado, nuestra historia como especie. Como si el Barolo imitase una montaña y al mismo tiempo fuese un tótem…
-Estás como poseído, boló.
-No te hacés una idea cuánto, negro. Agarrate esta: Palanti, el que convenció a Barolo de poner la tarasca para el “mausoleo”, era miembro de una secta masónica de arquitectos que decía remontarse a la edad media, que reivindicaba la tradición monumental de las primeras civilizaciones, hindúes, sumerios y egipcios…
-Como el arquitecto de Hitler, ¿cómo se llamaba?
-Speer, Albert Speer.
-Ése.
-Ponele. Pero este chabón reivindicaba una concepción de la arquitectura monumental de sentido religioso. Resulta que los constructores de las primeras pirámides conocidas, que eran escalonadas, como los Zigurats del Golfo Pérsico, que después evolucionaron en las pirámides de la meseta occidental de Guizeh, plantearon su forma como una especie de camino vertical, de puente que permitiese una comunicación concreta con el cielo, donde vivían supuestamente los dioses que regían el universo, que ahora llamamos estrellas y planetas.
-Los templos eran puentes para conectarse con los dioses…
-Exactamente.
-¿Te gustan los cómics?
El tono de voz de Tony abandonó de repente la mueca permanente de la sonrisa jedienta con la que veníamos charlando para plantarse firme y grave. Se abría la puerta que había ido a buscar, finalmente.
-Bastante, pero no al punto de ser un especialista como vos.
-Leíste a Oesterheld, me imagino.
-Sí claro, El Eternauta, ¿pensás que el servicio que persigue a Santos es un viajero en el tiempo como Juan Salvo? ¿La SIDE construyó una máquina del tiempo leyendo al viejo guionista de cómics montonero? Qué feo destino carajo…
-Pará un poco la moto, diletante. No me refería al Eternauta. Todo el asunto de los zigurats mesopotámicos me hizo acordar un cómic que Oesterheld y Brescia publicaron en el ´62, Mort Cinder, ¿lo tenés?
-Cuando laburaba en una librería del microcentro me acuerdo que había salido una edición de tapas naranjas, de Colihue, creo.
-Sí, la reedición de 1997, hermosa. Perá un poco…
Se levantó del sofá generoso, metió los dedos en la biblioteca y con sumo cuidado, como los viejos cuando sacan un long play de la colección, desempolvó un viejo número de la revista Misterix y me lo presentó abierto en el comienzo de una historia titulada “La Torre de Babel”.
-Qué hermosos dibujos, este Breccia era una bestia.
-De los mejores dibujantes de una generación llena de bestias. Del glorioso barrio de Mataderos. Lo que me llama la atención es el argumento de esta historia y lo que decís de Palanti. Mort Cinder es un inmortal que renace en cada generación desde épocas inmemoriales y conoce a un anticuario, un viejito judío que colecciona objetos de todas las épocas y los vende. En una de esas, el viejito, que se llamaba Ezra Winston, revisando un espejo del Antiguo Egipto que había acabado de adquirir, tiene visiones que lo trasportan al momento en que ese objeto fue usado originalmente. Cuestión que se cruza con Mort Cinder, que lo va guiando en diferentes viajes al pasado a través de los objetos del anticuario. En uno de esos viajes visitan la construcción de la Torre de Babel que nosotros conocemos por la Biblia, en Babilonia, vieja ciudad sumeria conquistada por los Amorreos y Caldeos y transformada en la primera gran capital imperial de la humanidad. En un giro imaginativo, Oesterheld toma varios mitos populares posteriores sobre las antiguas pirámides y flashea que la Torre de Babel era en realidad un zigurat que los babilonios construyeron para tener una especie de cañón con el que dispararían una nave espacial, la misma en la que habrían llegado al planeta Tierra los extraterrestres que inventaron las primeras civilizaciones.
-Si los dioses son invenciones de los seres humanos que expresan las angustias existenciales de cada época los extraterrestres son los dioses celestiales de las culturas ateas del capitalismo moderno… algo así planteaba Carl Sagan en Cosmos
-Ponele, pero te perdés lo interesante del asunto: el zigurat como una máquina concreta que permite viajar, conectarse concretamente con otro mundo, un viaje espacial.
-Me estás confundiendo. ¿El Palacio Barolo es una nave espacial? ¿Cómo hace para despegar y que no lo veamos? ¿Y qué tienen que ver Oesterheld y Breccia en 1962 con un edificio inaugurado cuando no habían nacido?
-No tengo ni idea, Leo, simplemente hice la misma asociación de la Negra con la Galería Güemes de Cortázar pero con la Torre de Babel de Oesterheld…
Cuando la charla empezaba a empantanarse al ritmo de la clepsidra de ferné que marcarcaba el fin de la noche, recibí un wasáp de Capobianco que me citaba en su casa.
-Te tengo que largar, Tony, me mando a lo de Santos para actualizarle todo esto.
-¿Otra vez laburando de asesor?
-Je, parece más que estoy otra vez de Sancho Panza del Quijote de Ortúzar.
-Tené cuidado, a ver si vas aprendiendo que detrás de la literatura hay mucho más de lo que vos estás acostumbrado a leer e interpretar.

Y por alguna razón esta última idea prendió un brote en mi cabeza que fue creciendo mientras caminaba las cuadras que separaban la casa del Ermassi en Chas al dos ambientes que alquilaba Capobianco en la orilla del barrio fabril de Villa Ortúzar, entre la Plaza Malaver y la parada Artigas del Urquiza.

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